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segunda-feira, 25 de novembro de 2013

Don y gratuidad en el pensamiento de Joseph Ratzinger. Claves para la teología moral - por Carlos Sánchez de la Cruz

In Almudi
 
Cuando nos sumergimos en la obra de Joseph Ratzinger, quedamos doblemente sorprendidos. Primero, porque la idea del don y la gratuidad apareció ante nosotros una y otra vez y, además, con una gran continuidad. Segundo, porque creímos constatar que no se había atendido suficientemente a esta sensibilidad en los numerosos estudios en torno a su figura y pensamiento, ni siquiera tras su elección pontificia, cuando los trabajos sobre el particular se han multiplicado de manera exponencial

 
Panzerkardinal, causante del cierre de la Iglesia ante la modernidad, martillo de la teología de la liberación, hardliner conservador, gran inquisidor encerrado en su torre de marfil, sepulturero de la fe, rottweiler de Dios. Estos son solo algunos de los numerosos clichés que durante años –especialmente desde que asumiera en 1981 la prefectura de la Congregación para la Doctrina de la Fe– han pesado sobre la figura de Joseph Ratzinger. Y, sin embargo, él no ha hecho nada por defenderse y romper estos prejuicios: ha preferido seguir laboriosamente su camino. Han sido sus primeras palabras como papa («[soy] un simple y humilde trabajador de la viña del Señor»)[1], así como la sorprendente temática de su primera encíclica Deus caritas est, las que han comenzado a resquebrajar la imagen férreamente construida sobre él para dejar entrever la categoría, ya no solo intelectual, sino humana y espiritual, del teólogo alemán. Como se ha dicho en repetidas ocasiones, quizá la profundización en su biografía, así como la lectura atenta de sus numerosos libros y artículos, ayudaría a deshacer estos prejuicios que se han venido vertiendo sobre él o, al menos, a no darlos de antemano por sentados.

Pero, si bien detenernos en su biografía y escritos más importantes se haría aquí imposible por el reducido espacio con el que contamos, abordaremos, sin embargo, uno de los aspectos en los que se hace evidente lo actual, sugerente y cautivador de nuestro teólogo: la llamativa presencia de la categoría del don y la gratuidad a lo largo de su extensa obra. Una presencia, por otra parte, nada anecdótica, sino fundamental, pues parece haber forjado su pensamiento desde que fuera un incipiente teólogo. De ser esto cierto, no serían pocas las consecuencias que de ahí se desprenderían para la teología moral, en particular en lo que se refiere a la relación de esta con la dogmática, la espiritualidad y la pastoral.

1. De la sobreabundancia al don y la gratuidad

Hace solo unos años que dedicamos nuestra atención al estudio y esclarecimiento de la categoría –no muy conocida ni atendida– de la sobreabundancia. La elección de dicha categoría vino determinada indudablemente por nuestra pertenencia a la Congregación del Santísimo Redentor. En el escudo de dicha congregación aparece la leyenda «Copiosa Apud Eum Redemptio», que forma parte de la perícopa del salmo 130,7b-8 y que recoge la formulación de la experiencia religiosa específicamente redentorista: el sentido de la Redención sobreabundante en Cristo. Esta intuición, completada por el magnífico texto paulino de Rm 5,20, abrió ante nosotros una perspectiva interesante: ciertamente se da en la historia una abundancia de pecado, de mal y sufrimiento, pero el cristiano vive en la certeza de que esta negatividad ha sido superada por la gracia sobreabundante de Dios en Cristo, siendo esta la realidad primera y fundante que constituye precisamente la novedad específicamente cristiana. Así, pudimos concluir que la sobreabundancia era, en efecto, una categoría apropiada para abordar el conjunto de la teología y que esto, lejos de tratarse de una extravagancia personal, encontraba correspondencias en distintos autores que, desde diversas ópticas, subrayaban su validez. Entre estos autores se encontraban Walter Kasper, Adolphe Gesché o Joseph Ratzinger que, yendo incluso más allá que los dos anteriores, postula una «ley de la sobreabundancia», dado que esta configura toda la historia de Dios con el ser humano; de hecho, dicha ley debe llegar a convertirse en ley fundamental del propio ser del hombre[2]. Pero no solo en el ámbito estrictamente teológico hallamos referencias en torno a la sobreabundancia. También y particularmente las encontramos en el ámbito filosófico: en Paul Ricoeur, Jean-Luc Marion, Michel Henry, Vladimir Jankélévitch, Jean-Louis Chrétien, Jacques Derrida o Claude Bruaire[3].

Llegados a este punto, la intuición inicial de que la categoría de la sobreabundancia podría contener una gran riqueza teológica, contrastada con el pensamiento teológico y filosófico de los autores citados, quedó inserta en una perspectiva más amplia. En efecto, todos los textos se referían en último término a un más, a una abundancia que suponía la ruptura o el sobrepasamiento de lo debido, a un ir más allá de lo esperado o meramente justo. Todos los textos apuntaban, en definitiva, a un marco más amplio y fundamental y, por tanto, de una mayor riqueza de significado: el de la idea que podríamos denominar don y gratuidad.

Así, fascinados por esta nueva perspectiva, creímos que sería muy interesante realizar un estudio en torno a este campo semántico. Tras una primera toma de contacto, nos cercioramos de la importancia creciente de esta idea en diversas disciplinas y de cómo, particularmente en los últimos años, habían aparecido diversos trabajos que aunaban acercamientos y enfoques variados en torno a este tema[4].

Fue también en este último recorrido cuando nos encontramos de nuevo con la impresionante figura de Joseph Ratzinger, con quien ya nos habíamos topado durante el estudio referido sobre la sobreabundancia. Cerciorados ahora de la gran riqueza que desprendían sus escritos en lo que se refiere a la categoría citada del don y la gratuidad, no pudimos menos que dedicarle toda nuestra atención.

2. Joseph Ratzinger, gran exponente del don y la gratuidad

Cuando, decididos a indagar más, nos sumergimos en su obra, quedamos doblemente sorprendidos. Primero, porque la idea del don y la gratuidad apareció ante nosotros una y otra vez y, además, con una gran continuidad. Segundo, porque creímos constatar que no se había atendido suficientemente a esta sensibilidad en los numerosos estudios en torno a su figura y pensamiento, ni siquiera tras su elección pontificia, cuando los trabajos sobre el particular se han multiplicado de manera exponencial.

Viéndonos en esta tesitura, nos pareció insuficiente realizar un estudio de la categoría del don y la gratuidad en un momento determinado de su producción. Pensamos, por el contrario, que sería más sugerente manifestar al lector, lo más ampliamente posible, la omnipresencia de dicha idea en su extensa obra, advirtiendo, por otra parte, que para captar su fuerte presencia interesa atender no únicamente a los términos «gratuidad» y «don», sino también a aquellos otros con un sentido idéntico, similar o que pueden inscribirse, por relación, dentro del mismo campo semántico: regalo, entrega, salida de sí, ‘ser-para’, sobreabundancia; también sus contrarios: egoísmo, orgullo, individualismo, concentración en el propio yo, autosuficiencia, moralismo, etc. Dicho estudio, publicado íntegramente hace apenas unos meses[5], es el que sirve de base a las presentes páginas, si bien éstas, obviamente, solo podrán resaltar algunas cuestiones fundamentales.

Tras esta amplia introducción, los siguientes epígrafes desarrollarán la idea que da título a nuestro escrito: la omnipresencia del don y la gratuidad en el pensamiento del teólogo alemán. Lo haremos aludiendo, en primer lugar, a algunos de sus trabajos más significativos, si bien podrían citarse infinidad de otros textos; seguidamente presentaremos lo que nuestro autor denomina leyes (fundamentales), amén de algunas imágenes, que explicitarán la misma idea referida; a continuación dedicaremos un epígrafe a dicha categoría en su relación con la moral; finalmente, presentaremos las conclusiones que podrían desprenderse de la decidida opción de nuestro teólogo por el don y la gratuidad.

3. El don y la gratuidad en J. Ratzinger. Trascendencia y continuidad

En un texto del año 1958, cuando apenas podemos hablar de él como un incipiente teólogo, Joseph Ratzinger manifiesta ya su sensibilidad e insistencia en la categoría de la gratuidad, cuando se lamenta de que «ordinariamente casi se pasa por alto… lo más decisivo: el carácter gratuito de la salvación»[6]. No será un caso aislado: su insistencia durante estos años en la misma idea se manifestará en textos de temática muy diferente[7].

Pero, si queremos afianzar lo cierto de nuestra intuición –que la categoría del don y la gratuidad es fundamental en el pensamiento de Ratzinger– no podemos dejar de atender, aunque sea brevemente, a la obra que le consagró como teólogo: su Introducción al cristianismo, publicada en el año 1968. Si bien ella viene a responder en definitiva a la pregunta de cuál es el auténtico contenido y sentido de la fe cristiana, desde nuestra sensibilidad nos atrevemos a decir que constituye, además, un verdadero tratado sobre la gratuidad. En efecto, en ninguna de sus obras nuestro teólogo hace un esfuerzo tan grande como en ésta por manifestar la primacía del don. Frente a la doctrina marxista, que propugna una primacía de la praxis, de lo histórico, una centralidad del poder-hacer, Ratzinger afirma aquí con contundencia, una y otra vez, que la clave de la fe –más aún, de la misma existencia humana– radica en el primado de la recepción. La existencia humana no subsiste en sí: su esencia descansa en el hecho de que ha sido donada. Y este hecho, como veremos, lejos de un moralismo, exige del hombre la superación de sí mismo; será ahí, precisamente, donde él hallará su verdadera esencia. Esta realidad del don y del salir de sí está fundamentada, en último término, en el hecho de que Dios es en sí un libre donarse. Y esto se ha manifestado en Cristo de una manera total: su ser es ‘ser-para’, salida de sí, éxodo de sí mismo. Ideas todas ellas que quedarán recogidas, dentro de esta trascendental obra, en lo que nuestro teólogo denomina «estructuras de lo cristiano». En ellas se evidencia la radical importancia de esta realidad del don y la gratuidad, y a ellas, precisamente por ser «fundamentales», habrá que regresar siempre para explicar los fundamentos del pensamiento del teólogo alemán.

Después de todo lo dicho, resultaría inexplicable que esta idea fundamental no tuviera continuidad. Ciertamente eso no ocurrirá. Ratzinger se mantendrá fiel a estas intuiciones a lo largo de toda su obra. Por tanto, no sorprenderá que, más de cuarenta años después de los trabajos citados, en su primera encíclica como papa, afirme: «Dios es amor… y, puesto que es Dios quien nos ha amado primero (cf. 1Jn 4,10), ahora el amor ya no es solo un mandamiento, sino la respuesta al don del amor»[8]. La fuerza e importancia de esta idea se mostrará de nuevo en su tercera encíclica, en la que hablará de la «sorprendente experiencia del don» y de que «el ser humano está hecho para el don… un don absolutamente gratuito de Dios»[9].

Con estas alusiones tan distantes entre sí pretendemos mostrar no solo la trascendencia, sino también la continuidad de la categoría del don y la gratuidad en el pensamiento de Joseph Ratzinger, que ha sido una constante en su producción teológica desde que empezara a escribir. Por tanto, la importancia que atribuye a esta idea quedará determinada por su frecuencia en escritos muy diversos, pero no solo; vendrá también dada por la formulación de lo que denomina «leyes (fundamentales)», así como por otras imágenes que desarrollarán lo que subyace a dicha realidad.

4. Leyes (fundamentales) e imágenes de la gratuidad

La idea del salir del propio egoísmo, la necesaria salida de sí hacia una nueva forma de existencia que vive para los demás es una de las constantes en el pensamiento de Ratzinger. Si bien va a utilizar numerosas imágenes a lo largo de su producción, son lo que él mismo denomina leyes (ya hemos visto la de la sobreabundancia) las que más nos interesan, puesto que ellas constituyen estructuras fundamentales de lo cristiano.

Una ley que tiene un gran peso en su pensamiento, como puede deducirse de su repetida aparición en diversos escritos, es la ley fundamental del éxodo: así la denomina ya en 1962; también aludirá a ella en sus sermones de Adviento de 1964[10]. Y ello para expresar que el hombre debe estar fuera de sí para estar en sí; de hecho, toda la historia vendría a ser un éxodo, una salida. Otras ideas afines a esta del éxodo, y que aparecen también en su obra, son las de éxtasis, exitus-reditus, proexistencia, procedere y, también, el llamado ‘principio para’, recogido en las ya citadas «estructuras de lo cristiano». La importancia de esta categoría de éxodo viene también dada por su presencia en algo tan improvisado como una de las entrevistas concedidas por nuestro teólogo[11]. Sus referencias como papa a esta misma realidad serán también abundantes; aparecerán incluso en su primera encíclica[12]. Por otra parte, el éxodo es una de las pocas ideas relacionadas con nuestro estudio que ha sido objeto de un trabajo concreto: el autor –redentorista que ha trabajo en la Congregación para la Doctrina de la Fe desde 1984– se pregunta en él si el éxodo no será una idea clave en el pensamiento del teólogo alemán[13].

Otra importante noción es la ley del grano de trigo, que ha de morir para dar fruto: ésta también regiría toda la creación y la historia de la salvación. Definida como fundamental por el propio Ratzinger en 1985[14], esta ley aparece ya, de nuevo, en sus sermones de 1964. Sin embargo, sorprendente mente, no ocupa un epígrafe independiente dentro de las «estructuras de lo cristiano»; será referida, sin embargo, dentro del ya citado ‘principio para’. Todavía serán muchas las veces que nuestro teólogo hará referencia a esta idea, si bien sin denominarla ley o principio. En su primera encíclica como papa dirá incluso que el grano de trigo describe el propio itinerario de Jesús.

Por su parte, aunque no se trata de una ley, la imagen del giro copernicano aparece ya en sus primeros escritos, también en el contexto de los sermones sobradamente aludidos de 1964. Esta imagen, junto con la de la fuerza de la gravedad, describe perfectamente nuestra situación inicial de egoísmo: todos vivimos en la «ilusión precopernicana»[15]. A la vez, esta imagen lleva en sí una invitación que acaso sea incluso exigencia: realizar la «revolución copernicana», dejando de considerarnos el centro del universo para amar caminando tras las huellas de Jesús. Insistimos: estas ideas no aparecen solo al principio de los escritos de nuestro teólogo, sino a lo largo de su vida en distintos contextos y artículos.

A modo de compendio, reiteramos que la ley de la sobreabundancia, del éxodo y del grano de trigo, los términos de éxtasis, ‘exitus-reditus’ y ‘procedere’, así como el ‘principio para’ y las imágenes del giro copernicano y la fuerza de la gravedad, constituyen una profunda expresión de la idea más genérica del don y la gratuidad que se hace concreta en ese actuar pródigamente, en ese darse y perderse que permiten al ser humano verdaderamente encontrarse.

5. Moralismo, moral y gratuidad
Conviene aclarar, en primer lugar, que Ratzinger no es un teólogo moral, es decir, que no se trata de un especialista o «profesional» en la materia. Esto supone, por tanto, que no ha llegado a elaborar una propuesta sistemática, sino que ésta aparece formulada en y a través de numerosos artículos, a modo de tesis sintéticas que no pretenden sino aclarar discusiones y abrir expectativas entre los moralistas. Si nuestro teólogo ha abordado las cuestiones morales es porque en su concienzuda investigación como teólogo dogmático se ha cerciorado de la profunda relación existente entre crisis de fe y crisis moral[16]; más aún, porque estamos ante un pensador que no se ha conformado con permanecer en la casuística, sino que ha querido siempre llegar a la raíz de los problemas; que no ha convertido la moral en moralismo –y ahora tendremos oportunidad de ver cuán importante es esta categoría para él–, sino que la ha entendido como plasmación de la fe creída y, más concretamente, como momento necesario de un encuentro personal con Cristo.

El moralismo, al que nos referíamos anteriormente, se refiere generalmente a la tendencia racionalista kantiana a reducir el cristianismo a las dimensiones de un entramado ético o a identificar la fe con la obediencia a una ley[17]. Pues bien, la permanente reserva de nuestro teólogo hacia esta idea de moralismo, que impediría vivir la experiencia de la existencia como benevolencia y regalo, viene a ratificar su insistencia en el don y la gratuidad, fundamentales en su pensamiento. Alusiones contrarias al moralismo aparecerán ya en el ensayo citado de 1958. Lo hará también al año siguiente a propósito de unas meditaciones sobre la navidad y en los archicitados sermones de 1964. En ellos Ratzinger plantea la pregunta de cuál es, propiamente, la realidad cristiana que supera el puro moralismo. La respuesta la reservará para el tercero y último de sus sermones: lo hará enunciando la «ley de la abundancia», que ya hemos citado y que constituye, a su vez, el fin de la prédica. Esta ley aparecerá también, como ya hemos dicho, en su magna obra de 1968, si bien ahora como «ley de la sobreabundancia». En ella dirá que «el hombre no forja lo auténtico por sí mismo», que «no es su creación, no es un producto suyo, sino una contrapartida que recibe como un don libre»[18]. Esta afirmación hallará su expresión más brillante, a modo de inclusión, en el primer número –repárese en la importancia de este hecho– de su primera encíclica como papa: «No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona». Su segunda y tercera encíclicas incluirán también referencias a esta misma realidad.

La verdadera novedad del cristianismo, por tanto, más allá del mandamiento ya existente del amor al prójimo, no radica en la elevación de la exigencia moral, sino en el nuevo fundamento del ser: una novedad que solo puede venir del don de la comunión con Cristo, del vivir en él. El don (sacramentum) se convierte en ejemplo (exemplum) que, sin embargo, sigue siendo don[19]: «Ser cristiano es ante todo un don, pero que luego se desarrolla en la dinámica del vivir y poner en práctica este don»[20]. Y es precisamente aquí donde radica, en efecto, la especificidad de la moral cristiana.

El cristianismo, pues, se define como don y tarea: estar contentos por la cercanía interior de Dios y –fundándose en eso– contribuir activamente a dar testimonio en favor de Jesucristo. El cristiano no busca la autoperfección como una especie de defensa contra Dios; tampoco busca autorrealizarse y ser el arquitecto de su propia vida, como podría desprenderse de una deficiente comprensión del concepto de conciencia –a la cual, por cierto, nuestro teólogo da una importancia capital, entendiéndola como anámnesis del bien y la verdad[21]–, sino que acepta la gracia y, aceptándola, se libera de sí mis mismo, se hace capaz de darse a sí mismo, de dar lo no-necesario, a semejanza de la generosidad divina. Una generosidad divina que habla de la grandeza de un Dios que no requiere nuestros dones, porque Él mismo es el dador de todo don y porque todo lo esencial de nuestra vida se nos ha dado sin nuestra colaboración: «el hecho de que yo viva no se debe a mi esfuerzo… todo eso es gracia. No habríamos podido hacer nada si antes no se nos hubiera dado»[22].

En definitiva, el obrar moral del hombre se desarrolla a partir del encuentro con Dios. En consecuencia, la ética no es nunca una acción en sí misma, autárquica y autónoma, un puro logro humano, sino respuesta al don del amor y al acto de ser introducido en la dinámica del amor, de Dios mismo[23].

6. Conclusión

Llegados a este punto, y conscientes de que habría sido necesario un más elevado número de textos que ilustraran lo expuesto, así como una mayor atención a los temas que han ido aflorando a propósito de ellos, ratificamos lo expuesto: lo fundamental de la idea del don y la gratuidad en el pensamiento de Joseph Ratzinger, así como su fecundidad teológica en la dogmática toda. Una fecundidad que no podría darse si no fuera porque ella constituye, como ha repetido nuestro teólogo en innumerables ocasiones y de diversos modos, una realidad primera. Ella es, como él mismo dirá, la sencilla respuesta a la pregunta por la esencia del cristianismo; ella, bien comprendida, lo incluye todo.

Las consecuencias no pueden reducirse únicamente, sin embargo, al ámbito de la dogmática. Las consecuencias para la pastoral son, asimismo, claras y rotundas: si la esencia del cristianismo radica en la primacía de la gratuidad, del don que precede a toda acción y cuya experiencia se halla en el encuentro de amistad con Cristo, no podremos dejar de hacer lo imposible por anunciar, a tiempo y a destiempo, esta realidad absolutamente liberadora, así como conducir a hombres y mujeres al encuentro con Cristo, don de Dios.

Pero lo dicho sería insuficiente si no extrajéramos, como ya anticipamos, las consecuencias que se derivan para la moral y que, a nuestro parecer, son de una importancia decisiva. En primer lugar, en lo que respecta a su relación con la espiritualidad. Si bien ambas son disciplinas diversas, nuestro trabajo exige superar definitivamente su distancia histórica y epistemológica en pro de una convergencia que podría fundamentarse en la realidad del don y la gratuidad: la moral tendrá siempre que volver su mirada al encuentro con Cristo, donde se experimenta el don del amor absoluto e incondicional de Dios; en este encuentro hallará, ya no solo inspiración, sino el origen y sentido de toda acción. Y, en segundo lugar, las consecuencias que se desprenden de nuestra reflexión para la configuración de la teología moral como disciplina teológica. En efecto, no podemos menos que preguntarnos si acaso no podrían revisarse los fundamentos de la teología moral a la luz de esta categoría. Si la idea del don y la gratuidad constituye para nuestro teólogo el fundamento, la esencia del cristianismo que se ha manifestado una y otra vez en los distintos tratados teológicos, y si la vida moral no es en el fondo sino un donarse al otro en analogía al donarse de Dios al hombre, la teología moral obtendría ventaja segura al ser revisada por esta categoría, le devolvería su esplendor y frescura originales y alejaría de su horizonte la constante tentación de dejarse encantar, ya no solo por el moralismo, sino por el cálculo –que el mismo Ratzinger define como fariseísmo–, así como por el mandato «externo» que, sea dicho, no pocas veces la acecha.

Por último, guardamos la esperanza de que, inspirados en esta sensibilidad del teólogo alemán por la idea del don y la gratuidad, y anclados en Cristo, lugar de la experiencia del don de Dios, no falten quienes lleven a cabo la importante tarea a la que nos hemos referido. Una empresa que creemos enriquecería enormemente la perspectiva de la teología moral y la devolvería a su lugar natal o, con las mismas palabras de Ratzinger Ratzinger, a «lo más decisivo»: la gratuidad de la salvación de Dios que precede a toda respuesta humana, pero que, lejos de anclarla en una odiosa pasividad, la inserta en una dinámica de donación, de donde brota la vida sobreabundante y el fruto centuplicado.

Hasta aquí nuestro propósito y nuestro deseo. A Él, que no deja de regalarnos con sus dones, nos encomendamos para que los haga realidad. Por ahora, no podemos menos que agradecerle la oportunidad que nos ha dado de haber llegado hasta aquí y entrado de lleno en la obra impresionante de este teólogo que desde 2005 ocupa la cátedra de Pedro.
 
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[1] J. RATZINGER, «Bendición apostólica “urbi et orbi”. Primeras palabras de Su Santidad Benedicto XVI»: www.vatican.va (19 de abril de 2005).
[2] Cf. W. KASPER, El Dios de Jesucristo, Salamanca 1990³, 260, 337; A. GESCHÉ, Dios para pensar. Dios. El cosmos, Salamanca 1997, 157, 174; J. RATZINGER, «Sobre todo, el amor», en Ser cristiano, Salamanca 1967, 46-48; Íd., Introducción al cristianismo. Lecciones sobre el credo apostólico, Madrid 2001², 215-219, 243.
[3] Cf. P. RICOEUR, «Amor y justicia», en Amor y justicia, Madrid 1993; J. L. MARION, Siendo dado. Ensayo para una fenomenología de la donación, Madrid 2008; Íd., «La evidencia y el deslumbramiento», en Prolegómenos a la Caridad, Madrid 1993, 69-86; M. HENRY, Palabras de Cristo, Salamanca 2004; V. JANKÉLÉVITCH, El perdón, Barcelona 1999; J. L. CHRÉTIEN, Lo inolvidable y lo inesperado, Salamanca 2002; B. A. GNADA, Le principe don en éthique sociale et théologie morale. Une implication de la philosophie du don chez Derrida, Marion et Bruaire, Roma 2007.
[4] Cf. A. E. KOMTER (ed.), The Gift. An Interdisciplinary Perspective, Amsterdam 1996; A. D. SCHRIFT (ed.), The Logic of the Gift. Toward an Ethic of Generosity, Londres 1997; VV.AA., Gratuidad, justicia y reciprocidad. Dimensiones de una teología del don, Buenos Aires 2005.
[5] Cf. C. SÁNCHEZ DE LA CRUZ, Don y gratuidad en el pensamiento de Joseph Ratzinger, Madrid 2012, 208 pp.
[6] J. RATZINGER, «Los nuevos paganos y la Iglesia», en El nuevo pueblo de Dios. Esquemas para una Eclesiología, Barcelona 1972, 369.
[7] Cf. Íd., «Gratia praesupponit naturam», en Palabra en la Iglesia, Salamanca 1976, 144-146; Íd., «Para una teología de la muerte», en Palabra en la Iglesia, 214; Íd., «Resurrección y vida eterna», en Palabra en la Iglesia, 226-227, 230; Íd., «Tres meditaciones sobre la Navidad», en Palabra en la Iglesia, 281, 288.
[8] Íd., «Carta encíclica Deus caritas est»: www.vatican.va (25 de diciembre de 2005) 1.
[9] Íd., «Carta encíclica Caritas in veritate»: www.vatican.va (29 de junio de 2009) 34.
[10] Cf. Íd., «Gratia praesupponit naturam», 146; Íd., «La fe como servicio», en Palabra en la Iglesia, 37.
[11] Cf. Íd., Dios y el mundo. Creer y vivir en nuestra época. Una conversación con Peter Seewald, Barcelona 2002, 174-176.
[12] Cf. Íd., «Carta encíclica Deus caritas est», 6.
[13] Cf. R. TREMBLAY, «L’Èxode, une idée maitresse de la pensée théologique du Cardinal Joseph Ratzinger?»: Studia Moralia 28 (1990) 523-549.
[14] Cf. J. RATZINGER, «Buscar lo de arriba», en El resplandor de Dios en nuestro tiempo. Meditaciones sobre el año litúrgico, Barcelona 2008, 99.
[15] Íd., «Sobre todo, el amor», 44.
[16] Cf. E. BENAVENT VIDAL, «Prólogo», en J. E. PÉREZ ASENSI, Ética de la fe en la obra de Joseph Ratzinger. Hacia una propuesta ética para Europa, Valencia 2005, 12.
[17] Cf. T. ROWLAND, La fe de Ratzinger. La teología del papa Benedicto XVI, Granada 2009, 125.
[18] J. RATZINGER, Introducción al cristianismo, 224.
[19] Cf. Íd., Jesús de Nazaret. Segunda parte. Desde la Entrada en Jerusalén hasta la Resurrección, Madrid 2011, 78-83.
[20] Íd., «Magisterio eclesiástico, fe, moral», en J. RATZINGER, H. U. VON BALTHASAR y H. SCHÜRMANN, Principios de moral cristiana. Compendio, Valencia 2005², 47-48.
[21] Cf. Íd., «Conciencia y verdad», en La Iglesia. Una comunidad siempre en camino, Madrid 2005, 145-177.
[22] Íd., El camino pascual, Madrid 2005², 56-57.
[23] Cf. Íd., «¿El Catecismo de la Iglesia Católica está a la altura de la época? Meditaciones diez años después de su promulgación», en Caminos de Jesucristo, Madrid 2005², 155-156

quarta-feira, 13 de fevereiro de 2013

The Radical Return to Ratzinger - by Sean Fitzpatrick

In Crisis 

To many, Pope Benedict XVI is a radical: an old man clothed in capes, incurably fixed on forgotten principles of a forgotten world—principles that no longer apply to the “real world.”

To others, Pope Benedict XVI is radical: a wise man clothed in Christ, inspiringly fixed on the roots, radix, of the world—principles that fundamentally apply to the Real World.

Pope Benedict XVI may be considered radical in the prevalent negative sense of the word—that is, fanatical—and he will certainly not be remembered as radical in prevalent positive understanding of the term: employing a cutting-edge departure from tradition to affect reform. He will, however, be remembered by Catholics as radical in the truest sense of the word, whose time at the Petrine helm was devoted to a return to tradition to affect reform. Today, to be a traditionalist is a stigma for being stuck in the past. But Benedict XVI rejoiced in the past and drove it down deep, like a plow, to cultivate the arid areas of the vineyard.

This did not, as may be leveled at him, alienate his flock through a dusty adherence to the archaic. Though he sought to purify the Church (even at the expense of some already wayward members), Benedict did not desire to rock the boat, but to be, instead, the Rock; keeping the boat solid and steady as he fished for new men with old nets. He preached the law of Life in a dead language, extending the living record of the past to enliven the present and the future. He drew from the well of ages to draw up fresh water for a culturally and spiritually thirsting people.

Pope Benedict’s establishment and encouragement of the Motu Proprio on the use of the Tridentine Rite of the Mass sought to stir Catholics out of the exhausted lethargy that Vatican II left so many in. He resurrected long-buried usages, customs, and prayers to resurrect his people through the richness of ritual. He issued a refined translation of the antique Roman Missal to revive the sheen on meanings that had been lost, and sharpen with precision where laxity had blunted. He championed the attentiveness due to the liturgy and the time and care necessary to give it the dignity that is its due. He established the Personal Ordinariate of the Chair of St. Peter to open the door wide for Anglicans to return to the fold of Holy Communion. He used tradition to engender new life for the Church.

Pope Benedict’s treatment of matters outside the sanctuary was equally grounded. He was a defender of the tradition of human existence—or what is also known as nature or the natural. The Pope’s staunch opposition towards the atrocity of abortion and his firm stance on same-sex marriage all hearken back to primal truths of humanity and human dignity. His approaches and actions enacted a prehistoric justice that must still inform and form history; and his manners were not as harsh as they were healing.

Nothing this Pope did (until now) was really what can be called new and exciting. Everything he did, though, was old and exciting. Pope Benedict was a radical pope because he clung to the roots of the Faith—and this was his genius, which is so commonly and mistakenly branded as “closed-mindedness.” It is only an open mind, however, that can take in the relevance of this world, the world that was, and the World to come.

There is the modern radicalism of change, and then there is the ancient radicalism of holding the line. Benedict embodied the latter, a style which is not in vogue. The only things fashionable about Benedict XVI were his red shoes.

But now Benedict XVI has suddenly departed from the traditional paths. For being such a radical Pope, the rest of the world can now truly say that Benedict came around to their meaning of the word. His resignation was, in a sense, the first radical thing this radical Pope ever did. If it is nothing else, it is at least surprising. But surprises are to be expected from those who follow Christ. We all know the story of Jesus walking on the stormy sea toward His disciples, in which Peter asks if he might come to Him over the water. Our familiarity with the story might cause us to overlook the outlandish nature of Peter’s request. What man in his right mind should wish to attempt such a thing? Christ said, “Come.” Simon Peter vaulted over the side of the boat, in what must have seemed to other disciples as an act of lunacy, and walked on the waves with his God.

Following in the footsteps of Our Lord Jesus Christ has never been a simple or even a reasonable task—much more so for His Vicar. In fact, this following is usually expressed in a willingness to do things that do not make sense—at least as far as common sense goes. It made no practical sense for a man to desire to walk on water. It made no physical sense to expect that he could distribute five loaves and two fishes among five thousand people. Even less did it make any worldly sense that he adhere to a Man who promised to give His Flesh as food for the life of the world. Yet these are the sort of counter-intuitive responses that Our Lord expects of His disciples. He sometimes asks that we act against what right reason may seem to dictate, and trust in a higher reason that may not seem reasonable at all. For many this is a fearful mandate, and many of us may be feeling this uncertainty with the news that has not been heard for six hundred years. Rather than succumbing to our fears, we live by faith (Rom 1:17).

This is the Year of Faith. Let us be, then, of great faith. Pope Benedict XVI, soon to return to Cardinal Joseph Ratzinger, would have us be so; and so would the One he represents.

sábado, 11 de agosto de 2012

Joseph Ratzinger: ética, libertad, verdad - por Pablo Blanco Sarto

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Ratzinger denunció la “dictadura del relativismo” justo antes de ser elegido romano pontífice de la Iglesia católica, pero esta defensa de la verdad la lleva haciendo desde hace años. En este sentido, ha estudiado también desde hace tiempo la relación entre verdad, libertad y culturas. El teólogo alemán ha encontrado este vínculo entre verdad y libertad a través del concepto de conciencia, al mismo tiempo que defiende los derechos de la verdad en las diferentes culturas, con lo que el papel tanto de la inteligencia como de la fe cristiana mantiene su total vigencia en la actualidad. Puede ser una gran oportunidad para que todos ellos −fe, razón, culturas− encuentren la luz y la libertad en Cristo, propone Ratzinger. 


Tal vez fueron las últimas palabras publicadas antes de ser elegido papa. En la famosa homilía pronunciada en la misa anterior a la elección, celebrada en la basílica de san Pedro, Joseph Ratzinger —como decano del colegio cardenalicio— pronunció ante los electores unas palabras que conmocionaron no solo el templo, sino también al menos a una parte del mundo: “¡Cuántos vientos de doctrina hemos conocido durante estos últimos decenios!, ¡cuántas corrientes ideológicas!, ¡cuántas modas de pensamiento!... La pequeña barca del pensamiento de muchos cristianos ha sido zarandeada a menudo por estas olas, llevada de un extremo al otro: del marxismo al liberalismo, hasta el libertinaje; del colectivismo al individualismo radical; del ateísmo a un vago misticismo religioso; del agnosticismo al sincretismo, etc. […] Mientras que el relativismo, es decir, dejarse “llevar a la deriva por cualquier viento de doctrina”, parece ser la única actitud adecuada en los tiempos actuales. Se va constituyendo una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que deja como última medida solo el propio yo y sus antojos”[1].

I. Recuerdos personales

      Esta lucha contra el relativismo se remonta en el tiempo. Cuando fue nombrado arzobispo de Munich y Frisinga, Ratzinger escogió como lema episcopal el de “colaborador de la verdad” (3 Jn. 1,8), pues le pareció ésta una urgencia del momento. Sin embargo, había mantenido con anterioridad ciertas vacilaciones al respecto. “He de decir que, a lo largo de las décadas de mi actividad docente como catedrático, sentí una crisis muy fuerte en mi interior a la hora de reivindicar la verdad. Temía que el modo en que manejamos el concepto de verdad en el cristianismo fuese arrogancia, e incluso falta de respeto hacia otros. La pregunta era: ¿hasta qué punto necesitábamos de eso ahora? He analizado con mucho detenimiento esta pregunta, y finalmente comprendí que renunciar a la verdad supone renunciar a los fundamentos. […] El cristianismo se presenta con la pretensión de decirnos algo sobre Dios, sobre el mundo y sobre nosotros mismos; algo que es verdad y que nos ilumina. Por eso llegué a la conclusión de que, precisamente en nuestra época, […] necesitamos de nuevo buscar la verdad, así como el valor para admitirla. En este sentido, la frase que elegí como lema [episcopal] resume parte de mi misión como sacerdote y teólogo: que debe ser en concreto —con toda humildad, con la conciencia de poder equivocarse— colaborador de la verdad”[2].

      Sin embargo, no era éste sin más un arrebato producido de repente al llegarle una determinada obligación en el gobierno de la Iglesia. Era un tema que pudo vivir de cerca en su infancia, como consecuencia de las represiones del régimen instaurado por Hitler en Alemania. Al poner como ejemplo a un sacerdote bávaro que murió víctima del nazismo, Ratzinger recuerda esta necesidad de la verdad en la vida humana. “Rupert Mayer conoció a Hitler en el año 1919 cuando hacía de orador en una reunión comunista. En ese momento en que nadie conocía al futuro dictador, podía pensarse -a pesar de algunos detalles poco agradables- que Hitler sería un buen aliado en la lucha contra los comunistas. Él mismo había jugado esa baza. En 1923 envió al padre Rupert Mayer un telegrama de felicitación por sus veinticinco años de sacerdote [...]. El padre Rupert Mayer —que no era un intelectual, sino un sencillo sacerdote dedicado a la cura de almas— descubrió inmediatamente la máscara del anticristo, por un motivo que seguramente nosotros hubiéramos pasado por alto. Su primera observación fue la siguiente: Hitler fanfarronea constantemente y no retrocede ni siquiera ante la mentira. Quien no respeta la verdad no puede hacer el bien. Donde no se respeta la verdad, no pueden crecer la libertad, la justicia y el amor”[3]. El amor a la verdad y el poder destructor de la mentira fue algo que vivió Ratzinger desde un primer momento.

      La verdad adquirirá, sin embargo, un estatuto teórico en su pensamiento. En efecto, tras la guerra, vinieron los estudios en el seminario de Frisinga y en la universidad de Munich. La verdad fue un tema que Ratzinger ya había admirado en el famoso profesor italo-alemán, que empezaba a enseñar en la capital bávara cuando el joven Joseph fue allí para estudiar teología en el Georgianum. Años después afirmaba: “La importancia de la obra de Romano Guardini me parece que consiste hoy en la postura que él mantiene —contra todo historicismo y pragmatismo— sobre la capacidad de verdad del hombre y la referencia a la verdad de la filosofía y la teología. [...] La última aparición pública de Guardini —su discurso con motivo de su octogésimo cumpleaños— fue dedicado una vez más al tema de la verdad, y puede ser considerado como una especie de testamento espiritual”[4]. Guardini había hablado de la prioridad del logos sobre el ethos, de la ortodoxia sobre la ortopraxis, de la verdad sobre la acción. A esto añadirá Ratzinger, al recordar el valor que este autor daba a la misma belleza y presencia de la verdad: “Hemos de reconocer sin exclusivismos que el esfuerzo apasionado y sincero de Guardini por hacer hablar a la verdad en medio de un reino de la mentira tuvo gran influencia y ha demostrado su enorme utilidad en las decisiones del Concilio Vaticano II. Nuestra influencia será más duradera si nos apoyamos primordialmente no en nuestra propia labor, sino en la fuerza interna de la verdad, que hemos de aprender a ver, para después cederle a ella la palabra”[5].

      De modo parecido, destaca Ratzinger en 1974 la íntima relación entre verdad y libertad en el pensamiento de una de sus continuas fuentes de inspiración, el famoso obispo de Hipona. En él descubre un tema tan moderno como la relación entre verdad y libertad. “San Agustín presupone este concepto social de libertad propio de la Antigüedad y lo amplía ahora de forma decisiva desde la fe cristiana: la libertad se halla en una relación insuprimible respecto a la verdad, la cual es el origen específico del hombre. Según esto, y en primer lugar, libre es el hombre cuando está en casa, es decir, cuando está en la verdad. Un movimiento que aleja al hombre de la verdad de sí mismo, de la verdad en general, jamás puede ser libertad, porque destruye al hombre, lo aleja de sí mismo y toma de esta forma precisamente su espacio vital, el llegar-a-ser-uno-mismo”[6]. La verdad ofrece a la persona no sólo seguridad, sino también libertad y capacidad de autorrealización. Como se ve, Ratzinger se expresaba en términos netamente existencialistas. Sin embargo, quedaba por esclarecer ese nexo de unión entre ambas instancias. ¿Qué podía unir la verdad con la libertad?

      Pues bien, esta libertad íntimamente vinculada con la verdad se fundamenta en la propia conciencia, sigue razonando. La conciencia es el reducto irreductible donde la propia libertad halla por sí misma esa liberadora verdad. Así lo manifiesta en un congreso sobre John Henry Newman celebrado en 1990, donde encontramos una nueva referencia autobiográfica: recuerda el entonces prefecto cómo —tras haber estado sometidos a un régimen totalitario nacionalsocialista— la idea de la conciencia y de sus irrenunciables derechos concedía una clara sensación de alivio y un fundamento firme a los cristianos en la inmediata posguerra alemana. “Para nosotros era algo liberador y esencial el saber que el ‘nosotros’ de la Iglesia no se fundaba sobre la eliminación de la conciencia, sino que —precisamente al contrario— solo podía desarrollarse a partir de la conciencia”[7]. De este modo, tras hacer un breve repaso del itinerario vital y espiritual del converso inglés, concluía: “Resulta para mí algo fascinante darme cuenta y reflexionar cómo precisamente así y solo así —por medio de la vinculación a la verdad y a Dios— la conciencia recibe valor, dignidad y fuerza”[8]. La instancia moral se constituye en el mejor refugio. La conciencia preconizada por Newman constituía para los cristianos todo un refugio frente a la tiranía y el totalitarismo del nacionalsocialismo, que también proponía una “dictadura del relativismo” en el ámbito ético.

      Por eso, la verdad está presente en la conciencia, y esta mutua solidaridad garantiza que no se corrompa la propia libertad. La verdad da seguridad y libertad. De igual modo, recordaba Ratzinger allí las conocidas palabras de Pablo: “Cuando los gentiles, que no tienen ley, actúan de modo natural según la ley, incluso sin tener ley son ley para sí mismos. Estos son la prueba de que todo lo que en la ley existe, está escrito en sus corazones, como demuestra el testimonio de su conciencia” (Rm. 2, 14-15). La ética o la verdad no son cotos cerrados para los creyentes: cualquiera puede acceder a esa privilegiada visión, simplemente con sus fuerzas naturales. La razón y la conciencia individuales son un camino seguro para alcanzar la verdad, a pesar de sus evidentes peligros y dificultades. Sin embargo, en otro lugar, el teólogo alemán establecía una aclaración terminológica: “Así como el concepto de conciencia en la edad moderna supone la canonización del relativismo, y la imposibilidad de criterios comunes morales y religiosos; por el contrario —para Pablo y toda la tradición cristiana— permanece la garantía de la unidad del hombre y de la capacidad de percibir a Dios, del carácter vinculante del bien único e igual”[9]. La conciencia tiene capacidad de abrirse a una verdad superior a la propia. Por eso puede ser elevada y liberada. A veces la heteronomía supera en visión a la misma autonomía, en contra de lo que afirma el pensamiento moral moderno. La verdad defiende a la persona, y la conciencia es una instancia necesaria para la persona, si esta quiere alcanzar de modo seguro y a la vez la verdad y la libertad.

      La conciencia debe superar su innata tendencia a la soledad. También en el discurso de ingreso en la Academia de Ciencias Morales y Políticas del Instituto de Francia en 1992, el cardenal Ratzinger recordaba a su predecesor en el puesto, el físico ruso Andrei Sajarov. Evocaba allí cómo el hecho de que las autoridades soviéticas le alejaran de las consecuencias morales de sus investigaciones sobre la energía atómica, produjo la disidencia del régimen comunista del científico ruso. “Desde 1968 fue apartado de aquellos trabajos que tenían que ver con los secretos de Estado. Defendió a partir de ese momento con más energía la reivindicación pública de la propia conciencia. En adelante su pensamiento girará en torno a los derechos humanos, la renovación moral del país y de la humanidad, los valores humanos comunes a todos y la voz de la propia conciencia. Sajarov —que amaba profundamente su país— hubo de convertirse en acusador de un régimen que hundía a los hombres en la indolencia, el cansancio y la pasividad, y que los empobrecía interior y exteriormente. […] Es evidente que la predisposición de Sajarov hacia la dignidad y los derechos humanos, a obedecer la propia conciencia aún a precio del sufrimiento, continúa siendo todavía hoy un mensaje que no ha perdido la más mínima actualidad, aunque haya dejado de existir el contexto político en que se gestó”[10]. El problema de la conciencia le iba dirigiendo hacia un ámbito más amplio: el de la verdad y la libertad de todos.

      A partir de aquí, Ratzinger extrae sus propias consecuencias: partiendo de la misma conciencia y de la libertad individuales, se podría llegar en determinadas condiciones a la misma verdad. He aquí toda una declaración de optimismo ético y cognoscitivo. Pero todo esto viene por la misma universalidad de la verdad y de la libertad. La libertad no es nunca única. “Uno puede querer la libertad sólo para sí mismo. La libertad es indivisible y puede ser digna de consideración sólo cuando está en relación y al servicio de la humanidad entera. Esto significa que no puede haber libertad sin sacrificio ni renuncia. La libertad requiere que se esté en vela para que la ética sea entendida como un vínculo común y público, y para que se le otorgue -a ella, que carece de poder- el poder de poder servir al hombre. La libertad requiere que los gobiernos y los que detentan alguna responsabilidad se inclinen ante la realidad, que se yergue indefensa y que no es capaz de ejercer violencia alguna”[11]. Esa inocente verdad, que ha de ser protegida y preservada a todas luces por la ética, será el mejor garante de la libertad, repite una y otra vez. A partir de la libertad y la conciencia individuales, se llega, es posible alcanzar esa difícil pero posible verdad, plataforma común que garantiza los derechos y la dignidad de todas las personas. La ausencia de verdad y de valores universales lleva al nihilismo y al relativismo propios, por ejemplo, del nacionalsocialismo. No necesita ser descrita aquí la galería de los horrores provocada por este —en apariencia al principio— inofensivo relativismo, concluye en su recuerdo[12].

II. Verdad, libertad y conciencia

      Será este un tema que aparecerá y reaparecerá una y otra vez. La mutua interrelación entre instancias individuales y universales estructuran el pensamiento cristiano, pero no constituyen una exclusiva de él. Ratzinger había retomado el tema de la conciencia en una reunión con otros obispos que tuvo lugar en Dallas, en primavera del 1991, y que después será publicada con el subtítulo Conciencia y verdad. Tras aludir a la equivocada idea de la verdad como una opresión que impide toda liberación, sostenía el entonces prefecto: la conciencia en tal concepción no se presenta “como la ventana que abre al hombre el panorama de la verdad común que nos sustenta y nos sostiene a todos, haciendo así posible que seamos una comunidad de libertad y responsabilidad que se apoya a su vez en una comunidad del conocimiento. [...] Aparece más bien como la envoltura de protección de la subjetividad, bajo la que el hombre se puede cobijar y ocultar así la realidad. En este sentido, el argumento presuponía la idea de conciencia del liberalismo. La conciencia no abre el camino a la avenida salvadora de la verdad, que no existe o que tal vez nos exige demasiado”[13]. Para el liberalismo, la conciencia se constituye en autónoma e independiente. Según esta doctrina política, la conciencia no es un camino —o una ventana abierta— a la realidad y a la verdad sobre la condición humana, sino tan sólo un reducto cerrado en el que se crea sus propias reglas y sus propios juicios éticos.

      Sin embargo, esta afirmación no se muestra tan clara en todos los casos, sigue argumentando. ¿Puede haber una conciencia válida sin la verdad? ¿Constituye una instancia segura, una tabla de salvación? La atomización de la conciencia individual ¿no desemboca en la arbitrariedad y en la “dictadura del relativismo”?, se pregunta. Ratzinger lo ve claro y para explicarlo evoca un recuerdo personal, al referirse a una pregunta en un congreso sobre si todos los “hombres de buena voluntad” se salvarían independientemente de sus obras. “Alguien objetó contra esa tesis [de la necesidad de la verdad en la conciencia] que, si fuera universalmente válida, estarían justificados —y habría que buscarlos en el cielo— los mismos miembros de las SS que cometieron sus fechorías con fanático conocimiento y plena seguridad de conciencia. Alguien respondió con total naturalidad que así era, que en efecto”[14]. Por el contrario, a Ratzinger le resulta evidente que cada uno es responsable de sus propios actos; de igual modo, sostiene que cada uno podrá alcanzar libremente la verdad sobre el ser humano por medio de su conciencia, aunque esto no se dé de modo necesario en todos y cada uno de los casos. Así, tras un concienzudo análisis de algunos textos bíblicos, concluía Ratzinger: “en el hombre existe la presencia inexcusable de la verdad, de la verdad del Creador, que se ofrece por escrito en la revelación de la Historia Sagrada. El hombre puede ver la verdad de Dios en el fondo de su ser creatural. No verla supone culpabilidad. Sólo se deja de ver cuando no se la quiere ver, es decir, porque no se la quiere ver”[15]. La persona puede y debe alcanzar la verdad no sólo con la razón discursiva, sino también con la propia conciencia moral.

      Este es el optimismo ético recordado por el teólogo alemán. Reitera entonces Ratzinger la necesaria vinculación de verdad y libertad, de ser y conciencia, en este caso acudiendo a una argumentación de tipo existencial. La verdad acaba garantizando la libertad y la felicidad en el ser humano. “El error, la conciencia errónea, solo son cómodos en un primer momento. Después el enmudecimiento de la conciencia se convierte en deshumanización del mundo y en peligro de muerte, si no reaccionamos contra ellos. En otras palabras: la identificación de la conciencia con el conocimiento superficial y la reducción del hombre a la mera subjetividad no liberan, sino que esclavizan. Nos hacen completamente dependientes de las opiniones dominantes [...]. La reducción de la conciencia a la mera seguridad subjetiva significa la supresión de la verdad”[16]. La conciencia no puede crear la verdad, sino tan sólo buscarla y descubrirla; nunca será su dueña y señora, sino su fiel y libre intérprete. Para confirmar esta idea, propone entonces de nuevo el ejemplo de Newman, quien siguió siempre la voz de su conciencia informada por la verdad[17]. En el caso del converso inglés, el más seguro refugio para la propia conciencia y la personal libertad es la verdad. Y este puerto seguro de la verdad le proporciona al hombre —junto a la verdad— paz y seguridad interiores. La verdad, a largo plazo, resulta más cómoda que la mentira y el error. Tal vez pueda parecer algo utilitarista este planteamiento, pero es indudable que también tiene su peso argumentativo.

      No se puede reducir la conciencia a la subjetividad propia o ajena, ni decir —como dijeron históricamente algunos— “¡mi conciencia es Hitler!”. En un acto conmemorativo en honor de san Antonio que tuvo lugar en la ciudad de Padua en 1992, el teólogo -metido a resolver problemas éticos- volvía a estudiar el problema de la relación entre verdad y libertad. Tras hacer un análisis del concepto de libertad en Lutero y Kant, en Marx y Sartre, planteaba el problema en toda su urgencia, también con una argumentación de tipo vital. “Pienso en la cuestión del aborto. En la radicalización de la tendencia individualista de la Ilustración, el aborto se presenta como un derecho a la libertad: la mujer debe poder disponer de sí misma. Debe ser libre tanto para traer un niño al mundo como para deshacerse de él”[18]. La persona se constituiría ante sí misma como un dios que se confiere su propia libertad y que se crea su propia verdad. Sin embargo, sigue diciendo, los resultados de este planteamiento libertario radical no resultan siempre risueños. Ante la ausencia de felicidad y libertad en la persona, la solución propuesta allí vuelve a ser entonces la misma. “De este modo se desprende claramente que la libertad está unida a un criterio, al criterio de la realidad, de la verdad. La libertad para autodestruirse o para destruir al otro no es libertad, sino su diabólica parodia. La libertad del hombre es libertad compartida, libertad en convivencia de libertades, que se limitan y se sostienen recíprocamente. La libertad ha de adecuarse a lo que yo soy, a lo que nosotros somos; de otro modo se destruye a sí misma”[19]. La propia libertad no sólo acaba donde empieza la de los demás (sería este un planteamiento demasiado solitario e individualista), sino que la libertad propia se realiza de un modo más pleno en contacto con la de los otros: así se procede al hallazgo de la misma verdad.

      Mi libertad crece con la de los demás y con un estrecho contacto con la verdad. La misma libertad en su pluralidad -tan cacareada y preconizada por tantos autores- nos pone sobre la pista de la verdad, a la que llegamos a su vez por medio de la experiencia. Así, por ejemplo, para no dejar desamparado el concepto de libertad, recuerda su inseparable binomio representado por la responsabilidad, que surge de este encuentro con otras libertades. “Responsabilidad significaría entonces vivir el ser como respuesta a lo que en realidad somos. Esta única verdad del hombre (en la que la libertad y el bien de todos están indivisiblemente ordenados la una al otro) se expresa fundamentalmente en la tradición bíblica con el decálogo que, por lo demás, coincide en muchos aspectos con las grandes tradiciones éticas de las demás religiones. […] Vivir el decálogo significa vivir la propia semejanza con Dios, responder a la verdad de nuestro ser y hacer así el bien. Dicho de otro modo: vivir el decálogo significa vivir la dimensión divina del hombre, que es precisamente la libertad: unión de nuestro ser con el ser divino y [alcanzar] la consiguiente armonía de todos con todos”[20]. Vivir el código ético presente en nuestra verdad personal nos permite alcanzar la libertad más alta posible: el entrar en contacto con la misma libertad de Dios. El argumento ha alcanzado de este modo la altura propia de la teología.

      La verdad nos hace más semejantes a Dios; nos otorga una libertad que es más propia de la condición divina. También en 1998 recordó Ratzinger este insalvable vínculo entre verdad, conciencia y conocimiento, de nuevo en polémica contra la “dictadura del relativismo”. “Sin la verdad, en efecto, la sabiduría humana se reduce a opinión y, al empequeñecerse, se produce a su vez un debilitamiento de la conciencia, la cual termina por encontrarse débil e inerme frente a los desafíos planteados por las nuevas posibilidades y situaciones siempre nuevas, planteadas por una razón puramente tecnológica. La primera víctima de un pensamiento que niega la verdad es la conciencia misma del hombre y, en definitiva, es el mismo hombre el que permanece herido. Excluir al hombre del acceso a la verdad es la raíz de toda alienación. [...] Sin la posibilidad de la razón de investigar y descubrir la verdad, se pierde el corazón mismo del hombre y el hombre vuelve a ser —para el hombre mismo— un enigma sin solución. [...] La conciencia humana resulta, en primer lugar, interpelada para que se enfrente al problema del fundamento mismo del existir y del vivir y, después, es invitada a reconocer la verdad de Dios como presupuesto y principio de toda verdad: la misma revelación cristiana se muestra y ofrece como el encuentro idóneo entre verdad y razón”[21]. Si la verdad no existe, no sólo me está permitido todo, sino que desaparece paradójicamente la misma conciencia y la misma libertad. La libertad y la conciencia no encuentran más garantías y más refugio que la propia voluntad de poder, y esta situación resulta peligrosa para una gran e inmensa mayoría formada por débiles. En esto consiste la “dictadura del relativismo”. 

      Es cierto que esta misma verdad es una conquista difícil reservada a un número no muy alto de mentes y vidas privilegiadas, aunque —concluía en 1991 de modo teológico— también se encuentra encarnada en la persona de Jesucristo. Esta afirmación supone un apoyo incondicional y definitivo para una razón abierta a todos los conocimientos posibles, vengan de donde vengan. No es ésta, sin embargo, una conquista fácil. Así, “el elevado camino hacia la verdad y el bien no es cómodo. Es un camino exigente para el hombre. Pero tampoco es el cómodo encerrarse en uno mismo lo que salva. Cuando se procede así, el hombre se atrofia y se pierde. En la andadura por las montañas del bien, descubre poco a poco la belleza que se oculta en la fatiga por alcanzar la verdad y que halla el valor redentor que la verdad tiene para él. Pero con esto no está todo dicho. Disolveríamos el cristianismo en moralismo si no mostráramos esa noticia suya [=de la verdad revelada en Jesucristo] que trasciende nuestro obrar. [...] Esta es la verdadera novedad del cristianismo: el Logos —la verdad en persona— es también la expiación, poder transformador que supera nuestras capacidades e incapacidades. En esto reside lo verdaderamente nuevo sobre lo que descansa la gran memoria cristiana, la cual es la respuesta más profunda a lo que espera la anamnesis del Creador en nosotros. [...] El yugo de la verdad se hace “ligero” (Mt. 11,30) cuando la verdad viva nos ama y consume nuestras culpas en su amor. Solo cuando sepamos y experimentemos interiormente todo esto, seremos libres para oír alegremente y sin miedo el mensaje de la conciencia”[22]. La libertad necesita una referencia segura para poder crecer y realizarse, y ¿qué referencia más orientadora que la misma Verdad encarnada? Por eso Jesús afirma que “la verdad os hace libres” (Jn. 8,32).

III. Verdad, fe y culturas

      También Joseph Ratzinger hace trascender el razonamiento del ámbito individual de la persona y quiere llegar al de la cultura y la sociedad. Ya en un artículo de 1960 publicado en Wort und Wahrheit, el joven teólogo —con un estilo muy distinto del actual— se planteaba la relación entre verdad y culturas, es decir, se preguntaba si la fe cristiana puede convivir también en otras culturas distintas de la occidental, considerada tradicionalmente cristiana. “Occidente no es el mundo, de modo que no puede pasar por alto por más tiempo la independencia y la singularidad de otras culturas. Cuando se mantiene que la fe cristiana no es una expresión del espíritu y la religiosidad occidentales, sino que lo ‘absoluto’ procede aquí del ser absoluto de Dios (nada de lo que viene de los hombres es absoluto; solamente de Dios viene lo absoluto), entonces se debería también preguntar uno si otras culturas y espiritualidades no tendrían los mismos derechos que la occidental. La teología —y con ella las demás formas del cristianismo— han sido definidas una y otra vez como occidentales, de modo que estas se presentan en otras culturas como productos importados de occidente, como cuerpos extraños procedentes de otro mundo. Si la fe cristiana es un absoluto, un modo de asentamiento del mismo Dios, la cultura occidental resulta una obra humana relativa (todas las propuestas tienen los mismos derechos en cuanto que son obras humanas), entonces se plantea la pregunta de si no hay aquí un error: ¿no hay otras formas legítimas al lado de la versión occidental de la fe, las cuales podrían dar lugar a su vez a otras culturas, que sin embargo intentan ver y hablar de lo absoluto de Dios desde sus respectivos —humanos y, por tanto, limitados— puntos de vista?”[23].

      La pregunta es: ¿entra el cristianismo en crisis al enfrentarse con otras culturas? ¿Está todavía la cultura occidental en deuda con el cristianismo? ¿Es el cristianismo una religión exclusivamente occidental? Si fuera así, el relativismo tendría razón y el cristianismo no podría tener pretensiones de universalidad. Es cierto que es este un tema recurrente en los escritos de Joseph Ratzinger: los derechos del cristianismo en la cultura occidental y europea[24]. Sin embargo, el teólogo alemán se planteaba también en 1975 la relación entre la verdad y las distintas culturas, pues todas ellas detentan idénticos derechos respecto a la verdad. “La ingenuidad cristiana consiste en que afronta la cuestión de la verdad y en que refiere la cultura a esta verdad. Cuando no ocurre así, [la fe cristiana] se convierte en algo vacío y peligroso: lo sabemos todos y lo vivimos”[25]. La fe y las culturas exigen una continua referencia de la una a las otras; presentan una íntima circularidad. La apertura de las distintas culturas consiste en la complementariedad. Por eso la fe y la verdad han de encontrar cobijo en todo el mundo. Ratzinger se refirió en 1993 a la necesidad de cumplir el mandato de Jesús de ir a todo el mundo para predicar el evangelio (Mt. 18, 19s.), con un pleno respeto a las diferencias culturales. “El punto de partida del universalismo cristiano no fue el deseo de poder, sino la certeza de haber recibido el conocimiento salvador y el amor que redime, al que todos los hombres pueden aspirar y que esperan en lo más profundo de su corazón”[26]. Tomaba entonces allí, como punto de partida para su reflexión, el mea culpa pronunciado en nombre de la Iglesia, por los eventuales abusos cometidos durante la evangelización de América. Ratzinger amplía esta cuestión a todo el mundo y a la situación de la cultura actual y se pregunta: ¿tiene la fe derecho a ir a todo el mundo? 

      Está claro que resulta inevitable que, al encarnarse la fe en otras culturas, surge un trauma, un conflicto, un choque entre culturas y civilizaciones. “En efecto, no se logra entender cómo la cultura —que se ha entrelazado con la religión, y sigue entrelazada y vive en ella— pueda ser, por así decirlo, trasplantada a otra religión sin que, en esta operación, desaparezcan ambas”[27]. La fe y las culturas se fagocitarían y se autodestruirían. El problema estaba por tanto planteado. ¿Supone la verdad un obligado fundamentalismo que suprime los derechos de cualquier cultura? En primer lugar, Ratzinger propone que se han de evitar planteamientos igualitarios en lo que a las culturas se refiere. No todas las culturas son iguales. “El propósito de inculturación [de la fe] resulta razonable sólo cuando no se comete el error de abrirla y dirigirla —en virtud de una nueva energía cultural— fuera de un ordenamiento común hacia una verdad superior al hombre. [...] La dignidad de una cultura se muestra en su apertura, en su capacidad de dar y de recibir, de desarrollarse, de dejarse purificar, de convertirse de este modo más conforme con la verdad y con el hombre”[28]. La dignidad de cada cultura dependerá de su grado de apertura. De este modo, se establecerá más adelante una definición y una caracterización del concepto de cultura. “En la cultura, lo que cuenta es un comprender como conocimiento que [nos] abre a la praxis; por tanto, un conocimiento al que corresponde de un modo indispensable la dimensión de los valores, de la moralidad. [... Además,] no se puede entender el mundo, y no se puede vivir de un modo justo, si permanece sin respuesta la pregunta sobre la divinidad. Es más, el núcleo de las grandes culturas está en la interpretación del mundo en lo que se refiere a la relación con la divinidad”[29]. En toda cultura hay un mayor o menor acceso a la verdad y a Dios: en esto consiste su grandeza.

      De este modo, así como verdad, razón y conciencia estaban unidas, existirá de igual manera una permeabilidad y una apertura de cada cultura a todas las demás culturas abiertas y legítimas. Para avanzar en la argumentación, realiza entonces un breve análisis fenomenológico del concepto de cultura, y llega a la conclusión de que esta no constituye algo estático y cerrado, sino que requiere una cierta evolución con respecto a las demás culturas y a la misma verdad. Además, como hemos dicho, no todas las culturas son iguales, así como no todas las religiones tienen un mismo valor ético y cognoscitivo, tal como podemos observar casi a diario. También el mal se infiltra en religiones y culturas, sigue diciendo Ratzinger. “El drama de todo esto que se hace por el encuentro entre las culturas estriba en un innegable factor de alienación. Se equivoca quien sólo ve en las religiones de la tierra una deplorable idolatría, pero también se equivocaría el que quisiera valorar las religiones exclusivamente en términos positivos, y de repente se olvidara la crítica a la religión, cuyo fuego ardía no sólo en el ánimo de Marx y Feuerbach, sino también en teólogos del calibre de Karl Barth y Dietrich Bonhoeffer”[30]. La religión y las culturas deben estar también sometidas a la crítica de la razón para no caer en la superstición y el fundamentalismo, tal como convinieron el entonces prefecto de la Congregación de la Doctrina de la Fe y el filósofo alemán de la Escuela de Frankfurt Jürgen Habermas (nacido en 1929), en un debate que tuvo lugar en Munich en enero de 2004[31].

      Así, se requiere que una verdadera cultura no sea un sistema cerrado, sino que esté abierta a las demás culturas, a la razón y a la misma verdad. Con este mismo título de presentación, el cristianismo podrá abrirse paso en todas las culturas, por su directa vinculación con la verdad. De hecho el cristianismo es la religión de la verdad hecha persona, de la verdad que se ha hecho hombre. “Esta es la gran pretensión con la que la fe cristiana ha entrado en el mundo. Esto implica la obligación moral de enviar a todos los pueblos a acercarse a las enseñanzas de Jesús, porque Él es la verdad en persona y, por tanto, el camino para ser hombres” de un modo pleno[32]. La verdad se encarna y nos propone el más alto y sublime modelo de conducta para todos los seres humanos. Por eso la fe tiene carta de ciudadanía en todas las culturas, lo cual exige como condición previa la mencionada permeabilidad entre todas ellas. La fe, que se hace cultura y se encarna en todas las culturas, tiene vocación universal. “Esta no será jamás una síntesis acabada del todo; implica un continuo trabajo de reconciliación y de purificación; deberá existir un continuo paso al todo, a lo universal (que no constituirá un pueblo empírico, sino precisamente el pueblo de Dios y, por tanto, un espacio para todos los hombres). Y viceversa, lo que es común deberá pasar a lo que es particular, y deberá ser vivido y sufrido en lo concreto de la historia”[33]. Apertura e intercambio, elevación y purificación: serán estas las condiciones en las que la verdad tendrá una situación prioritaria, dado el poder liberador al que antes nos hemos referido.

IV. Logos y verdad

      Estos derechos adquiridos por la verdad del cristianismo exigirán un cierto proceso de crisis cultural, antes de la posterior elevación de la cultura misma. Ratzinger comenta aquí las palabras de Juan: “Cuando sea elevado sobre la tierra, atraeré a todo hacia mí” (12,31). “Estas palabras que se refieren al Señor elevado aluden a nuestro contexto: la cruz es, en primer lugar, fractura, rechazo, ser levantado de la tierra; pero precisamente de este modo se constituye en un nuevo centro de gravedad —que tira hacia arriba— de la historia del mundo, [y] recoge lo que estaba disperso”[34]. La fe eleva, y por eso no es sólo una propiedad privada de los individuos, sino que debe habitar también entre los pueblos para que estos puedan progresar de verdad. La cruz debería estar clavada en todas las culturas, para que estas puedan alcanzar una mayor altura y humanidad. Para esto el mismo Logos -la Verdad- se ha encarnado en la historia, en medio de toda la humanidad. Es esta la propuesta de Ratzinger y de todo el cristianismo, que mantiene toda su vigencia en los momentos actuales. “Esto significa que (al no ser el pueblo de Dios una estructura cultural particular, sino que está integrado por todos los pueblos) también la primitiva identidad [de cada cultura], al rehacerse de la fractura, encuentra su sitio en este [pueblo de Dios]; es más, resulta necesaria esta [su primitiva identidad] para llevar a cabo que la encarnación de Cristo, del Logos, llegue a su plenitud. La tensión de muchos sujetos en uno solo pertenece, por su propia naturaleza, al drama nunca acabado de la encarnación del Hijo”[35]. El Logos entra así en contacto con toda la humanidad y con todas las culturas, provocando una necesaria tensión positiva.

      Hemos visto que la verdad podrá llegar de modo pleno a todas las culturas, y su universalidad se constituirá en uno de sus presupuestos. La verdad se dirige a todas las personas y culturas, como consecuencia de la doctrina cristiana de la encarnación. “Todo esto será verdad si Jesús de Nazaret es —de verdad— el sentido de la historia hecho hombre, el Logos, la manifestación de la misma verdad”[36]. Pero esto no resulta una evidencia a todas luces para todos pues, en el mundo actual, la tendencia dominante es el relativismo y, en este sentido, “la cultura se contrapone a la verdad”[37]. Por tanto, según este relativismo (que a veces emite formulaciones dogmáticas), la verdad se convierte en puro totalitarismo, y entiende la misión de la Iglesia de difundir la fe en una violencia colonial contra las propias culturas autóctonas. Además, el encuentro y el choque de la fe con culturas y civilizaciones en el mundo actual, se presenta como una pretensión ahistórica y retrógada. Sin embargo, siguiendo este mismo razonamiento, tampoco se podrían mezclar —por ejemplo— la técnica con las culturas y las religiones. No, aducen, porque la técnica es neutral y global. Pero este razonamiento tiene una trampa, denunciaba entonces el prefecto. “En realidad, la civilización técnica no es en absoluto neutral en materia religiosa y moral, aunque piense que lo es. Esta cambia los criterios y los modos de comportamiento. Esta cambia radicalmente la interpretación del mundo. Por medio de esta, el universo religioso entra en movimiento de un modo inevitable”[38]. En efecto, la llamada “globalización” nunca será éticamente neutra, sino que presenta unas claras connotaciones: contiene dentro de ella todo un código ético.

      Tal vez por eso existan distintos modelos de globalización. Por tanto, en el fondo, el problema de los derechos de la fe en las mismas culturas será el mismo que el de la técnica. La apertura de las culturas supone necesariamente un cierto trauma, una herida que puede suponer una curación o una lesión. A la cultura actual le ocurre exactamente lo mismo que a todas las demás culturas en las que se ha encarnado el cristianismo (llámense griega o germánica, china o azteca, india o africana). “Las religiones, en un mundo históricamente en movimiento, no pueden permanecer como eran o como son. La fe cristiana (que tiene ante sí un reto tan grande como las religiones y, al mismo tiempo se abre al Logos), la verdadera razón, podría conferir a su profunda naturaleza una nueva consistencia y, a la vez, hacer posible la verdadera síntesis entre racionalidad técnica y religión, que ha de alcanzarse no mediante la huida hacia lo irracional, sino mediante la apertura de la razón en toda su verdadera dimensión”[39]. Por eso, la fe, la razón, la técnica y las culturas resultan plenamente complementarias. La razón tiene hoy día un puesto importante, vuelve a recordar una vez más. En esto consiste, según Ratzinger, la recta globalización. La verdad y la razón pueden liberar a las distintas culturas de sus supersticiones, incluida la de la técnica. Por eso, no hay ningún obstáculo para que todas las culturas y religiones puedan presentarse ante Cristo, el Logos encarnado, también hoy día. No es un acto irracional, sino todo lo contrario. En este mundo plural y globalizado al mismo tiempo, “no es el relativismo el que resulta confirmado [por la razón y la verdad], sino la unidad de la naturaleza humana y su estar tocada por una verdad que es más grande que nosotros mismos”[40].

      Por todo esto las culturas necesitan de las garantías universales de la verdad, para no caer en las arbitrariedades del poder y de la técnica aislada. También en otra conferencia pronunciada en 1998, en la Universidad de La Sorbona en París, Ratzinger afrontaba el reto de la verdad en un mundo multicultural, con todas las prevenciones necesarias. “A la reivindicación de universalidad de todo lo cristiano, que se basa en la universalidad de la verdad, viene enseguida contrapuesta la pluralidad de las culturas”[41], se volvía a proponer una vez más. Sin embargo, allí recordaba también de nuevo el dinamismo de las culturas. “Las culturas —como expresión de la única esencia del hombre— están caracterizadas por la dinámica del hombre que trasciende todos los límites. Las culturas, por lo tanto, no están fijadas de una vez para siempre en una estructura, sino que tienen la capacidad de evolucionar y de transformarse, con el peligro sin embargo, de sumirse en la decadencia. Están llamadas a encontrarse y a fecundarse recíprocamente”[42]. Las culturas son dinámicas, nunca estáticas: pueden crecer y evolucionar o, por el contrario, decaer y morir. Todo depende del fundamento y el alimento en que se sustenten. Una cultura sin raíces muere. Sin embargo, por otra parte, este problema del contacto entre las culturas influye también en la fe, pues existe la amenaza de que esta sea diluida en medio de un variopinto multiculturalismo. Habrá que ver si la verdad será capaz de encarnarse en esa cultura abierta y maleable, al igual que el Logos ha asumido la condición humana.

      Ratzinger se refería en este sentido a la crisis de la verdad en la cultura actual, así como a sus inevitables consecuencias. “El adiós aparentemente indiferente a la verdad sobre Dios y sobre la esencia de nuestro yo, la aparente insatisfacción por no poderse ocupar ya de todo esto, engañan. El hombre no se puede resignar a ser y permanecer, en lo que le es esencial, como un ciego de nacimiento. El adiós a la verdad no puede ser nunca definitivo”[43]. Esa renuncia a la verdad no libera, y además crea una ética de esclavos, sigue sosteniendo. Continuaba así este mismo razonamiento en Lugano (Suiza), en el año 2000, tras realizar un excursus bíblico sobre la figura de Moisés y su relación con la cultura egipcia y la concepción de la religión en la filosofía analítica[44]. Según esta, “se puede comparar la fe religiosa al enamoramiento de un ser humano, más que a la convicción de que una cosa sea verdadera o falsa”[45]. La fe cristiana no tendría entonces nada que hacer respecto a la verdad: tan sólo se ocuparía de sentimientos religiosos pasajeros. Las consecuencias de todo este planteamiento parecen claras. “El adiós a la pretensión de la verdad (que de por sí sería el adiós a la fe cristiana en cuanto tal) resulta aquí amortiguado [...]. La fe que está “en juego” resulta algo totalmente distinto a la fe creída y vivida. No indica un camino, sino tan sólo un adorno. No nos ayuda ni a vivir ni a morir; como mucho, ofrece algo de alivio, un poco de placentera apariencia”[46].

      Sin embargo, existe aquí un error en la concepción de la naturaleza de la fe cristiana, pues esta abarca ideas y afectos, inteligencia y voluntad, pensamientos y sentimientos[47]. Por otra parte, no hemos de olvidar que la mentira o el error —más o menos consciente— no liberan ni dan a la persona esa felicidad necesaria para consumar su existencia. Por el contrario, como decíamos, la verdad y la fe cristiana, según Ratzinger, ofrecen esa libertad y por eso tienen derecho de ciudadanía en todas las culturas. “La cuestión de la verdad es inevitable. Esta resulta indispensable para el hombre y se refiere precisamente a las decisiones últimas de su existencia: ¿existe Dios?, ¿existe la verdad?, ¿y el bien? La distinción ‘mosaica’ es también la distinción socrática, podríamos decir. Aquí manifiestan la motivación interior y la interior necesidad del encuentro histórico entre la Biblia y la Hélade. [...] En este sentido, en el mundo del espíritu griego subsiste una expectativa respecto a la cual el cristianismo supone una certera respuesta”[48]. Los griegos y los hebreos (y otros tantos pueblos y culturas) coinciden en un determinado punto de su búsqueda de la verdad y de la necesidad de la razón. La fe y la razón, en este caso, completan la cultura y la llevan a su plenitud. “En este aspecto, en el mundo mediterráneo, [y] más tarde en el mundo árabe y también en partes de Asia, el monoteísmo se presenta como la reconciliación entre razón y religión: la divinidad a la que llega la razón es idéntica al Dios que se manifiesta en la revelación. Revelación y razón se corresponden. Existe la ‘verdadera religión’; la cuestión sobre la verdad y sobre Dios se han reconciliado”[49].

      Ahora bien, ¿esta pretensión de verdad es contraria a las culturas, a las distintas religiones, a la misma tolerancia? Vuelve a surgir la pregunta ya formulada en numerosas ocasiones. Para argumentar una vez más su contrario, Ratzinger recurre esta vez a una demostración de tipo histórico. El cristianismo se ha aliado con su peor enemigo, con aquellas de quienes había recibido tan duros ataques: la razón y la filosofía. “La primera fase es la alianza del cristianismo con la razón; alianza que se presenta en los escritos de los Padres, de Justino a Agustín y más allá: quienes anuncian el cristianismo se ponen de la parte de los filósofos, de la razón, en contra de las religiones, en contra de la doble verdad [...]. Estos ven las semillas del Logos, de la razón divina, no en las religiones, sino en el movimiento de la razón que ha disuelto estas religiones. Pero también aparece aquí un segundo punto de vista, por el que se destacan las relaciones con las religiones y los límites de la razón”[50]. Por tanto, la razón servirá de crisol para culturas y religiones (este era el acuerdo entre Ratzinger y Habermas en Munich). Por eso el cristianismo puede apoyarse en la inteligencia, aunque no de un modo unilateral ni exclusivo. “Las tres preguntas [de la razón] sobre la verdad, sobre el bien, sobre Dios, constituyen una única pregunta. [...] El concepto bíblico reconoce a Dios como el Bien, como el Bueno (Mc. 10,18). Este concepto de Dios alcanza su mayor límite en la afirmación joánica: “Dios es amor” (1 Jn. 4,8). Verdad y amor son idénticos. Esta afirmación —si se toma en su verdadero sentido— es la más alta garantía de tolerancia; de una relación con la verdad cuya única arma es ella misma y, por tanto, el amor”[51]. Y esta identidad entre verdad y amor, según la teología cristiana, se da de modo pleno en la persona de Jesucristo, el Logos encarnado.

      Por todo esto surge una inevitable y cierta exclusividad por parte del cristianismo, que puede producir algunos efectos aparentemente traumáticos en las culturas, pero que constituyen medidas quirúrgicas dirigidas a la curación y a la mejora de las condiciones actuales. Así, Ratzinger recordaba en 2002 que es el Logos el que debe purificar las culturas; traía allí a colación un texto de san Basilio el Grande, un Padre de la Iglesia oriental del siglo IV: “El sicomoro produce frutos abundantes, que no tienen sabor alguno si no se les hace una pequeña incisión, de manera que el jugo salga fuera y puedan saber bien. Por este motivo consideramos [el sicomoro] como un símbolo de los pueblos paganos: son muchos, pero al mismo tiempo no tienen sabor. Esto viene por el modo de vida entre los paganos. Cuando sin embargo se consigue cortar con el Logos, este se transforma, se convierte en útil y sabroso”[52]. El Logos y la verdad han de incidir en todas las conciencias, en todas las libertades, en todas las culturas, para que se pueda desplegar su gran virtualidad liberadora, se recuerda. A lo que el teólogo alemán añade más adelante: “La transformación necesaria no puede venir de una característica propia de un árbol y su fruto, sino que se requiere una intervención del que lo cultiva. Al aplicar este concepto al paganismo y a las características de la cultura humana, se debe concluir que sólo el Logos puede incidir en la cultura y en sus frutos, con el fin de que lo que antes resultaba inútil pueda ser ahora purificado, y no sólo resulte lleno de valor, sino también sabroso”[53]. La fe y la verdad deben incidir en todas las culturas, a veces con una cierta energía. “De este modo —concluye— […], este “corte” por parte del Logos ha modificado [en los primeros siglos del cristianismo] la cultura del momento, y ha traído “aquí” lo que esta contenía de esencial y verdadero. Por medio de la incisión en el sicomoro de la cultura antigua, los Padres la han puesto a nuestra disposición en su conjunto, transformando en un magnífico fruto lo que antes era medio de corrupción (faulem Zeug). […] Esto es lo que significa ‘evangelizar la cultura’”[54].

      La verdad puede y debe incidir en las culturas, así como el Logos se ha encarnado para poder llegar a todos los hombres y mujeres, y llevarles hacia una verdad y una libertad más plenas. De hecho, en la conferencia que pronunció en 2005 en el monasterio de Subiaco (cuna de los benedictinos y de Europa, cuando recibió el Premio San Benito “por su labor excepcional a favor de la promoción de la vida y de la familia en Europa”), dos días antes de fallecer Juan Pablo II, el cardenal decano recordaba: “Al llegar a este momento quisiera, en mi calidad de creyente, hacer una propuesta a los laicos. En la época de la Ilustración se ha intentado entender y definir las normas morales esenciales diciendo que serían válidas etsi Deus non daretur, incluso en el caso de que Dios no existiera. En la disparidad de confesiones y en la crisis remota de la imagen de Dios, se intentaron mantener los valores esenciales de la moral por encima de las diferencias, y buscar una evidencia que no dependiera de las múltiples divisiones e incertezas de las diferentes filosofías y confesiones. Así, se quisieron asegurar los fundamentos de la convivencia y, más en general, los fundamentos de la humanidad. En aquel entonces, pareció que era posible, pues las grandes convicciones de fondo surgidas del cristianismo en gran parte resistían y parecían innegables. Pero ahora esto ya no es así”[55]. Este acuerdo moral, esta “ética mundial”, este consenso ético era posible porque en el fondo estaba el sustrato cristiano, que había configurado la sociedad a lo largo de los siglos.

      Sin embargo, estas garantías no se han mantenido incólumes a lo largo de este tiempo. La división histórica resulta clara y evidente; los acontecimientos violentos de las eras moderna y contemporánea hablan por sí mismos. Por eso, el futuro papa se atrevía a hacer una propuesta a un pensamiento laico, que muestra sus reticencias a aceptar la fe cristiana. Se trata —según le parece a él— de una propuesta razonable, en su sentido más pleno. “Deberíamos, entonces, dar la vuelta al axioma de los ilustrados y decir: incluso quien no logra encontrar el camino de la aceptación de Dios debería de todas formas buscar vivir y dirigir su vida veluti si Deus daretur, como si existiera Dios. Este es el consejo que daba Pascal a sus amigos no creyentes; es el consejo que quisiéramos dar también hoy a nuestros amigos que no creen. De este modo nadie queda limitado en su libertad, y nuestra vida encuentra un apoyo y un criterio del que tiene necesidad urgente. Lo que más necesitamos en este momento de la historia son hombres que, a través de una fe iluminada y vivida, hagan que Dios sea creíble en este mundo. El testimonio negativo de cristianos que hablaban de Dios y vivían contra Él, ha oscurecido la imagen de Dios y ha abierto la puerta a la incredulidad. Necesitamos hombres que tengan la mirada fija en Dios, aprendiendo ahí la verdadera humanidad. Necesitamos hombres cuyo intelecto sea iluminado por la luz de Dios y a quienes Dios abra el corazón, de manera que su intelecto pueda hablar al intelecto de los demás y su corazón pueda abrir el corazón de los demás”[56]. La verdad y la razón pueden liberar al mundo de sus pesadillas, sostiene Ratzinger. Por eso requerimos también de la referencia a Dios, como principal garante de la verdad, de la conciencia y de la libertad. Es esta la lucha contra la “dictadura del relativismo”, que puede ser también aceptada por los no creyentes que estén deseosos de una mejora en las personas y en las culturas.

Pablo Blanco Sarto es profesor de Teología Dogmática en la Universidad de Navarra


  Notas
    [1] Ratzinger, J. (2005b). Sobre este tema puede verse Blanco Sarto, P. (2005), pp. 121-161. Un comentarista ha destacado esta misma idea: “Acaso con mayor precisión que la de ‘Papa del pensamiento y de la palabra’, tendríamos que pensar en Benedicto XVI como el Papa de la verdad: sobre el mundo, sobre el hombre y sobre Dios; sobre la centralidad de Cristo, sobre el evangelio como espejo moral y sobre la Iglesia”, Montero, A. (2005), p. 3.
    [2] Ratzinger, J. (2002), pp. 246-247.
    [3] Ratzinger, J. (1998), p. 107.
    [4] Ratzinger, J. (1993), p. 83, n. 20. Ver también Bellandi, A. (1993), pp. 332-335.
    [5] Ratzinger, J. (1999), p. 89.
    [6] Ratzinger, J. (2004), pp. 59-60. Sobre el tema de las relaciones entre verdad y libertad, puede verse Pérez Asensi, J.E. (2005), pp. 104-106, pp. 110-112, pp. 125-127.
    [7] Ratzinger, J. (1990), p. 432.
    [8] Ratzinger, J. (1990), p. 433.
    [9] Ratzinger, J. (2003a), p. 218.
    [10] Ratzinger, J. (1995), pp. 31-32; véase también la recensión de Lluch Baixauli, M. (1996), pp. 282-286.
    [11] Ratzinger, J. (1995), pp. 34-35.
    [12] Ratzinger, J. (1995), pp. 36-37.
    [13] Ratzinger, J. (1995), p. 49. Ver también Pérez Asensi, J.E. (2005), pp. 128-130 y Blanco Sarto, P. (2005), pp. 142-152.
    [14] Ratzinger, J. (1995), p. 50.
    [15] Ratzinger, J. (1995), p. 53, subrayados en el texto. Ver Bausola, A. (1997), pp. 84-88.
    [16] Ratzinger, J. (1995), p. 55.
    [17] Ratzinger, J. (1995), pp. 56-62.
    [18] Ratzinger, J. (1997), p. 20.
    [19] Ratzinger, J. (1997), p. 22.
    [20] Ratzinger, J. (1997), p. 25.
    [21] Ratzinger, J. (1999b), pp. 80-81.
    [22] Ratzinger, J. (1995), pp. 75-77; hace un paréntesis al relatar la interpretación del mito de Orestes que figura en Balthasar, H.U. von (1965). Puede consultarse también el magnífico estudio de Twomey V. (1997), pp. 111-145.
    [23] Ratzinger, J. (1960), p. 179. Ver también sobre este punto Blanco Sarto, P. (2005), pp. 152-161.
    [24] Véase por ejemplo Ratzinger, J. (1993), pp. 111 y ss.
    [25] Ratzinger, J. (1985), pp. 405-406.
    [26] Ratzinger, J. (2003a), p. 57.
    [27] Ratzinger, J. (2003a), p. 61.
    [28] Ratzinger, J. (2003a), p. 62.
    [29] Ratzinger, J. (2003a), p. 63; alude aquí a Pieper, J. (1970).
    [30] Ratzinger, J. (2003a), p. 68.
    [31] El texto original se encuentra en: http://www.sbg.ac.at/sot/texte/kath.ak.-habermas-ratzinger-teil2.doc+habermas-ratzinger&hl=es. Existe una traducción castellana en La Vanguardia (1.5.2005), pp. 28-29. Sobre este tema de las relaciones entre fe y racionalidad, puede verse el segundo capítulo titulado “Razón” de Blanco Sarto, P. (2005), pp. 107-161.
    [32] Ratzinger, J. (2003a), p. 69.
    [33] Ratzinger, J. (2003a), p. 71.
    [34] Ratzinger, J. (2003a), p. 73.
    [35] Ratzinger, J. (2003a), p. 74. Sobre este particular, puede verse Blanco Sarto, P. (2005), pp. 121-132.
    [36] Ratzinger, J. (2003a), p. 73.
    [37] Ratzinger, J. (2003a), p. 75; remite a Dupuis, J. (1997).
    [38] Ratzinger, J. (2003a), p. 79.
    [39] Ratzinger, J. (2003a), p. 81.
    [40] Ratzinger, J. (2003a), p. 82. Sobre este particular, puede verse además Blanco Sarto, P. (2005), pp. 15-23 y pp. 108-121.
    [41] Ratzinger, J. (2003a), p. 204.
    [42] Ratzinger, J. (2003a), p. 206; cita a Juan Pablo II: Fides et ratio n. 71.
    [43] Ratzinger, J. (2003a), p. 173.
    [44] Para esto se basa en el estudio de Assmann J. (1998).
    [45] Ratzinger, J. (2003a), p. 228; aquí remite a Wittgenstein, L. (1962).
    [46] Ratzinger, J. (2003a), p. 230.
    [47] He explicado la naturaleza de la fe en Ratzinger en Blanco Sarto, P. (2005), pp. 57-105.
    [48] Ratzinger, J. (2003a), pp. 236-237.
    [49] Ratzinger, J. (2003a), p. 238; se remite aquí al De civitate Dei de san Agustín.
    [50] Ratzinger, J. (2003a), p. 242.
    [51] Ratzinger, J. (2003a), p. 244.
    [52] Basilio, In Isaia 9, 228 (comentario a Is 9, 10), PG 30, 516D-517A.
    [53] Ratzinger, J. (2003b), p. 46.
    [54] Ratzinger, J. (2003b), pp. 50-51.
    [55] Ratzinger, J. (2005a), p. 45.
    [56] Ratzinger, J. (2005a), p. 48.

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