segunda-feira, 9 de maio de 2011

Carta de los obispos sobre derecho a morir dignamente


SÓLO DIOS ES EL SEÑOR DE LA VIDA

CARTA PASTORAL DEL EPISCOPADO ARAGONÉS

CAON OCSIÓN DE LA PROMULGACIÓN DE LA

LEY DE DERECHOS Y GARANTÍAS DE LA DIGNIDAD DE LA PERSONA

EN EL PROCESO DE MORIR Y DE LA MUERTE



A todos los sacerdotes y consagrados, religiosos y seculares, y a todos los fieles cristianos de nuestras Iglesias particulares, como también a todos los hombres de buena voluntad.



0. INTRODUCCIÓN

El 26 de abril de 2010, el Boletín Oficial de las Cortes de Aragón publicó la “Proposición de Ley de derechos y garantías de la dignidad de la persona en el proceso de la muerte”. Esta proposición ha seguido su andadura en las Cortes. Y, por fin, el pasado 24 de marzo de 2011, nuestro Parlamento Regional aprobó en sesión plenaria la „Ley de derechos y garantías de la dignidad de la persona en el proceso de morir y de la muerte‟[1].

Los obispos de la Provincia Eclesiástica de Zaragoza y el obispo de Jaca, en el ejercicio de nuestra responsabilidad pastoral y cívica, nos sentimos en la obligación de decir una palabra autorizada al respecto.

La fidelidad a Cristo, que presupone la fidelidad al ser de la persona humana, intangible en sí misma en todos sus hemisferios y en todos y en cada uno de sus periodos vitales, nos interpela y urge a exponer la Doctrina social de la Iglesia en lo que concierne a esta materia. En virtud de esta fidelidad, hacemos pública la valoración católica de la nueva ley autonómica, con el fin de defender a los enfermos más frágiles y vulnerables, y a aquellos que están en los umbrales de la muerte. Así mismo, es deber nuestro irrenunciable pronunciarnos en favor de un ejercicio de la medicina fiel a su fin propio, que es y será siempre la defensa de la vida humana, lo que implica pronunciarnos en este caso sobre algunos aspectos éticos del ejercicio de la medicina en relación con los enfermos en la etapa final de su vida temporal.

1. Dudas sobre la necesidad y finalidad de una ley semejante.

Nuestra sociedad se caracteriza por la pluralidad de culturas e ideales de vida. El evangelio del valor y de la dignidad de cada vida humana, así como también del carácter inviolable de ésta, alcanza su máxima claridad y certeza en Jesucristo, el Verbo de Dios hecho carne. Pero el Evangelio responde a las exigencias de la razón y a los anhelos más profundos del corazón de todo hombre de buena voluntad. Por eso, el Evangelio es la fuente más fecunda de toda humanización. Como afirma la encíclica Evangelium vitae, “el Evangelio del amor de Dios al hombre, el Evangelio de la dignidad de la persona y el Evangelio de la vida son un único y mismo Evangelio”[2].

El progreso de la medicina ha alargado el tiempo de vida de los enfermos y de los ancianos en nuestras sociedades occidentales, pero con frecuencia dejando a unos y a otros en condiciones limitadas de salud. Aparecen nuevas patologías que antes no daba tiempo a que se produjeran, condiciones de vida precarias y, con ello, se suscitan nuevas cuestiones éticas. Las leyes sanitarias existentes, las directrices y orientaciones de las sociedades médicas y científicas, y el compromiso diario de los profesionales sanitarios en favor del enfermo están siendo suficientes en la práctica diaria para resolver los dilemas que pueden plantearse. ¿Era, pues, realmente necesaria una ley para la atención sanitaria de esta etapa de la vida?

Es positiva y recibe nuestro apoyo la petición que encierra la presente Ley de mejorar la atención a los enfermos en la fase terminal de su enfermedad y a sus familias, incluida la fase del duelo. Es positiva y apoyamos la petición de una mejor dotación en medicina paliativa, hospitalaria y domiciliaria.

Pero cabría temer que esta ley pudiera proteger acciones de eutanasia encubierta, por abandono terapéutico o sedación final inadecuada, así como también obligar a los médicos y personal sanitario a realizar o a colaborar en acciones contrarias a los principios éticos fundamentales y al verdadero fin de la medicina. Por lo menos, da la sensación de poder abrir la puerta a ello.

2. La vida humana es siempre un bien inviolable e indisponible.

Afirma la “Ley de derechos y garantías de la dignidad de la persona en el proceso de morir y de la muerte‟, que todos los seres humanos tienen derecho a vivir dignamente, que el morir del hombre pertenece a su vida y que, por tanto, su dignidad ha de ser reconocida y atendida en esa etapa final de su vida [3].

Es un principio irrenunciable con el que estamos plenamente de acuerdo. Ahora bien, ¿en qué consisten la entidad y el valor de la vida humana? ¿Qué significa su dignidad y qué reclama su respeto y su cuidado médico en la etapa final?

“A cada ser humano, desde la concepción hasta la muerte natural, se le debe reconocer la dignidad de persona”[4]. Esta afirmación del magisterio de la Iglesia está al alcance de la razón y, por tanto, de todos. Este deber de reconocimiento es permanente y nos obliga a todos: a personas, instituciones y gobiernos.

La vida humana es un bien inviolable e indisponible. Su valor fundamental lo expresa y tutela el mandamiento “no matarás”. Ninguna excepción cabe ante esta norma moral. La misma legítima defensa de las personas y de las sociedades, que puede suponer en algún caso la emergencia de la muerte del agresor, no es una excepción de la prohibición de la muerte del inocente que constituye el homicidio voluntario [5]. Como dice Santo Tomás de Aquino, “la acción de defenderse puede entrañar un doble efecto: el primero es la conservación de la propia vida; el segundo, la muerte del agresor… Pues bien, sólo es querido el primer efecto; el segundo, no” [6]. La acción de quitar la vida intencionalmente a alguien es, pues, siempre inmoral. No caben excepciones. Es siempre y en toda circunstancia gravemente inmoral porque la vida es un bien tan nuclear en la persona que ningún otro bien puede ser puesto en la balanza para justificar la eliminación de alguien inocente [7].

3. Una práctica de la medicina centrada en la persona y fiel a su verdadero fin, al fin de la medicina, capacita para el reconocimiento y para el respeto absolutos de la dignidad del enfermo y de su familia.

El fin de la medicina y, por tanto, de toda acción médica, es el bien del enfermo. No es sólo el bien físico de la salud, sino el bien de la persona en su globalidad, pues el ser de la persona no se agota en su dimensión corporal. Ese bien médico concreto, para esta persona concreta, sólo puede ser reconocido adecuadamente dentro de una verdadera relación médico-enfermo. Como bien saben y practican los propios médicos, no es ésta una mera relación técnica, sino una relación profundamente humana de alguien con necesidad que se confía a alguien con capacidad y con disposición de ayudarle. Es el encuentro de una confianza con una conciencia [8]. En esa relación de amistad médica, de alianza terapéutica, podrán descubrir ambos, el médico y el enfermo, el bien de éste último, que es siempre el objeto de toda acción médica.

Considerar al enfermo sólo desde el punto de vista técnico impediría descubrir la respuesta a las preguntas más importantes para él, aquellas que le permitirán vivir de modo verdaderamente digno tanto la enfermedad grave como el morir.

Tanto el médico como el paciente deben ser libres de tomar decisiones sobre la base del conocimiento de los datos y, por supuesto, desde la fidelidad a la verdad del ser humano. Uno y otro son agentes moralmente responsables. Así pues, ninguno de los dos debe imponer al otro sus propios valores. Ambos deben ser libres de retirarse de la relación si los conflictos de valores no son resolubles. En la relación clínica, los médicos tienen la responsabilidad mayor por su capacidad profesional recibida y por el poder que ello les confiere. Por ello, deben ser individuos virtuosos, de integridad moral personal en lo que se refiere al ejercicio de la medicina, porque deben ser capaces de formular juicios prudentes tanto médicos como éticos en cada caso particular. Deben respetar y comprender la complejidad moral, no abandonando, sin embargo, la búsqueda de aquello que es verdadero, justo y bueno.

La última decisión sobre las posibles acciones diagnósticas y terapéuticas corresponde al enfermo. Así ha de ser. Pues bien, éste no podrá decidir sin una información adecuada, comprendida, leal y continua. No basta la información meramente técnica cuando lo que está por decidir son cuestiones sobre el propio vivir y morir. ¿Cómo vivir esta situación de enfermedad grave o terminal que se me anuncia? ¿Cómo seguir siendo yo en esta situación que amenaza con impedírmelo? ¿Quién estará a mi lado para ayudarme a vivirla? ¿Quién cuidará de los míos? ¿Qué me espera? Obviamente, el enfermo no podrá exigir a todos los médicos la respuesta a tales cuestiones. Pero puede planteárselas y pedir vengan a ayudarle quienes tienen verdadera sabiduría para hacerlo y están puestos para ello.

4. ¿Puede una persona dejar de serlo y quedar sólo con vida biológica?

Como hemos dicho, los avances de la Medicina ponen a nuestro alcance beneficios admirables, pero también se generan nuevas cuestiones éticas y morales. Es, por ejemplo, el caso especial de las personas que, dada la patología que sufren, se mantienen vivas con cuidados básicos y tienen eclipsadas sus facultades superiores de modo persistente. ¿Cuál es su entidad, dignidad y valor? En el modo como las consideremos y tratemos se pondrá de manifiesto con claridad qué entendemos verdaderamente por dignidad de la persona.

Pues bien, con palabras de S.S. el Papa Juan Pablo II, afirmamos que “el valor intrínseco y la dignidad personal de todo ser humano no cambian, cualesquiera que sean las circunstancias concretas de su vida. Un hombre, aunque esté gravemente enfermo o impedido en el ejercicio de sus funciones superiores, es y será siempre un hombre. Jamás se convertirá en un vegetal o en un animal” [9].

El valor y la dignidad de toda persona radican en el ser mismo de la persona, esto es, se dan en la persona desde el momento mismo de su constitución ontológica, desde que ella es. Por lo tanto, el valor y la dignidad de la persona no están vinculados a la calidad de vida, a la consciencia o a la capacidad de autodeterminación. La dignidad es el valor intrínseco que posee todo ser humano, independientemente de sus circunstancias, edad, condición social, estado físico o psíquico. La condición digna de la vida humana es invariable desde que se comienza a existir hasta la muerte y es independiente de condiciones cambiantes a lo largo de la existencia. La dignidad del ser personal humano es ontológica, pues es un valor intrínseco, inviolable, incondicional, que no varía con el tiempo y no depende de circunstancias exteriores, de consideraciones subjetivas ni de la misma dignidad moral. Ésta es una dignidad que presupone la ontológica, que se edifica sobre la ontológica y que, como dignidad moral, es alcanzada por la persona en virtud de sus acciones conscientes, libres y responsables.

Por consiguiente, cuando nos encontramos ante el organismo vivo por sí mismo de un ser humano, nos encontramos ante una persona humana, y nuestro comportamiento con ésta ha de ser conforme con su dignidad. Todo ser humano es persona. Persona es el modo propio de ser de cada ser humano, no una cualidad añadida que el ser humano adquiere y puede éste perder. Pueden no notarse desde el exterior sus cualidades personales (su inteligencia, su capacidad de querer y de hacer, de comunicarse, etc.), porque, para que éstas se noten, es necesario que el cuerpo tenga suficiente desarrollo o integridad, ya que la persona se manifiesta a través de su cuerpo.

En el embrión o en el feto, en el recién nacido, en el anciano con demencia avanzada, en el joven con daño neurológico grave, o en el que está durmiendo o bajo anestesia no se nota que tengamos delante a personas, lo que no significa que estos seres hayan dejado de ser personas. Ningún ser humano tiene nunca vida sólo biológica. La realidad de ser persona no se reduce al hecho de tener consciencia. Su vida biológica es siempre la vida de una persona y, por tanto, vida personal. Los hombres, varones o mujeres, siempre somos un alguien, nunca fuimos ni nunca nos convertimos en un algo, en „una cosa‟, bien sea este algo un ente del mundo mineral, del mundo vegetal o del mundo animal inferior.

Por otra parte, la persona es, desde el primer instante de su existencia, esencialmente relacional. Y, de hecho, conforme va madurando, así se manifiesta. Por lo cual, la persona se realiza, de acuerdo con su dimensión social, en su existir desde el otro y para el otro. Esto supuesto, cuando la entidad, el valor y la dignidad de una persona no se pueden percibir en ésta –por su falta de desarrollo o por su grave deterioro–, entonces es necesario hacer más patentes la entidad, el valor y la dignidad de tal persona mediante un comportamiento hacia ella basado en el más vivo respeto y en la más fina caridad, pues el ser profundo de esa persona puede haberse eclipsado, pero en modo alguno puede haberse perdido. No olvidemos nunca que el prójimo en situación de necesidad nos interpela, aunque no hable, llore ni sonría.

5. Los peligros del uso de la expresión ‘calidad de vida’ y la mentalidad equívoca que tal expresión encierra.

Es un hecho que la medicina es capaz de prolongar la vida, pero no siempre de mantenerla con una integridad deseada. Ahora bien, el que alguien se haya convertido en una “carga‟ para los otros o para sí mismo, por su grave deterioro físico o mental, no significa que su vida no valga la pena de ser vivida, que sea una vida sin valor vital.

La vida humana es siempre un bien [10]. Ciertamente, puede ser una “carga‟, pero asumida con la actitud de la natural y normal solidaridad humana, puede ser y, en el fondo, lo es siempre, una carga bendita, un don que nos saca de nuestro egoísmo miope e insolidario y nos abre a crecer en el amor que el enfermo necesita y que nosotros le debemos. Su mera existencia reta a la medicina a descubrir ayudas y terapias adecuadas para el enfermo. Declarar a éste inútil, abandonarle a su suerte o eliminarle, escudados en una falsa piedad, no es ayuda para él ni para los demás enfermos que le seguirán en situaciones semejantes. En realidad, es esto una gravísima injusticia de los fuertes hacia los más débiles.

Es nuestro egoísmo insolidario, ese egoísmo que siempre desprecia al otro, el que hace creer, incluso al mismo enfermo o anciano, que su vida no vale, que no tiene “calidad‟ suficiente para ser querida y vivida. Descartar a las personas por su falta de “calidad‟ vital es fruto del materialismo, que es siempre inhumano. La expresión “calidad de vida‟, aplicada a la vida humana, puede en muchos casos generar confusión desde el punto de vista ético.

Medir el empeño y la dedicación que merecen los enfermos y los ancianos por la cantidad y calidad de vida futuras o por las posibilidades de recuperación de la integridad funcional de la vida personal, es enormemente equívoco y puede llevar a actuaciones injustas e insolidarias hacia ellos. Porque, al fin y al cabo, ¿quién goza de tal integridad? ¿Quién tiene autoridad legítima para decidir que alguien no tiene derecho a existir?

La mentalidad de “quitarse de encima‟ al que estorba entraña un dinamismo que conduce a la eliminación social o incluso física del otro. La mentalidad de “hacerse cargo‟ del prójimo que padece necesidad engendra comunión personal, solidaridad y una cultura en favor de la vida, aunque sea ésta débil y frágil o se encuentre gravemente deteriorada. Las personas débiles también tienen derecho a existir, y están legitimadas para reclamar la solidaridad de los demás.

6. La primera y fundamental condición para poder vivir el morir con dignidad es saber que uno está a las puertas de la muerte. La segunda condición es el compromiso de no dejar solo al enfermo ni sola a su familia.

Es necesario evitar decididamente la llamada “conspiración del silencio‟, el ocultar al enfermo la verdad de lo que le sucede por parte de cuantos le rodean y atienden. El enfermo tiene derecho a conocer la verdad de su situación, salvo que conscientemente renuncie a ello o haya sospecha fundada de que va a ser perjudicial para él.

Ocultarles la verdad de lo que les sucede y de lo que les espera no sólo no les ayuda, sino que les impide ser ayudados. ¿Cómo podrán poner su vida en orden, reconciliarse con Dios y con el prójimo, disponer lo mejor para sus herederos, si ignoran que han entrado en la fase final de su vida terrena?

La información al paciente no es un mero requisito legal que se cumple aprisa porque resulta incómodo dar malas noticias. La información médica ha de ser una comunicación personal continuada que se inicia desde la primera visita médica. Requiere el tiempo, el lugar, el ambiente, el modo adecuados, el médico de confianza. No queda nunca zanjada ni se puede dar por acabada, porque siempre queda algo por preguntar, algo por comprender, algo para ser vivido. No puede ser, pues, algo que se ventila rápidamente en un pasillo.

El enfermo que recibe una mala noticia sobre su diagnóstico y pronóstico, merece la promesa de que no será dejado solo. Ello ha pertenecido desde siempre y pertenece a la praxis de la Iglesia. En esa praxis cristiana nació la Medicina paliativa.

En este sentido, es debido un acto de reconocimiento a quienes trabajan en nuestra Sanidad. Ella es un gran bien social por el que se hace un continuo esfuerzo desde la Administración autonómica de Aragón. Es justo reconocerlo. Inevitablemente conlleva carencias, dado que los recursos materiales y humanos serán siempre limitados. Esta situación relativa de precariedad es corregida incesantemente por la entrega admirable del personal sanitario y auxiliar de nuestra Sanidad. En su actividad ordinaria, ellos van más allá de un régimen de relaciones basado sólo en derechos y deberes. El plus de dedicación que practican a diario más allá del deber estricto, hace posible un nivel de atención sanitaria que cubre las carencias y humaniza la asistencia.

Estimamos necesario y justo hacerlo constar y mostrar nuestro agradecimiento. En esto reside la clave del reconocimiento y del respeto de la dignidad del enfermo, del moribundo, de su familia, de la de los profesionales sanitarios: necesitamos personas no sólo capacitadas técnicamente y competentes. La competencia profesional “no basta por sí sola. En efecto, se trata de seres humanos. Y los seres humanos necesitan siempre algo más que una atención técnicamente correcta. Necesitan humanidad. Necesitan atención cordial” [11], para que el enfermo se sienta atendido no sólo en su cuerpo sino en su realidad única, irrepetible y trascendente; y el médico, reconocido y valorado en el ejercicio recto de su profesión.

7. Un adecuado concepto de la legítima autonomía del paciente ha de armonizarse con el reconocimiento del profesional sanitario como sujeto moral responsable.

Como ya hemos afirmado –en coincidencia con la ley que estamos valorando–, la última decisión sobre las posibles acciones diagnósticas y terapéuticas corresponde al enfermo. Éste no podrá decidir sin una información adecuada, comprendida, leal y continua. A su vez, el médico no podrá informar sin tener un conocimiento adecuado del enfermo y de su situación.

El respeto a la autonomía del paciente y, por tanto, a sus decisiones es expresión del respeto debido a su libertad. En consecuencia, que el usuario de los servicios sanitarios pueda dejar constancia de sus directrices –ante la posibilidad de no encontrarse en condiciones de hacerlo por sí mismo en el futuro– o pueda designar a la persona que le representará fiel y lealmente en esa circunstancia, es un derecho legítimo y verdadero del paciente.

Estas directrices anticipadas tienen valor en la medida en que pueden ofrecer información sobre el enfermo. Pero lo expresado en ellas sólo adquiere verdadero valor en la medida en que es actualizado, pues la voluntad es inmediata a la acción.

Además, en lo que se refiere a la expresión anticipada de los deseos para situaciones médicas futuras, los padres no pueden ser expropiados de su derecho de legítima tutela ni de su potestad sobre sus hijos menores de edad.

Dos observaciones es necesario hacer a propósito de la legítima autonomía del paciente, sus límites, y la interacción de éste con la actuación responsable del profesional sanitario:

7.1. La autonomía en nuestro obrar no es absoluta. No todo lo elegido libremente es bueno por esa mera razón.

La verdad y el bien de nuestras acciones no proceden de nuestra voluntad libre, sino que preceden a ésta. “Hemos de fortalecer el aprecio por una libertad no arbitraria, sino verdaderamente humanizada por el reconocimiento del bien que la precede. Para alcanzar este objetivo específico, es preciso que el hombre entre en sí mismo con el fin de descubrir las preguntas fundamentales de la ley moral natural que Dios ha inscrito en su corazón” [12].

La libertad humana es verdaderamente tal cuando respeta su vínculo constitutivo con la verdad y su carácter relacional con los otros. Para establecer una sólida base racional que fundamente los derechos de la persona y la vida social, de forma que se eviten tanto la arbitrariedad individualista como el totalitarismo encubierto del poder público o de poderes fácticos, hay que unir la libertad a la verdad objetiva [13].

No toda decisión del enfermo es acertada por el mero hecho de que él la tome libremente. La elección puede estar equivocada o puede haber tenido por objeto un mal moral. El verdadero sentido de la libertad “no consiste en la seducción de una autonomía total, sino en la respuesta a la llamada del ser, comenzando por nuestro propio ser” [14].

7.2. No sólo es sujeto moral el enfermo, sino también el profesional sanitario. También él merece ver respetada su dignidad.

Lo que se ofrece al paciente en la atención sanitaria son acciones médicas intrínsecamente morales, no acciones técnicas éticamente neutras. Son acciones médicas de personas libres, profesionalmente formadas con conocimientos médicos adecuados, realizadas en favor de la persona del paciente. Es decir, son acciones de sujetos morales responsables, no sólo acciones instrumentales de aparatos o técnicas médicas.

El enfermo tiene derecho legítimo a tomar la última decisión en lo referente a su proceso diagnóstico y terapéutico. Pero el acto médico que se realiza tiene dos sujetos morales, el enfermo y su médico, así como el personal de enfermería implicado en la ejecución de las órdenes médicas. Todos ellos son médica y éticamente responsables de las acciones que realizan, lo que significa que también los profesionales tienen derecho a ver respetado su criterio médico, ético y deontológico.

Es preocupante la tendencia de considerar al profesional que trabaja en la Sanidad pública como un mero dispensador instrumental de los servicios ofrecidos a los usuarios y, por tanto, como un sujeto moralmente neutro. Con frecuencia se pretende eliminar de las instituciones públicas al profesional en cuanto sujeto moral agente. Se dice erróneamente que él debería hacer siempre todo lo que oferta la cartera de servicios de la institución, y que él no tendría que tener criterio moral propio. En esta línea parece situarse esta ley, tanto por su alto grado coercitivo como por la gravedad de las sanciones aplicables [15].

Como afirma la ley en su artículo 18, 2, “todos los profesionales sanitarios implicados en la atención del paciente tienen la obligación de respetar los valores, creencias y preferencias del paciente en la toma de decisiones clínicas, […] debiendo abstenerse de imponer criterios de actuación basados en sus propias creencias y convicciones personales, morales, religiosas o filosóficas” [16]. Así debe ser. Ahora bien, también el profesional sanitario tiene derecho a ver respetada y garantizada su dignidad personal en el ejercicio de su profesión.

Todo aquel que actúa libremente, tanto en la vida privada como en la pública, es responsable moral de sus acciones. El profesional sanitario no es un mero eslabón de una cadena o engranaje en la Institución o en el Centro médico. Él es siempre un sujeto moral personalmente responsable de sus acciones. Finalmente, él y sólo él es quien realiza su intervención por acción o por omisión en el proceso médico concreto.

De ello debe dar cuenta ante Dios, ante los demás y ante sí mismo. Por ello, la libertad de conciencia es un derecho humano fundamental. Por esta implicación en sus propias acciones del sujeto moral, que no sólo hace algo, sino que se hace a sí mismo alguien, existen el derecho y el deber a la objeción de conciencia cuando el profesional se ve obligado a colaborar en una acción intrínsecamente injusta. Y puede verse obligado a ello por imposición de la legislación, de la institución o del paciente al que él atiende. La presente ley no considera el derecho de los profesionales de la Sanidad a la objeción de conciencia, lo que supone una grave carencia de la misma. La objeción de conciencia no sólo es un derecho sino un deber [17].

Es posible que, en la relación entre el médico y el paciente, surja una discrepancia que no puede ser resuelta por ellos. En tal caso, es a todas luces insuficiente la medida tomada por la ley 10/2011, de 24 de marzo, de recurrir al Comité de ética asistencial del Centro sanitario en donde se está llevando a cabo la asistencia médica. No debería restringirse el derecho a recabar una opinión ética reduciendo este derecho a la posibilidad de obtener tal opinión sólo a partir del Comité del Centro o de alguna instancia vinculada a éste. Debería reconocerse el derecho a obtener dicha opinión de expertos o comités externos a la Institución en donde se da el conflicto. Esto garantizaría más la imparcialidad del consejo, que, por otra parte, no es nunca vinculante para quien lo solicita.

8. Un principio claro: ni acortar intencionadamente la vida ni retrasar indebidamente la muerte.

Existe la obligación moral de curarse y de hacerse curar. Es éste un principio moral que no debe ser olvidado. Pero ¿es obligatorio someterse a todos los tratamientos posibles o es moralmente lícito renunciar a ellos aunque esto implique que se adelante la muerte? ¿A cuáles tratamientos? ¿En qué situaciones? ¿Cómo valorarlo? Para la así llamada en la ley 10/2011 “adecuación de las medidas terapéuticas”, es éticamente relevante distinguir a los enfermos crónicos de los enfermos en fase terminal, y distinguir también entre tratamientos médicos y cuidados normales.

En caso de enfermedad grave, toda persona tiene el derecho y el deber de procurarse los cuidados médicos necesarios para conservar la vida y la salud. El proceso diagnóstico-terapéutico se orienta a la mejor restauración posible de la salud, pero no siempre se alcanzan las expectativas objetivas de la medicina ni las subjetivas del enfermo, de su familia y del grupo social y laboral al que se pertenece. Ello abre la cuestión de cómo juzgar la proporcionalidad o la futilidad de un tratamiento, y de juzgar hasta dónde llega la obligación del enfermo de procurar activamente la curación.

Es fundamental para esta cuestión distinguir la enfermedad crónica de la que está en fase terminal, delimitar con la mayor claridad ésta última para no calificar de terminal lo que no lo es y diferenciar los tratamientos médicos de los cuidados normales y siempre debidos al paciente. La presente ley no siempre distingue adecuadamente ambas situaciones [18].

8.1. Es éticamente relevante distinguir entre enfermedad crónica y enfermedad en fase terminal.

El criterio médico y ético para determinar y procurar un tratamiento no es el mismo en el enfermo crónico que en el enfermo en fase terminal de su vida. En el primer caso, hay que asistir al paciente y a su familia para que uno y otra puedan vivir bien la enfermedad, y para que vivan del mejor modo posible el proyecto vital en la circunstancia de la enfermedad. En el segundo caso, hay que asistir al enfermo y a su familia para que aquél y ésta puedan vivir éticamente el morir.

En la fase terminal, la enfermedad va a llevar inevitablemente al paciente a la muerte en el plazo de unos seis meses. Ningún tratamiento al alcance lo podrá evitar. El objetivo de la atención médica será controlar los síntomas, procurar el mayor confort y cuidar al paciente y a su familia en todas sus dimensiones, físicas, psíquicas, afectivas, sociales y religiosas.

Cuando el paciente se encuentra ante la inminencia de una muerte inevitable, “es lícito en conciencia tomar la decisión de renunciar a unos tratamientos que procurarían únicamente una prolongación precaria y penosa de la existencia, pero no interrumpiendo los cuidados normales debidos al enfermo en casos similares” [19]. “La renuncia a medios extraordinarios o desproporcionados no equivale al suicidio o a la eutanasia, sino que expresa, más bien, la aceptación de la condición humana ante la muerte” [20]. No es obligatoria ni por otra parte parece aceptable moralmente una conducta médica de obstinación terapéutica que mantuviera medios desproporcionados o extraordinarios.

Cuando el paciente sufre una enfermedad crónica, incluso incurable y gravemente invalidante, por ejemplo un “estado vegetativo permanente‟, pero que no va a llevarle a una muerte inminente y médicamente inevitable, hay que mantener los tratamientos que alcanzan su finalidad propia así como los cuidados ordinarios. Entre éstos, se encuentran la alimentación y la hidratación, aunque hayan de procurarse por medios artificiales (por sonda). Esto último es obligado excepto en aquella situación médica del paciente que impida a éste asimilar el agua y el alimento que le van a ser suministrados, o en aquella situación en la que los medios instrumentales a utilizar provoquen complicaciones que impliquen para el paciente una carga excesiva o una notable molestia física [21]. La falta de esperanzas fundadas de recuperación en estos enfermos no puede justificar éticamente el abandono terapéutico o la interrupción de los cuidados normales al paciente, incluidas la alimentación y la hidratación. Ello equivaldría a una acción de eutanasia por omisión.

8.2. Es éticamente importante distinguir entre medios de conservación de la vida y cuidados normales.

Los tratamientos médicos pueden ser retirados o no iniciados cuando no son útiles para la salud relativa del enfermo. Los cuidados, incluidas la alimentación y la hidratación artificiales, han de ser mantenidos siempre, porque siempre son debidos a la dignidad incondicional de la persona enferma.

Los medios de conservación de la vida pueden ser suspendidos o no iniciados, cuando no ofrecen el resultado terapéutico que les corresponde o cuando se conoce fundadamente que no lo van a ofrecer. Es decir, cuando se juzga médicamente que no son “proporcionados‟ a su efecto de beneficio terapéutico para el enfermo concreto. También pueden ser suspendidos o no iniciados cuando son juzgados por el paciente como “extraordinarios‟ para él. Y esto, bien porque el medio para conservar la vida no esté a su alcance, bien porque su aplicación comporte un dolor insoportable imposible de ser aliviado, bien porque –dada su idiosincrasia– el enfermo sienta un miedo insalvable a soportar ese tratamiento, o bien porque los beneficios esperables no sean a su juicio suficientes [22]. Ambos componentes, la proporcionalidad o desproporcionalidad a juicio del médico y la ordinariedad o extraordinariedad a juicio del paciente, han de ser tomados en cuenta para juzgar el uso o no de los medios de conservación de la vida.

En cambio, los cuidados deben ser mantenidos siempre porque siempre son adecuados al trato que merece toda persona, sea cual sea su situación de salud e integridad psicofísica, incluyendo la alimentación e hidratación incluso por medios artificiales como hemos explicado anteriormente.

9. El tratamiento del dolor y la sedación paliativa. Aspectos apreciables y cautelas.

Un avance de la medicina actual, aunque queda trabajo por hacer tanto en el campo de la investigación como en el de la instrucción de los profesionales, es la capacidad para tratar el dolor.

Como ya hemos dicho, el dolor no es la única causa del sufrimiento del enfermo y de su familia. El sentimiento de soledad y de inutilidad, las limitaciones físicas para cuidar de sí mismo y la necesidad de ser cuidado por los suyos, las dificultades para comunicarse, entender y hacerse entender, y el no haber descubierto el sentido de lo que está sucediendo y de lo que va a suceder son causas incluso mayores.

Pero el dolor es una de ellas y la posibilidad de eliminarlo o de aliviarlo es un beneficio para el enfermo que ha de ser utilizado eficazmente. Los especialistas en medicina paliativa conocen bien estos hechos. Ahora bien, la presencia del dolor no debe ser supuesta, sino verificada, evaluada constantemente y tratada de modo proporcionado, puesto que el dolor es vivido en cada persona de un modo particular y no todo dolor engendra el mismo sufrimiento en todas las personas. La ausencia de dolor no es el fin supremo que justifica el uso de cualquier medio para alcanzarlo.

Recordemos un principio moral que recoge la encíclica Evangelium vitae en el número 65, ya enunciado por Pío XII: “es lícito suprimir el dolor por medio de narcóticos, a pesar de tener esto como consecuencia limitar la conciencia y abreviar la vida, si no hay otros medios y si, en tales circunstancias, ello no impide el cumplimiento de otros deberes religiosos y morales. En efecto, en este caso no se quiere ni se busca la muerte, aunque por motivos razonables se corra ese riesgo. Simplemente se pretende mitigar el dolor de manera eficaz, recurriendo a los analgésicos puestos a disposición por la medicina. Sin embargo, no es lícito privar al moribundo de la conciencia propia sin grave motivo: cuando se acercan a la muerte, los hombres deben estar en condiciones de poder cumplir sus obligaciones morales y familiares y, sobre todo, deben poder prepararse con plena conciencia al encuentro definitivo con Dios”.

La sedación, por tanto, no es moralmente mala en sí misma. Puede estar médicamente indicada y correctamente aplicada desde el punto de vista ético, cuando hay síntomas refractarios que no han respondido a ningún otro tratamiento paliativo. Ahora bien, no toda acción de sedar es siempre buena. Puede ser médica o éticamente mala.

La consciencia del individuo, su capacidad de expresión y comunicación, su capacidad de elección y acción, son cualidades personales de altísimo valor. El enfermo ha de ser siempre, al menos lo más posible, actor y autor de su vivir, no mero espectador pasivo del mismo. Atenuar o impedir temporalmente las funciones humanas superiores sólo puede estar justificado por razón de un bien suficientemente alto para el propio sujeto, no por razón de un bien para terceros, sean éstos familiares, cuidadores o sanitarios.

Por tanto, la sedación paliativa habrá de ser siempre el último recurso de una terapéutica adecuada; deberá estar médicamente indicada actualmente para cada caso particular; y la indicación habrá de ser revisada y justificada periódicamente. Deberá contar con el consentimiento informado del paciente, lo más actualizado posible. Para aplicar la sedación paliativa de forma permanente e irreversible, la justificación médica y ética deberá ser mucho más estricta y quedar restringida a la fase de agonía.

La sedación paliativa es un medio de tratamiento que tiene sus precisas indicaciones médicas y éticas, como hemos visto. Catalogarlo de “derecho del paciente” del modo como lo hace el artículo 14 de la presente ley [23], nos parece que permite abrir la puerta a acciones de eutanasia. En él se equiparan “situaciones graves e irreversibles”, “situaciones terminales” y “situaciones de agonía”. Pues bien, un enfermo –por ejemplo– tetrapléjico, o con parálisis cerebral, o con Parkinson; un anciano con demencia senil, no están en fase terminal ni en agonía. La diferencia es de gran relevancia ética, como hemos expuesto más arriba. Al enfermo en situación grave e irreversible, pero no terminal ni de agonía, hay que atenderle para que pueda vivir en las mejores condiciones posibles. No es aún tiempo de morir.

Por otra parte, no puede afirmarse –como hace esta ley– que “el rechazo del tratamiento, la limitación de medidas de soporte vital y la sedación paliativa […] nunca buscan deliberadamente la muerte, sino aliviar o evitar el sufrimiento, respetar la autonomía del paciente y humanizar el proceso de la muerte” [24]. El rechazo del tratamiento, su retirada y la sedación paliativa pueden y deben buscar esto último, y en ese caso son acciones legítimas si cumplen las condiciones, pero también pueden buscar provocar la muerte. Se conocerá cuál es la clase de acción moral realizada a la luz de la intención del sujeto agente o por la falta de indicación médica o por los tipos o las dosis de fármacos utilizados. En ese caso la acción moral realizada será eutanasia, siempre gravemente inmoral. Por ello, no se puede afirmar –como hace esta ley en su Preámbulo– que “ninguna de estas prácticas puede ser considerada contraria a una ética basada en la idea de dignidad y en el respeto a la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Antes al contrario, deben ser consideradas buena práctica clínica” [25]. Pueden ser prácticas éticamente correctas, pero también pueden no serlo.

En este sentido, es insuficiente la definición restrictiva de eutanasia que recoge esta ley en la parte II de su Preámbulo [26] y con la cual persigue no sean etiquetadas de eutanasia acciones que sí lo son.

Las acciones realizadas intencionalmente para causar la muerte del enfermo y así evitarle sufrimientos –por acción positiva o por acción de omisión–, aunque se sumen a la causa de la enfermedad presente, han de calificarse de eutanasia. Y esto aunque esa enfermedad fuera a llevar al enfermo inevitablemente a la muerte en breve o a largo plazo.

Se califica moralmente no el resultado final, sino la acción intencional que la persona realiza libremente. Se puede utilizar la retirada de un tratamiento o la sedación con este fin. En ese caso, será eutanasia. Como hemos explicado anteriormente, el rechazo o retirada de un tratamiento y la sedación paliativa pueden estar bien aplicadas médica y éticamente. En ese caso, evidentemente, no será eutanasia, sino correcta adecuación del tratamiento a la situación clínica concreta. Los medios empleados (productos y dosis, indicación médica correcta o no, etc.) y la intención próxima que genera la acción médica, indicarán si se trata de un tipo u otro de acción moral. En algunas conductas, la calificación moral depende de la “intención‟, que no siempre se refleja en las normas legales. Esto significa que la ley por sí sola no basta para garantizar la rectitud de la conducta moral.

10. Conclusión.

Qué sea verdaderamente el hombre, varón y mujer, en qué consista su valor y en qué estribe su dignidad, son cosas que sólo se conocen plenamente en su relación con Dios. A cada ser humano lo ha creado Dios personalmente a su imagen y semejanza, para hacerlo hijo suyo en el Hijo, Jesucristo, nuestro Redentor, por el don del Espíritu Santo. Sólo Dios es el Señor de la vida. Ocultar a Dios impide conocer el valor y la dignidad del hombre, creado a su imagen. Ocultar al Crucificado-Resucitado de nuestra vista en la sociedad es ocultar la proclamación más alta del valor incomparable de cada persona humana [27]. El testimonio del Buen Samaritano, Jesucristo, sigue vivo entre nosotros como luz inextinguible para todos los tiempos.

Decir un sí a la existencia del otro, especialmente cuando su existencia es inicial o precaria, es un acto verdaderamente creativo, porque participa del sí creador y providente de Dios. Él lo dice de modo personal y continuo sobre cada uno de nosotros. Y nos llama a decirlo con Él en nuestro comportamiento. Con ocasión de la aprobación y promulgación de esta “Ley de derechos y garantías de la dignidad de la persona en el proceso de morir y de la muerte”, nuestras Iglesias diocesanas se sienten llamadas a revisar y a renovar su compromiso de atención a los enfermos y a sus familias, especialmente en las situaciones de soledad, grave dependencia, ancianidad avanzada y proximidad a la muerte.

Nos proponemos formar específicamente agentes pastorales que puedan participar en los cuidados paliativos, formando parte de los equipos interdisciplinares, para cuando el enfermo requiera asistencia religiosa católica. Mantenemos el compromiso, como servicio continuo a las comunidades cristianas y a la sociedad entera, de continuar y de acrecer la atención a los enfermos y a sus familias tanto desde las parroquias como desde los Servicios de Capellanía de los hospitales. Y mantenemos también nuestro empeño en apoyar las actividades que en favor de este ámbito pastoral de caridad desarrollan Congregaciones e Instituciones religiosas, y equipos de voluntariado.

Seguiremos colaborando gustosamente con todas aquellas instancias públicas y privadas que actúen rectamente en el ámbito sociosanitario. Los enfermos y sus familias, los moribundos y agonizantes, los difuntos, ocupan un lugar privilegiado en el Corazón de Cristo y en el corazón y en la actividad de su Iglesia.

María, consuelo de los afligidos, salud de los enfermos y madre de todos los hombres, nos ayude a todos con su auxilio a que cultivemos en nuestra sociedad la “cultura de la vida‟ y a que evitemos y combatamos la “cultura de la muerte‟.



En Zaragoza, a 24 de abril, Domingo de Resurrección, de 2011



† Manuel Ureña Pastor, Arzobispo de Zaragoza

† Alfonso Milián Sorribas, Obispo de Barbastro-Monzón

† Carlos-Manuel Escribano Subías, Obispo de Teruel y de Albarracín

† Julián Ruiz Martorell, Obispo de Huesca y de Jaca

† Eusebio Hernández Sola, Obispo de Tarazona


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1 Boletín Oficial de Aragón (=BOA), 7 de abril de 2011; nº 70, pp. 7669-7682.

2 JUAN PABLO II PP, Carta-encíclica Evangelium vitae, sobre el valor inviolable de la vida humana, 25 de marzo de 1995, n. 2.

3 Cf. Ley 10/2011, Preámbulo II. BOA, 7 de abril de 2011; nº 70, p. 7670.

4 CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE (=CDF), Instrucción Dignitas Personae, sobre algunas cuestiones de bioética, 8 de septiembre de 2008, n. 1.

5 Cf. CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA, n. 2263.

6 Cf. TOMÁS DE AQUINO (s), Sth IIa-IIæ, q 64, a7.

7 JUAN PABLO II PP, Carta-encíclica Evangelium vitae, sobre el valor inviolable de la vida humana, 25 de marzo de 1995, nn. 64-67.

8 Cf. JUAN PABLO II PP, A los participantes en el Congreso de la Sociedad Italiana de Medicina Interna y en el Congreso de la Sociedad Italiana de Cirugía General, 27 de octubre de 1980.

9 JUAN PABLO II PP, Discurso al Congreso Internacional sobre “estado vegetativo”, 20 de marzo de 2004, n. 3.

10 JUAN PABLO II PP, Carta-encíclica Evangelium vitae, sobre el valor inviolable de la vida humana, 25 de marzo de 1995, nn. 31ss.

11 BENEDICTO XVI, Carta-encíclica Deus caritas est, sobre el amor cristiano, 25 de diciembre de 2005, n. 31a.

12 BENEDICTO XVI PP, Carta-encíclica Caritas in veritate, sobre el desarrollo humano integral en la caridad y en la verdad, 29 de junio de 2009, n. 68.

13 JUAN PABLO II PP, Carta-encíclica Evangelium vitae, sobre el valor inviolable de la vida humana, 25 de marzo de 1995, n. 96.

14 BENEDICTO XVI PP, Carta-encíclica Caritas in veritate, sobre el desarrollo humano integral en la caridad y en la verdad, 29 de junio de 2009, n. 70.

15 Cf. Ley 10/2011, art. 33. BOA, 7 de abril de 2011; nº 70, p. 7680.

16 Ley 10/2011, BOA, 7 de abril de 2011; nº 70, p. 7677.

17 JUAN PABLO II PP, Carta-encíclica Evangelium vitae, sobre el valor inviolable de la vida humana, 25 de marzo de 1995, n. 73.

18 Cf. Ley 10/2011, art. 14. BOA, 7 de abril de 2011; nº 70, p. 7677.

19 CDF, Declaración Iura et bona, sobre la eutanasia, 5 de mayo de 1980, parte IV.

20 JUAN PABLO II PP, Carta-encíclica Evangelium vitae, sobre el valor inviolable de la vida humana, 25 de marzo de 1995, n. 65

21 CDF, Respuestas a algunas preguntas de la conferencia episcopal estadounidense sobre la alimentación e hidratación artificiales, 1 de agosto de 2007.

22 CDF, Declaración Iura et bona, sobre la eutanasia, 5 de mayo de 1980, parte IV.

23 Ley 10/2011, art. 14. BOA, 7 de abril de 2011; nº 70, p. 7677: “Derecho del paciente a la administración de sedación paliativa. El paciente en situación grave e irreversible, terminal o de agonía que padece un sufrimiento refractario tiene derecho a recibir sedación paliativa”.

24 Ley 10/2011, Preámbulo II. BOA, 7 de abril de 2011; nº 70, p. 7671.

25 BOA, 7 de abril de 2011; nº 70, p. 7671.

26 BOA, 7 de abril de 2011; nº 70, pp. 7670–7671.

27 Cf. JUAN PABLO II PP, Carta-encíclica Evangelium vitae, sobre el valor inviolable de la vida humana, 25 de marzo de 1995, n. 2.