Habrá mucho tiempo para análisis,
balances, previsiones. Hoy, aún desconcertados, solamente intentaremos
dar una posible respuesta a tres preguntas que nos han surgido en un
primer momento.
Por encima de todo: ¿Por qué un anuncio de tales características precisamente en este día de febrero? Después: ¿Por qué en una reunión de cardenales anunciada rutinariamente? Y por último: ¿Cuál es el porqué del lugar elegido para el retiro del Papa emérito?
Reflexionando sobre estas cuestiones, después de la sorpresa casi brutal debido a su naturaleza inesperada (y para todos, también en la propia jerarquía), me parece que podemos arriesgar algunas posibles explicaciones.
El 11 de febrero, aniversario de la primera aparición de la Virgen en Lourdes, ha sido declarada por el «amado y venerado predecesor», como siempre lo ha llamado, Día Mundial del Enfermo. Ha dicho Ratzinger, en el latín de la breve y sorprendente declaración: «He llegado a la certeza de que, por la edad avanzada, ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio petrino».
Terencio, y después Séneca, Cicerón y muchos otros habían recordado tristemente: senectus ipsa est morbus, la ancianidad misma es una enfermedad. Por tanto, está enfermo quienquiera que, como él, el próximo 16 de abril cumplirá 86 años. De hecho, ha añadido: «El vigor tanto del cuerpo como del espíritu, en los últimos meses, ha disminuido en mí de tal forma que he de reconocer mi incapacidad para ejercer bien el ministerio que me fue encomendado». Por tanto, ¿qué día podía ser más adecuado para tomar conciencia delante del mundo de su propia infirmitas de anciano que el dedicado a la Virgen de Lourdes, protectora de los enfermos?
En el fondo, también en esto se da un signo de solidaridad fraterna para todos aquellos que, por enfermedad o por edad, no pueden contar más con sus propias fuerzas.
Pero, (ésta es la segunda pregunta) ¿por qué anunciarlo, ex abrupto, precisamente en un consistorio de cardenales para decidir la glorificación de los mártires de Otranto, masacrados por la furia de los musulmanes turcos? No creemos que exista aquí un posible reclamo a la violencia de un cierto islamismo, tan actual ahora como en el siglo XV de la matanza en Puglia. Más bien, creemos que en estos meses Benedicto XVI ha meditado sobre el primer y único caso de abdicación formal de un Pontífice en la historia de la Iglesia, el del 13 de diciembre de 1294, por parte de Celestino V.
Habían existido, en los «siglos oscuros» de la Alta Edad Media, algunos casos de renuncia papal, pero en circunstancias oscuras y bajo la presión de amenazas y violencias. Pero sólo Pietro da Morrone, un eremita arrancado por la fuerza de su celda y elevado al trono pontificio, abdicó libremente y oficialmente, aduciendo también él en primer lugar una edad más octogenaria y la consiguiente debilidad. Antes de llevar a cabo este inédito paso, había consultado discretamente a los mayores canonistas, que le confirmaron que la renuncia es posible, pero debía ser anunciada «delante de algunos cardenales». Y es precisamente así como ha decidido hacerlo Benedicto XVI, que no tenía más que aquel referente en el que fijarse: con tal precedente y espiritualmente seguro, dado que el buen Pietro fue declarado santo de la Iglesia y no merecía en absoluto la acusación de «cobarde» que lanzó en su contra el gibelino Dante por sus razones políticas.
En definitiva, a falta de otras normas, el Papa Ratzinger, siempre respetuoso con la Tradición, ha tomado como referencia aquella ya establecida hace ocho siglos por el hermano con quien quería compartir destino.
Probablemente, no es casualidad tampoco el hecho de que el imprevisto anuncio haya sido leído sólo en latín, casi como para hacer referencia también en esto a aquel lejano precedente.
Pero, para llegar a la tercera pregunta, ¿por qué razón, después de un breve descanso en Castelgandolfo (desierto, y por tanto disponible durante la sede vacante), Benedicto XVI se retirará a aquel que fue un monasterio de clausura, dentro de los muros vaticanos? Esto, al menos, es el programa anunciado por el portavoz, el padre Lombardi. No sabemos si esa mudanza será definitiva pero, en cualquier caso, tampoco ésta es una decisión casual. Decían las últimas palabras del anuncio de ayer: «También en el futuro, quisiera servir de todo corazón a la Santa Iglesia de Dios con una vida dedicada a la plegaria». En los años de pontificado ha repetido a menudo: «El corazón de la Iglesia no está donde se proyecta, se administra, se gobierna, sino donde se reza».
Por tanto, su servicio a la Catholica no sólo continua, sino que, en la perspectiva de la fe, se hace aún más relevante: si no ha elegido un monasterio lejano —quizá en Baviera o el de Montecassino, que el Papa Wojtyla había pensado como último recurso—, es posiblemente para dar testimonio, también con la cercanía física a la tumba de Pedro, cuánto desea permanecer junto a la Iglesia, a la que quiere donarse hasta el final.
Tampoco es casual, obviamente, el haber privilegiado a los muros impregnados por la oración como es el de un monasterio de clausura. No obstante, si la permanencia en el Vaticano fuese permanente, la discreción proverbial de Joseph Ratzinger asegura que no existirá ninguna interferencia con el gobierno del sucesor. Estamos convencidos de que rechazará incluso el papel de «consejero» lleno de años, pero también de experiencia y de sabiduría, incluso aunque hubiera peticiones explícitas del nuevo papa reinante. En su perspectiva de fe, el único verdadero «consejero» del pontífice es el Espíritu Santo que, bajo la bóveda de la Sixtina, le ha señalado con el dedo.
Y es precisamente en esta perspectiva religiosa que está, quizá, la respuesta a otro interrogante: ¿No era más «cristiano» seguir el ejemplo del beato Wojtyla, esto es, la resistencia heroica hasta el final, en vez del ejemplo de san Celestino V? Gracias a Dios, son muchas las historias personales, muchos los temperamentos, los destinos, los carismas, las maneras de interpretar y vivir el Evangelio. Grande, a pesar de lo que piensen quienes no la conocen desde dentro, grande es la libertad católica. Muchas veces, el entonces cardenal me repitió, en las entrevistas que tendríamos a lo largo de los años, que quien se preocupa demasiado por la difícil situación de la Iglesia (¿cuándo no lo ha sido?) demuestra no haber entendido que ésta pertenece a Cristo, es el cuerpo mismo de Cristo. Por tanto, le toca a Él dirigirla y, si es necesario, salvarla. «Nosotros», me decía, «solamente somos palabra del Evangelio, siervos, y por añadidura inútiles. No nos tomemos demasiado en serio, somos únicamente instrumentos y, además, a menudo ineficaces. No nos devanemos demasiado los sesos por el futuro de la Iglesia: realicemos hasta el final nuestro deber, Él pensará en lo demás».
Existe también, por encima de todo quizás, esta humildad, en la decisión de pasar el testigo: el instrumento va a desaparecer, el Dueño de la mies (como le gusta llamarlo, con términos evangélicos) necesita nuevos operarios, que, por tanto, lleguen, conscientes eso sí, de ser sólo servidores. En cuanto a los ancianos ahora ya extenuados, den el trabajo más valioso: el ofrecimiento del sufrimiento y el compromiso más eficaz. El de la oración inagotable, esperando la llamada a la Casa definitiva.
Traducción: Sara Martín
Por encima de todo: ¿Por qué un anuncio de tales características precisamente en este día de febrero? Después: ¿Por qué en una reunión de cardenales anunciada rutinariamente? Y por último: ¿Cuál es el porqué del lugar elegido para el retiro del Papa emérito?
Reflexionando sobre estas cuestiones, después de la sorpresa casi brutal debido a su naturaleza inesperada (y para todos, también en la propia jerarquía), me parece que podemos arriesgar algunas posibles explicaciones.
El 11 de febrero, aniversario de la primera aparición de la Virgen en Lourdes, ha sido declarada por el «amado y venerado predecesor», como siempre lo ha llamado, Día Mundial del Enfermo. Ha dicho Ratzinger, en el latín de la breve y sorprendente declaración: «He llegado a la certeza de que, por la edad avanzada, ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio petrino».
Terencio, y después Séneca, Cicerón y muchos otros habían recordado tristemente: senectus ipsa est morbus, la ancianidad misma es una enfermedad. Por tanto, está enfermo quienquiera que, como él, el próximo 16 de abril cumplirá 86 años. De hecho, ha añadido: «El vigor tanto del cuerpo como del espíritu, en los últimos meses, ha disminuido en mí de tal forma que he de reconocer mi incapacidad para ejercer bien el ministerio que me fue encomendado». Por tanto, ¿qué día podía ser más adecuado para tomar conciencia delante del mundo de su propia infirmitas de anciano que el dedicado a la Virgen de Lourdes, protectora de los enfermos?
En el fondo, también en esto se da un signo de solidaridad fraterna para todos aquellos que, por enfermedad o por edad, no pueden contar más con sus propias fuerzas.
Pero, (ésta es la segunda pregunta) ¿por qué anunciarlo, ex abrupto, precisamente en un consistorio de cardenales para decidir la glorificación de los mártires de Otranto, masacrados por la furia de los musulmanes turcos? No creemos que exista aquí un posible reclamo a la violencia de un cierto islamismo, tan actual ahora como en el siglo XV de la matanza en Puglia. Más bien, creemos que en estos meses Benedicto XVI ha meditado sobre el primer y único caso de abdicación formal de un Pontífice en la historia de la Iglesia, el del 13 de diciembre de 1294, por parte de Celestino V.
Habían existido, en los «siglos oscuros» de la Alta Edad Media, algunos casos de renuncia papal, pero en circunstancias oscuras y bajo la presión de amenazas y violencias. Pero sólo Pietro da Morrone, un eremita arrancado por la fuerza de su celda y elevado al trono pontificio, abdicó libremente y oficialmente, aduciendo también él en primer lugar una edad más octogenaria y la consiguiente debilidad. Antes de llevar a cabo este inédito paso, había consultado discretamente a los mayores canonistas, que le confirmaron que la renuncia es posible, pero debía ser anunciada «delante de algunos cardenales». Y es precisamente así como ha decidido hacerlo Benedicto XVI, que no tenía más que aquel referente en el que fijarse: con tal precedente y espiritualmente seguro, dado que el buen Pietro fue declarado santo de la Iglesia y no merecía en absoluto la acusación de «cobarde» que lanzó en su contra el gibelino Dante por sus razones políticas.
En definitiva, a falta de otras normas, el Papa Ratzinger, siempre respetuoso con la Tradición, ha tomado como referencia aquella ya establecida hace ocho siglos por el hermano con quien quería compartir destino.
Probablemente, no es casualidad tampoco el hecho de que el imprevisto anuncio haya sido leído sólo en latín, casi como para hacer referencia también en esto a aquel lejano precedente.
Pero, para llegar a la tercera pregunta, ¿por qué razón, después de un breve descanso en Castelgandolfo (desierto, y por tanto disponible durante la sede vacante), Benedicto XVI se retirará a aquel que fue un monasterio de clausura, dentro de los muros vaticanos? Esto, al menos, es el programa anunciado por el portavoz, el padre Lombardi. No sabemos si esa mudanza será definitiva pero, en cualquier caso, tampoco ésta es una decisión casual. Decían las últimas palabras del anuncio de ayer: «También en el futuro, quisiera servir de todo corazón a la Santa Iglesia de Dios con una vida dedicada a la plegaria». En los años de pontificado ha repetido a menudo: «El corazón de la Iglesia no está donde se proyecta, se administra, se gobierna, sino donde se reza».
Por tanto, su servicio a la Catholica no sólo continua, sino que, en la perspectiva de la fe, se hace aún más relevante: si no ha elegido un monasterio lejano —quizá en Baviera o el de Montecassino, que el Papa Wojtyla había pensado como último recurso—, es posiblemente para dar testimonio, también con la cercanía física a la tumba de Pedro, cuánto desea permanecer junto a la Iglesia, a la que quiere donarse hasta el final.
Tampoco es casual, obviamente, el haber privilegiado a los muros impregnados por la oración como es el de un monasterio de clausura. No obstante, si la permanencia en el Vaticano fuese permanente, la discreción proverbial de Joseph Ratzinger asegura que no existirá ninguna interferencia con el gobierno del sucesor. Estamos convencidos de que rechazará incluso el papel de «consejero» lleno de años, pero también de experiencia y de sabiduría, incluso aunque hubiera peticiones explícitas del nuevo papa reinante. En su perspectiva de fe, el único verdadero «consejero» del pontífice es el Espíritu Santo que, bajo la bóveda de la Sixtina, le ha señalado con el dedo.
Y es precisamente en esta perspectiva religiosa que está, quizá, la respuesta a otro interrogante: ¿No era más «cristiano» seguir el ejemplo del beato Wojtyla, esto es, la resistencia heroica hasta el final, en vez del ejemplo de san Celestino V? Gracias a Dios, son muchas las historias personales, muchos los temperamentos, los destinos, los carismas, las maneras de interpretar y vivir el Evangelio. Grande, a pesar de lo que piensen quienes no la conocen desde dentro, grande es la libertad católica. Muchas veces, el entonces cardenal me repitió, en las entrevistas que tendríamos a lo largo de los años, que quien se preocupa demasiado por la difícil situación de la Iglesia (¿cuándo no lo ha sido?) demuestra no haber entendido que ésta pertenece a Cristo, es el cuerpo mismo de Cristo. Por tanto, le toca a Él dirigirla y, si es necesario, salvarla. «Nosotros», me decía, «solamente somos palabra del Evangelio, siervos, y por añadidura inútiles. No nos tomemos demasiado en serio, somos únicamente instrumentos y, además, a menudo ineficaces. No nos devanemos demasiado los sesos por el futuro de la Iglesia: realicemos hasta el final nuestro deber, Él pensará en lo demás».
Existe también, por encima de todo quizás, esta humildad, en la decisión de pasar el testigo: el instrumento va a desaparecer, el Dueño de la mies (como le gusta llamarlo, con términos evangélicos) necesita nuevos operarios, que, por tanto, lleguen, conscientes eso sí, de ser sólo servidores. En cuanto a los ancianos ahora ya extenuados, den el trabajo más valioso: el ofrecimiento del sufrimiento y el compromiso más eficaz. El de la oración inagotable, esperando la llamada a la Casa definitiva.
Traducción: Sara Martín