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segunda-feira, 28 de outubro de 2013

Culture at the “Heart of Liberty” - by James V. Schall, S.J.

In TCT

To read, one after the other, the following two statements is a philosophical experience. The first passage is from Justice Anthony Kennedy in the 1992 Casey decision: “At the heart of liberty is one’s own concept of existence, of the universe, of the meaning of his life. . . .People have organized intimate relationships and choices that define their views of themselves and their places in society, in reliance on the availability of abortion in the event that their contraception should fail.” 

We once were told that contraception would eliminate the need for abortion. It usually increases it. The curious logic of this position has been frequently examined. What if, as in the case of abortion, my understanding of the meaning of life includes your destruction? How does the principle help those who are destroyed by my principle?

Next, we read the remarks of Pope Francis to Eugenio Scalfari: “Each of us has a vision of good and evil. We have to encourage people to move towards what they think is Good. Everyone has his own idea of good and evil and must choose to follow the good and fight evil as he conceives them. That would be enough to make the world a better place.” But does such a principle, when in place, make the world a better place? 

I am hard pressed to see any substantial difference between these two opinions as expressed. Both men are Catholics explaining what they hold. Both men seem to be looking at the subjective side of a person’s interior judgments. The whole objective world that is there and affected by the consequences of these positions is bypassed as irrelevant or immaterial. I cannot see why either Mao or Hitler, let alone Hobbes, would have any problem with these positions as stated. Each historical figure would maintain that he was trying to put his “understanding of existence and the good” into practice. So what’s the problem?

The problem is how the internal forum of one’s conscience is related to the objective order of the world, to what human beings actually are. Aquinas taught that an objectively erroneous conscience must also be followed. If this position were what Kennedy and Pope Francis were saying, it can be defended. The pope’s “Who am I to judge?” from the Rio return flight interview expressed our ignorance of how another person sees himself. The pope said that he was talking of someone who sincerely thought what he was doing was all right, but someone who had resolved to lead a “good” life. How many, if any, are these? We have no idea.

Whether some, say, practicing abortionist is really “unaware” of disorder in his acts, we simply speculate about. God knows as does the person involved. But if anyone “sincerely believes” that the commandments are “wrong,” so that he may practice the wrong as if it were right, this fact still does not exempt political or religious officials from challenging this understanding, its logic, and especially its harm to others. To speak of abortion without speaking of what is aborted, to look on it as a purely subjective issue, violates the standards of reason that we are to uphold.

The basic problem here is whether modern culture is itself neutral. The move to bring the Church “up-to-date” was evidently based on the notion that nothing in the existing culture militated against any fundamental teaching or practice of reason or faith. Thus, to “adapt” to modern culture did not seem to be dangerous. 

But if, within the culture, we find already an understanding of “rights, liberty, and equality” that, in their logic, undermines reason and law, then to conform to such a culture is to embrace, as good, beliefs and practices that are contradictory to reason and revelation. As a result, when we deal with modern culture in its own terms, we have to speak as if each of us has his own “understanding” of existence and good, no matter what it is. We establish governments to enable us to carry out what we want. 

When we meet someone with such “modern” cultural ideas that justify making what is evil to be good, we can only respond, on these premises, by giving everyone the “right,” “liberty,” or even “duty,” to do or choose whatever he wants. The actual public order becomes wholly subjective. It gives everyone the “right” or “liberty” to do or think what he wants. 

Once we arrive at this point, everything follows. With a subjective public order, we are unable to say anything about it because we have no tools but “modern ideas” of rights, liberty, and equality that, in their intrinsic philosophic definitions, allow no critique of them from an order said, in classical thought, to be “objective.
 



quarta-feira, 11 de setembro de 2013

Libertad, verdad y ley moral - por Enrique Molina

In Almudi 

El problema de fondo que va a ser estudiado, referente a los números de la sección I del capítulo II de la encíclica ‘Veritatis splendor’, está constituido por las concepciones que de uno u otro modo acaban por desvincular la libertad de la verdad, por entender erróneamente la una y la otra

Índice

a) El sentido cristiano de la libertad. Vínculos de la libertad a la verdad.
b) La ley moral tiene su origen último en Dios. Autonomía y heteronomía morales.
c) La naturaleza humana, y en concreto el cuerpo humano, tiene un significado moral. La comprensión cristiana de la ley natural.
d) Universalidad e inmutabilidad de las normas morales naturales.
      El tema que trataremos aquí es el contenido de la sección I del capítulo II de la encíclica Veritatis splendor, titulada “La libertad y la ley”, que se dirige a comentar críticamente aquellas interpretaciones de la doctrina moral cristiana sobre la libertad humana, la ley moral y la relación entre ambas, que la desvirtúan de tal modo que no la hacen compatible con las verdades reveladas al respecto. Con ella comienza la tarea de discernimiento de la Iglesia sobre algunas tendencias de la teología moral actual (este es precisamente el subtítulo del capítulo II), tras haber puesto como referencia de juicio los contenidos esenciales de la revelación del Antiguo y del Nuevo Testamento sobre el comportamiento moral (n. 28).

a) El sentido cristiano de la libertad. Vinculación de la libertad a la verdad

      El problema de fondo que va a ser estudiado en estos números del documento está constituido por las concepciones que de uno u otro modo acaban por desvincular la libertad de la verdad, por entender erróneamente la una y la otra.

      Los nn. 28 a 31 presentan el objetivo que se pretende: “enunciar los principios necesarios para el discernimiento de lo que es contrario a la «doctrina sana», recordando aquellos elementos de la enseñanza moral de la Iglesia que hoy parecen particularmente expuestos al error, a la ambigüedad o al olvido” (n. 30).

      Los nn. 31 a 34 recogen muy brevemente las interpretaciones de la libertad que no son compatibles con la verdad sobre el hombre como criatura a imagen de Dios, y que han de ser corregidas a la luz de la fe. Dichas interpretaciones se agrupan en dos grandes tipos: a) considerar la libertad como un absoluto, de modo que se constituye en fuente de los valores, y b)  poner radicalmente en duda la posibilidad de una verdadera libertad en el hombre, siguiendo las conclusiones de las ciencias humanas. Estas posturas conducen, respectivamente: a) a una concepción radicalmente subjetivista del juicio moral (cada conciencia determina autónomamente lo que es bueno y lo que es malo), y b) a una concepción relativista de la moral, que la hace depender de los hábitos y costumbres del tiempo presente.

      Frente a estas posturas se sitúa la doctrina católica sobre la libertad recordada en el Concilio Vaticano II, según la cual sólo se puede hablar de libertad verdadera cuando se entiende con ella la capacidad del hombre de buscar sin coacciones la verdad, y, adhiriéndose a ella, llegar libremente a la plena y feliz perfección (cf. Gaudium et spes, n. 11). Así, si existe libertad para emprender el propio camino de búsqueda de la verdad, existe también el deber ineludible de buscar la verdad y seguirla una vez conocida. La relación esencial de la libertad a la verdad forma parte irrenunciable de la revelación sobre el hombre (VS cita aquí Jn 8, 32: “La verdad os hará libres”).

      A partir de aquí, se afrontarán las siguientes cuestiones:

— el origen divino de la ley moral natural frente a algunas concepciones erróneas de la autonomía moral (nn. 35-45);
— el lugar del cuerpo en las cuestiones de la ley natural (nn. 46-50);
— la universalidad e inmutabilidad de las exigencias éticas fundamentales, y la existencia de preceptos éticos particulares que obligan semper et pro semper (nn. 51-53).

      Aun a riesgo de incurrir en un cierto reductivismo, a efectos de no hacer excesivamente larga esta exposición, se puede decir que los problemas fundamentales abordados y aclarados por la encíclica en esta sección son los siguientes:

      1) las normas morales que han de guiar la conducta humana no proceden de la sola libertad, sino primera y fundamentalmente de la Sabiduría divina, sin que esto lleve consigo para el hombre una heteronomía moral;

      2) la naturaleza humana –y, en concreto, el cuerpo humano- tiene un significado moral que se ve recogido y reflejado en la ley moral, sin que esto suponga en modo alguno un fisicismo o biologismo moral;

      3) las normas morales que emanan de una recta comprensión de la libertad y de la naturaleza humanas llevan en sí las exigencias de universalidad e inmutabilidad, sin que esto se oponga al carácter histórico que reviste la existencia y vida misma del hombre.

      A continuación se comentan brevemente estos puntos centrales.

b) La ley moral tiene su origen último en Dios. Autonomía y heteronomía morales

      La doctrina aquí enjuiciada es la que concede a la libertad una total autonomía (independencia de otras fuentes o instancias) para determinar las normas que han de regular la propia conducta moral.

      El proceso que cristaliza en este tipo de posturas es enormemente complejo y está ligado al transcurrir del pensamiento ético contemporáneo. Podría decirse que dicho proceso sigue un iter que comienza con la ruptura entre la ética normativa y la cuestión del sentido de la vida. Esta ruptura consiste en que se piensa que no es posible dar una respuesta única, objetiva y universal a la pregunta sobre el bien de la vida humana tomada como un todo. Es decir, la razón moral humana, al no ser considerada capaz de encontrar una solución a esta cuestión (la cuestión del sentido objetivo de la vida humana), no puede basarse en una verdad sobre el hombre que sea la referencia firme para determinar las normas morales que han de regir su conducta de modo que llegue a realizar la plenitud de sentido de su vida. En consecuencia, la función de la razón que tiene por objeto captar el sentido del ser y existir humano, y regular, en consecuencia, la conducta del hombre en orden a realizar esa plenitud de sentido, queda poco menos que silenciada y sustituida por aquella otra función de la razón que tiene por objeto descubrir al hombre los modos de sobrevivir, de orientarse en el propio ambiente y de satisfacer sus necesidades básicas. Es lo que se ha llamado el predominio de la “razón técnica” o instrumental o tecnológica sobre la “razón sapiencial” o metafísica o moral. Por este motivo, los intereses primordiales del hombre contemporáneo son más descubrir los modos de dominar y disfrutar los recursos de la naturaleza en orden a sobrevivir, “tener”, “dominar”, etc., que descubrir la verdad sobre el sentido profundo de la vida[1].

      A consecuencia de esto, el discurso normativo (el discernimiento de lo que es lícito y de lo que no lo es) se separa de lo que se ha venido a llamar metaética, es decir, de la búsqueda del pleno sentido de la vida.

      Este modo de pensar, caracterizado por la ruptura recién mencionada, influirá en la teología moral católica. Algunos autores separarán la cuestión de sentido de la cuestión normativa, o, lo que es lo mismo, el plano salvífico (orden de la salvación o trascendental) del plano normativo (orden mundano), de tal modo que el primero representaría el contexto en que se desenvuelve el segundo pero sin determinarlo, es decir, concediendo a la ética normativa u orden intramundano autonomía frente al orden trascendental. Las normas morales del orden trascendental tendrían carácter exhortativo u orientativo, pero no normativo concreto; son llamadas trascendentales. En cambio, pertenecerían al plano intramundano las normas con contenido concreto, que son dictadas por la razón “en situación”, es decir, en función de las circunstancias histórico-culturales y personales del sujeto agente; son llamadas normas categoriales. Las primeras tienen a Dios por autor; las segundas, al hombre, dando lugar a una ética humana, válida para todos. Es el planteamiento que queda descrito en los nn. 36 ss. de la encíclica. Consecuencias suyas serán, de una parte, la negación de la existencia en la revelación divina de un contenido moral específico y determinado, universalmente válido y permanente. De otra, la negación de la competencia del Magisterio como instancia con autoridad y garantía de discernimiento en las cuestiones morales concretas, sólo ligadas a la razón humana y a la búsqueda del “bien humano”, no de la salvación.

      Con esta concepción de la autonomía moral no se pretendía contraponer frontalmente la libertad humana a la ley divina ni negar la existencia de un fundamento religioso último a la moral. Todo eso vendría dado por el plano religioso o salvífico. Se quería favorecer el diálogo con la cultura moderna, hacer patente el carácter racional de la ley moral, remarcar el carácter interior de la ley natural y de la obligación que engendra, etc. Pero se llegó a extremos que son doctrinalmente inaceptables[2].

      El punto clave erróneo de toda esta doctrina sobre la autonomía moral está en conceder a la razón en el plano intramundano una autonomía en la determinación de las normas morales que no es real. Es verdad que corresponde a la razón conocer y aplicar el orden moral, pero no es ella misma la última instancia. Por ser participación de la Sabiduría divina, ha de guardar siempre una referencia a “una razón más alta” (n. 44), de la que en último término procede y depende. Precisamente por esto la “voz de la razón humana” tiene fuerza de ley: por ser la voz e intérprete de una razón más alta, la de Dios (cf. n. 44). Por lo tanto, se puede hablar con verdad de una “justa autonomía de la razón” humana (cf. n. 40), consistente en la actividad y espontaneidad de la misma cuando busca y aplica la norma moral: la vida moral exige creatividad e ingeniosidad para descubrir los muy diversos caminos que pueden conducir a la realización del bien. Es decir, es conforme a la verdad afirmar que el hombre posee en sí mismo la propia ley recibida del Creador, y la razón humana ha de “funcionar” según sus propias reglas para descubrirla y aplicarla, pero no lo sería sostener que eso significa la creación o capacidad de creación de las normas y valores.

      Dos detalles más para terminar con este punto.

      1) No cabe introducir una oposición entre libertad y ley moral cuando se entiende la autonomía y el papel de la razón tal y como ha sido explicado: la ley divina es, por así decirlo, explicitación de lo que verdaderamente hay en el interior del hombre, no simple mandato arbitrario. La obediencia a Dios no puede suponer heteronomía, pues su voluntad no es nunca contraria a la verdadera libertad. Lo que hay, más que heteronomía o autonomía, es una teonomía participada: la participación de la razón y voluntad humanas por la obediencia en la Sabiduría y Providencia de Dios, haciéndose así el hombre providente para sí mismo.

      2) A la vista de lo explicado resulta patente que la ley natural no se llama natural por relación a las reglas que guían los procesos naturales de los seres irracionales, sino porque la razón que la promulga es propia de la naturaleza humana (cf. n. 42, donde se cita el n. 1955 del Catecismo de la Iglesia Católica).

c) La naturaleza humana, y en concreto el cuerpo humano, tiene un significado moral. La comprensión cristiana de la ley natural

      El segundo punto fuerte en que la encíclica se detiene al estudiar la relación entre libertad y ley es precisamente el del significado moral intrínseco de la naturaleza humana, y, en concreto, del cuerpo humano y sus procesos.

      Se trata de salir al paso de las frecuentes acusaciones de fisicismo, biologismo, etc. de que hay sido objeto la doctrina de la Iglesia sobre la ley natural, una vez que han sido sintéticamente expuestas las diversas posturas que separan radicalmente el mundo de la libertad del mundo de la naturaleza.

      El fondo de este problema vuelve a ser el que señalábamos antes, al hablar del predominio de la razón tecnológica o científica sobre la metafísica, sapiencial o ética. Si se piensa que la naturaleza sólo puede ser conocida “científicamente” -y esto supone prescindir de antemano a toda finalización intrínseca o “sentido” de la misma-, se la enfrenta con la libertad, apareciendo únicamente como un objeto a su servicio. Es la libertad la que da el sentido o significado a la naturaleza[3].

      Evidentemente, una concepción así de las cosas hace imposible la obtención desde la naturaleza humana de referentes para la conducta personal.

      En concreto, por lo que se refiere al cuerpo humano y sus procesos, se piensa que el significado de los actos humanos viene dado por la libertad, no por el cuerpo humano mismo y sus procesos. Y se apoya este modo de ver en el hacer mismo de Dios, que  en la interpretación de estos autores- deja al hombre en manos de su libre albedrío, es decir, deja que sea el hombre quien dé forma y significado a su vida (cf. nn. 46 y 47).

      El Papa rechaza este modo de pensar desde la antropología, la Sagrada Escritura y la Tradición de la Iglesia.

      Resumiendo, se puede decir que el argumento central que se emplea es mostrar que semejante doctrina introduce en el ser humano un dualismo (libertad-naturaleza) que es contrario a la razón y a la Revelación: rompe la unidad esencial del ser humano.
      En definitiva, el Papa afirma que tanto la Revelación como la filosofía muestran la unidad intrínseca del ser humano y, por tanto, la existencia de significado moral de los procesos corporales.

      Por lo que se refiere a la Revelación, se recogen los textos de San Pablo que enseñan de modo particularmente claro que el cuerpo y sus comportamientos tienen un significado moral, de modo que la voluntaria aceptación de algunos comportamientos específicos impide la salvación: cuerpo y alma se pierden o se salvan juntos: son inseparables y están íntimamente unidos en una única realidad (cf. n. 49).

      Desde la perspectiva filosófica, se parte de que las obras son de la persona, que integra en sí una dimensión espiritual y una dimensión corporal. La persona descubre con su razón en los dinamismos de su cuerpo un signo de lo que ha de ser su plenitud. Y, por tanto, encuentra que algunos bienes a los que la persona se siente naturalmente atraída tienen un valor moral específico. Así, ya que la persona no es pura libertad, sino que comporta una estructura espiritual y corpórea determinada, el respeto a ella misma lleva intrínsecamente consigo el respeto de esos bienes fundamentales. Lo contrario sería un relativismo arbitrario (cf. n. 48).

      Por lo tanto, entender bien la ley natural exige percibir que se refiere a la naturaleza de la persona humana en la unidad de las inclinaciones espirituales y biológicas, abarcando tanto finalidades espirituales como corporales en su unidad. De ahí que no pueda ser entendida como una normativa “naturalística” o biológica, sino como un orden racional por el que se regulan la vida y los actos de la persona humana, también los que suponen uso y disposición del propio cuerpo. Con los límites de un juego de palabras, podría decirse que la ley natural es más racional que natural, si se reduce el significado de natural a material, corporal o biológico.

      Es interesante subrayar que el documento insiste a renglón seguido en que lo estrictamente corporal tiene relevancia moral por relación a la persona y a su realización auténtica, no por su misma constitución física. O lo que es lo mismo: “Sólo con referencia a la persona humana en su «totalidad unificada» se puede entender el significado específicamente humano del cuerpo” (n. 50). Dicho con otras palabras, se sostiene que la razón descubre en los procesos corporales un significado humano o moral que le permite prescribir o vetar determinados comportamientos por lo que estos suponen para la realización misma de la persona. No se está sosteniendo  como se ha interpretado a veces, y no siempre de buena fe  el respeto irreflexivo de todo proceso corporal por el hecho de que al estar presente en la naturaleza refleja la voluntad de Dios sobre la misma, y, por tanto, ha de ser respetado tal y como es; con semejante modo de pensar sería ilícito en último extremo, por ejemplo, afeitarse o cortarse el pelo.

d) Universalidad e inmutabilidad de las normas morales naturales
     
 Se trata ahora de salir al paso de las doctrinas que niegan esas propiedades por sostener una idea errónea de la historicidad que afecta al ser humano.

      No nos detendremos aquí porque, en el fondo, el argumento no puede ser otro que el clásico: la unidad y unicidad de la naturaleza humana en cualquier contexto histórico o cultural implica necesariamente la universalidad e inmutabilidad de las normas morales naturales.

      Únicamente deseamos señalar que el Papa argumenta con claridad que universalidad no significa uniformidad o constreñimiento de la espontaneidad que facilita encontrar los diversos modos de obrar bien (cf. n. 52), y que deja claro que la inmutabilidad afecta a las normas no a su formulación: hay que buscar en cada tiempo las formulaciones de las normas morales naturales más capaz de expresar en cada contexto cultural, la verdad que contienen (cf. n. 53).

*  *  *
     
 Al final de nuestro estudio no nos queda ya sino concluir sintéticamente todo lo desarrollado. A mi juicio esto se puede hacer muy brevemente del siguiente modo. En la doctrina cristiana la ley moral es, sin más, la expresión práctica de los puntos fundamentales de la verdad de lo que el hombre es y a lo que está destinado. Precisamente por eso, la verdad es siempre condición del ejercicio de la libertad o, lo que es lo mismo: ésta sólo es tal cuando se deja vincular por la ley, porque sólo entonces conduce a la criatura a su más completa plenitud. El que sigue la ley no sólo obedece a Dios, Creador y Señor del hombre, sino que  y sobre todo  se respeta a sí mismo dejándose educar y guiar por su Padre. De ninguna manera, en la tradición cristiana puede ser considerada la ley moral como la imposición arbitraria de un ser poderoso en cuyas manos caprichosas estaría nuestro destino; ni tampoco, en el extremo contrario, como una simple indicación de carácter orientativo sin poder normativo  que quedaría confiado a la sola razón del hombre concreto que vive en una situación particular . Más bien, la ley moral es, de algún modo, la revelación que Dios hace al hombre del hombre mismo, y que el hombre es capaz de reconocer como tal con la luz de su inteligencia elevada por la gracia. La ley es más luz que mandato.

      Permítaseme, por último, añadir, que este planteamiento facilita enormemente comprender que la plenitud de la vida cristiana no puede situarse en un simple cumplimiento de la letra de los mandamientos. Ese es sólo el principio, y un principio necesario, pero completamente insuficiente en la fe cristiana. La plenitud de vida está más allá; está al final del camino que tiene como punto de partida el cumplimiento reverente y agradecido de los mandamientos de Dios.

Enrique Molina
Universidad de Navarra



[1] Cfr. RODRIGUEZ LUÑO, A., La libertà e la legge nell’Enciclica “Veritatis splendor”, en “Veritatis splendor”. Atti del Convegno dei Pontifici Atenei Romani 29-30 ottobre 1993, Cittá del Vaticano, 1994, pp. 44-46.
[2] Basta ver para ello afirmaciones como la siguiente: “Né le opere corrette né quelle sbagliate comportano la salvezza o la dannazione. Le opere non determinano la bontà morale e la salvezza” (FUCHS, J., Etica cristiana in una società secolarizzata, Piemme, Roma 1984, p. 69).
[3] Cf. RODRIGUEZ LUÑO, A., o.c., p. 49.




quarta-feira, 24 de julho de 2013

Eutanásia: A democracia assenta em chão firme, não depende de uma mera opinião - por José Maria André



In Público
 
Cada vez que este jornal publica, com uma certa regularidade, os artigos de Laura Ferreira dos Santos a favor da eutanásia, fico perplexo. Muito havia a dizer, mas vou debater apenas o argumento da liberdade e da tolerância em abono da eutanásia (por exemplo, no artigo de 6 de Agosto de 2011).

Quando se diz que uma sociedade tolerante deve proporcionar o homicídio assistido a quem o pedir, invertem-se os dados da questão, porque isso não é um pedido de tolerância mas de colaboração: os defensores da eutanásia pretendem obrigar-nos a satisfazer o desejo de quem quer ser morto. Seria mais razoável que, em nome da tolerância, nos deixassem em paz.

Nos artigos referidos há uma objecção interessante, que aceito, à parte um pequeno sofisma: defender a inviolabilidade da vida humana equivale a impor uma determinada perspectiva sobre a verdade, excluindo outras. De facto, quando a sociedade toma posição em defesa da dignidade humana assume como verdade que o ser humano tem um valor intrínseco, não sujeito a transacção. No entanto, isso não é uma «determinada perspectiva sobre a verdade», é a própria verdade. Aliás, é um elemento de verdade absolutamente fundamental, sobre o qual assenta uma sociedade que se queira justa, livre e tolerante.

Uma sociedade tolerante não é aquela que aceita tudo. Não pode aceitar a guerra da Líbia, a instabilidade do Iraque, ou a violência da China... não aceita o inaceitável. Não derruba os pilares-base da vida social, nomeadamente o princípio de que a vida humana é inviolável. Esta verdade não é negociável, numa sociedade digna. Não é uma perspectiva acerca da verdade, que estejamos dispostos a trocar por qualquer outra.

Colaborar num homicídio, a pedido da vítima ou com qualquer outro pretexto, é contradizer a verdade fundacional de uma sociedade democrática e solidária. Por isso, introduzir a eutanásia é uma subversão tão grave da ordem social, em linha com aquelas contradições do slogan do Ministério da Verdade do inferno orwelliano: «Guerra é paz; liberdade é escravidão; ignorância é força».

Qualquer ordenamento jurídico, por mais bárbaro que seja, reconhece o valor de algumas vidas humanas, por razões de família, de dinheiro, ou de poder. A inovação característica da democracia é proclamar de que todas as pessoas, sem excepção, merecem esse respeito e de modo absoluto. A democracia não se fundamenta na afirmação de que todos têm êxito nos negócios, ou de que todos são saudáveis, ou têm notoriedade social. Nem sequer importa o que «têm», mas o que «são». A verdade fundacional da democracia é que o ser humano, pelo simples facto de o ser, possui uma respeitabilidade intocável.

O ponto de partida da democracia é que esta verdade ética não é uma opinião entre outras, mas uma verdade absoluta. No dia em que uma vida humana seja dispensável, quebrou-se o princípio e a vida humana passou a ser um valor relativo. Se uma sociedade aceitar que algumas pessoas sejam mortas (com um critério ou outro, o critério pouco importa), ninguém está a salvo, porque nenhum critério resvaladiço subsiste depois de se derrubar o princípio de que a vida humana é inviolável. Quem revogar este princípio intransponível não espere encontrar noutro lugar a justificação ética para uma democracia solidária.

Embora neste assunto da eutanásia esteja em desacordo com a minha colega da Universidade do Minho, isso não quer dizer que não tenha muita consideração por ela e não estejamos de acordo noutros temas.


José Maria C. S. André

domingo, 21 de julho de 2013

Entrevista Mons Reig Pla: “No es suficiente aceptar el mal menor que nos ha traído en los últimos años tantas leyes inicuas”

In Análisis Digital 

Ante la falta de interés del gobierno en aprobar una nueva ley del aborto, Monseñor Reig Pla, obispo de Alcalá de Henares presidente de la Subcomisión episcopal de Familia y Vida de la CEE, ha asegurado en una entrevista a Aleteia que «si el retraso significara vacilación o vuelta atrás, habría que entenderlo como un verdadero fraude». Para el obispo «el único y verdadero progreso es la derogación de la ley que permite el aborto» y rechaza la idea de que una ley de supuestos sea un mal menor. Además constata que en el parlamento español no hay ningún partido político que defienda en su integridad la doctrina de la Iglesia Católica.
 
- El ministro de Justicia ha prometido en muchas ocasiones una reforma de la ley del aborto, sin embargo esta no llega. ¿Cómo valora el retraso del Gobierno en presentar la reforma de la ley? ¿Por qué?

Las presiones que está recibiendo el PP podemos imaginar que son muchas, fuera y dentro del partido. Sin embargo no podemos olvidar su promesa electoral, ni la presencia de cargos significativos del partido en todas las manifestaciones y movilizaciones que en España ha habido en los últimos años para promover la derogación de la ley del aborto. Teniendo en cuenta estos hechos, si el retraso significara vacilación o vuelta atrás, habría que entenderlo como un verdadero fraude. Lo que se debate con la derogación de la ley del aborto es apostar por la civilización del amor o quedar atrapados por la cultura de la muerte.

- Una ley de supuestos, como defienden desde el PP puede ser un mal menor. ¿Es suficiente?

No. Entre la vida y la muerte no hay una situación intermedia. No se puede abolir la esclavitud permitiendo un poquito de libertad. La vida y la libertad son bienes indivisibles. El único y verdadero progreso es la derogación de la ley que permite el aborto. Nunca la muerte de inocentes puede ser considerada un mal menor. Afirmar el derecho al aborto como está en la ley actualmente en vigor es entronizar el despotismo de la libertad individual y el totalitarismo del Estado.

- Muchas veces las leyes o la política están basadas en encuestas y en la opinión pública. ¿Puede estar el Derecho a la Vida a merced de lo que opinen las mayorías?

No. En la democracia no es suficiente afirmar el positivismo jurídico o la voluntad de las mayorías. Una democracia que no esté impregnada de los valores que defienden la dignidad de la vida humana o el bien social del matrimonio y de la familia, queda vaciada de contenido. Hay bienes que son anteriores al Estado, y que cualquier legislación tiene que respetar. Lo contrario es afirmar la arbitrariedad y la dictadura de las mayorías.

- ¿En España hay un auténtico movimiento civil contra el aborto, o más bien fuera de los católicos la sociedad lo ha aceptado pasivamente?

En España el movimiento pro vida y las asociaciones en defensa de la familia, fundada en el matrimonio entre un hombre y una mujer, han crecido en los últimos años y forman una red tupida, que ha podido emerger en varias manifestaciones en nuestro país. En estas asociaciones, la mayor parte civiles, se pone de manifiesto todo un programa donde hay católicos y otras personas con otros credos. Es verdad que la luz de la fe y del Evangelio de Cristo son decisivas para discernir lo que está en juego en el derecho a la vida y su dignidad. La fe nos enseña que la vida humana no sólo es digna porque pertenece a alguien, sino que es sagrada porque procede de Dios. La mejor defensa de la vida humana es el mandamiento divino: “No matarás”.

- En España no existe un partido político que defienda la vida. ¿Cómo pueden defenderse políticamente los católicos? ¿Mediante la abstención?

Ahora mismo en el Parlamento español no hay ningún partido político que defienda en su integridad la doctrina de la Iglesia Católica sobre bienes tan esenciales como la vida humana, el valor del matrimonio, el gran bien social de la familia, la auténtica libertad de enseñanza, la justicia social y la solidaridad para con los más empobrecidos. Estos bienes que son innegociables tienen que orientar el voto católico. No es suficiente aceptar el mal menor que nos ha traído en los últimos años tantas leyes inicuas. Los católicos deben de ser conscientes de su responsabilidad en la política y de lo que se juega en las votaciones y en la participación en las instituciones de la vida social.

- Diversos colectivos defienden el aborto como un derecho a decidir ¿Es el ser padre un derecho o una elección?

Reducir el derecho a la vida a la libertad o al derecho a elegir por parte de quien es responsable de la vida humana es un sofisma. En el caso del aborto el derecho a elegir coincide con el derecho a destruir la vida del inocente. Si esto fuera así tendríamos que aceptar que la vida en sociedad es un ámbito que se construye para la destrucción de la vida humana, lo cual es un absurdo. Vivimos en sociedad para ayudarnos unos a otros, para alcanzar juntos el bien común o el desarrollo en plenitud de cada vida humana. La responsabilidad del padre y de la madre es custodiar desde el amor la vida del concebido. Toda la sociedad debe colaborar subsidiariamente para que esta responsabilidad pueda ser llevada a cabo. Las políticas que crean progreso son aquellas que favorecen la presencia de nuevos ciudadanos, la educación de los mismos en la familia y la ayuda mutua entre todos. En este sentido podemos avanzar y construir una ciudad habitable para todas las personas.




domingo, 5 de maio de 2013

A guerra relâmpago dos ideólogos do Anticristo - por Nuno Serras Pereira

05. 05. 2013


É caso para grande espanto e enorme susto não só a penetração vertiginosa e avassaladora das ideologias “gay” e do “género” nas legislações, com a consequente aprovação do dolosamente chamado casamento entre pessoas do mesmo sexo (uma impossibilidade absoluta) como também a “política de apaziguamento, à maneira pusilânime de Neville Chamberlain, que tem sido seguida quer por largos sectores da Igreja em diversas nações, quer por políticos cobardes, quer pela generalidade das sociedades confusas e manipuladas pelo desmedido poder, organização cuidada, estratégia inteligentemente delineada de que gozam os exércitos internacionais, que implacavelmente conduzem esta abominável guerra mundial não só contra o Judeu-cristianismo, mas contra a própria natureza da pessoa humana. 


Que ninguém se iluda, trata-se de uma verdadeira e própria guerra comparável, em malignidade e poder de destruição, embora, para já, não tão visível, às conduzidas pelos perversos nazismo e comunismo. E a verdade é que nos estamos deixando invadir e colonizar com a maior das indiferenças, com raras excepções, semelhante aliás ao que sucedeu aquando do brotar e expandir dessas outras inumanidades. Sugiro que ninguém duvide do que afirmo, somente por ser um miserável e idiota franciscano a dizê-lo. 


Objectos principais desta injusta agressão violentíssima são o casamento, a família e a Igreja, por serem os baluartes essenciais da pessoa, da sociedade, da liberdade – estas são as associações intermédias fundamentais que, interpondo-se entre o indivíduo e o estado impedem a atomização daquele e o protegem da consequente tirania por parte do totalitarismo estatal.


A França, apesar da derrota legislativa, mostrou, por parte do povo cristão e da Igreja, uma determinação que, ao que se pode saber, não desparecerá tão depressa, em defesa do Amor e da Verdade. Nos EUA travam-se batalhas renhidas entre a racionalidade do Amor e da Verdade e a inversão intrinsecamente perversa. Lá os Bispos não receiam proclamar a verdade e convidar insistentemente os cristãos à oração e ao jejum, e aos empenhos cívicos aos níveis legislativos e políticos necessários à defensa da pessoa humana.