VATICANO, 23 Ene. 13 / 10:21 am (ACI).- Queridos hermanos y hermanas:
En este Año de la fe, hoy me gustaría empezar a reflexionar juntos
sobre el Credo, la solemne profesión de fe que acompaña nuestras vidas
como creyentes. El Credo comienza así: "Creo en Dios". Es una afirmación
fundamental, aparentemente simple en su esencialidad, que sin embargo
abre al mundo infinito de la relación con el Señor y con su misterio.
Creer en Dios implica adhesión a Dios, acogida de su Palabra y
obediencia gozosa a su revelación.
Como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica:
"La fe es un acto personal: la respuesta libre del hombre a la
iniciativa de Dios que se revela" (n. 166). Poder decir que se cree en
Dios es, por lo tanto, un don y un compromiso al mismo tiempo, es gracia
divina y responsabilidad humana, en una experiencia de diálogo con
Dios, que, por amor, "habla a los hombres como amigos" (Dei Verbum, 2), nos habla para que, en la fe y con la fe, podamos entrar en comunión con Él.
¿Dónde podemos escuchar a Dios que nos habla? Para ello es
fundamental la Sagrada Escritura, en la que, la Palabra de Dios se hace
audible para nosotros y nutre nuestra vida de "amigos" de Dios. Toda la Biblia
narra la revelación de Dios a la humanidad, toda la Biblia habla de la
fe y nos enseña la fe, narrando una historia en la que Dios lleva a cabo
su plan de redención y se acerca a los hombres, a través de tantas
figuras luminosas de personas que creen en Él y confían en Él, hasta la
plenitud de la revelación en el Señor Jesús.
Es muy bello, a este respecto, el capítulo 11 de la Carta a los
Hebreos –que acabamos de escuchar– que habla de la fe y hace relucir las
grandes figuras bíblicas que han vivido la fe, llegando a ser modelo
para todos los creyentes: "Ahora bien, la fe es la garantía de los
bienes que se esperan, la plena certeza de las realidades que no se ven"
(11,1), dice el primer versículo. Los ojos de la fe son, por lo tanto,
capaces de ver lo invisible y el corazón del creyente puede esperar más
allá de toda esperanza, al igual que Abraham, del que Pablo dice en la
Carta a los Romanos que "creyó, esperando contra toda esperanza" (4,18).
Y precisamente sobre Abraham, me gustaría que detengamos nuestra
atención, porque él es la primera gran figura de referencia para hablar
acerca de la fe en Dios: el gran patriarca Abraham, modelo ejemplar,
padre de todos los creyentes (cfr. Rom 4,11-12).
La Carta a los Hebreos lo presenta así: "Por la fe, Abraham,
obedeciendo al llamado de Dios, partió hacia el lugar que iba a recibir
en herencia, sin saber a dónde iba. Por la fe, Abraham, obedeciendo al
llamado de Dios, partió hacia el lugar que iba a recibir en herencia,
sin saber a dónde iba. Por la fe, vivió como extranjero en la Tierra
prometida, habitando en carpas, lo mismo que Isaac y Jacob, herederos
con él de la misma promesa. Porque Abraham esperaba aquella ciudad de
sólidos cimientos, cuyo arquitecto y constructor es Dios". (11, 8-10).
El autor de la Carta a los Hebreos se refiere aquí a la llamada de
Abraham, narrada en el libro del Génesis ¿qué le pide Dios a este gran
patriarca? Le pide que abandone su tierra para ir al país que le
mostrará". El Señor dijo a Abram: «Deja tu tierra natal y la casa de tu
padre, y ve al país que yo te mostraré" (Génesis 12, 1). ¿Cómo habríamos
respondido nosotros a una invitación semejante?
Se trata, en efecto, de un partir en la oscuridad, sin saber dónde lo
conducirá Dios, es un camino que requiere una obediencia y una
confianza radicales, a la que sólo la fe permite acceder. Pero la
oscuridad de lo desconocido está iluminada por la luz de una promesa;
Dios añade a su mando una palabra tranquilizadora, que le abre a Abraham
un futuro de vida en toda su plenitud: "Yo haré de ti una gran nación y
te bendeciré; engrandeceré tu nombre... y por ti se bendecirán todos
los pueblos de la tierra" (Gen 12,2.3).
La bendición, en la Sagrada Escritura, se enlaza principalmente con
el don de la vida que viene de Dios y se manifiesta ante todo en la
fertilidad, en una vida que se multiplica, pasando de generación en
generación. Asimismo, la bendición está relacionada también con la
experiencia de poseer una tierra, un lugar estable para vivir y crecer
en libertad y seguridad, temiendo a Dios y construyendo una sociedad de
hombres fieles a la Alianza, "un reino de sacerdotes y una nación santa"
(cfr. Ex 19,6).
Por lo tanto, Abraham, en el diseño de Dios, está destinado a llegar a
ser el "padre de una multitud de naciones" (Gn 17,5; cfr. Rom 4, 17-18)
y a entrar en una nueva tierra donde vivir. Y, sin embargo, Sara, su
esposa, es estéril, no puede tener hijos, el país al que Dios lo conduce
está lejos de su tierra natal, ya está habitado por otros pueblos y
nunca le pertenecerá verdaderamente.
El narrador bíblico hace hincapié en esto, aunque muy discretamente:
cuando Abraham llegó al lugar de la promesa de Dios: " los cananeos
ocupaban el país " (Gen 12:6). La tierra que Dios le dona a Abraham no
le pertenece, él es un extranjero y lo seguirá siendo para siempre, con
todo lo que ello conlleva: no tener intenciones de posesión, sentir
siempre la propia pobreza, verlo todo como un don. Ésta es también la
condición espiritual de quien acepta seguir al Señor, de quien decide
partir aceptando su llamada, bajo el signo de su bendición invisible
pero poderosa.
Y Abraham, el "padre de los creyentes", acepta esta llamada, en la
fe. San Pablo escribe en la carta a los Romanos: "Esperando contra toda
esperanza, Abraham creyó y llegó a ser padre de muchas naciones, como se
le había anunciado: Así será tu descendencia. Su fe no flaqueó, al
considerar que su cuerpo estaba como muerto –tenía casi cien años– y que
también lo estaba el seno de Sara. El no dudó de la promesa de Dios,
por falta de fe, sino al contrario, fortalecido por esa fe, glorificó a
Dios, plenamente convencido de que Dios tiene poder para cumplir lo que
promete".(Rm 4,18-21).
La fe conduce a Abraham a seguir un camino paradójico. Él será
bendecido, pero sin los signos visibles de la bendición: recibe la
promesa de formar un gran pueblo, pero con una vida marcada por la
esterilidad de Sara, su esposa; es llevado a una nueva patria, pero
tendrá que vivir como un extranjero; y la única posesión de la tierra
que se le permitirá será el de una parcela de terreno para enterrar a
Sara (cf. Gn 23,1 a 20).
Abraham fue bendecido porque, en la fe, supo discernir la bendición
divina yendo más allá de las apariencias, confiando en la presencia de
Dios, incluso cuando sus caminos se le muestran misteriosos.
¿Qué significa esto para nosotros? Cuando decimos: "Yo creo en Dios",
decimos, como Abraham: "Confío en ti, me confío a ti, Señor", pero no
como a Alguien a quien se acude sólo en los momentos de dificultad o al
que dedicar algún momento del día o de la semana. Decir "Yo creo en
Dios" significa fundar en Él mi vida, dejar que su Palabra la oriente
cada día, en las opciones concretas sin temor de perder algo de mí
mismo.
Cuando, en el rito del Bautismo, se pide tres veces: "¿Creéis? en Dios, en Jesucristo, en el Espíritu Santo, en la Santa Iglesia
Católica y las demás verdades de la fe, la triple respuesta es en
singular: "Yo creo", porque es mi existencia personal la que va a
recibir un viraje con el don de la fe, es mi vida la que debe cambiar,
convertirse. Cada vez que participamos en un Bautismo, debemos
preguntarnos cómo vivimos cada día el gran don de la fe.
Abraham, el creyente, nos enseña la fe; y, como un extranjero en la
tierra, nos muestra la verdadera patria. La fe nos hace peregrinos en la
tierra, dentro del mundo y de la historia, pero en camino hacia la
patria celestial.
Creer en Dios nos hace, pues, portadores de valores que a menudo no
coinciden con la moda y la opinión del momento, nos pide adoptar
criterios y asumir conductas que no pertenecen a la manera común de
pensar. El cristiano no debe tener miedo de ir "contra corriente" para
vivir su propia fe, resistiendo a la tentación de "adecuarse".
En muchas de nuestras sociedades, Dios se ha convertido en el "gran
ausente" y en su lugar hay muchos ídolos, en primer lugar el "yo"
autónomo. Y también los significativos y positivos progresos de la
ciencia y de la tecnología han llevado al hombre a una ilusión de
omnipotencia y de autosuficiencia, y un creciente egoísmo ha creado
muchos desequilibrios en las relaciones y el comportamiento social.
Y, sin embargo, la sed de Dios (cf. Sal 63,2) no se extinguió y el
mensaje del Evangelio sigue resonando a través de las palabras y los
hechos de muchos hombres y mujeres de fe. Abraham, el padre de los
creyentes, sigue siendo el padre de muchos hijos que están dispuestos a
seguir sus pasos y se ponen en camino, en obediencia a la llamada
divina, confiando en la presencia benevolente del Señor y acogiendo su
bendición para ser una bendición para todos.
Es el mundo bendecido por la fe al que todos estamos llamados, para
caminar sin miedo siguiendo al Señor Jesucristo. Y a veces es un camino,
que conoce incluso, la prueba de la muerte, pero que está abierto a la
vida, en una transformación radical de la realidad que sólo los ojos de
la fe pueden ver y disfrutar en abundancia.
Afirmar "yo creo en Dios" nos conduce, pues, a ponernos en camino, a
salir de nosotros mismos continuamente, al igual que Abraham, para
llevar, en la realidad cotidiana en que vivimos, la certeza que viene de
la fe: la certeza, es decir, la presencia de Dios en la historia,
también hoy; una presencia que da vida y salvación, y nos abre a un
futuro con Él para una plenitud de vida que nunca conocerá el ocaso.