Introducción
 
1.
 El Concilio Vaticano II, de cuyo inicio celebraremos el 50º aniversario
 el próximo 11 de octubre, trató con particular atención del matrimonio y
 la familia[1], y recordó a todos que «una misma es la santidad que 
cultivan, en los múltiples géneros de vida  y ocupaciones, todos los que
 son guiados por el Espíritu de Dios»[2]. En este mismo sentido, hace 
treinta años el papa Juan Pablo II, tras el Sínodo de Obispos sobre la 
misión de la familia, promulgó la exhortación apostólica Familiaris consortio
 (1981). Los obispos españoles, siguiendo las directrices de esta carta 
magna de la pastoral familiar, publicamos posteriormente los documentos:
 La Familia, Santuario de la Vida y Esperanza de la Sociedad (2001) y el Directorio de la Pastoral Familiar en España
 (2003). Con ellos, se pretendía aplicar en nuestras diócesis las 
enseñanzas y orientaciones pastorales del pontífice sobre el matrimonio y
 la familia.
2.
 La Conferencia Episcopal Española llamaba la atención sobre las nuevas 
circunstancias en las que se desarrollaba la vida familiar, y la 
presencia en la legislación española de presupuestos que devaluaban el 
matrimonio, causaban la desprotección de la familia y llevaban a una 
cultura que, sin eufemismos, podía calificarse como una “cultura de la 
muerte”. De manera particular se querían poner de manifiesto las 
consecuencias sociales de una cultura anclada en la llamada revolución sexual, influida por la ideología de género, presentada jurídicamente como “nuevos derechos” y difundida a través de la educación en los centros escolares.
3.
 El tiempo transcurrido permite, ciertamente, advertir que, desde 
entonces, no son pocos los motivos para la esperanza. Junto a otros 
factores se advierte, cada vez más extendida en amplios sectores de la 
sociedad, la valoración positiva del bien de la vida[3] y de la familia;
 abundan los testimonios de entrega y santidad de muchos matrimonios y 
se constata el papel fundamental que están suponiendo las familias para 
el sostenimiento de tantas personas, y de la sociedad misma, en estos 
tiempos de crisis. Además cabe destacar las multitudinarias 
manifestaciones de los últimos tiempos en favor de la vida, las Jornadas
 de la Familia, el incremento de los objeciones de conciencia por parte 
de los profesionales de la medicina que se niegan a practicar el aborto,
 la creación por ciudadanos de redes sociales en defensa del derecho a 
la maternidad, etc. Razones para la esperanza son también las reacciones
 de tantos padres ante la ley sobre “la educación para la ciudadanía”. 
Con el recurso a los Tribunales han ejercido uno de los derechos que, 
como padres, les asiste en el campo de la educación de sus hijos. Hemos 
de reconocer que a la difusión de esta conciencia ha contribuido 
grandemente la multiplicación de movimientos y asociaciones a favor de 
la vida y de la familia.
4.
 Estas luces, sin embargo, no pueden hacernos olvidar las sombras que se
 extienden sobre nuestra sociedad. Las prácticas abortivas, las rupturas
 matrimoniales, la explotación de los débiles y de los empobrecidos 
–especialmente niños y mujeres–, la anticoncepción y las 
esterilizaciones, las relaciones sexuales prematrimoniales, la 
degradación de las relaciones interpersonales, la prostitución, la 
violencia en el ámbito de la convivencia doméstica, las adicciones a la 
pornografía, a las drogas, al alcohol, al juego y a internet, etc., han 
aumentado de tal manera que no parece exagerado afirmar que la nuestra 
es una sociedad enferma. Detrás, y como vía del incremento y 
proliferación de esos fenómenos negativos, está la profusión de algunos 
mensajes ideológicos y propuestas culturales; por ejemplo, la de la 
absolutización subjetivista de la libertad que, desvinculada de la 
verdad, termina por hacer de las emociones parciales la norma del bien y
 de la moralidad. Es indudable también que los hechos a que aludimos se 
han visto favorecidos por un conjunto de leyes que han diluido la 
realidad del matrimonio y han desprotegido todavía más el bien 
fundamental de la vida naciente[4].
5.
 Ante estas nuevas circunstancias sociales queremos proponer de nuevo a 
los católicos españoles y a todos los que deseen escucharnos, de manera 
particular a los padres y educadores, los principios fundamentales sobre
 la persona humana sexuada, sobre el amor esponsal propio del matrimonio
 y sobre los fundamentos antropológicos de la familia. Nos mueve también
 el deseo de contribuir al desarrollo de nuestra sociedad. De la 
autenticidad con que se viva la verdad del amor en la familia depende, 
en última instancia, el bien de las personas, quienes integran y 
construyen la sociedad.
1. La verdad del amor, un anuncio de esperanza
a) El amor de Dios, origen de todo amor humano
  
6. «Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él» (1 Jn
 4, 16). Estas palabras de la primera carta del apóstol san Juan, 
expresan con claridad meridiana el corazón de la fe cristiana[5]. Dios 
ha elegido la vía maestra del amor para revelarse a los hombres. El amor
 posee una luz y da una capacidad de visión que hace percibir la 
realidad de un modo nuevo.
7.
 El origen del amor, su fuente escondida, se encuentra en el misterio de
 Dios. Los relatos de la creación son un testimonio claro de que todo 
cuanto existe es fruto del amor de Dios, pues Dios ha querido comunicar a
 las creaturas su bondad y hacerlas partícipes de su amor. «Dios es en 
absoluto la fuente originaria de cada ser, pero este principio creativo 
de todas las cosas  –el Logos, la razón primordial– es al mismo
 tiempo un amante con toda la pasión de un verdadero amor»[6]. De un 
modo totalmente singular lo es respecto del hombre. Entre todos los 
seres de la creación visible, solo él ha sido creado para entablar con 
Dios una historia de amor. Solo él ha sido llamado a entrar en su divina
 intimidad.
8.
 El amor creador no es un amor impersonal, indiferenciado, sino que es 
un amor trinitario, interpersonal, en el que el Padre y el Hijo se aman 
mutuamente en el Espíritu. El amor originario es, por tanto, un amor de 
comunión, de la cual surge todo amor. De este modo, como afirma 
Benedicto XVI: «La Sagrada Escritura revela que la vocación al amor 
forma parte de esa auténtica imagen de Dios que el Creador ha querido 
imprimir en su criatura, llamándola a hacerse semejante a Él 
precisamente en la medida en la que está abierta al amor»[7].
9.
 El origen del amor no se encuentra en el hombre mismo, sino que la 
fuente originaria del amor es el misterio de Dios mismo, que se revela y
 sale al encuentro del hombre. Esa es la razón de que el hombre no cese 
de buscar con ardor esa fuente escondida[8].
b) El amor humano, respuesta al don divino
 10. «Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito» (Jn 3,
 16). El designio amoroso de Dios, dado a conocer en la creación y 
recordado insistentemente por los profetas al pueblo de Israel, se 
manifestó y se cumplió plenamente en su Hijo Jesucristo. La Persona y la
 Vida del Señor son la revelación suprema y definitiva del amor de Dios.
 Así ama Dios al hombre. Y esa misma Vida de Cristo es, a la vez, la 
revelación de la verdad del amor humano; da a conocer la naturaleza del 
amor humano y también cómo ha de ser la respuesta de la persona humana 
al don del amor.
11.
 Cuando san Pablo, alcanzado por el amor de Cristo, escribe que «el Dios
 que dijo: “Brille la luz del seno de las tinieblas” ha brillado en 
nuestros corazones, para que resplandezca el conocimiento de la gloria 
de Dios reflejada en el rostro de Cristo» (2 Cor 4, 6), habla ya del dinamismo por el que, a través del Espíritu, el amor originario alcanza el corazón del hombre.
12. Dios ha brillado con su amor en nuestros corazones primero al crearnos, en Cristo, «a su imagen y semejanza» (cf. Gén
 1, 26-27); y después, al “re-crearnos” y llamarnos a incorporarnos a 
Cristo y participar de su misma Vida. La Revelación dice claramente que 
el hombre, ya antes de ser creado, ha sido pensado y querido con miras a
 su inserción en Cristo (cf. Jn 1, 14; Col 1, 15-20; Ef
 1, 3-11). El designio de Dios, desde la eternidad, es que el hombre 
sea, en Cristo, partícipe de la naturaleza divina. Su destino es llegar a
 ser hijo de Dios en el Hijo (en Cristo) por el don del Espíritu Santo. 
Esa ordenación o finalidad es constitutiva de la auténtica humanidad del
 hombre; y, en consecuencia, la filiación divina –la llamada a “ser en 
Cristo”– revela la verdad más profunda del ser humano y da a conocer 
también lo que comporta obrar como imagen de Dios (en definitiva, como 
hijo de Dios). Predestinados por Dios «a reproducir la imagen de su 
Hijo» (Rom 8, 29), «imagen de Dios invisible» (Col 1, 
15), somos capaces de conocer y vivir «el amor de Dios [que] ha sido 
derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha 
dado» (Rom 5, 5).
13.
 Atraído por el Padre, cada ser humano es invitado a encontrarse 
personalmente con Cristo, y descubrir así la verdad y el camino del 
amor. «Dios (...) llamándolo (al ser humano) a la existencia por amor, 
le ha llamado también al mismo tiempo al amor (...). El amor es la 
vocación fundamental e innata de todo ser humano»[9]. Las solas fuerzas 
de la razón permiten ya al hombre tener un conocimiento, aunque no 
pleno, de la naturaleza de la persona y del obrar humano. Es capaz de 
saber, con sus luces naturales, si sus relaciones con los demás son o no
 conformes con su dignidad personal, si son o no respetuosas con el bien
 de los otros como personas, es decir, si son auténticas manifestaciones
 de amor[10]. Pero penetrar de manera plena en la verdad del amor solo 
es posible desde el misterio de Cristo, desde la manifestación que 
Cristo hace del hombre mismo[11]. Es el misterio de la encarnación y 
redención de Cristo, el que da a conocer la altísima dignidad de la 
persona y obrar humano en la perspectiva del entero plan de Dios[12]. 
Cristo, la imagen de Dios, es la verdad más profunda del hombre, y de su
 vocación al amor. Solo con la ayuda de la Revelación será posible 
llegar a ese conocimiento «sin dificultad, con una certeza firme y sin 
mezcla de error»[13].
14. En Cristo, el Hijo Amado del Padre, Dios ama a cada hombre como hijo en el Hijo. El amor de Dios es lo primero (cf. 1 Jn 4,
 10). Es la fuente de la que derivan todas las formas de amor, también 
el amor humano. Advertir el origen divino del auténtico amor humano 
lleva, entre otras cosas, a percibir que el amor de los padres que se 
actúa en la transmisión de la vida humana, ha de ser expresión y signo 
de verdadero amor. Solo de esa manera será respetuosa con el amor de 
Dios, que, como sabemos por la fe, interviene directamente en el origen 
de cada ser humano.
15. A partir de ese amor originario se descubre además, que el ser humano, creado por amor “a imagen de Dios” que “es amor” (1 Jn
 4, 8), ha sido creado también para amar. «Dios nos ama y nos hace ver y
 experimentar su amor, y de este ‘antes’ de Dios puede nacer también en 
nosotros el amor como respuesta»[14]. El amor humano, en su dimensión 
apetitiva, nace de este principio de movimiento que nos viene ofrecido. 
Conduce a descubrir que la lógica del don pertenece a la naturaleza del 
amor. Y si la fuente del amor no es la persona humana, la medida y la 
verdad del amor no puede ser exclusivamente el deseo humano. Ha de 
buscarse sobre todo en el origen del que procede.
16.
 Por tanto, descubrir un amor que nos precede, un amor que es más grande
 que nuestros deseos, un amor mayor que nosotros mismos, lleva a 
comprender que aprender a amar consiste, en primer lugar, en recibir el 
amor, en acogerlo, en experimentarlo y hacerlo propio. El amor 
originario, que implica siempre esta singular iniciativa divina, 
previene contra toda concepción voluntarista o emotiva del amor.
 2.  La verdad del amor, inscrita en el lenguaje del cuerpo
 17.
 El hombre creado a imagen de Dios es todo hombre –todo miembro de la 
raza humana: el hombre y la mujer– y todo el hombre –el ser humano en su
 totalidad: cuerpo y alma. Y, como tal, está orientado a revelar esa 
imagen primigenia en toda su grandeza y alcanzar así su realización 
personal[15].
 a) «A imagen de Dios» (Gén 1, 27).
18.
 El ser humano es imagen de Dios en todas las dimensiones de su 
humanidad. En el hombre, «el espíritu y la materia no son dos 
naturalezas unidas, sino que su unión constituye una única 
naturaleza»[16]: la naturaleza humana.
19.
 Entre cuerpo, alma y vida se da una relación tan íntima que hace 
imposible pensar el cuerpo humano como reducible únicamente a su 
estructuración orgánica, o la vida humana a su dimensión biológica. El 
cuerpo es la persona en su visibilidad. Eso explica que, según 
afirma la antropología y es un dato de la experiencia universal, la 
persona perciba su corporalidad como una dimensión constitutiva de su 
“yo”. Sin necesidad de discurso, se da cuenta de que no puede 
relacionarse con su cuerpo como si fuera algo ajeno a su ser, o que es 
irrelevante hacerlo de una u otra manera. Advierte, en definitiva, que 
relacionarse con el cuerpo es hacerlo con la persona: el cuerpo humano 
está revestido de la dignidad personal. Esa percepción es, en 
definitiva, un eco del acto creador de Dios que está siempre en el 
origen de la persona humana.
b)  «Varón y mujer los creó» (Gén 1, 27).
20.
 El cuerpo y el alma constituyen la totalidad unificada 
corpóreo-espiritual que es la persona humana[17]. Pero esta existe 
necesariamente como hombre o como mujer. La persona humana no tiene otra
 posibilidad de existir. El espíritu se une a un cuerpo que 
necesariamente es masculino o femenino y, por esa unidad substancial 
entre cuerpo y espíritu, el ser humano es, en su totalidad, masculino o 
femenino. La dimensión sexuada, es decir, la masculinidad o feminidad, 
es inseparable de la persona. No es un simple atributo. Es el modo de 
ser de la persona humana. Afecta al núcleo íntimo de la persona en 
cuanto tal. Es la persona misma la que siente y se expresa a través de 
la sexualidad. Los mismos rasgos anatómicos, como expresión objetiva de 
esa masculinidad o feminidad, están dotados de una significación 
objetivamente trascendente: están llamados a ser manifestación visible 
de la persona[18].
21.
 Como imagen de Dios, el hombre, creado a su imagen, «es llamado al amor
 como espíritu encarnado, es decir, alma y cuerpo en la unidad de la 
persona»[19], como persona humana sexuada. Por eso si la respuesta a esa
 llamada se lleva a cabo a través del lenguaje de la sexualidad, uno de 
sus constitutivos esenciales es la apertura a la transmisión de la 
vida[20]. La sexualidad humana, por tanto, es parte integrante de la 
concreta capacidad de amor inscrita por Dios en la humanidad masculina y
 femenina, comporta «la capacidad de expresar el amor: ese amor 
precisamente en el que el hombre-persona se convierte en don y –mediante
 este don– realiza el sentido mismo de su ser y existir»[21].
22. «Cuando Yahweh Dios –señala Juan Pablo II comentando el relato de Gén 2, 18– dice que “no es bueno que el hombre esté solo” (Gén
 2, 18), afirma que el hombre por sí «solo» no realiza totalmente esta 
esencia. Solamente la realiza existiendo “con alguien”, y más profunda y
 completamente existiendo “para alguien”»[22]. Entre el ser humano y los
 animales media una distinción tan radical que, con relación a ellos, 
aquel se siente solo. Para superar esa soledad es necesaria la presencia
 de otro “yo”. Y de esta manera, al afirmar la persona del otro “yo” 
  –el “yo” de la persona humana y, como tal, sexuada– se da cuenta y 
afirma a la vez el “yo” de su ser personal, bien en la masculinidad o en
 la feminidad. La configuración existencial de su personalidad depende 
pues de esa relación con su cuerpo y está ligada al modo de relacionarse
 con el mundo y con los demás. Porque solo el amor de comunión personal 
puede responder a esta exigencia interior, ya que «el hombre ha llegado a
 ser “imagen y semejanza” de Dios no solamente a través de la propia 
humanidad, sino también a través de la comunión de las personas[23]».
23.
 Con la creación del ser humano en dualidad de sexos, el texto afirma, 
entre otras cosas, el significado axiológico de esa sexualidad: el 
hombre es para la mujer y esta es para el hombre, y los padres para
 los hijos[24]. La diferencia sexual es indicadora de la recíproca 
complementariedad y está orientada a la comunicación: a sentir, expresar
 y vivir el amor humano, abriendo a una plenitud mayor[25]. El sentido 
profundo de la vida humana está en encontrar la respuesta a esta palabra
 original de Dios. Por eso, dado que la relación propia de la sexualidad
 va de persona a persona, respetar la dimensión unitiva y fecunda en el 
contexto de un amor verdadero –mediante la entrega sincera de sí mismo– 
es una exigencia interior de la relación interpersonal de la donación 
que hace el hombre a través de la sexualidad[26].
3.  El amor conyugal: «Como Cristo amó a su Iglesia» (Ef 5, 25)
24.
 Dios se ha servido del amor esponsal para revelar su amor hacia el 
pueblo elegido. Tanto el matrimonio como la virginidad, en su forma 
propia, son una concretización de la verdad más profunda del hombre, de 
su «ser imagen de Dios»[27]. Pero de la primera, es decir, de la imagen 
del amor del hombre y mujer en el matrimonio se ha servido el mismo Dios
 para revelar su amor hacia el pueblo elegido, es decir, a Israel; y la 
segunda ha sido mostrada explícitamente en la persona de Jesucristo, el 
Hijo, haciendo presente al Dios “esposo” de su pueblo. Por eso Benedicto
 XVI acude a aquella –a propósito de la gran variedad semántica que el 
lenguaje atribuye a la palabra amor–, con el fin de acercarnos a
 la naturaleza y características del verdadero amor. «En toda esta 
multiplicidad de significados –dice el Papa– destaca, como arquetipo por
 excelencia, el amor entre el hombre y la mujer, en el cual cuerpo y 
alma concurren inseparablemente y en el que al ser humano se le abre una
 promesa de felicidad que parece irresistible, en comparación del cual 
palidecen, a primera vista, todos los otros tipos de amor»[28]. Es 
arquetipo, es decir, viene a señalar las características que definen la 
verdad del amor humano, en las diversas manifestaciones en que este se 
puede y debe manifestar.
a) «Una sola carne» (Gén 2, 24)
25. El amor conyugal es un amor “comprometido”. Se
 origina y desarrolla a partir de una realidad que transciende y da 
sentido a la existencia de los esposos, como tales, en todas sus 
manifestaciones. Tiene una originalidad y unas características o notas 
que lo distinguen de otras formas de amor. El Concilio Vaticano II y la 
encíclica Humanae vitae señalan las de ser «plenamente humano»,
 «total», «fiel y exclusivo», «fecundo»[29]. Su autenticidad viene 
ligada necesariamente al respeto a la dignidad personal y a los 
significados del lenguaje de la sexualidad. A la vez, como señalan las 
palabras de Benedicto XVI acabadas de citar, son la luz que, a manera de
 espejos, deben reflejar los demás tipos de amor.
26. Por el matrimonio se establece entre el hombre y la mujer una alianza o comunidad conyugal por la que «ya no son dos, sino una sola carne» (Mt 19, 6; cf. Gén
 2, 24). El hombre y la mujer, permaneciendo cada uno de ellos como 
personas singulares y completas son «una unidad-dual» en cuanto 
personas sexualmente distintas y complementarias. La alianza que se 
origina no da lugar a un vínculo meramente visible, sino también moral, 
social y jurídico; de tal riqueza y densidad que requiere, por parte de 
los contrayentes, «la voluntad de compartir (en cuanto tales) todo su 
proyecto de vida, lo que tienen y lo que son»[30]. No se reduce a una 
simple relación de convivencia o cohabitación. La unidad en la “carne” 
hace referencia a la totalidad de la feminidad y masculinidad en los 
diversos niveles de su recíproca complementariedad: el cuerpo, el 
carácter, el corazón, la inteligencia, la voluntad, el alma[31]. Dejar 
un modo de vivir para formar otro “estado de vida”.
— Una comunidad de vida y amor
27.
 Pero si “ser una sola carne” es una “unidad de dos” como fruto de un 
verdadero don de sí, esa realidad ha de configurarse existencialmente 
como comunidad de vida y amor[32]. Es una exigencia que «brota de su 
mismo ser y representa su desarrollo dinámico y existencial»[33]. Los 
esposos se “deben” amor, porque, por el matrimonio, han venido a ser, el
 uno para el otro, verdadera parte de sí mismos[34]. La “lógica” de la 
entrega propia de la unión matrimonial lleva necesariamente a afirmar 
que el matrimonio está llamado, por su propio dinamismo, a ser una 
comunidad de vida y amor; tan solo de esa manera se realiza en la 
verdad[35].
28.
 El amor conyugal se ha de comprender como un prometer, como un 
comprometerse mutuo para afrontar la construcción de una vida en común. 
«A muchos –dice Benedicto XVI, refiriéndose al matrimonio como una 
vocación cristiana– el Señor los llama al matrimonio, en el que un 
hombre y una mujer, formando una sola carne (cf. Gén 2, 24), se
 realizan en una profunda vida de comunión. Es un horizonte luminoso y 
exigente a la vez. Un proyecto de amor verdadero que se renueva y ahonda
 cada día compartiendo alegrías y dificultades, y que se caracteriza por
 una entrega de la totalidad de la persona. Por eso, reconocer la 
belleza y bondad del matrimonio significa ser conscientes de que solo un
 ámbito de fidelidad e indisolubilidad, así como de apertura al don 
divino de la vida, es el adecuado a la grandeza y dignidad del amor 
matrimonial»[36].
— Características del amor conyugal
29. Es claro, por tanto, que el amor conyugal debe ser, en primer lugar, un amor plenamente humano y total.
 Ha de abarcar la persona de los esposos –como esposos– en todos sus 
niveles: sentimientos y voluntad, cuerpo y espíritu, etc., integrando 
esas dimensiones con la debida subordinación y, además, de una manera 
definitiva. Ha de ir «de persona a persona con el 
afecto de la voluntad»[37]. El que ama no puede relacionarse con su 
amado de una manera indiferenciada, como si todos los seres fueran 
igualmente amables e intercambiables. El amor conyugal es un amor de 
entrega en el que sin dejar de ser erótico, el deseo humano se dirige a 
la formación de una comunión de personas. No sería conyugal el amor que 
excluyera la sexualidad o la considerase como un mero instrumento de 
placer[38]. Los esposos, como tales, han de «compartir generosamente 
todo, sin reservas y cálculos egoístas. Quien ama de verdad a su propio 
consorte no ama solo por lo que de él recibe, sino por sí mismo, gozoso 
de poderlo enriquecer con el don de sí»[39].
30. Por este mismo motivo el amor conyugal no puede sino ser fiel y exclusivo. Si
 el amor conyugal es total y definitivo porque va de persona a persona, 
abarcándola en su totalidad, ha de tener también como característica 
necesaria la fidelidad. La totalidad incluye en sí misma y exige la 
fidelidad –para siempre–, y esta, a su vez, la exclusividad. El amor 
conyugal es total en la exclusividad y exclusivo en la totalidad. Así lo
 proclama la Revelación de Dios en Cristo, y esa es también la 
conclusión a la que se puede llegar desde la dignidad de la persona y de
 la sexualidad. El amor conyugal que «lleva a los esposos a un don libre
 y mutuo de sí mismos (...) ha de ser indisolublemente fiel, en cuerpo y
 alma, en la prosperidad y en la adversidad y, por tanto, ajeno a todo 
adulterio y divorcio»[40]. El Concilio Vaticano II indica así la doble 
vertiente de la fidelidad: positivamente comporta la donación recíproca 
sin reservas ni condiciones; y negativamente entraña que se excluya 
cualquier intromisión de terceras personas –a cualquier nivel: de 
pensamientos, palabras y obras– en la relación conyugal.
31. Por último, tiene que ser un amor fecundo, abierto a la vida. Por
 su naturaleza y dinamismo el amor conyugal está orientado a prolongarse
 en nuevas vidas; no se agota en los esposos. No hay autenticidad en el 
amor conyugal cuando no están comprometidos, a la vez y del todo, la 
humanidad del hombre y de la mujer en la totalidad de su ser espíritu 
encarnado. Como hemos dicho, la sexualidad no es algo meramente 
biológico, sino que «afecta al núcleo íntimo de la persona en cuanto 
tal»[41]. Por otro lado, como la orientación a la procreación es una 
dimensión inmanente a la estructura de la sexualidad, la conclusión es 
que la apertura a la fecundidad es una exigencia interior de la verdad 
del amor matrimonial y un criterio de su autenticidad. Hacia esa 
finalidad está intrínsecamente ordenado, como participación en el amor 
creador de Dios y como donación de los esposos a través de la 
sexualidad.
32.
 Sin esa ordenación a la fecundidad la relación conyugal no puede ser 
considerada ni siquiera como manifestación de amor. El amor conyugal en 
su realidad más profunda es esencialmente “don”, rechaza cualquier forma
 de reserva y, por su propio dinamismo, exige abrirse y entregarse 
plenamente. Esto comporta necesariamente la disponibilidad para la 
procreación, la posibilidad de la paternidad o maternidad.
33.
 Estas características del amor, tan íntimamente articuladas entre sí, 
son inseparables: si faltara una de ellas tampoco se darían las demás. 
Son aspectos o dimensiones de la misma realidad que corresponden a la 
verdad de la naturaleza humana, purificada y corroborada en Cristo. 
Estamos, pues, ante unos significados que iluminan la vida de los 
hombres y que se pueden y deben expresar mediante unas normas morales 
propias de la ley natural. La Iglesia las enseña como indicaciones en el
 camino de la educación en el amor. No son referencias opuestas al amor o
 ajenas al mismo. Están insertas íntimamente en la verdad del amor 
conyugal[42]. «Querer seleccionar unas u otras, según las condiciones de
 vida a modo de un “amor a la carta”, falsifica la relación amorosa 
básica entre un hombre y una mujer, distorsionando la realización de su 
vocación»[43].
— Para siempre
34.
 La «unión en la carne» –se decía antes– no alude a un simple hecho 
fortuito o coyuntural. Designa el compromiso de conformar una intimidad 
común exclusiva y para siempre, en la que el cuerpo sexuado es la 
mediación esencial. El valor personal de esta unión hace también que la 
apertura a la fecundidad, intrínseca al lenguaje propio de la 
sexualidad, encuentre ahí el marco de realización, acorde con su 
dignidad. En cambio, deja de existir en las ideologías que la excluyen 
de forma radical como si fuera algo que el hombre pudiera “poner” desde 
fuera, a modo de una libre elección y sin ningún condicionamiento. La 
supuesta fascinación de un “amor libre” de cualquier compromiso esconde 
el vaciamiento de todo significado y, por lo tanto, la pérdida de su 
valor y dignidad.
35.
 La referencia a la unidad en la “carne”, por significar el vínculo de 
unión entre personas, sirve para comprender la vocación del ser humano 
al amor. Permite descubrir que el amor humano está determinado por unos 
contenidos objetivos que no se pueden confiar al simple arbitrio humano y
 ser objeto de una mera opinión subjetiva, sino que son parte esencial 
del lenguaje del cuerpo que hay que saber interpretar. En la comprensión
 del valor de la “carne” está incluida una verdad fundamental del 
hombre, que goza de una universalidad que cualquiera puede entender. Nos
 referimos a una integración específica entre la inclinación sexual, el 
despertar de los afectos y el don de sí. Una verdad que lleva a percibir
 lo que es una vida lograda, por la que tiene sentido entregar la 
libertad. El ser humano puede distinguir los bienes objetivos que 
resultan de la aceptación de la diferencia, de la trascendencia de vivir
 “para otra persona”, de la apertura a la vida.
— La oscuridad del pecado
36. La misma Revelación, sin embargo, habla también de que toda esta luz inicial se halla oscurecida por el pecado.
 Ya en los inicios de la creación, el hombre y la mujer dejan de verse 
como seres llamados a la comunión y se esconden uno del otro. Advierten 
que su amor está amenazado por las relaciones de deseo y de dominio (cf.
 Gén 3, 16). A pesar de que los significados del cuerpo, antes 
referidos, están unidos a la experiencia humana del amor, a veces no son
 fáciles de percibir en la vida concreta de las personas, y todavía 
resulta más arduo llevarlos a la práctica. La visión reductiva y 
fragmentaria de la sexualidad, tan extendida en no pocos ámbitos de la 
sociedad, hace que muchas personas interpreten estas experiencias 
primeras de un modo inadecuado y pierdan de vista la totalidad humana 
que se contiene en ellas. Se les hace muy difícil construir una vida 
plena que valga la pena ser vivida.
37.
 De modo particular, es necesario evitar una interpretación narcisista 
de la sexualidad. Si se comprende la felicidad como un simple “sentirse 
bien” con uno mismo, se cae en el error de no medir el valor y sentido 
de la sexualidad por la complementariedad y crecimiento personal en la 
construcción de una vida compartida. Es fácil ver cómo, de este modo, se
 pierde la riqueza presente en la diferencia sexual. Además, la 
fecundidad deja de ser significativa si el acento se pone exclusivamente
 en la necesidad de apagar a toda costa los “deseos” y “satisfacciones” 
que puedan experimentarse, sin proyectar esa riqueza en otros objetivos 
espirituales o culturales que, naturalmente, también enriquecen y dan 
sentido a la persona.
38.
 Convencidos de la belleza de esta verdad, que une la dignidad humana 
con la vocación al amor, insistimos de nuevo en la importancia que tiene
 la rectitud en el ámbito de la sexualidad, tanto para las personas como
 para la sociedad entera. Exhortamos a poner los medios adecuados que, 
dentro de una educación al amor, hacen que todo hombre, contando siempre
 con el auxilio de Dios, sea capaz de responder a esta llamada. La 
virtud de la castidad es imprescindible en la respuesta de la persona a 
la vocación al amor. Proyecta la luz que, al mover la libertad a hacer 
de la existencia una donación de amor, indica también el camino que 
lleva a una plenitud de vida.
b) «Como Cristo amó a su Iglesia» (Ef 5, 25)
39.
 El amor o caridad conyugal, cuya naturaleza y características se acaban
 de apuntar, es una «participación singular en el misterio de la vida y 
del amor de Dios mismo»[44]. Una participación cualificada y específica,
 que responde a una realidad «escrita en sus corazones» (Rom 2,
 15). Por ella los esposos—el uno para el otro— se convierten en don 
sincero de sí mismos del modo más completo y radical: se afirman en su 
desnuda verdad como personas. «El amor incluye el reconocimiento de la 
dignidad personal y de su irrepetible unicidad; en efecto, cada uno de 
ellos, como ser humano, ha sido elegido por sí mismo»[45].
40.
 No se queda ahí la grandeza y dignidad del amor conyugal. Como tal, 
está llamado a ser, por su misma naturaleza, «imagen viva y real de la 
singularísima unidad que hace de la Iglesia el indivisible Cuerpo 
místico del Señor Jesús»[46]. Aunque esa orientación, que es propia de 
todo verdadero amor conyugal, solo es participada realmente por los 
esposos si ha tenido lugar la celebración sacramental de su matrimonio y
 ha sido insertada así en el proyecto salvífico de Cristo. Cuando el 
Señor —según señala el Vaticano II— «sale al encuentro de los esposos 
cristianos por medio del sacramento del matrimonio (...), el amor 
conyugal auténtico es asumido por el amor divino y se rige y enriquece 
por la virtud redentora de Cristo y la acción salvífica de la Iglesia 
para conducir eficazmente a los cónyuges a Dios y fortalecerlos en la 
sublime misión de la paternidad y de la maternidad»[47].
41.
 El sacramento celebrado hace que, al insertar el vínculo matrimonial en
 la comunión de amor de Cristo y de la Iglesia, el amor de los esposos 
—el amor matrimonial— esté dirigido a ser imagen y representación real 
del amor redentor del Señor. Jesús se sirve del amor de los esposos para
 amar y dar a conocer cómo es el amor con que ama a su Iglesia. El amor 
matrimonial es —y debe ser— un reflejo del amor de Cristo a su Iglesia. 
La expresión plena de la verdad sobre ese amor de Dios se encuentra en 
la carta a los Efesios: «Como Cristo amó a su Iglesia: Él se entregó a 
sí mismo por ella» (Ef 5, 25-26). Y en ese contexto “entregarse” es convertirse en “don sincero”, amando hasta el extremo (cf. Jn 13, 1), hasta la donación de la cruz. Ese es el amor que los esposos deben vivir y reflejar.
42.
 El amor conyugal, al ser transformado en el amor divino, no pierde 
ninguna de las características que le son propias en cuanto realidad 
humana. Es el amor genuinamente humano —no otra cosa— lo que es asumido 
en el orden nuevo y sobrenatural de la redención. Se produce en él una 
verdadera transformación (ontológica) que consiste en una re-creación y 
elevación sobrenatural. No solo en la atribución de una nueva 
significación. Por eso el “modo humano” de vivir la relación 
conyugal, como manifestación del amor matrimonial, es condición 
necesaria para vivir ese mismo amor de manera sobrenatural, es decir, en
 cuanto “signo” del amor de Cristo y de la Iglesia. «El amor conyugal 
comporta una totalidad en la que entran todos los elementos de la 
persona —reclamo del cuerpo y del instinto, fuerza del sentimiento y de 
la afectividad, aspiración del espíritu y de la voluntad—; mira a una 
unidad profundamente personal que, más allá de la unión en una sola 
carne, conduce a no ser más que un solo corazón y una sola alma; exige 
la indisolubilidad y fidelidad de la donación recíproca definitiva y se 
abre a la fecundidad. En una palabra: se trata de las características 
normales de todo amor conyugal natural, pero con un significado nuevo 
que no solo las purifica y consolida, sino que las eleva hasta el punto 
de hacer de ellas la expresión de valores propiamente cristianos»[48].
43.
 La asunción y transformación del amor humano en el amor divino no es 
algo transeúnte y circunstancial. Es tan permanente y exclusiva 
—mientras los esposos vivan— como lo es la unión de Cristo con la 
Iglesia. Cristo —dice en este sentido el Concilio Vaticano II— «por 
medio del sacramento del matrimonio (...) permanece con ellos (los 
esposos), para que (...), con su mutua entrega, se amen con perpetua 
fidelidad, como Él mismo ha amado a su Iglesia y se entregó por 
ella»[49]. El amor de Cristo ha de ser la referencia constante del amor 
matrimonial, porque, primero y sobre todo, es su “fuente”. El 
amor de los esposos es “don” y derivación del mismo amor creador y 
redentor de Dios. Y esa es la razón de que sean capaces de superar con 
éxito las dificultades que se puedan presentar, llegando hasta el 
heroísmo si es necesario. Ese es también el motivo de que puedan y deban
 crecer más en su amor: siempre, en efecto, les es posible avanzar más, 
también en este aspecto, en la identificación con el Señor.
44.
 De esta verdad profundamente humana y divina habla la Iglesia en sus 
enseñanzas sobre el sacramento del matrimonio cuando anima a los esposos
 a hacer de su vida un don de sí con ese contenido preciso que describe 
como «amor conyugal»[50]. Después del pecado de los orígenes, vivir la 
rectitud en el amor matrimonial es “trabajoso”. A veces es difícil. La 
experiencia del mal se hace sentir en la relación del hombre y la mujer.
 Su amor matrimonial se ve frecuentemente amenazado por la discordia, el
 espíritu de dominio, la infidelidad, los celos y conflictos que pueden 
conducir en ocasiones hasta el odio y la ruptura[51]. Acecha 
constantemente la tentación del egoísmo, en cualquiera de sus formas, 
hasta el punto de que «sin la ayuda de Dios el hombre y la mujer no 
pueden llegar a realizar la unión de sus vidas en orden a la cual Dios 
los creó “al comienzo”»[52]. Solo el auxilio de Dios les hace capaces de
 vencer el repliegue sobre sí mismos y abrirse al “otro” mediante la 
entrega sincera —en la verdad— de sí mismos. Precisamente, tras la caída
 del principio, este es uno de los cometidos asignados por Dios al 
sacramento del matrimonio en relación con el amor conyugal, como señala 
el Concilio Vaticano II cuando afirma que «el Señor se ha dignado sanar,
 perfeccionar y elevar este amor con el don especial de la gracia y de 
la caridad»[53], como fruto salvífico de su obra redentora.
4. La disolución de la imagen del hombre
45.
 De dos corrientes, aparentemente contrapuestas, vienen las propuestas 
que distorsionan la consideración del hombre hecho «a imagen de Dios» y,
 derivadamente, las imágenes del matrimonio y de la familia. Una y otra 
parten de un mismo principio: una injusta valoración de la corporalidad.
 No “pueden”, por eso, ver el amor entre el hombre y la mujer como un 
modelo para todo amor.
46.
 Para el espiritualismo, el papel que la sexualidad desempeña en ese 
amor comprometería la trascendencia y la gratuidad de las formas más 
elevadas de amor. Se piensa, sobre todo, que sería inapropiado asociarlo
 al amor divino. El ágape, fruto de la gracia, fundado en la fe y caracterizado por la oblación, no tendría nada que ver con el eros, relacionado con el cuerpo, proveniente del deseo de posesión y orientado a la autoafirmación. La contraposición entre eros y ágape
 recomendaría una reserva de principio a la propuesta de hacer del amor 
entre hombre y mujer el arquetipo de cualquier tipo de amor.
47.
 Esa reserva parecería también confirmada por el rechazo que proviene de
 la otra vertiente, de signo materialista, subyacente también en las 
teorías contemporáneas de “género”. Estas pretenden desvincular la 
sexualidad de las determinaciones naturales del cuerpo, hasta el punto 
de disolver el significado objetivo de la diferencia sexual entre hombre
 y mujer.
48.
 Se percibe fácilmente que detrás de estas corrientes, tan contrapuestas
 por sensibilidad y propósitos, hay un mismo denominador: una concepción
 antropológica dualista. En el caso del espiritualismo puritano porque 
la corporeidad se ve como un obstáculo para el amor espiritual. En las 
teorías de “género” porque el cuerpo queda reducido a materia 
manipulable para obtener cualquier forma de placer. A ello se asocia un 
individualismo que, precisamente porque rechaza reconocer los 
significados intrínsecos del cuerpo, no capta el valor del lenguaje de 
la corporalidad en las relaciones humanas.
49.
 Y es que cuando se debilita o se oscurece la imagen del ser humano, se 
oscurece también la imagen del matrimonio y de la familia. Se llega, 
incluso, a considerar esas instituciones como ataduras que coartan la 
espontaneidad de la vocación al amor. No es difícil constatar cómo la 
banalización de la sexualidad conduce a una percepción, al menos parcial
 y fragmentada, de la realidad del matrimonio y de la familia. Una 
perspectiva desde la que resulta poco menos que imposible percibir toda 
su belleza.
50.
 Nuestra intención, ahora, no es enumerar ni hacer un análisis de los 
factores que hayan podido intervenir en la deformación de la imagen del 
matrimonio que existe en no pocos ámbitos de nuestra sociedad. Tampoco 
pretendemos poner de manifiesto los presupuestos metafísicos sobre los 
que se basa (entre otros, la negación de la condición creatural del ser 
humano). En cambio, queremos denunciar que detrás de esa visión 
obscurecida y fragmentada parece existir el influjo de algunos mensajes 
ideológicos y propuestas culturales, entre cuyos objetivos está, sobre 
todo, proponer la absolutización subjetivista de una libertad que, 
desvinculada de la verdad, termina por hacer de las emociones parciales 
la norma del bien y de la moralidad.
51.
 Los obispos españoles ya hemos hablado sobre esta progresiva disolución
 de los significados básicos de la institución matrimonial en nuestra 
sociedad. Nos hemos referido a la fragmentación con la que no pocos 
perciben los distintos significados de la sexualidad[54]. Pero es en la 
actualidad cuando se ha llegado a plantear la más radical de las 
separaciones, aquella que disocia radicalmente sexualidad y amor[55]. 
Nos referimos de manera particular a la propuesta de la llamada 
“ideología de género”[56].
a)  La “ideología de género”
52.
 Los antecedentes de esta ideología hay que buscarlos en el feminismo 
radical y en los primeros grupos organizados a favor de una cultura en 
la que prima la despersonalización absoluta de la sexualidad. Este 
primer germen cobró cuerpo con la interpretación sociológica de la 
sexualidad llevada a cabo por el informe Kinsey, en los años cincuenta 
del siglo pasado. Después, a partir de los años sesenta, alentado por el
 influjo de un cierto marxismo que interpreta la relación entre hombre y
 mujer en forma de lucha de clases, se ha extendido ampliamente en 
ciertos ámbitos culturales. El proceso de “deconstrucción” de la 
persona, el matrimonio y la familia, ha venido después propiciado por 
filosofías inspiradas en el individualismo liberal, así como por el 
constructivismo y las corrientes freudo-marxistas. Primero se postuló la
 práctica de la sexualidad sin la apertura al don de los hijos: la 
anticoncepción y el aborto. Después, la práctica de la sexualidad sin 
matrimonio: el llamado “amor libre”. Luego, la práctica de la sexualidad
 sin amor. Más tarde la “producción” de hijos sin relación sexual: la 
llamada reproducción asistida (fecundación in vitro, etc.). Por
 último, con el anticipo que significó la cultura unisex y la 
incorporación del pensamiento feminista radical, se separó la 
“sexualidad” de la persona: ya no habría varón y mujer; el sexo sería un
 dato anatómico sin relevancia antropológica. El cuerpo ya no hablaría 
de la persona, de la complementariedad sexual que expresa la vocación a 
la donación, de la vocación al amor. Cada cual podría elegir 
configurarse sexualmente como desee.
53.
 Así se ha llegado a configurar una ideología con un lenguaje propio y 
unos objetivos determinados, de los que no parece estar ausente la 
intención de imponer a la sociedad una visión de la sexualidad que, en 
aras de un pretendido “liberacionismo”, “desligue” a las personas de 
concepciones sobre el sexo, consideradas opresivas y de otros tiempos.
— Descripción de la ideología de género
54.
 Con la expresión “ideología de género” nos referimos a un conjunto 
sistemático de ideas, encerrado en sí mismo, que se presenta como teoría
 científica respecto del “sexo” y de la persona. Su idea fundamental, 
derivada de un fuerte dualismo antropológico, es que el “sexo” sería un 
mero dato biológico: no configuraría en modo alguno la realidad de la 
persona. El “sexo”, la “diferencia sexual” carecería de significación en
 la realización de la vocación de la persona al amor. Lo que existiría 
–más allá del “sexo” biológico– serían “géneros” o roles que, en 
relación con su conducta sexual, dependerían de la libre elección del 
individuo en un contexto cultural determinado y dependiente de una 
determinada educación[57].
55.
 “Género”, por tanto, es, según esta ideología un término cultural para 
indicar las diferencias socioculturales entre el varón y la mujer. Se 
dice, por eso, que es necesario distinguir entre lo que es “dado” por la
 naturaleza biológica (el “sexo”) y lo que se debe a las construcciones 
culturales “hechas” según los roles o tareas que cada sociedad asigna a 
los sexos (el “género”). Porque –según se afirma–, es fácil constatar 
que, aunque el sexo está enraizado en lo biológico, la conciencia que se
 tiene de las implicaciones de la sexualidad y el modo de manifestarse 
socialmente están profundamente influidos por el marco sociocultural.
56.
 Se puede decir que el núcleo central de esta ideología es el “dogma” 
pseudocientífico según el cual el ser humano nace “sexualmente neutro”. 
Hay –sostienen– una absoluta separación entre sexo y género. El género 
no tendría ninguna base biológica: sería una mera construcción cultural.
 Desde esta perspectiva la identidad sexual y los roles que las personas
 de uno y otro sexo desempeñan en la sociedad son productos culturales, 
sin base alguna en la naturaleza. Cada uno puede optar en cada una de 
las situaciones de su vida por el género que desee, independientemente 
de su corporeidad. En consecuencia, “hombre” y “masculino” podrían 
designar tanto un cuerpo masculino como femenino; y “mujer” y “femenino”
 podrían señalar tanto un cuerpo femenino como masculino. Entre otros 
“géneros” se distinguen: el masculino, el femenino, el homosexual 
masculino, el homosexual femenino, el bisexual, el transexual, etc. La 
sociedad atribuiría el rol de varón o de mujer mediante el proceso de 
socialización y educación de la familia. Lo decisivo en la construcción 
de la personalidad sería que cada individuo pudiese elegir sobre su 
orientación sexual a partir de sus preferencias. Con esos planteamientos
 no puede extrañar que se “exija” que a cualquier “género sexual” se le 
reconozcan los mismos derechos. De no hacerlo así, sería discriminatorio
 y no respetuoso con su valor personal y social.
57.
 Sin necesidad de hacer un análisis profundo, es fácil descubrir que el 
marco de fondo en el que se desenvuelve esta ideología es la cultura 
“pansexualista”. Una sociedad moderna –se postula– ha de considerar 
bueno “usar el sexo” como un objeto más de consumo. Y si no cuenta con 
un valor personal, si la dimensión sexual del ser humano carece de una 
significación personal, nada impide caer en la valoración superficial de
 las conductas a partir de la mera utilidad o la simple satisfacción. 
Así se termina en el permisivismo más radical y, en última instancia, en
 el nihilismo más absoluto. No es difícil constatar las nocivas 
consecuencias de este vaciamiento de significado: una cultura que no genera vida y que vive la tendencia cada vez más acentuada de convertirse en una cultura de muerte[58].
— Difusión de la ideología de género
58.
 Conocidos son los caminos que han llevado a la difusión de esta manera 
de pensar. Uno de las más importantes ha sido la manipulación del 
lenguaje. Se ha propagado un modo de hablar que enmascara algunas de las
 verdades básicas de las relaciones humanas. Es lo que ha ocurrido con 
el término “matrimonio”, cuya significación se ha querido ampliar hasta 
incluir bajo esa denominación algunas formas de unión que nada tienen 
que ver con la realidad matrimonial. De esos intentos de deformación 
lingüística forman parte, por señalar solo algunos, el empleo, de forma 
casi exclusiva, del término “pareja” cuando se habla del matrimonio; la 
inclusión en el concepto de “familia” de distintos “modos de 
convivencia” más o menos estables, como si existiese una especie de 
“familia a la carta”; el uso del vocablo “progenitores” en lugar de los 
de “padre” y “madre”; la utilización de la expresión “violencia de 
género” y no la de “violencia doméstica” o “violencia en el entorno 
familiar”, expresiones más exactas, ya que de esa violencia también son 
víctimas los hijos.
59.
 Esa ideología, introducida primero en los acuerdos internacionales 
sobre la población y la mujer, ha dado lugar después a recomendaciones 
por parte de los más altos organismos internacionales y de ámbito 
europeo que han inspirado algunas políticas de los Estados. Da la 
impresión de que, como eco de esas recomendaciones, se han tomado 
algunas medidas legislativas a fin de “imponer” la terminología propia 
de esta ideología. Constatamos con dolor que también en nuestra sociedad
 los poderes públicos han contribuido, no pocas veces, con sus 
actuaciones a esa deformación.
60.
 No se detiene, sin embargo, la estrategia en la introducción de dicha 
ideología en el ámbito legislativo. Se busca, sobre todo, impregnar de 
esa ideología el ámbito educativo. Porque el objetivo será completo 
cuando la sociedad –los miembros que la forman– vean como “normales” los
 postulados que se proclaman. Eso solo se conseguirá si se educa en 
ella, ya desde la infancia, a las jóvenes generaciones. No extraña, por 
eso, que, con esa finalidad, se evite cualquier formación auténticamente
 moral sobre la sexualidad humana. Es decir, que en este campo se 
excluya la educación en las virtudes, la responsabilidad de los padres y
 los valores espirituales, y que el mal moral se circunscriba 
exclusivamente a la violencia sexual de uno contra otro.
61.
 Como pastores, hemos denunciado el modo de presentar la asignatura de 
“Educación para la ciudadanía”[59]. También hemos querido hacer oír 
nuestra voz ante las exigencias que se imponen, en materia de educación 
sexual, en la “Ley de salud reproductiva e interrupción voluntaria del 
embarazo”[60]. Vemos con dolor, sin embargo, que las propuestas de la 
“ideología de género”, llevadas a la práctica en programas de supuesta 
educación sexual, se han agudizado y extendido recientemente; no pocas 
veces facilitadas, cuando no promovidas, por la autoridad competente a 
la que ha sido confiada la custodia y promoción del bien común. Son 
medidas que, además de no respetar el derecho que corresponde a los 
padres como primeros y principales educadores de sus hijos, contradicen 
los principios irrenunciables del Estado de derecho: la libertad de las 
personas a ser educadas de acuerdo con sus convicciones religiosas y el 
bien que encarna toda vida humana inocente.
b) Más allá de la “ideología de género”
62.
 La concepción constructivista del sexo, propia de la “ideología del 
género”, es asumida y prolongada por las teorías “queer” (raro).
 Sobre la base de que el “género” es “performativo” y se construye 
constantemente, proclaman que su identidad es variable, dependiendo de 
la voluntad del sujeto. Este presupuesto, que lleva necesariamente a la 
disolución de la identidad sexual y de género, conduce también a 
defender su transgresión permanente. Subvertir el orden establecido, 
convertir el “genero” en parodia –se afirma– es el camino para construir
 la nueva sexualidad, acabar con el sexo y establecer un nuevo orden a 
la medida de las transgresiones.
63.
 Para alcanzar ese propósito las teorías “queer” abogan por la 
destrucción de lo que denominan orden “heteronormativo”, se apoye o no 
en la corporalidad. La idea sobre la sexualidad y los modos o prácticas 
sexuales no pueden en ningún caso estar sometidos a una normativa, que, 
por eso mismo, sería excluyente. Cuanto se refiere al sexo y al “género”
 pertenece exclusivamente a la voluntad variable y cambiante del sujeto.
 No debe extrañar, por eso, que estas teorías conduzcan inevitablemente 
al aislamiento y enclaustramiento de la persona, se centren casi 
exclusivamente en la reivindicación de los derechos individuales y la 
transformación del modelo de sociedad recibido. Las prácticas sexuales 
transgresivas se ven, en consecuencia, como armas de poder político.
64.
 En esta misma línea se encuadra también la llamada teoría del “cyborg” 
(organismo cibernético, híbrido de máquina y organismo), entre cuyos 
objetivos está, como paso primero, la emancipación del cuerpo: cambiar 
el orden significante de la corporalidad, eliminar la naturaleza. Se 
trata de ir a una sociedad sin sexos y sin géneros, en la que el ideal 
del “nuevo” ser humano estaría representado por una hibridación que 
rompiera la estructura dual hombre–mujer, masculino–femenino. Una 
sociedad, por tanto, sin reproducción sexual, sin paternidad y sin 
maternidad. La sociedad así construida estaría confiada únicamente a la 
ciencia, la biomedicina, la biotecnología y la ingeniería genética. El 
origen y final del existir humano se debería solo a la acción de la 
ciencia y de la tecnología, las cuales permitirían lograr ese 
transhumanismo en el que quedaría superada su propia naturaleza 
(posthumanismo).
65.
 Debajo, como fundamento de esta deconstrucción del cuerpo, hay un 
pensamiento materialista y radical, en definitiva inhumano. Inhumano, 
porque se niega la diferencia esencial entre el ser humano y el animal. 
Después, porque se niega esa misma diferencia entre los organismos 
animales-humanos y las máquinas. Y, por último, porque tampoco se admite
 esa separación esencial entre lo físico y lo “no físico” o espacio 
cibernético virtual. La dignidad de la persona se degrada hasta el punto
 de ser rebajada a la condición de cosa u objeto totalmente manipulable.
 La corporalidad, según esta teoría, no tendría significado 
antropológico alguno. Y por eso mismo carecería también de significado 
teológico. La negación de la dimensión religiosa es el presupuesto 
necesario para poder construir el modelo de hombre y la construcción de 
la sociedad que se intentan. No es arriesgado afirmar que esta teoría 
lleva a una idea inhumana del hombre, porque, arrastrada por su 
concepción del mundo, absolutamente materialista, laicista y radical, es
 incapaz de reconocer cualquier referencia a Dios.
c) La falta de la ayuda necesaria
66.
 La falta de un suficiente apoyo al matrimonio y la familia que 
advertimos en nuestra sociedad se debe, en gran parte, a la presencia de
 esas ideologías en las políticas sobre la familia. Aparece en distintas
 iniciativas legislativas que se han realizado en los últimos años. Si 
exceptuamos algunas ayudas económicas coyunturales, no solo han ignorado
 el matrimonio y la familia, sino que los han “penalizado”, hasta dejar 
de considerarlos pilares claves de la construcción social.
67.
 El matrimonio ha sufrido una desvalorización sin precedentes. La 
aplicación del popularmente denominado “divorcio exprés” –es solo un 
ejemplo–, que lo ha convertido en uno de los “contratos” más fáciles de 
rescindir, indica que la estabilidad del matrimonio no se ve como un 
bien que haya que defender. Se considera, por el contrario, como una 
atadura que coarta la libertad y espontaneidad del amor. No cuentan el 
dolor y el sufrimiento que quienes se divorcian se causan a sí mismos y 
sobre todo a los hijos cuando, ante los problemas y dificultades que 
pudieron surgir, se procede con precipitación irreflexiva y se opta por 
la ruptura de la convivencia. Lo único que importa entonces es una 
solución “técnico-jurídica”.
68.
 Una muestra clara de la desprotección y falta de apoyo a la familia ha 
sido la legislación sobre la situación de las menores de edad que 
quieren abortar sin el consentimiento de los padres. Es evidente que el 
aborto provocado, con o sin el consentimiento de los padres, es un 
ataque directo al bien fundamental de la vida humana. Nunca puede 
afirmarse como un derecho. Siempre es gravemente inmoral y debe ser 
calificado como un «crimen abominable»[61]. Pero llama poderosamente la 
atención que, a diferencia de las graves restricciones que nuestras 
leyes imponen a los menores en el uso del tabaco o del alcohol, se 
promuevan, en cambio, otras leyes que fomentan un permisivismo casi 
absoluto en el campo de la sexualidad y del respeto a la vida, como si 
el actuar sobre esos campos fuera irrelevante y no afectara para nada a 
la persona. De todos son conocidas las consecuencias del aborto para la 
mujer y la extensión del síndrome postaborto. La experiencia de lo que 
ha ocurrido con la facilitación del acceso de las menores a la “píldora 
del día siguiente” habla suficientemente de los resultados a los que se 
puede llegar con la referida ley sobre el aborto. En contra de lo que el
 legislador decía prever al promulgar la ley, el aborto no solo no ha 
disminuido, sino que se ha generalizado.
69.
 Los ejemplos aducidos permiten concluir que, más allá de las 
declaraciones de buenas intenciones, no hay, en las políticas que se 
hacen en nuestro país, un reconocimiento suficiente del valor social del
 matrimonio y la familia. En cambio, sí se observa una creciente 
revalorización de uno y otra –a pesar de la presión en contra– por parte
 de la sociedad. Y eso es, indudablemente, un argumento firme para la 
esperanza. Nuestros gobernantes deberían escuchar las voces de la 
sociedad y adoptar las medidas oportunas para otorgar a esas 
instituciones una protección eficaz. Es evidente, sin embargo, que las 
medidas que se adopten solo serán útiles si, superando las visiones 
ideológicas, se centran en la ayuda a la mujer gestante y en la 
promoción del matrimonio y la familia como realidades naturales.
70.
 Con frecuencia la Iglesia católica se siente sola en la defensa de la 
vida naciente y terminal; sin embargo, en este sentido hemos tenido 
recientemente una buena noticia en el ámbito civil europeo, una luz en 
medio de la cultura de la muerte: el Tribunal de Justicia de la Unión 
Europea ha dictado una sentencia[62] que prohíbe patentar los 
procedimientos que utilicen células madre embrionarias humanas; se 
decide también que todo óvulo humano, a partir de la fecundación, deberá
 considerarse un “embrión humano”[63]. Se desmonta así la falsa e 
ideológica distinción entre embrión y pre-embrión; esta sentencia rebate
 los fundamentos sobre los que se han promovido al menos cuatro normas 
legales en España: la del aborto, la de reproducción asistida, la de 
investigación biomédica y la que permite la dispensación de la “píldora 
del día después”.
d) Reacción ante la disolución de significados
71.
 El camino primero e imprescindible para salir al paso de las 
consecuencias de esta ideología de género, tan contrarias a la dignidad 
de las personas, será el testimonio de un amor humano verdadero vivido 
en una sexualidad integrada. Una tarea que, siendo propia y personal de 
todos y cada uno de los miembros de la sociedad, corresponde de un modo 
muy particular a los matrimonios y familias. Porque son ellos, sobre 
todo, los que, con el testimonio de sus vidas, harán creíbles a quienes 
les contemplan la belleza del amor que viven y les une. Nunca se debe 
olvidar que en todo corazón humano anidan unos anhelos que despiertan 
siempre ante el bien y la verdad.
72.
 Se hace necesario, además, recuperar por parte de todos –poderes 
públicos, docentes, educadores, medios de comunicación, etc.– un 
lenguaje que sepa distinguir realidades que, por ser diferentes, nunca 
pueden equipararse. Hay que emplear una terminología y unas formas de 
expresión que transmitan con claridad y sin ambigüedades lo que 
realmente son el matrimonio y la familia. De esa manera, con la 
proposición de la verdad, se contribuirá a descubrir con mayor facilidad
 la falsedad de los mensajes que se difunden a veces en torno a la 
sexualidad y el sentido personal de vivirla.
73.
 Como garantes y promotores del bien común, los gobernantes no deberían 
dejarse guiar, en la gestión de lo público y social, por la voluntad 
subjetiva de grupos de presión, pequeños o grandes, fuertemente 
ideologizados y que solo buscan intereses particulares. Menos aún si el 
afán que les mueve es construir una sociedad sobre la base de una 
“ingeniería” que destruye los fundamentos mismos de la sociedad. Por 
otra parte, el cuidado del bien común, que contempla siempre la tutela 
de las minorías, exige que, una vez protegidos y promovidos los derechos
 fundamentales, la atención se centre de un modo muy particular en la 
solución de los problemas y cuestiones que afectan a la mayoría de los 
ciudadanos. Entre ellos no está, ciertamente, los que se refieren a la 
llamada “ideología de género”.
74.
 En el caso de leyes que no respetaran el bien común, correspondería a 
todos y cada uno de los miembros de la sociedad hacer notar su 
disconformidad. Eso, sin embargo, nunca podrá hacerse de cualquier 
manera. Ese derecho y deber de denuncia, por tener como fundamento el 
bien común, siempre ha de ejercitarse dentro del respeto del bien que 
los justifica. Por lo que, si nos atenemos al caso de la legislación 
actual en España sobre el matrimonio, es un derecho y un deber de los 
ciudadanos mostrar su desacuerdo e intentar la modificación de la ley 
que redefine el matrimonio eliminando su contenido específico[64].
75.
 Es necesario, una vez más, pedir que el papel insustituible de los 
padres en la educación de sus hijos sea reconocido a todos los niveles. 
Más, si cabe, en lo que se refiere al campo de la educación 
afectivo-sexual, tan relacionado con la intimidad de la persona. Es un 
derecho y un deber que al Estado corresponde garantizar, y que todos 
debemos reclamar. De manera particular en momentos como los que 
atravesamos, cuando nuestro sistema actual deja abierto al gobierno de 
turno la ideologización de los jóvenes en una sociedad que parece crecer
 en pasividad ante este asalto contra sus derechos legítimos[65].
76.
 Una respuesta activa por parte de los ciudadanos ante este tipo de 
situaciones contribuirá a un reforzamiento de la sociedad civil, capaz 
de expresar sus propias convicciones. Será además un modo de participar 
positivamente en el desarrollo de la sociedad que solo puede tener lugar
 si se basa adecuadamente en el bien común. Por eso mismo, en el 
servicio al bien común, los poderes públicos no pueden desatender esas 
reclamaciones justas de los ciudadanos, especialmente de los padres y 
familias en relación con la educación de sus hijos. No pueden caer en la
 tentación de hacer una política basada en ideologías que contradicen el
 bien de la persona, a cuyo servicio han de ordenarse siempre la 
autoridad y la sociedad.
e) «La esperanza no defrauda» (Rom 5, 5)
77.
 Detrás de la pretendida “neutralidad” de estas teorías se esconden 
dramas personales que la Iglesia conoce bien. Pero hemos de tener 
siempre viva la esperanza. El bien y la verdad, la belleza del amor, son
 capaces de superar todas las dificultades, por muchas y graves que 
sean.
78.
 La Iglesia, continuadora de la misión de Cristo, abre siempre su 
corazón y ayuda de madre y maestra a todos y cada uno de los hombres. 
Nadie puede sentirse excluido, tampoco quienes sienten atracción sexual 
hacia el mismo sexo.
79. Ciertamente el Magisterio de la Iglesia católica[66] enseña que es necesario distinguir entre las personas que sienten atracción sexual hacia el mismo sexo, la inclinación homosexual propiamente dicha («objetivamente desordenada»)[67] y los actos
 homosexuales («intrínsecamente desordenados»)[68]; además, en la 
valoración de las conductas hay que diferenciar los niveles objetivo y 
subjetivo[69]. Por eso, una vez más no podemos dejar de anunciar que los
 hombres y mujeres con atracción sexual hacia el mismo sexo «deben ser 
acogidos con respeto, compasión y delicadeza. Se evitará, respecto a 
ellos, todo signo de discriminación injusta»[70].
80.
 No termina ahí la expresión del respeto y estima que se debe a las 
personas como tales. Nadie debe quedar excluido de la comprensión y 
ayuda que pueda necesitar. Las personas con atracción sexual hacia el 
mismo sexo «deben ser acogidas en la acción pastoral con comprensión y 
deben ser sostenidas en la esperanza de superar sus dificultades 
personales»[71]. Con esa intención hacemos nuestras las palabras de la 
Congregación para la Doctrina de la Fe: «Los obispos deben procurar 
sostener con los medios a su disposición el desarrollo de formas 
especializadas de atención pastoral para las personas homosexuales. Esto
 podría incluir la colaboración de las ciencias psicológicas, 
sociológicas y médicas, manteniéndose siempre en plena fidelidad con la 
doctrina de la Iglesia»[72].
81.
 Más allá de los medios humanos actúa siempre la gracia del Espíritu 
Santo, cualquiera que sea la naturaleza del comportamiento que haya 
tenido lugar, con tal de que uno se arrepienta. Con esa decisión de 
fondo, si es sincera, se estará en disposición de renovar los esfuerzos 
por seguir adelante, a pesar de que la lucha resulte difícil e incluso 
no falten las recaídas: Como enseña el Apóstol, «la esperanza no 
defrauda» (Rom 5, 5).
5. Amor conyugal, institución y bien común
82.
 El amor humano y el bien de la persona están tan estrechamente 
relacionados que esta solo se realiza en la medida en que ama. A esa 
realización, sin embargo, solo sirve un amor verdadero, una relación 
interpersonal en la que las personas se valoran por lo que son. Por eso,
 si la relación tiene lugar a través del lenguaje propio de la 
sexualidad, solo se puede calificar como amor la relación que tiene 
lugar entre el hombre y la mujer unidos en el matrimonio. La institución
 matrimonial es, por tanto, una exigencia de la verdad del amor cuando 
se expresa en el lenguaje propio de la sexualidad. Y, como al bien del 
matrimonio está ligado el bien de la familia y a este el de la sociedad,
 defender y proteger la institución matrimonial es una exigencia del 
bien común. Consiste, en última instancia, en la promoción de una 
convivencia social sobre la base de unas relaciones de justicia que, por
 darse entre personas, solo lo son cuando se pueden describir como de 
amor.
83.
 «La institución del matrimonio no es una injerencia indebida de la 
sociedad o de la autoridad ni la imposición extrínseca de una forma, 
sino una exigencia interior del pacto de amor conyugal, que se confirma 
públicamente como único y exclusivo, para que sea vivida así la plena 
fidelidad al designio de Dios Creador. Esta fidelidad, lejos de rebajar 
la libertad de la persona, la defiende contra el subjetivismo y el 
relativismo y la hace partícipe de la sabiduría creadora»[73]. Los 
elementos institucionales no coartan, sino que protegen y garantizan la 
libertad.
84.
 De la libertad de los que se casan depende que surja ese tipo de 
relación entre el varón y la mujer que se conoce como matrimonio. Pero 
en esa decisión están implicados unos bienes, cuya dignidad y naturaleza
 piden ser protegidas más allá de la voluntad de los individuos. Junto a
 otros motivos, además del bien de los hijos y de la sociedad, lo 
reclama también el bien de los que se casan –¡son personas!– que han de 
ser valorados siempre como un fin, nunca como un medio. La institución 
es una exigencia ético-antropológica requerida por la autenticidad del 
amor conyugal.
85.
 La dimensión social e institucional pertenece a la naturaleza misma del
 matrimonio. Su celebración reclama siempre un marco público. Nunca 
puede reducirse a un acuerdo meramente privado. «En concreto, el “sí” 
personal y recíproco del hombre y de la mujer abre el espacio para el 
futuro, para la auténtica humanidad de cada uno y, al mismo tiempo, está
 destinado al don de una nueva vida. Por eso, este “sí” personal no 
puede por menos de ser un “sí” también públicamente responsable, con el 
que los esposos asumen la responsabilidad pública de la fidelidad, que 
garantiza asimismo el futuro de la comunidad»[74].
86.
 Es entonces, cuando «el amor auténtico se convierte en una luz que guía
 toda la vida hacia su plenitud generando una sociedad habitable para el
 hombre»[75], cuando «la comunión de vida y amor que es el matrimonio se
 configura como un auténtico bien para la sociedad»[76]. Por eso, 
«evitar la confusión con los otros tipos de unión basados en un amor 
débil se presenta hoy con una especial urgencia. Solo la roca del amor 
total e irrevocable entre un hombre y una mujer es capaz de fundar la 
construcción de una sociedad que llegue a ser una casa para todos los 
hombres»[77].
a) La “trampa” de la emotividad en un mundo utilitarista
87.
 Cuando se parte de una idea de libertad como mera espontaneidad, sin 
otro compromiso que el que se funda en las emociones, el vínculo 
matrimonial aparece como un estorbo y su estabilidad como la “cárcel” 
del amor. Una concepción del amor conyugal que lo desvinculara de todo 
orden normativo haría, por eso mismo, que ya no fuera verdadero, pues 
pertenece a la naturaleza humana no ser simplemente naturaleza, sino 
tener historia y derecho, precisamente con el fin de ser natural.
88.
 No es difícil constatar las consecuencias a que llevaría la concepción 
“romántica” y subjetivista del amor conyugal. Si se ignorara o no se 
apoyara en la roca firme del compromiso de la voluntad racional 
protegida por la institución, el amor estaría sometido al vaivén de las 
emociones, efímeras por naturaleza; se derrumbaría más pronto que tarde;
 no tendría base; se habría edificado sobre algo tan movedizo como la 
arena (cf. Mt 7, 24-27). Entonces los esposos, cuando surgieran
 los problemas, se verían envueltos en un proceso de enfrentamiento que 
les llevaría a concluir fácilmente que había muerto el amor, y que la 
separación o ruptura se hacían inevitables. Se habría confundido la 
emoción con el amor, lo cual les haría incapaces para encontrar la 
solución.
89.
 Inseparable de esta interpretación romántica del amor conyugal, al 
menos en parte, se ha difundido también una “privatización” del amor que
 ha perdido su reconocimiento social. No se ve en el amor la capacidad 
de implicar a los hombres en la realización de un bien común relevante 
para las personas. A ello se refería Benedicto XVI cuando, en la 
encíclica Caritas in veritate, hablaba de la pérdida que esto supone para una sociedad que quiera ser auténticamente humana[78].
90. Un amor percibido solo como emoción o como un asunto meramente privado queda despojado a priori
 de cualquier significado que pueda ser comunicado a los demás. Con esa 
lógica solo interesa la valoración utilitarista. Las personas dejan de 
ser afirmadas por sí mismas. Se ven solo como objetos de producción y de
 consumo. Es lo que sucede en una sociedad que valora únicamente las 
relaciones sexuales interpersonales por la utilidad que reportan o el 
grado de satisfacción que producen. El lenguaje de la sexualidad deja de
 ser significativo. Carece de un valor por el que tiene sentido 
comprometer la libertad. Así lo confirma la banalización de la 
sexualidad, que conduce a la triste situación de «tantos jóvenes envejecidos, desgastados por experiencias superficiales y para los que el amor humano verdadero es una empresa casi imposible»[79].
b) La injusticia de una institución “a la carta”
91.
 La justificación de los actos por sus consecuencias o por la 
ponderación de los resultados previstos parece ser uno de los 
principales principios, supuestamente éticos, preponderantes en los 
ámbitos públicos en la sociedad actual[80]. Una perspectiva que lleva al
 relativismo moral. Todo vale, si sirve para conseguir el objetivo que 
se intenta. Las acciones, políticas o económicas, se valoran sin tener 
en cuenta la naturaleza de los medios que se emplean. El relativismo se 
acrecienta si la determinación de la verdad y de la bondad de los 
resultados que se buscan se confía a las instancias del poder o las 
decisiones de los particulares –mayorías o minorías–, y no se fundamenta
 en la naturaleza de las cosas. La consecuencia es una sociedad 
adormecida. Afectada por una profunda crisis moral, carece de los 
criterios que le ayuden a reaccionar y defender valores tan básicos para
 el bien común como el matrimonio y la familia. Puede ser que no se 
niegue e, incluso, se defienda la necesidad de esas instituciones, pero 
se las vacía de contenido, por lo que cabe cualquier forma de 
convivencia y todo tipo de uniones.
92.
 Los procedimientos democráticos, tan importantes y necesarios en la 
construcción y desarrollo de la convivencia social, no determinan, por 
sí mismos, la verdad y la bondad del matrimonio y de la familia. «Hay 
quien piensa que la referencia a una moral objetiva, anterior y superior
 a las instituciones democráticas, es incompatible con una organización 
democrática de la sociedad y de la convivencia»[81]. Pero no es así. Por
 encima y con anterioridad a las decisiones de los que se casan y de la 
sociedad, existen una verdad y derecho superior, enraizados en la 
humanidad del hombre y de la mujer, en su condición personal y social, 
en la de sus hijos y de la sociedad. Cualquiera es capaz de advertir que
 las instituciones del amor conyugal y familiar son indispensables en la
 consecución del bien común.
93.
 La aceptación de la idea, tan extendida en nuestra sociedad, de que el 
amor conyugal nada o muy poco tiene que ver con las normas sociales, 
responde a una concepción que separa el amor y la justicia[82]. Algunos 
llegan a sostener que el amor y la institución son de tal manera 
incompatibles que el amor no puede nacer ni desarrollarse si las 
relaciones que se establecen están presididas por la justicia. Con ese 
pensamiento es imposible percibir que el amor es fuente de obligaciones y
 conformador de vínculos estables. Por eso –se dice– el amor no puede 
ser “comprometido”. La institución del matrimonio sería la “cárcel” del 
amor. La fidelidad matrimonial, una esclavitud.
94.
 La verdad, sin embargo, es que, en las relaciones entre personas, el 
amor y la justicia se reclaman hasta el punto que uno y otra se afirman o
 se niegan a la vez y al mismo tiempo. En las relaciones 
interpersonales, la justicia en su empeño por dar a cada uno lo suyo, 
reconoce el valor personal del prójimo como un ser digno de ser amado. 
Una justicia separada del amor corre el peligro de ser inhumana o 
meramente formal, vacía. Se reduce a ser una simple reclamación de 
derechos, que se hacen coincidir, cada vez más, con los propios 
intereses, sin referencia alguna a los deberes correspondientes. Como 
recuerda Benedicto XVI, «es importante urgir una nueva reflexión sobre 
los deberes que los derechos presuponen, y sin los cuales estos se convierten en algo arbitrario»[83].
95.
 La naturaleza y sentido de la justicia se diluyen cuando se parte de 
una idea meramente legalista de la misma. Como si lo “justo” dependiera 
exclusivamente de lo que en cada momento decidiera la autoridad o la 
mayoría, y la legalidad de una acción fuera la única garantía de su 
justicia, sin relación alguna con la naturaleza de las cosas. De este 
modo la moralidad se reduciría a una simple “corrección política”, 
sometida, por principio, a presiones partidistas de muy corto alcance.
96.
 El amor conyugal y la institución matrimonial son realidades que no se 
pueden separar. Si faltara el amor verdadero en la relación de los que 
se casan, el discurrir de sus vidas no se desarrollaría en conformidad 
con su dignidad de personas. Y sin la garantía de la institución, la 
libertad con la que se entregan y relacionan no respondería a la verdad,
 porque faltaría el compromiso de fidelidad, condición absolutamente 
necesaria de la verdad de su amor. La institución matrimonial es algo 
tan necesario para el amor conyugal que este no puede darse sin aquella.
c) El matrimonio y la familia, elementos esenciales del bien común
97.
 «El orden justo de la sociedad y del Estado –recuerda Benedicto XVI– es
 una tarea principal de la política»[84]. Su promoción es 
responsabilidad de los gobiernos, cuyo servicio al bien común 
fundamenta la autoridad de que gozan[85]. Sobre todos y cada uno de los 
que formamos la sociedad recae, ciertamente, la responsabilidad de 
contribuir y velar por el bien común. Cada uno debe hacerlo según las 
posibilidades de que disponga[86]. Pero esa responsabilidad incumbe 
sobre todo, y en primer lugar, a quienes desempeñan las funciones de 
gobierno en la sociedad. De manera muy particular cuando se trata de los
 bienes sociales sobre los que se asienta la existencia y desarrollo de 
la sociedad.
98.
 El bien común se identifica, a veces, con el reparto de los bienes de 
consumo. Es lo que ocurre si se mide tan solo desde la perspectiva del 
“bienestar”, que se hace coincidir, sin más, con la posesión de esos 
bienes. La promoción del bien común consistiría en procurar la mayor 
cantidad posible de bienes de consumo para el mayor número de personas. 
El deseo es, sin duda, loable. Pero conlleva una visión tan pobre y 
corta de lo que es el verdadero bien común que, si no se corrige, 
terminará por anestesiar la conciencia moral de la sociedad. Porque se 
percibirán con dificultad valores tan fundamentales para la vida en 
sociedad como la generosidad solidaria, la honradez en las relaciones 
comerciales, etc.; y en el ámbito familiar, el respeto a la vida de todo
 ser humano, el derecho a la libertad de los padres a la educación de 
sus hijos, etc. En nombre del “bienestar” se buscarán razones para 
imponer unos procedimientos y modos de hacer que sustituyan a las 
personas, a las que, en cierta manera, se considera “menores de edad”.
99.
 Al verdadero bien común, en cambio, conduce el empeño por 
«comprometerse en la realización de un auténtico desarrollo humano 
integral inspirado en los valores de la caridad en la verdad»[87]. Sobre
 esta perspectiva, que hace posible percibir con suficiente claridad la 
enorme contribución de la familia al bien común de la sociedad, se 
asientan –aunque no solo sobre ella– las enseñanzas de la Iglesia sobre 
el matrimonio y la familia. «La Iglesia nos enseña a respetar y promover
 la maravillosa realidad del matrimonio indisoluble entre un hombre y 
una mujer, que es, además, el origen de la familia. Por eso, reconocer y
 ayudar a esta institución es uno de los mayores servicios que se pueden
 prestar hoy en día al bien común y al verdadero desarrollo de los 
hombres y de las sociedades, así como la mejor garantía para asegurar la
 dignidad, la igualdad y la verdadera libertad de la persona 
humana»[88].
— Promoción social del matrimonio y de la familia
100.
 El matrimonio y la familia son bienes tan básicos para la sociedad que,
 además de ser reconocidos formalmente, requieren la debida promoción 
social. Son instituciones que, por su misma naturaleza, estructuran y 
dan consistencia a las relaciones de los miembros de la sociedad; y esto
 no solo en momentos de crisis o desamparo, como son los tiempos 
actuales que nos ha tocado vivir. Con Benedicto XVI afirmamos que «las 
condiciones de la vida han cambiado mucho y con ellas se ha avanzado 
enormemente en ámbitos técnicos, sociales y culturales. No podemos 
contentarnos con estos progresos. Junto a ellos deben estar siempre los 
progresos morales, como la atención, protección y ayuda a la familia, ya
 que el amor generoso e indisoluble de un hombre y una mujer es el marco
 eficaz y el fundamento de la vida humana en su gestación, en su 
alumbramiento, en su crecimiento y en su término natural»[89].
101.
 Cuando la promoción del bien común está en juego, la acción política no
 ha de orientarse a discutir sobre propuestas ideológicas, subjetivas en
 gran medida e impuestas por pequeñas minorías sometidas a grupos de 
presión. Se ha de dirigir a reconocer los bienes objetivos y su 
repercusión real en la vida de los hombres. Porque no todas las 
instituciones, incluidas las que se fundamentan en la verdad, en la 
dignidad de las personas, aportan en el mismo grado bienes a la 
sociedad. Es necesario distinguir y discernir, en cada caso, la 
naturaleza y transcendencia del papel que desempeñan en la construcción 
real de la sociedad. Equivocarse en este aspecto provocaría también 
consecuencias sociales muy negativas en la vida de las personas[90].
102.
 El matrimonio, es decir, la alianza que se establece para siempre entre
 un solo hombre y una sola mujer, y que es ya el inicio de la familia, 
ayuda a que la sociedad reconozca, entre otros bienes, el de la vida 
humana por el simple hecho de serlo; la igualdad radical de la dignidad 
del hombre y de la mujer; la diferenciación sexual como bien y camino 
para el enriquecimiento y maduración de la personalidad, etc. Son todos 
bienes importantes e inciden decisivamente en la realización de las 
personas y en el bien de la sociedad. Ahora, sin embargo, queremos 
subrayar muy particularmente la contribución que la institución 
matrimonial aporta a la promoción de la dignidad de la mujer.
— Dignidad del hombre y de la mujer
103.
 Ya como institución natural, el matrimonio exige y comporta la igualdad
 entre los que se casan. Ni el varón es más que la mujer, ni esta es 
menos que aquel. Aunque diferentes, poseen, como personas, la misma 
dignidad. Una visión que tratara de eliminar esa diferenciación 
supondría, por eso mismo, la negación de la igualdad y haría coincidir 
la realización de la masculinidad o de la feminidad en una imitación del
 otro sexo, que se estimaría como superior. San Pablo no niega esa 
igualdad de la mujer con el marido, cuando hablando del matrimonio 
cristiano, dice que «las mujeres sean sumisas a sus maridos como al 
Señor; (…) como la Iglesia se somete a Cristo, así también las mujeres a
 sus maridos en todo» (Ef 5, 22.24). Estas palabras han de 
interpretarse acertadamente. Poco antes, en efecto, el Apóstol afirma 
que uno y otra, todos hemos de ser «sumisos unos a otros en el temor de 
Cristo» (Ef 5, 21). Y en otro lugar afirma que entre los 
«bautizados (…) no hay ya (…) hombre y mujer, porque todos vosotros sois
 uno en Cristo Jesús» (Gál 3, 27-28). Esta sumisión recíproca,
 de la mujer al marido y de este a la mujer, es propia del amor 
esponsal[91]; pertenece al amor entre Cristo y la Iglesia, del que el 
amor de los esposos es participación sacramental.
104.
 Proclamar la igual dignidad del hombre y de la mujer es una exigencia 
antropológica. Esa es también la enseñanza de la Iglesia. Ello, sin 
embargo, no conlleva la negación de que uno y otra sean diferentes. Al 
contrario, el reconocimiento de esa diferenciación es del todo 
necesario; es uno de los valores fundamentales de la salud de la 
sociedad; se percibe fácilmente si se tiene en cuenta que el respeto a 
la condición masculina o femenina es exigencia de la dignidad propia de 
cada sexo. Ser hombre o ser mujer es inseparable de la persona, como 
realidad viviente[92]. Por eso, entre otras cosas, se debe reconocer y 
fomentar el papel de la mujer en la sociedad, la riqueza del genio 
femenino en la configuración del tejido social[93]. Hoy hay que destacar
 también la defensa de la misión del hombre como esposo y padre dentro 
del matrimonio y la familia, ya que la influencia cultural ha 
propiciado, en amplias parcelas jurídicas, que se menoscaben los 
derechos de este. Hacer consistir la realización y perfección personal 
de la mujer en la reproducción mimética del modelo masculino conduciría a
 pérdidas irreparables para la mujer y para la sociedad. La dignidad de 
la mujer dependería de algo tan variable como la aceptación que su 
trabajo tuviera en el entorno social. Y la maternidad se concebiría como
 un obstáculo en la promoción de la mujer. De la misma forma, el 
oscurecimiento de la identidad propia del hombre como esposo o padre es 
también, además de injusto, perjudicial para el mismo bien de las 
familias y de la sociedad entera.
— La familia, escuela de humanidad
105.
 Otro de los grandes bienes que la familia aporta a la sociedad es la 
contribución a la formación de los ciudadanos en los valores esenciales 
de la libertad, la justicia y el amor. Son los pilares sobre los que se 
asienta el camino que conduce al bien común. En la familia se inicia y 
se desarrolla ese ideal educativo, que, al realizarse teniendo como 
referente la existencia de la familia como comunión de personas, ayuda 
sobremanera a valorar a los demás de acuerdo con su dignidad. Por eso, 
la familia es la primera escuela de socialización, el medio más adecuado
 para que la persona se inserte adecuadamente en el entramado de las 
relaciones sociales. En la familia se transmite parte importante de ese 
ingente conjunto de contenidos básicos de la vida que se denomina 
“tradición”[94], la riqueza de sabiduría que se nos ha entregado a modo 
de herencia preciosa y que solo desde una recepción agradecida puede 
comprenderse en la totalidad de su valor[95].
106.
 Hemos de afirmar con renovado vigor que la familia –como comunidad 
específica constituida por padre, madre e hijos– es un “capital social” 
de la mayor importancia, que requiere ser promovido política y 
culturalmente. Se responde así a una realidad incuestionable[96], a un 
derecho humano básico; y también al deseo de la sociedad, que, en su 
inmensa mayoría, valora acertadamente a la familia bien constituida como
 uno de los bienes fundamentales que se deben proteger. «La familia es 
una institución intermedia entre el individuo y la sociedad, y nada la 
puede suplir totalmente»[97].
d) Reconocer lo diferente es justicia, no discriminación
107.
 Porque el matrimonio y la familia son instituciones fundamentales en la
 promoción del bien común, el legislador ha de dictar leyes que 
favorezcan su existencia y desarrollo. Y eso exige, en primer lugar, que
 las disposiciones que se adopten no contribuyan a diluir la realidad. 
El lenguaje y la terminología no son inocentes. Cuando se refieren a 
realidades naturales encierran una significación que, si se cambia o 
amplía artificialmente, desnaturaliza la realidad significada por los 
términos que se emplean. Compete ciertamente al legislador, como garante
 de la convivencia social, regular las relaciones entre los ciudadanos. 
Pero forma parte de la justicia de esa regulación hacerlo sin desfigurar
 la verdad y la realidad. Realidades diferentes no pueden ser tratadas 
como si fueran iguales. Reconocer la diferencia no es discriminación, 
sino justicia. A distintas realidades, distintos bienes y distintos 
reconocimientos, distintos deberes y distintos derechos.
108.
 La cultura dominante en unos momentos determinados no puede llevar a 
una consideración del matrimonio y de la familia –motivada, quizás, por 
intereses ajenos a la promoción del bien común–, que desfigure la 
realidad sobre la que se legisla. Menos aún, si se trata de 
disposiciones que emanan de la autoridad, a impulsos de determinadas 
grupos de presión, cuyo interés parece estar fundado casi exclusivamente
 en la negación de lo diferente. Es lo que ha ocurrido en algunos 
países, en los que, con el pretexto de superar antiguas 
discriminaciones, se han dado disposiciones legales que reconocen como 
matrimonio formas de convivencia que nada tienen que ver con la realidad
 designada con ese nombre. Con todo, la equiparación al matrimonio de 
ese tipo de uniones se ha hecho compatible, en estos casos, con el 
reconocimiento del matrimonio como una institución bien definida y con 
características propias.
— La legislación española sobre el matrimonio
109.
 En cambio, en España, la legislación actualmente vigente ha ido aún más
 allá. La Ley de 1 de julio de 2005, que modifica el Código Civil en 
materia de derecho a contraer matrimonio, ha redefinido la figura 
jurídica del matrimonio. Este ha dejado de ser la institución del 
consorcio de vida en común entre un hombre y una mujer en orden a su 
mutuo perfeccionamiento y a la procreación y se ha convertido en la 
institución de la convivencia afectiva entre dos personas, con la 
posibilidad de ser disuelta unilateralmente por alguna de ellas, solo 
con que hayan transcurrido tres meses desde la formalización del 
contrato de “matrimonio” que dio inicio a la convivencia[98]. El 
matrimonio queda así transformado legalmente en la unión de dos 
ciudadanos cualesquiera para los que ahora se reserva en exclusiva el 
nombre de “cónyuges” o “consortes”[99]. De esa manera se establece una 
«insólita definición legal del matrimonio con exclusión de toda 
referencia a la diferencia entre el varón y la mujer»[100]. Es muy 
significativa al respecto la terminología del texto legal. Desaparecen 
los términos “marido” y “mujer”, “esposo” y “esposa”, “padre” y “madre”.
 De este modo, los españoles han perdido el derecho de ser reconocidos 
expresamente por la ley como “esposo” o “esposa” y han de inscribirse en
 el Registro Civil como “cónyuge A” o “cónyuge B”[101].
110.
 Lo que está en juego no es solo una cuestión de palabras. Es algo mucho
 más profundo. Se trata del intento de construir un modelo de sociedad 
en la que, mediante una supuesta “liberación” total, se establezca una presunta igualdad
 entre todos los ciudadanos que suprima todas las diferencias que se 
estiman “discriminatorias”; incluidas las que derivan de la condición 
dada y creatural de ser varón o mujer. Esta diferenciación, tildada de 
superestructura cultural biologicista o machista por la “ideología de 
género”, debería ser superada por medio de una nueva construcción. El 
ser humano se construiría a sí mismo voluntariamente a través de una o 
diversas “opciones sexuales” que elegiría a su arbitrio a lo largo de su
 vida, y a las que se debería reconocer la igualdad de derechos. En ese 
contexto y con esa finalidad se mueven también los Decretos sobre 
enseñanzas mínimas de la llamada “Educación para la Ciudadanía”[102].
111.
 No podemos dejar de afirmar con dolor, y también sin temor a incurrir 
en exageración alguna, que las leyes vigentes en España no reconocen ni 
protegen al matrimonio en su especificidad[103]. Asistimos a la 
destrucción del matrimonio por vía legal. Por lo que, convencidos de las
 consecuencias negativas que esa destrucción conlleva para el bien 
común, alzamos nuestra voz en pro del matrimonio y de su reconocimiento 
jurídico. Recordamos además que todos, desde el lugar que ocupamos en la
 sociedad, hemos de defender y promover el matrimonio y su adecuado 
tratamiento por las leyes.
— Responsabilidad de todos
112.
 Será necesario un buen conocimiento de las claves principales de la 
“ideología de género”, inspiradora en gran parte de la actual 
legislación española sobre el matrimonio. El conocimiento de su 
deformación del lenguaje permitirá reaccionar de modo justo. Pero sobre 
todo será necesario disponer de la formación adecuada acerca de la 
naturaleza del amor conyugal, del matrimonio y de la familia. Solo 
entonces será posible alimentar la convicción que permita empeñarse 
personalmente en favor de la regulación justa del matrimonio y de la 
familia en el ordenamiento jurídico. La familia, la parroquia, la 
escuela y los medios de comunicación están llamados a ocuparse de la 
formación en estos campos.
113.
 Renovamos también nuestra llamada a los políticos para que asuman su 
responsabilidad. La recta razón exige que, en esta materia tan decisiva,
 todos actúen de acuerdo con su conciencia, más allá de cualquier 
disciplina de partido. Nadie puede refrendar con su voto leyes como las 
vigentes, que dañan tan gravemente las estructuras básicas de la 
sociedad[104]. Los católicos, en particular, deben tener presente que, 
como servidores del bien común, han de ser también coherentes con su 
fe[105].
114.
 Cuando los católicos, por medio de sus propuestas legislativas, y el 
refrendo de su voto, procuran que las leyes sean acordes con la verdad 
del amor humano, no imponen nada a nadie. En modo alguno buscan imponer 
la propia fe en una sociedad en la que conviven diversos credos y 
convicciones variadas, como a veces se dice erróneamente o con ánimo de 
desacreditar esa actividad. Solo tratan de expresar de modo razonado sus
 propuestas. Si se oponen, también de modo respetuoso y pacífico, a 
otras propuestas, es porque las consideran lesivas para el bien común. Y
 lo hacen porque lo que proponen sobre el matrimonio y la familia es 
patrimonio común de la recta razón de la humanidad. No porque pertenezca
 a lo particular de la propia confesión religiosa. Es verdad, sin 
embargo, que, al contar con la ayuda de la luz de la fe, se encuentran 
en mejores condiciones para descubrir cuanto sobre la verdad del amor es
 capaz de conocer por sí misma la luz de la razón[106].
115.
 Los obispos animamos a todos, pero de manera especial a los fieles 
católicos, a participar en asociaciones que trabajan por la promoción de
 la vida matrimonial y familiar. Es motivo de alegría observar la 
vitalidad creciente del asociacionismo familiar en nuestro país. En los 
últimos tiempos se están protagonizando acontecimientos y dinámicas 
sociales de la máxima importancia gracias al estímulo que tales 
asociaciones proporcionan. Los poderes públicos harían bien en 
prestarles atención y en protegerlas. Es su obligación ayudar y atender a
 quienes promueven el bien común. En cambio, sería necesario distinguir 
bien el verdadero asociacionismo familiar de minoritarios grupos de 
presión a los que se debe, en no pequeña medida, la actual legislación 
contradictoria de la realidad del ser humano y dañina para el bien 
común.
6. Hacia una cultura del matrimonio y de la familia
116.
 A pesar de todas las dificultades, nuestra mirada no pierde la 
esperanza en la luz que brilla en el corazón humano como eco y presencia
 permanente del acto creador de Dios. Es más, se sabe iluminada por 
ella. De hecho, el asombro mayor que causa el amor es su maravillosa 
capacidad de comunicación. Cualquier hombre se siente afectado por él y 
desea que llene su intimidad[107], porque esa experiencia pertenece a su
 estructura original. Por eso, oír hablar del amor de un modo real y 
significativo engendra esperanza incluso en las personas desengañadas y 
dolidas en su corazón, en la medida en que pueden sentirse queridas de 
verdad[108].
117.
 De por sí, el amor tiende a comunicarse y a crecer, del mismo modo que 
lo propio de la luz es iluminar y expandirse. Es más, el amor cristiano 
no solo esparce un resplandor, sino, al mismo tiempo, un fuego poderoso 
que da calor humano a la persona sola y desprotegida. Es un amor que 
sabe generar vida, pues nace de la experiencia de una fecundidad sin 
parangón, la de un Padre que sacia a todos de bienes (cf. Sal 104, 28), y brota de la gracia de su Hijo Jesucristo, derrochada sobre nosotros, como dice el apóstol Pablo (cf. Ef 1, 8).
118.
 Por fidelidad a nuestra misión, nos corresponde a nosotros los 
cristianos hacer crecer este don inicial que Dios reparte a manos 
llenas. Con ello, la Iglesia actúa como madre que crea el lugar 
adecuado, un hogar para que la vida recibida pueda llegar a plenitud. 
Así llama a sus hijos: «quien quiera vivir, tiene en donde vivir, tiene 
de donde vivir. Que se acerque, que crea, que se deje incorporar para 
ser vivificado. No rehúya la compañía de los miembros»[109]. La 
esperanza contenida en el don del amor incondicionado de Cristo es para 
la Iglesia el impulso primero de su misión, que en estos momentos tiene 
una dimensión educativa de primera importancia en la hermosa tarea de 
enseñar a amar.
119.
 La Iglesia, para ello, sabe hacerse cercana. Es la proximidad acogedora
 la que permite trasmitir la confianza necesaria para abrir el corazón y
 recibir más plenamente ese Amor que alimenta y sostiene a la comunidad 
eclesial. Toda la Iglesia está empeñada en ello[110], y se han de 
emplear todos los medios para llegar al mayor número de personas. De 
aquí la importancia de las diversas instituciones y realidades 
eclesiales –en particular, de la parroquia– para hacer presente esta 
solicitud amorosa por parte de la Iglesia, tal como nos lo aconsejaba 
Benedicto XVI en Valencia: «En este sentido, es muy importante la labor 
de las parroquias, así como de las diversas asociaciones eclesiales, 
llamadas a colaborar como redes de apoyo y mano cercana de la Iglesia 
para el crecimiento de la familia en la fe»[111].
120. Ciertamente «las ayudas que se deben prestar a las familias son múltiples e
 importantes desde los ámbitos más variados: psicológico, médico, 
jurídico, moral, económico, etc. Para una acción eficaz en este campo se
 ha de contar con servicios específicos entre los cuales se 
destacan: Centros de Orientación Familiar, los Centros de formación en 
los métodos naturales de conocimiento de la fertilidad, los Institutos 
de ciencias y estudios sobre el matrimonio y la familia, Institutos de 
Bioética, etc.
121.
 Con esta finalidad se promoverá –principalmente en el ámbito diocesano–
 la creación de estos organismos, que, con la competencia necesaria y 
una clara inspiración cristiana, estén en disposición de ayudar con su 
asesoramiento a la prevención y solución de los problemas planteados en 
la pastoral familiar»[112].
a)  La educación afectivo-sexual
122.
 Una educación afectivo-sexual adecuada exige, en primer lugar, cuidar 
la formación de toda la comunidad cristiana en los fundamentos del 
evangelio del matrimonio y de la familia. Una buena formación es el 
mejor modo para responder a los problemas y cuestiones que pueda 
presentar cualquier ideología. Todos los cristianos responsables de su 
fe han de estar capacitados para «dar explicación a todo el que os pida 
una razón de vuestra esperanza» (1 Pe 3, 15). Para la consecución de ese objetivo puede prestar un gran servicio el Catecismo de la Iglesia Católica[113],
 además de otros documentos relevantes[114]. En cualquier caso, serán 
siempre necesarios planteamientos que busquen la formación integral. Ese
 es el marco adecuado para que la persona responda, como debe hacerlo, a
 su vocación al amor.
123.
 La familia es, sin duda, el lugar privilegiado para esa educación y 
formación. Se desarrollan allí las relaciones personales y afectivas más
 significativas, llamadas a transmitir los significados básicos de la 
sexualidad[115]. La familia es el sujeto primero e insustituible de la 
formación de sus miembros. Y por eso, aunque podrá y deberá ser ayudada 
desde las diferentes instancias educativas de la Iglesia y del Estado, 
nunca deberá ser sustituida o interferida en el derecho-deber que le 
asiste. Así lo recordaba ya, entre otros documentos, el Directorio de pastoral familiar[116].
 Pero se hace ahora más urgente si se advierte que las disposiciones 
legales al respecto permiten al Estado dirigir este ámbito de educación.
 Y no es pequeño el riesgo de sucumbir a las imposiciones de la ya 
referida ideología de “género”.
124.
 La educación afectivo-sexual, acorde con la dignidad del ser humano, no
 puede reducirse a una información biológica de la sexualidad humana. 
Tampoco debe consistir en unas orientaciones generales de 
comportamiento, a merced de las estadísticas del momento. Sobre la base 
de una “antropología adecuada”, como subrayaba el beato Juan Pablo 
II[117], la educación en esta materia debe consistir en la iluminación 
de las experiencias básicas que todo hombre vive y en las que encuentra 
el sentido de su existencia. Así se evitará el subjetivismo que conduce a
 nuestros jóvenes a juzgar sus actos tan solo por el sentimiento que 
despiertan, lo que les hace poco menos que incapaces para construir una 
vida en la solidez de las virtudes. Esa educación, que debe comenzar en 
la infancia, se ha de prolongar después en la pre-adolescencia; las 
instituciones educativas deben de velar por ella, siempre en estrecha 
colaboración con la ya dada por los padres en la familia.
125.
 Descubrir la verdad y significado del lenguaje del cuerpo permitirá 
saber identificar las expresiones del amor auténtico y distinguirlas de 
aquellas que lo falsean. Se estará en disposición de valorar debidamente
 el significado de la fecundidad, sin cuyo respeto no es posible asumir 
responsablemente la donación propia de la sexualidad en todo su valor 
personal. Se abre así a los jóvenes un camino de conocimiento de sí 
mismos, que, mediante la integración de las dimensiones implicadas en la
 sexualidad –la inclinación natural, las respuestas afectivas, la 
complementariedad psicológica y la decisión personal–, les llevará a 
apreciar el don maravilloso de la sexualidad y la exigencia moral de 
vivirlo en su integridad. Se comprende enseguida que una educación 
afectivo-sexual auténtica no es sino una educación en la virtud de la 
castidad[118].
126.
 Una educación de esta naturaleza requiere personas que, 
convenientemente preparadas, ayuden a formar a quienes de manera más 
directa e inmediata tengan a su cargo la función educativa. En todo 
caso, los padres católicos deberán estar atentos a que, en la ayuda que 
se proporcione se observe siempre la fidelidad al Magisterio, la 
comunión eclesial y las directrices de los pastores. La Subcomisión de 
Familia y Vida de la Conferencia Episcopal Española deberá preparar 
materiales y programas, con el fin de que puedan ser empleados en esta 
tarea educativa.
b) La preparación al matrimonio
127.
 Además de la educación afectivo-sexual[119], es necesario profundizar y
 renovar la preparación al matrimonio. Esta preparación, como nos 
recordaba el beato Juan Pablo II, «ha de ser vista y actuada como un 
proceso gradual y continuo», que la exhortación apostólica Familiaris consortio sistematiza en tres etapas: preparación remota, próxima e inmediata (n. 66).
128.
 Estas etapas están dependiendo, a su vez, de una iniciación cristiana 
lúcida que, inspirada en el catecumenado antiguo[120], promueva, con la 
gracia de Dios, sujetos cristianos capaces de vivir la vocación al amor 
como seguimiento de Cristo. Sin la renovación de la iniciación cristiana
 de niños, adolescentes, jóvenes y adultos, la preparación al matrimonio
 y la misma vida matrimonial se ve privada de la base sólida que la 
sustenta.
129.
 En nuestras diócesis de España se ha hecho un largo recorrido en la 
formación de agentes de pastoral prematrimonial y familiar. Contamos, 
gracias a Dios, con buenos programas para ayudar a los padres y 
educadores en la educación afectivo-sexual y en la preparación inmediata
 del matrimonio. Sin embargo, las carencias en este campo son también 
notables.
130.
 El descenso de la nupcialidad y el retraso cada vez mayor de la 
celebración del matrimonio (la edad media del primer matrimonio es de 
33,4 años en los varones y 31,2 años en las mujeres[121]) están 
exigiendo un replanteamiento a fondo de la pastoral prematrimonial. En 
este sentido se hace necesario acompañar y discernir la vocación al amor
 esponsal, y propiciar, contando con la pastoral juvenil, itinerarios de
 fe que den contenido cristiano al noviazgo. Estos itinerarios de fe 
deben ser pensados en clave de evangelización y desarrollados como un 
camino catecumenal[122] que proponga la totalidad de la vida cristiana 
desde la perspectiva de la vocación al amor. Así lo indica la Familiaris consortio, tanto para la preparación próxima como inmediata, que debe ser realizada «como un camino de fe, análogo al catecumenado»[123].
131. Este mismo propósito está recogido en el Directorio de la Pastoral Familiar de la Iglesia en España (2003), en el que al afrontar el tema de la preparación al matrimonio invitábamos a «programar a modo de “catecumenado” unos “itinerarios de fe”
 en los que, de manera gradual y progresiva, se acompañará a los que se 
preparan para el matrimonio. En ningún caso se pueden reducir a la 
transmisión de unas verdades, sino que debe consistir en una verdadera formación integral
 de las personas en un crecimiento humano, que comprende la maduración 
en las virtudes humanas, en la fe, la oración, la vida litúrgica, el 
compromiso eclesial y social, etc.»[124].
132.
 Conscientes de la importancia de este tema, los obispos exhortamos a 
los sacerdotes y a las familias a insistir en la renovación tanto de la 
iniciación cristiana como en el acompañamiento de la vocación al amor 
esponsal-matrimonial. Agradecemos los esfuerzos de cuantos agentes de la
 pastoral familiar, anclados en los contenidos de la antropología adecuada propuestos por el beato Juan Pablo II, han ido renovando la preparación al matrimonio[125].
— Nueva evangelización
133.
 La mejor respuesta a la “ideología de género” y a la actual crisis 
matrimonial es la “nueva evangelización”. Es necesario proponer a Cristo
 como camino para vivir y desarrollar la vocación al amor. Sin su 
gracia, sin la fuerza del Espíritu Santo, amar resulta una aventura 
imposible. Por eso necesitamos nuevos evangelizadores que testifiquen 
con su vida que para Dios no hay nada imposible. También en este campo 
pastoral se hace necesario «recuperar el fervor de los orígenes, la 
alegría del comienzo de la experiencia cristiana, haciéndose acompañar 
por Cristo como los “discípulos de Emaús” el día de Pascua, dejando que 
su palabra nos encienda el corazón, que el “pan partido” abra nuestros 
ojos a la contemplación de su rostro»[126].
134.
 Recogiendo estas claves es necesario insistir, sobre todo, en el 
acompañamiento del despertar a la vocación al amor, en la importancia de
 la elección del futuro cónyuge y en la programación de itinerarios 
prolongados en el tiempo que den contenido a la preparación próxima e 
inmediata al matrimonio.
c) Políticas familiares justas y adecuadas
135. La familia es una lámpara, cuya luz no puede quedarse en el ámbito privado (cf. Mt
 5, 15). Está llamada a brillar y ser motor de sociabilidad. Los poderes
 públicos han de dejar que la familia “sea lo que es”, y, por eso, «que 
sea reconocida en su identidad y aceptada en su naturaleza de sujeto 
social»[127]. Un reconocimiento que requiere necesariamente una política
 familiar estructurada y suficientemente dotada de recursos económicos. A
 ello aludía Benedicto XVI en su visita a Barcelona: «La Iglesia aboga 
por adecuadas medidas económicas y sociales para que la mujer encuentre 
en el hogar y en el trabajo su plena realización; para que el hombre y 
la mujer que contraen matrimonio y forman una familia sean decididamente
 apoyados por el Estado; para que se defienda la vida de los hijos como 
sagrada e inviolable desde el momento de su concepción; para que la 
natalidad sea dignificada, valorada y apoyada jurídica, social y 
legislativamente»[128].
136.
 Los obispos españoles, que ya hemos dado anteriormente directrices 
generales sobre la política familiar[129], insistimos de nuevo en la 
necesidad de que sea justa y adecuada, sobre todo en estos momentos. No 
solo porque la crisis económica que padecemos puede golpear más 
duramente a las familias. Es necesaria una política demográfica que 
favorezca el incremento de la natalidad[130]. Los hijos son una 
contribución decisiva para el desarrollo de la sociedad, que debe ser 
reconocido adecuadamente por el Estado. Las familias numerosas no pueden
 verse gravadas por falta de ayudas por parte de los poderes públicos. 
Sin un cambio notable en este ámbito, el “desierto demográfico” de 
nuestro país tendrá en breve tiempo consecuencias muy negativas para el 
sistema social y económico.
137.
 Es imprescindible impulsar políticas familiares adecuadas que permitan a
 las familias disponer de la autonomía económica suficiente para poder 
desarrollarse, sobre todo, si tenemos en cuenta la situación de 
precariedad en que se encuentra un número considerable de familias, a 
veces con todos sus miembros en paro, o las ilusiones de tantos jóvenes 
por formar una familia, truncadas por carecer de los recursos mínimos o 
haber perdido la oportunidad de conseguir la debida independencia 
económica. Estas carencias afectan especialmente a los emigrantes, 
muchos de los cuales han tenido que romper la convivencia familiar, y a 
los que habría que favorecer con las medidas legales pertinentes para 
poder conseguir la ansiada reunión de la familia.
138.
 La familia se encuentra muy sola en el momento de atender a aquellos de
 sus miembros que pasan esas y otras dificultades. La Iglesia, en la 
medida de sus posibilidades, renueva su empeño en acompañar a la familia
 en esas situaciones. A la vez alza de nuevo su voz con el fin de que 
toda la sociedad contribuya a ofrecerle la ayuda que se le debe prestar.
 Corresponde sobre todo a los gobernantes presentar una política 
articulada que sea el motor de recuperación de la economía familiar. Es 
el “capital social” primero para cualquier sociedad. No atender el reto 
que supone este desafío sería una irresponsabilidad de graves 
consecuencias para toda la sociedad.
d)  Construir la “casa” y la ciudad
139.
 La Iglesia, «experta en humanidad», protege y defiende la formación de 
la familia con la seguridad de que, al hacerlo, contribuye al bien de 
las personas y de la sociedad. Construir una “casa” en la que cada uno 
de sus miembros se sienta querido por sí mismo y disponga del ambiente 
adecuado para crecer como persona es una tarea social por excelencia. De
 manera particular en una sociedad cada vez más individualista, en la 
que la consideración de las personas viene a medirse por el beneficio 
que reportan, no por lo que son, sino por lo que tienen. No es extraño, 
por eso, que con frecuencia nos encontremos con personas que se sienten 
solas, como aisladas, a pesar de estar rodeadas de otras muchas y 
contando con innumerables medios técnicos. Nada, fuera de las relaciones
 interpersonales auténticas, es capaz de dar respuesta a los anhelos 
profundos del corazón humano[131], en definitiva, a la vocación al amor.
140.
 La construcción de esa “casa” auténticamente humana, es decir, de la 
familia en la que las relaciones entre todos sus miembros se miden por 
la ley de la gratuidad, tiene necesidad de abrirse a una trascendencia 
que dé acceso al sentido más profundo de comunión[132]. No basta con la 
“buena voluntad” de los que la forman. Tampoco es suficiente, de suyo, 
la determinación de unas convenciones o pactos meramente humanos. Es 
necesario, además, que unos y otras estén abiertos –al menos, que no se 
opongan– a una instancia superior, a una transcendencia que les da 
sentido. Así lo constatan el sentir universal y la historia de los 
pueblos y culturas. Eso mismo estaba detrás de las palabras de Benedicto
 XVI cuando citaba a Gaudí: «Un templo (es) la única cosa digna de 
representar el sentir de un pueblo, ya que la religión es la cosa más 
elevada en el hombre»[133].
141.
 Una expresión privilegiada de la caridad es enseñar a tratar a las 
personas como dones de Dios. Ayudar a descubrir la razón de su mayor 
dignidad: ser hijos de Dios[134]. De ese cometido, en el que la familia 
cristiana tiene una responsabilidad particular y propia, forma parte la 
educación en la fe. Pero será verdadera si crea las convicciones y 
virtudes que llevan a vivir la caridad. Así es como la familia, que es 
la “casa” de los que allí viven, será también el “templo” para ellos y 
para los demás: «Los pobres siempre han de encontrar acogida en el 
templo, que es la caridad cristiana»[135]. Recibir el compromiso del 
amor de Dios no separa de la sociedad de los hombres. Da “una razón para
 vivir”: un amor que, siendo mayor que nosotros mismos, nos salva. Lleva
 a enriquecer las relaciones humanas.
Conclusión: La misión y el testimonio del matrimonio y de la familia
142.
 La Iglesia, el «pueblo de la vida»[136], anuncia y promueve el 
verdadero amor humano y el bien de la vida, unos dones que, recibidos de
 Dios, son llevados a su plenitud en Cristo Jesús. No puede dejar de 
hacerlo, porque anunciar ese evangelio está en el centro de la misión 
que el Señor le ha confiado. Es una tarea, que, aunque con 
responsabilidades diversas, compete a todos cuantos forman parte de la 
Iglesia. Nadie en la comunidad eclesial puede “pasar” y desentenderse. 
Todos hemos recibido una vocación al amor. Todos estamos llamados a ser 
testigos de un Amor nuevo, el fermento de una cultura renovada. Aunque 
pronunciadas en otro contexto, cabe citar también aquí las palabras que 
dirigía Benedicto XVI a los jóvenes en Madrid con ocasión de la Jornada 
Mundial de la Juventud: «Comunicad a los demás la alegría de vuestra fe.
 El mundo necesita el testimonio de vuestra fe, necesita ciertamente a 
Dios»[137]. Si bien realizar este anuncio no es un derecho y un deber 
que pertenece solo a los cristianos. El amor y la vida humanos son 
bienes básicos y comunes a la entera humanidad.
143.
 El anuncio del evangelio de la verdad del amor humano y de la vida ha 
de ser permanente y realizarse de los modos más variados. Con denuncias,
 si las situaciones lo reclaman, como las que ahora nos ocupan. 
Proponer, como se debe, el mensaje que se proclama, requiere ser 
consciente de las cuestiones y circunstancias en que se plantean. Pero 
el anuncio deberá consistir, sobre todo, en la proclamación positiva de 
la verdad y del bien que comportan para cada persona y para la sociedad.
 Se trata, en consecuencia, de anunciar la buena noticia del matrimonio y
 la familia como un bien para toda la humanidad. «Cristo necesita 
familias para recordar al mundo la dignidad del amor humano y la belleza
 de la vida familiar»[138].
144.
 Al anunciar, una vez más, la verdad del amor humano y de la vida, los 
obispos españoles queremos manifestar nuestra profunda estima por 
cuantos, creyentes o no, trabajan incansablemente por difundir esa 
verdad. Damos gracias a Dios y alentamos a tantas y tantas familias 
cristianas que, gozosas y con ejemplar fidelidad, mantienen vivo el amor
 que las une y hace de ellas verdaderas “iglesias domésticas”[139]. Nos 
sentimos sinceramente cercanos a los hombres y mujeres que ven rotos sus
 matrimonios, traicionado su amor, truncada su esperanza de una vida 
matrimonial serena y feliz, o sufren violencia de parte de quien 
deberían recibir solo ayuda, respeto y amor. Acompañamos con nuestro 
afecto y nuestra oración a las familias que en estos momentos sufren la 
crisis que padecemos y nos comprometemos a redoblar nuestro esfuerzo por
 prestarles toda la ayuda posible. Animamos, finalmente, a los jóvenes 
que se disponen con alegría a seguir su vocación a la vida matrimonial a
 poner su esperanza en el Dios del amor y de la vida, seguros de que 
podrán contar en sus vidas con su gracia y su continua presencia.
145.
 A la Virgen María, Madre del Amor Hermoso, encomendamos a las familias,
 y por su intercesión esperamos alcanzar de su Hijo el vino nuevo que 
nos capacite para amar.
Madrid, 26 de abril de 2012
[1] Cf. Constitución pastoral Gaudium et spes, nn. 47-52.
[2] Constitución dogmática Lumen gentium, n. 41.
[3]
 Una buena noticia es que el Consejo de Europa ha aprobado, el pasado 25
 de enero de 2012, una Resolución (1859) en la que se dictamina que «la 
eutanasia, en el sentido de la muerte intencional, por acción u omisión,
 de un ser humano en función de su presunto beneficio, debe ser 
prohibida siempre» y especifica que «en caso de duda, la decisión 
siempre debe ser pro-vida y a favor de la prolongación de la vida».
[4] Al menos hay que hacer mención de: Ley Orgánica 2/2010, de 3 de marzo, de salud sexual y reproductiva y de la interrupción voluntaria del embarazo; Ley Orgánica 3/2007 de 22 de marzo, para la igualdad efectiva de mujeres y hombres; Ley 3/2007, de 15 de marzo, reguladora de la rectificación registral de la mención relativa al sexo de las personas llamada ley de identidad de género; Ley 13/2005 de 1 de Julio por la que se modifica el Código Civil en materia de derecho a contraer matrimonio, según
 la cual el matrimonio deja de ser la unión de un hombre y una mujer 
para reconocer el “derecho” a contraer matrimonio civil a personas del 
mismo sexo; Ley 15/2005, de 8 de julio, por la que se modifican el 
Código Civil y la Ley de Enjuiciamiento Civil en materia de separación y
 divorcio, conocida como ley del “divorcio exprés”, y la iniciativa
 del Congreso de Diputados para dispensación gratuita de la píldora 
postcoital. A todo ello hay que añadir las disposiciones educativas 
sobre esta materia.
[5] Cf. Benedicto XVI, carta encíclica Deus caritas est (25.XII.2005), n. 1.
[6] Ibídem, n. 10.
[7] Benedicto XVI, Discurso al Pontificio Instituto Juan Pablo II para estudios sobre el matrimonio y la familia (11. V. 2006).
[8] Cf. San Agustín, Confesiones, 10, 20. 29.
[9] Juan Pablo II, exhortación apostólica Familiaris consortio (22.XI.1981), n. 11. Cf. Gaudium et spes,
 n. 24: «(…) el hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado 
por sí misma, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la 
entrega sincera de sí misma».
[10] Cf. Juan Pablo II, encíclica Veritatis splendor (6.VIII.1993), nn. 42-45; encíclica Fides et ratio (14.IX.1998), nn. 24-35.
[11] Cf. Concilio Vaticano II, Gaudium et spes,
 n. 22: «En realidad, el misterio del hombre se esclarece en el misterio
 del Verbo encarnado». Eso quiere decir que la cristología es el camino 
adecuado para hacer una auténtica teología del hombre como imagen de 
Dios; cf. Juan Pablo II, encíclica Redemptor hominis (4.III.1979), nn. 7 y 9; Juan Pablo II, encíclica Evangelium vitae (25. III. 1995), n. 8.
[12] Cf. Juan Pablo II, encíclica Evangelium vitae, nn. 2 y 29.
[13] Concilio Vaticano II, constitución Dei Verbum, n. 6.
[14] Benedicto XVI, Deus caritas est, n. 17.
[15] Cf. Juan Pablo II, Alocución (9.I.1980).
[16] Catecismo de la Iglesia Católica,
 n. 365. «La unidad del cuerpo y el alma –dice el texto completo del n. 
citado del CCE– es tan profunda que se debe considerar al alma como la 
“forma” del cuerpo: es decir, gracias al alma espiritual, la materia que
 integra el cuerpo es un cuerpo humano y viviente; en el hombre, el 
espíritu y la materia no son dos naturalezas unidas, sino que su unión 
constituye una única naturaleza».
[17] Cf. Juan Pablo II, Familiaris consortio, n. 11.
[18]
 La sexualidad humana, entonces, es esencialmente diferente de la 
sexualidad animal ya que –gracias al alma como forma substancial del 
cuerpo– a la vez que sensitiva es racional por participación. En el ser 
humano todas las dimensiones y funciones orgánicas están incorporadas a 
su unidad total. Todo en él es humano. En el nivel que ahora 
consideramos –el del ser– nada hay en el hombre que, siendo de él, se 
pueda considerar infrahumano, especialmente –si se puede hablar así– en 
la sexualidad, una dimensión que más que ninguna otra es intrínsecamente
 corpóreo-espiritual. Por eso, es del todo inadecuado considerar la 
sexualidad humana como asimilable a la sexualidad animal o como 
dimensión separable de la espiritualidad. No se puede ver en la conducta
 sexual humana tan solo el resultado de unos estímulos fisiológicos y 
biológicos. Cf. Juan Pablo II, Veritatis splendor, nn. 48 y 50.
[19] Pontificio Consejo para la Familia, Sexualidad humana: verdad y significado (8.XII.1995), nn. 3, 10.
[20] Cf. Pontificio Consejo para la Familia, Sexualidad humana: verdad y significado, n. 11.
[21] Juan Pablo II, Alocución (16.I.1980), n. 1.
[22] Juan Pablo II, Alocución (9.I.1980), n. 2.
[23] Juan Pablo II, Alocución (14.XI.1979), citada por Benedicto XVI, Discurso en el Encuentro con las familias en Valencia (8.VII.2006).
[24] Cf. Juan Pablo II, Alocución (14.XI.1979), n. 2.
[25] Cf. Congregación para la Educación Católica, Orientaciones educativas sobre el amor humano (1.XI.1983), n. 4.
 En esa comunión interpersonal hunde sus raíces el matrimonio instituido
 por Dios desde los orígenes: cf. Juan Pablo II, carta a las familias Gratissimam sane (2.II.1994), n. 8; Juan Pablo II, carta Mulieris dignitatem (15.VIII.1988), n. 6.
[26] Cf. Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, n. 24.
[27] Juan Pablo II, Familiaris consortio, n. 11.
[28] Benedicto XVI, Deus caritas est, n. 2.
[29] Cf. Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, n. 49; Pablo VI, encíclica Humanae vitae (25.VII.1968), n. 9.
[30] Juan Pablo II, Familiaris consortio, n. 19. Cf. CIC, c. 1057 § 2.
[31] Cf. Juan Pablo II, Familiaris consortio, n. 19.
[32] Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, n. 48.
[33] Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, n. 17.
[34] Cf. Ef 5, 28: «El que ama a su mujer se ama a sí mismo».
[35] Cf. Juan Pablo II, Gratissimam sane, nn. 11-12.
[36] Benedicto XVI, Homilía en la vigilia de oración a los jóvenes en Cuatro Vientos (20.VIII.2011).
[37] Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, n. 49.
[38] Al respecto la Conferencia Episcopal Española (cf. La familia...,
 nn. 63-64) llama la atención sobre la profunda «diferencia de este amor
 respecto de aquellos modos de relación que no alcanzan la verdad de 
esta entrega»: entre esas formas se señalan «las parejas de hecho», «las
 relaciones prematrimoniales», etc.
[39] Pablo VI, Humanae vitae, n. 9. Cf. Catequesis de Juan Pablo II en las audiencias generales de los miércoles (11.VII.1984 - 28.XI.1984).
[40] Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, n. 49.
[41] Juan Pablo II, Familiaris consortio, n. 11.
[42] Cf. Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, n. 49; Pablo VI, Humanae vitae,
 n. 12: «La inseparable conexión que Dios ha querido, y que el hombre no
 puede romper por propia iniciativa, entre los dos significados del acto
 conyugal: el significado unitivo y el significado procreador».
[43] Conferencia Episcopal Española, instrucción pastoral La familia, santuario de la vida y esperanza de la sociedad (2001), n. 61.
[44] Juan Pablo II, Familiaris consortio, n. 29.
[45] Cf. Juan Pablo II, Gratissimam sane, n. 19.
[46] Juan Pablo II, Familiaris consortio, n. 19.
[47] Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, n. 48; cf. Lumen gentium, n. 57.
[48] Juan Pablo II, Familiaris consortio, n. 13.
[49] Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, n. 48.
[50] Cf. Conferencia Episcopal Española, La familia, santuario de la vida y esperanza de la sociedad, nn. 53-54.
[51] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1606.
[52] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1608.
[53] Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, n. 49; cf. Juan Pablo II, Familiaris consortio, n. 13.
[54] Cf. Conferencia Episcopal Española, La familia, santuario de la vida y esperanza de la sociedad, n. 16.
[55] Cf. Ibíd., n. 31.
[56] Sobre la que llamamos la atención en: Conferencia Episcopal Española, La familia, santuario de la vida y esperanza de la sociedad, nn. 33-34; Conferencia Episcopal Española, Directorio de la Pastoral Familiar de la Iglesia en España, n. 11.
[57] Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta sobre la colaboración del hombre y la mujer en la Iglesia y en el mundo (31.VII.2004), n. 2: «La diferencia corpórea, llamada sexo, se minimiza, mientras la dimensión estrictamente cultural, llamada género, queda subrayada al máximo y considerada primaria».
[58] Cf. Juan Pablo II, Evangelium vitae, n. 12.
[59] Cf. Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal Española, Nueva declaración sobre la Ley Orgánica de Educación (LOE) y sus desarrollos: profesores de Religión y “Ciudadanía” (20.VI.2007).
[60] Cf. Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal Española, Declaración sobre el anteproyecto de “Ley del aborto”: atentar contra la vida de los que van a nacer, convertido en “derecho” (17.VI.2009).
[61] Cf. Gaudium et spes, n. 51.
[62]
 Sentencia del Tribunal de Justicia (Gran Sala) de 18 de octubre de 
2011. En el mismo sentido, es también una buena noticia que la Asamblea 
Parlamentaria del Consejo de Europa, en su sesión del 25 de enero de 
2012, aprobara la resolución 1859 (2012) con el título de: “Proteger los derechos y la dignidad humana en consideración a los deseos previamente expresados por los pacientes”.
 De acuerdo con esta resolución «la eutanasia, en el sentido de la 
muerte intencional, por acción u omisión, de un ser humano en función de
 su presunto beneficio, debe ser prohibida siempre». Esta decisión 
ratifica otras previas del mismo Consejo, como la del 25 de abril de 
2005. De esta forma se mantiene vigente la Recomendación 1418, que 
defiende que la eutanasia contraviene la Convención Europea de los 
Derechos Humanos.
[63]
 Además se incluye en el mismo contexto a los embriones procedentes de 
trasplante nuclear (una técnica que está autorizada en España por la Ley
 de Reproducción Asistida de 2006) y los óvulos no fecundados 
estimulados para dividirse y desarrollarse por partenogénesis.
[64] Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Consideraciones acerca de los proyectos de reconocimiento legal de las uniones entre personas homosexuales. Cf. Consejo Pontificio para la Familia, Carta de los derechos de la familia (22.X.1983).
[65] Cf. Conferencia Episcopal Española, La escuela católica, oferta de la Iglesia en España para la educación en el siglo XXI (27.IV.2007).
[66] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 2357-2359.
[67]
 La particular inclinación de la persona con atracción sexual hacia el 
mismo sexo, «aunque en sí no sea pecado, constituye sin embargo una 
tendencia, más o menos fuerte, hacia un comportamiento intrínsecamente 
malo desde el punto de vista moral. Por este motivo la inclinación misma
 debe ser considerada como objetivamente desordenada»: Congregación para
 la Doctrina de la Fe, Carta sobre la atención pastoral a las personas homosexuales (1.X.1986), n. 3.
[68]
 Los actos sexuales entre personas del mismo sexo «“son intrínsecamente 
desordenados”. Son contrarios a la ley natural. Cierran el acto sexual 
al don de la vida. No proceden de una verdadera complementariedad 
afectiva y sexual. No pueden recibir aprobación en ningún caso»: Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2357; Cf. Juan Pablo II, Veritatis splendor, n. 49.
[69] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1735, 1749-1756, 1860.
[70] Catecismo de la Iglesia Católica,
 n. 2358; «La “tendencia sexual” no constituye una cualidad comparable 
con la raza, el origen étnico, etc., respecto a la no discriminación. A 
diferencia de esas cualidades, la tendencia homosexual es un desorden 
objetivo (cf. Carta, n. 3) y conlleva una cuestión moral»: Congregación para la Doctrina de la Fe, Algunas consideraciones concernientes a la Respuesta a propuestas de ley sobre la no discriminación de las personas homosexuales (23.VII. 1992), n. 10; cf. ibíd., nn. 11-16.
[71] Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración Persona humana (29.XII.1975), n. 8. 
[72] Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta sobre la atención pastoral a las personas homosexuales, n.
 17. – «Muchos casos, especialmente si la práctica de actos homosexuales
 no se ha enraizado, pueden ser resueltos positivamente con una terapia 
apropiada»: Pontificio Consejo para la Familia. Sexualidad humana: verdad y significado,
 n. 104; «Los padres, por su parte, cuando advierten en sus hijos, en 
edad infantil o en la adolescencia, alguna manifestación de dicha 
tendencia o de tales comportamientos, deben buscar la ayuda de personas 
expertas y cualificadas para proporcionarles todo el apoyo posible»: ibíd.
[73] Juan Pablo II, Familiaris consortio, n. 11.
[74] Benedicto XVI, Discurso de apertura de la Asamblea eclesial de la diócesis de Roma (6.VI. 2005).
[75] Benedicto XVI, Discurso
 con ocasión del XXV aniversario de la fundación del Pontificio 
Instituto Juan Pablo II para los Estudios sobre el Matrimonio y la 
Familia (11.V.2006).
[76] Benedicto XVI, ibíd.
[77] Benedicto XVI, ibíd.
[78] Benedicto XVI, Caritas in veritate, n. 2.
[79] Cf. Conferencia Episcopal Española, Instrucción Pastoral Teología y secularización en España. A los cuarenta años de la clausura del Concilio Vaticano II (30.III.2006), n. 63. Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Nota sobre la banalización de la sexualidad a propósito de algunas lecturas de “Luz del mundo”, (22.XII.2010).
[80] Cf. Juan Pablo II, Veritatis splendor (6.VIII.1993), nn. 74-75.
[81] Conferencia Episcopal Española, Orientaciones morales ante la situación actual de España (23.XI.2006), n. 52.
[82] Cf. Benedicto XVI, Deus caritas est, nn. 26-29.
[83] Benedicto XVI, Caritas in veritate, n. 43.
[84] Benedicto XVI, Deus caritas est, n. 28.
[85] Cf. Benedicto XVI, Caritas in veritate., n. 36: «Debe estar ordenada a la consecución del bien común, que es responsabilidad sobre todo de la comunidad política».
[86] Cf. Juan Pablo II, Christifideles laici (30.XII.1988), n. 42.
[87] Benedicto XVI, Caritas in veritate, n. 67.
[88] Benedicto XVI, Homilía en el Encuentro con las familias en Valencia (9.VII.2006).
[89] Benedicto XVI, Homilía en la consagración del templo expiatorio de la Sagrada Familia (7.XI. 2010).
[90] Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Consideraciones acerca de los proyectos de reconocimiento legal de las uniones entre personas homosexuales,
 n. 9: «Dado que las parejas matrimoniales cumplen el papel de 
garantizar el orden de la procreación y son por lo tanto de eminente 
interés público, el derecho civil les confiere un reconocimiento 
institucional. Las uniones homosexuales, por el contrario, no exigen una
 específica atención por parte del ordenamiento jurídico, porque no 
cumplen dicho papel para el bien común».
[91] Cf. Juan Pablo II, Mulieris dignitatem, n. 24.
[92] Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta sobre la colaboración del hombre y la mujer en la Iglesia y en el mundo, n. 5: «El objetivo es, en efecto, permitir que la vida de Adán no
 se convierta en un enfrentarse estéril, y al cabo mortal, solamente 
consigo mismo. Es necesario que entre en relación con otro ser que se 
halle a su nivel. Solamente la mujer, creada de su misma «carne» y 
envuelta por su mismo misterio, ofrece a la vida del hombre un porvenir.
 Esto se verifica a nivel ontológico, en el sentido de que la creación 
de la mujer por parte de Dios caracteriza a la humanidad como realidad 
relacional».
[93] Cf. Juan Pablo II, Familiaris consortio, n. 23; Juan Pablo II, Mulieris dignitatem,
 n. 22: «No se puede lograr una hermenéutica del hombre, es decir, de lo
 que es “humano”, sin una adecuada referencia a lo que es “femenino”».
[94] Así lo recordó Benedicto XVI, Homilía en el Encuentro con las familias en Valencia: «La familia se nos muestra así como una comunidad de generaciones y garante de un patrimonio de tradiciones».
[95] Cf. Juan Pablo II, Gratissimam sane, n. 15.
[96] Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta sobre la colaboración del hombre y la mujer en la Iglesia y en el mundo, n. 5.
[97] Benedicto XVI, Discurso en el Encuentro con las familias en Valencia.
[98]
 Este modo de rescisión del nuevo “matrimonio” es el llamado “divorcio 
exprés”, regulado por la Ley 15/2005, de 8 de julio, por la que se 
modifican el Código Civil y la Ley de Enjuiciamiento Civil en materia de
 separación y divorcio.
[99] Así se explica en la Exposición de motivos II, de la Ley 13/2005 de 1 de julio por la que se modifica el Código Civil en materia de derecho a contraer matrimonio:
 «Las referencias al marido y a la mujer se han sustituido por la 
mención a los cónyuges o a los consortes. En virtud de la nueva 
redacción del artículo 44 del Código Civil, la acepción jurídica de 
cónyuge o de consorte será la de persona casada con otra, con 
independencia de que ambas sean del mismo o de distinto sexo».
[100] Conferencia Episcopal Española, Orientaciones morales ante la situación actual de España, n. 18.
[101]
 Todo ello significa que la educación de los niños y jóvenes como 
posibles futuros “esposos” o “esposas” tampoco está ya expresamente 
protegida por la ley, que ha sido expurgada deliberadamente de estos 
términos.
[102] Cf. Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal Española, Nueva declaración sobre la Ley Orgánica de Educación (LOE) y sus desarrollos: profesores de Religión y “Ciudadanía”. 
[103] Cf. Conferencia Episcopal Española, Orientaciones morales ante la situación actual de España, n. 41.
[104]
 Resulta digno de reflexión que leyes de tanta trascendencia como las 
mencionadas más arriba, capaces de redefinir la institución del 
matrimonio y de expulsarlo de nuestro sistema jurídico, hayan podido 
pasar con el voto en contra del Senado, por una mínima diferencia de 
votos en el Congreso y con el parecer contrario o crítico de relevantes 
instituciones del Estado. ¿Es menos importante la institución del 
matrimonio que determinados aspectos del ordenamiento constitucional 
para cuya modificación se exige –con razón– un consenso político y 
social cualificado?
[105] Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y a la conducta de los católicos en la vida pública (24.XI.2002),
 n. 4: «La conciencia cristiana bien formada no permite a nadie 
favorecer con el propio voto la realización de un programa político o la
 aprobación de una ley particular que contengan propuestas alternativas o
 contrarias a los contenidos fundamentales de la fe y la moral (...). 
Deben ser salvaguardadas la tutela y la promoción de la familia, fundada
 en el matrimonio monogámico entre personas de sexo opuesto y protegida 
en su unidad y estabilidad, frente a leyes modernas sobre el divorcio. A
 la familia no pueden ser jurídicamente equiparadas otras formas de 
convivencia, ni éstas pueden recibir, en cuanto tales, reconocimiento 
legal». La actual legislación sobre el matrimonio vigente en España va 
aún más allá de los supuestos contemplados por la Congregación.
[106] Cf. Benedicto XVI, Caritas in veritate,
 n. 30: «Las exigencias del amor no contradicen las de la razón. El 
saber humano es insuficiente y las conclusiones de las ciencias no 
podrán indicar por sí solas la vía hacia el desarrollo integral del 
hombre. Siempre hay que lanzarse más allá: lo exige la caridad en la 
verdad. Pero ir más allá nunca significa prescindir de las conclusiones 
de la razón, ni contradecir sus resultados. No existe la inteligencia y 
después el amor: existe el amor rico en inteligencia y la inteligencia llena de amor». Esta frase fue citada por Benedicto XVI, Discurso en el encuentro con jóvenes profesores en el Escorial (19.VIII.2011).
[107] Cf. Benedicto XVI, Deus caritas est, n. 4.
[108] Cf. Benedicto XVI, Spe salvi, n. 3.
[109] San Agustín, In Iohannis Evangelium Tractatus, 26, 13 (CCL 36, 266) [citado en Juan Pablo II, Veritatis splendor, n. 119].
[110] Cf. Juan Pablo II, Familiaris consortio, nn. 70-76.
[111] Benedicto XVI, Discurso en la Vigilia del Encuentro mundial de las familias (8.VII.2006).
[112] Conferencia Episcopal Española, Directorio de la Pastoral Familiar de la Iglesia en España, n. 275.
[113] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 2331-2400.
[114] Al menos: Pontifico Consejo Justicia y Paz, Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia y Pontificio Consejo de la Familia, Lexicón. Términos ambiguos y discutidos sobre familia, vida y cuestiones éticas (2004).
[115] Cf. Conferencia Episcopal Española, Directorio de la Pastoral Familiar de la Iglesia en España, nn. 70 y 91.
[116] Cf. ibíd., n. 93: «Como complemento y ayuda a la tarea de los padres, es absolutamente necesario que todos los colegios católicos preparen un programa de educación afectivo-sexual, a
 partir de métodos suficientemente comprobados y con la supervisión del 
obispo. La delegación diocesana de Pastoral Familiar debe preparar 
personas expertas en este campo».
[117] Cf. Juan Pablo II, Catequesis (2.IV.1980), nn. 3-6.
[118] Cf. Juan Pablo II, Familiaris consortio,
 n. 37: habla de la castidad «como virtud que desarrolla la auténtica 
madurez de la persona y la hace capaz de respetar y promover el 
“significado esponsal” del cuerpo»; cf. Congregación para la Educación 
Católica, Orientaciones educativas sobre el amor humano, nn. 90-93.
[119] Cf. Pontificio Consejo para la Familia, Sexualidad humana: verdad y significado. Congregación para la Educación Católica, Orientaciones educativas sobre el amor humano. Pautas de educación sexual.
[120] Cf. Concilio Vaticano II, Sacrosanctum Concilium, n. 64.
[121] Instituto Nacional de Estadística (INE), Nota de prensa, 18.I.2012 [13.03.2012]. Disponible en la web: http://www.ine.es/prensa/np697.pdf
[122] Cf. Juan Pablo II, Familiaris consortio, n. 66.
[123] Juan Pablo II, ibíd.
[124] Cf. LXXXI Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Española, Directorio de la Pastoral Familiar de la Iglesia en España, n. 109.
[125] Cf. Juan Pablo II, Catequesis sobre el amor humano (1979-84).
[126] Benedicto XVI, Discurso en el encuentro con los obispos de Portugal en el salón de conferencias de la Casa Nuestra Señora del Carmen (Fátima, 13.V.2010).
[127] Juan Pablo II, Gratissimam sane, n, 17.
[128] Benedicto XVI, Homilía en la consagración del templo expiatorio de la Sagrada Familia (7.XI. 2010).
[129] Cf. Conferencia Episcopal Española, La familia, santuario de la vida y esperanza de la sociedad, nn. 147-164.
[130] Cf. Benedicto XVI, Caritas in veritate, n. 44.
[131] Cf. Benedicto XVI, Spe salvi, n. 37.
[132]Cf. Benedicto XVI, Caritas in veritate, n. 11: «Este desarrollo exige, además, una visión trascendente de la persona, necesita a Dios».
[133] Benedicto XVI, Homilía en la consagración del templo expiatorio de la Sagrada Familia.
[134] Cf. Benedicto XVI, Caritas in veritate, n. 75.
[135] Benedicto XVI, Ángelus ante el templo expiatorio de la Sagrada Familia (7.XI.2010).
[136] Cf. Juan Pablo II, Evangelium vitae, nn. 78-79.
[137] Benedicto XVI, Homilía en la Misa de la Jornada Mundial de la Juventud en Cuatro Vientos (21. VIII.2011).
[138] Benedicto XVI, Discurso en la vigila de Hyde Park (18.IX.2010).
[139] Cf. Concilio Vaticano II, Lumen gentium, 11 y Apostolicam actuositatem, 11.