In Almudi
El
ser mismo de la Iglesia solo puede ser comprendido desde la radicalidad
de la vocación al amor que todo hombre puede descubrir como la razón de
ser de su existencia, en cuanto nacido por amor y llamado a amar
“Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo” (Lc 15,31).
Estas palabras puestas por San Lucas en boca del Padre misericordioso y
dirigidas al mayor de los hijos, el que siempre estuvo en casa, son, al
mismo tiempo, la expresión más genuina de un encuentro personal, y la
promesa de un futuro que en sus palabras se explicita. El hijo reconoce
en esta exhortación el valor de la presencia del Padre en su vida, que
hasta entonces no había descubierto, pues ponía la medida de su servicio
solo en relación a sus deseos, por ignorar el amor paterno recibido.
Con ello, descubre cuál era su auténtica herencia que no consistía en
bienes perecederos como creyó antes el hijo menor, sino el bien inmenso
que brota de saber vivir “para el padre”. Esta herencia es un elemento
esencial a lo largo de la parábola y si pudiera parecer que queda oculta
o juega un papel secundario, en realidad, su valor es tal que se la
podría llamar con todo merecimiento la parábola de la “herencia
maravillosa”.
Si
la parábola empieza con el hijo menor que pide la herencia al Padre y
la malgasta, su verdadero contenido se ha de interpretar a partir de las
palabras del Padre que explican el significado de este hecho y con las
cuales se cierra brillantemente el relato: “este hermano tuyo estaba
muerto, y ha vuelto a la vida; estaba perdido, y ha sido hallado” (Lc 15,32) y que son una invitación al hermano para que participe del afecto del Padre (cfr. Lc 15,24).
La herencia no es una serie de cosas que uno pueda usar a su arbitrio:
sino una vida que uno ha de llevar a plenitud. Se puede perder la vida
de hijo, y uno aunque parezca vivo, estar muerto (cfr. Ap 3,1). Se pierde la herencia y “se muere” por vivir lejos del Padre[1].
La
herencia de estos hijos nos manifiesta así el sentido de la vida del
hombre. Ha de consistir en reconocerse como hijos, vivir agradecidos a
quien nos ha dado, con la vida, un camino para encontrar la verdad de la
propia existencia. Encontrar este tesoro es un paso decisivo para
cualquier hombre en la búsqueda de su identidad.
1. Una herencia singular de Juan Pablo II
Nuestro
Congreso apunta en definitiva a ser conscientes de haber recibido una
herencia de Juan Pablo II. No es sino el reconocimiento gozoso del
enorme carisma de paternidad que este Pontífice recibió de Dios. Se nos
manifiesta también la necesidad de hacerla nuestra plenamente para que
dé fruto toda esa vida que él sembró y por la que ayudó a tantos a
aprender a vivir. Ahora la podemos comprender en una nueva situación que
permite descubrir su sentido más pleno. El Instituto Juan Pablo II fue
consciente de esto al organizar el gran Congreso Internacional del 11 al
13 de Mayo de 2006 Amare l’amore umano. L’eredità di Giovanni Paolo II sul matrimonio e la famiglia[2]. Entonces ya se destacó, a la luz de lo que significaba la reciente publicación de la encíclica Deus caritas est, la dirección decisiva que supuso para todo el magisterio de Juan Pablo II el número 10 de la encíclica Redemptor hominis en la que el Pontífice trazaba las líneas básicas de lo que era la vocación al amor[3].
Tal
expresión, una novedad absoluta dentro del Magisterio Pontificio, tenía
su precedente en los estudios de Karol Wotyla sobre el amor esponsal[4] y su continuidad inmediata en las Catequesis sobre el amor humano que
hay que considerar como lo más original de su enseñanza. Ahora, a
treinta años de esa primera llamada de atención y el conjunto admirable
de lo que significan sus escritos como un legado de inmenso valor para
la Iglesia, podemos releer sus palabras de un modo nuevo[5].
Si la tarea que se me encomienda en esta breve disertación tiene como
centro la vocación al amor, creo que es precisamente la específica
vocación personal de Karol Wojtyla la que permite comprender de un modo
más pleno la categoría teológica antes mencionada. Con ello, quiero
destacar una perspectiva particular que surge casi espontánea: la misión
propia de Juan Pablo II en su vida, nos ha permitido comprender mejor
la misión misma de la Iglesia en la actualidad.
La
tarea que llevó a cabo en su existencia terrena Juan Pablo II se puede
comparar en gran medida a la que realiza un labrador; no solo le ha
correspondido sembrar según la imagen de la parábola evangélica (Mt 13,3-9.
18-23); sino también preparar la buena tierra. Su trabajo ha sido en
gran medida roturar el campo, quitar los obstáculos formidables que
existían para que pudiese germinar la semilla de la Palabra divina en
nuestro mundo. Esto se comprende en la medida en que su Pontificado se
realizó en un ambiente en el que reinaba una perniciosa ambigüedad
respecto a lo esencialmente cristiano. Se extendía una especie de niebla
que condujo a tantos cristianos a la pérdida del horizonte de la
vocación divina en cuanto al sentido de la vida. Tantos fieles vivían
todavía en la Iglesia, pero muy lejos de su corazón. De aquí esa
desilusión que sentían muchos ante cualquier camino que se proponía y el
hecho de elevar tantas quejas amargas ante lo que se consideraba un
peso excesivo: ser cristiano.
Esto
llevó a muchos a cuestionarse repetidamente el por qué seguían en la
Iglesia o cuál era su papel en un mundo que se titulaba postcristiano.
Ante tal situación la pregunta fundamental podría resumirse en la
siguiente: “La Iglesia, ¿sigue siendo un lugar habitable?”[6]
Bien
consciente era Juan Pablo II de esa situación cuando decidió comenzar
su Pontificado con las vigorosas palabras “¡No tengáis miedo!”[7]
Esto es lo que le llevó a gastar sus energías en poner los pilares
firmes donde asentar esa casa habitable de la Iglesia de Dios que
parecía haber perdido sus cimientos, al no saber encontrar algunos su
fundamento en la roca firme de Cristo. Una vez que ha terminado su paso
por este mundo, podemos hacer un primer balance en el cual las claves
propositivas de su doctrina alcancen todo su relieve como directrices a
seguir que prometen un fruto y una fecundidad mucho mayores.
Esta
descripción de la situación de nuestro tiempo, aunque pueda parecer
excesivamente pesimista, creo, en cambio, que nos permite comprender la
importancia que tenía entonces, y que no ha perdido actualidad, la
novedosa llamada a la “vocación al amor” que realiza en Redemptor hominis:
“El hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser
incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el
amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace
propio, si no participa en él vivamente”[8].
Esto es, la podemos valorar no como una estrategia pastoral en aras de
llamar la atención de las gentes, sino con una profunda dimensión
eclesiológica, como una respuesta real e incisiva a la gran pregunta del
Concilio Vaticano II que cautivó al joven obispo Wojtyla: “Iglesia,
¿qué dices de ti misma?”[9].
Entonces,
en el sentido que nos proponemos en este artículo, no podemos quedarnos
en certificar la existencia de desarrollos posteriores sobre esta misma
categoría de “vocación al amor” en el Magisterio de Juan Pablo II[10].
Detrás de esta afirmación, radicalmente humana, vibraba desde su
principio la radicalidad de la vocación divina como la razón suprema del
ser de la Iglesia. El motivo está claro, la misma clave de la parábola
del hijo pródigo que ilumina estas reflexiones: “Todo lo mío es tuyo”.
La identidad de cada hombre no se encuentra en un mundo de cosas lejano
de un hogar, no se puede descubrir jamás desde la medida que le imponen
sus deseos, sino que solo se descubre al recibir un amor que conforma la
morada habitable que es la Iglesia[11].
Con esta percepción, el gran Papa Wojtyla apuntaba hacia una línea que desde el principio se denominó personalista, en consonancia con los estudios filosóficos que había desarrollado desde los años 50 y que en la encíclica Redemptor hominis quedaba enmarcado eclesiológicamente con la declaración de que “el hombre es el camino de la Iglesia”[12].
El ser mismo de la Iglesia solo puede ser comprendido desde la
radicalidad de la vocación al amor que todo hombre puede descubrir como
la razón de ser de su existencia, en cuanto nacido por amor y llamado a
amar. Se trata de la vocación que el mismo Cristo ha llevado a plenitud,
consiste en la verdad del hombre y solo se puede acceder a ella de modo
experiencial. Así se enlaza con la sabiduría humana de todos los
tiempos que, tal como inicia sus reflexiones en la encíclica Fides et ratio, puede resumirse en la exhortación de Delfos: “Conócete a ti mismo”[13].
Es
así como cobra todo su sentido el hecho de que la referencia a la
“vocación al amor” sea la puerta de acceso a la que denomina: “dimensión
humana del misterio de la Redención”, y que, en su modo de
presentación, tome las notas del amor como el modo específico de
revelación para el hombre de los significados esenciales de la vida.
Como
es lógico, y teológicamente necesario, en la misma encíclica se trata
precedentemente de la “dimensión divina del misterio de la Redención”
(n. 9), cuyo contenido, como no podía ser de otro modo, es el amor
divino. El vínculo entre ambos números se apoya de modo teórico en la
interpretación que hace de Gaudium et spes, n. 22: “Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente al propio hombre, y le descubre la sublimidad de su vocación”[14].
Por eso, el amor, antes de ser una vocación humana, es un misterio divino origen de todo amor, al cual solo tenemos acceso desde el “misterio de Cristo”[15], “¡Él, el Redentor del hombre!”[16].
La centralidad que alcanza la Redención como centro del misterio de
amor revelado al hombre, tiene en ese mismo texto una finalidad precisa:
alcanzar “el misterio del Padre y su amor”[17]. Este hecho está unido en el pensamiento de Juan Pablo II de forma específica a la misericordia,
pues el enunciado que une los números 9 y 10 de la encíclica es
precisamente: “Esta revelación del amor es definida también
misericordia, y tal revelación del amor y de la misericordia tiene en la
historia del hombre una forma y un nombre: se llama Jesucristo”[18].
Tal amor del Padre manifestado como misericordia, es el único capaz de vencer el pecado y la muerte[19],
es un amor Redentor. Esta es la herencia del Padre que nos concede el
Hijo. En torno a estos dos ejes “vocación del hombre” – “misterio de
amor” se pueden comprender las claves de todo el riquísimo Magisterio
del Siervo de Dios Juan Pablo II.
2. La teología del cuerpo. Unidad entre fe y vida
Uno de los aspectos que inicialmente no se vincularon de forma directa a la vocación al amor es la denominada Teología del cuerpo[20]. En cambio, su desarrollo cronológicamente inmediato a la Redemptor hominis y
la importancia de la recepción de la misma en el ámbito teológico, nos
indica que debe ser ahora una clave de lectura necesaria de la vocación
al amor.
La asombrosa novedad que contenía esta enseñanza de Juan Pablo II, era la articulación de una antropología adecuada[21] desde
la perspectiva de la concreción del cuerpo humano como experiencia
primera de la cual sacar un marco espléndido de significados
antropológicos que permitieran al hombre, como al hijo pródigo, “volver
sobre sí mismo” (Lc 15,17).
La
doble valencia del cuerpo como manifestación y ocultamiento, ligado tan
de cerca de la experiencia humana de la intimidad[22],
permitía, además, introducirse directamente en un modo cognoscitivo en
el que la fe es necesaria para llegar a iluminar el misterio que el
hombre representa para sí mismo.
En
verdad, creo que para una integración adecuada de ambas categorías:
“teología del cuerpo” y “vocación al amor”, hay que reconocer una
primacía a esta última[23];
es decir, es necesario ver la teología del cuerpo a la luz que es el
amor mismo, porque solo así se descubre la plenitud de su significado y
el modo de vivirlo. La importancia indudable que tuvo la insistencia en
una teología del cuerpo bien articulada consiste en que es un paso
previo para una buena “teología del amor” que está todavía por hacer tal
como en la actualidad nos lo muestra la insistencia sobre este punto de
Benedicto XVI[24].
Somos
todavía herederos de una cierta idea de amor que surge a partir de las
disputas sobre el “amor puro” que olvida absolutamente el aspecto
corporal de la experiencia primera de ser amados. Era, por tanto, del
todo necesario afirmar y mostrar la importancia que tiene la corporeidad
en la manifestación de la persona y la configuración de su interioridad
en un ámbito de relaciones humanas llenas de significados para abrir el
camino a una intelección adecuada del amor cristiano.
Por
eso mismo, es bueno que ahora planteemos una cierta relectura de la
misma “teología del cuerpo” de Juan Pablo II, desde esta perspectiva. Y
uno de los aspectos primeros que se desprenden de ello es la adecuada analogía del amor que ha de iluminar la relación amor humano-plan divino que es el método fundamental de Juan Pablo II en sus Catequesis[25].
En esta obra nos hallamos ante una doble secuencia[26]:
una experiencial que se puede describir así: soledad originaria,
llamada a la comunión, confirmada por la desnudez originaria, y pudor
tras el pecado; que corre pareja a otra teológica a modo de tríptico[27]
que nos habla de una protohistoria, una situación caída del hombre, la
“redención del corazón” y la tensión escatológica. Ambas secuencias
están vistas desde la perspectiva del amor esponsal y se fundamentan muy
directamente en el esquema narrativo del texto sagrado. En cambio, la
experiencia básica del amor, desde su perspectiva analógica, plantea una
nueva interpretación que da una fuerza mayor a la vocación al amor. Se
trata de que la experiencia del amor humano nace siempre como una
respuesta y que remite entonces a la primacía absoluta de un “amor
originario” como fundamento necesario de cualquier amor.
La
experiencia de la comunión, como es natural en un relato que nace desde
la carencia subjetiva propia del capítulo segundo de Genesis[28], se sitúa en las Catequesis a
modo de fin y de descubrimiento de una plenitud. En cambio, desde la
visión del amor originario, debe colocarse también en un inicio como
fundamento imprescindible de cualquier experiencia de amor humana y
corporal. A ello apunta claramente la interpretación desde la vocación al amor tal como queda descrita en la exhortación apostólica Familiaris consortio: “Dios ha creado al hombre a su imagen y semejanza: llamándolo a la existencia por amor, lo ha llamado al mismo tiempo al amor.
Dios
es amor y vive en sí mismo un misterio de comunión personal de amor.
Creándola a su imagen y semejanza y conservándola continuamente en el
ser, Dios inscribe en la humanidad del hombre y de la mujer la vocación y
consiguientemente la capacidad y la responsabilidad del amor y de la
comunión. El amor es, por tanto, la vocación fundamental e innata de
todo ser humano”[29].
El
texto deja clara la primacía que el significado comunional tiene en la
vocación al amor, pues lo sitúa no solo en el puesto de fin, sino a modo
de un don originario que configura la experiencia inicial del hombre y
que, de este modo, ilumina el camino de lo que va a ser la historia de
amor que el hombre ha de desarrollar para responder a su vocación[30].
La
necesaria referencia a esta comunión como momento inicial conlleva
entonces a tomar como principio de cualquier referencia a la vocación al
amor el carácter filial con el que el amor aparece originariamente al hombre y que le hace vivir su propia corporeidad como un don amoroso. Creo que este es el contenido al que remite, en el fondo, la importancia que da Juan Pablo II a la soledad originaria[31], en su valor positivo de ser una “soledad habitada” por una presencia inicial, la del Padre.
La referencia del vínculo entre la imagen y la comunión que es central en las Catequesis[32]
se abre por consiguiente a la posibilidad de una comunión inicial que
en la conciencia humana aparece con un carácter filial. Con ello, no se
niega en absoluto la radicalidad de la diferencia sexual en su
significado antropológico, sino que se le da como es obvio una primera
referencia filial y una trascendencia hacia el amor del Padre[33].
Creo que esta interpretación está confirmada por la estructura y redacción de la Carta a las familias del mismo Juan Pablo II. Para comprender tal estructura hay que destacar de qué forma el Papa la une estrechamente con la Redemptor hominis, pues comienza apoyando el mensaje de su Carta en la afirmación que el “hombre es el camino de la Iglesia”[34]. Una vez puesto este principio, comienza con una reflexión sobre la paternidad divina como
fuente de comunión en la que encuentran apoyo los conceptos claves de
lo que se denomina “teología del cuerpo”. Estas son sus palabras: “El
cosmos, inmenso y diversificado, el mundo de todos los seres vivientes, está inscrito en la paternidad de Dios como su fuente (cfr. Ef 3,13-16).
Está inscrito, naturalmente, según el criterio de la analogía, gracias
al cual no es posible distinguir, ya desde el comienzo del libro del Génesis,
la realidad de la paternidad y maternidad y, por consiguiente, también
la realidad de la familia humana. Su clave interpretativa está en el
principio de la «imagen» y «semejanza» de Dios, que el texto bíblico
pone muy de relieve (cfr. Gen 1,26)”[35].
La clave de todo el documento es entonces la referencia paulina de Ef 3,13-16: “Doblo mis rodillas ante el Padre de quien toma nombre toda paternidad”[36].
De esta forma, introduce la cuestión del amor en una relación analógica
entre el valor del amor a nivel cósmico y metafísico y la revelación
del mismo en su significado personal. Une así de modo estrecho el
concepto de amor, al descubrimiento de una comunión, y señala de forma
incisiva la necesidad de que aquel sea recibido. Todo ello conduce a
concluir que se caracteriza el concepto de amor de forma semejante al
que antes me he referido como “amor originario”. Así se explica en la Carta a las familias:
“Sin embargo, no hay verdadero amor sin la conciencia de que Dios «es
Amor», y de que el hombre es la única criatura en la tierra que Dios ha
llamado «por sí misma» a la existencia. El hombre, creado a imagen y
semejanza de Dios, solo puede «encontrar su plenitud» mediante la
entrega sincera de sí mismo. Sin este concepto del hombre, de la persona
y de la «comunión de personas» en la familia, no puede haber
civilización del amor; recíprocamente, sin ella es imposible este concepto de persona y de comunión de personas”[37].
Con
esta perspectiva, podemos comprender la vinculación esencial entre
vocación y vida plena, porque la lógica del amor parte, no de una
carencia, sino más bien de una plenitud recibida incipientemente y que
reclama un crecimiento en la recepción del don[38].
La teología de la caridad apunta decisivamente en esta dirección, y la relación entre el έρως y el άγάπή que ha bosquejado Benedicto XVI en Deus caritas est ilumina con claridad el dinamismo interno de esta vocación al amor. El έρως,
en la exposición de este Papa, queda vinculado al amor sexual,
precisamente con el fin de destacar la corporeidad como un elemento
imprescindible de la experiencia humana, del que se sirve Dios para
manifestarse a sí mismo en Cristo[39]. El hecho de que el έρως no
explique ni su origen ni su fin, conduce a ver la necesidad de que
tenga siempre como referencia un amor originario y obliga precisamente a
postular otro modo de amor que sea creador y que, al no poderse
expresar como έρως, ha requerido para su intelección el descubrimiento de un término nuevo el άγάπή [40].
Vida
en plenitud, a esto llama de forma insistente la auténtica experiencia
de amor en el hombre. En palabras de Nédoncelle: “La esencia de toda
relación del yo al tú es el amor, es decir, la voluntad de promoción
mutua”[41]. En esta definición se reconoce el fundamento metafísico unido al vínculo inseparable entre persona y amor.
3. El amor en Karol Wojtyla iluminado por Juan Pablo II en el misterio trinitario
La
relectura que hemos presentado a modo de hipótesis de la teología del
cuerpo a la luz de la teología del amor, tiene entonces como centro el
concepto de persona y como marco primero el principio que consagra Gaudium et spes,
24: “el hombre es la única criatura en la tierra que Dios ha querido
por sí mismo”. Porque es en esta dimensión donde se asienta la búsqueda
de sí mismo que solo alcanza su fin en el don de sí.
La
dimensión creatural en el que se funda la afirmación conciliar defiende
el valor metafísico de la persona, al mismo tiempo que lo fija con unas
características únicas que solo en una metafísica del amor se pueden
discernir[42].
El amor concede así a la metafísica un nuevo modo de concebir la
necesidad en el que la libertad personal está incluida desde un
principio porque exige la implicación de la persona en su respuesta a la
llamada amorosa. Esto es así hasta el punto que la existencia de
cualquier persona solo se puede concebir como una elección de Dios[43]. Por consiguiente, el analogatum princeps de
la elección en cuanto acción, no puede ser sino un acto de amor que
acaba en una persona. Saberse elegido por amor en la propia concreción
corporal es lo que introduce en el cuerpo el valor simbólico de una
realidad que lo trasciende, pues en él se halla la traza de un Dios que
“es Espíritu” (cfr. Jn 4,24).
La
racionalidad que se desprende de esta primacía del amor es la de dar
una prioridad a Dios como Amor originario en cuya dinámica se inscribe
la relación de paternidad-filiación, por lo que, tal como nos lo enseña
la revelación, esta relación se convierte en imprescindible para
introducirse en el misterio de la Trinidad.
Por todo ello, la vocación al amor que encontramos expresada en Redemptor hominis y que cuenta como referente inmediato la teología del cuerpo de las Catequesis sobre el amor humano, halla un marco más amplio en la trilogía de las encíclicas trinitarias expuestas a modo de meditación profunda[44] del misterio de amor que es Dios mismo y en el que se encuentra cualquier significado real del amor para el hombre.
La referencia trinitaria con la que comenzó Juan Pablo II su Magisterio y que se debe a una libre elección suya[45],
se ha de interpretar entonces en un intento de profundizar de qué forma
la vocación al amor humano que tiene como fin la participación plena en
el misterio trinitario, tiene como camino la revelación del misterio de
la Redención en
el ofrecimiento de sí mismo que realiza Cristo en su cuerpo. De esta
forma, el don de su amor esponsal se convierte en el único modo como el
hombre puede acceder a lo profundo del amor de Dios.
No
podemos olvidar la centralidad cristológica que ofrece toda esta
exposición que sigue, por tanto, la relevancia que adquiere nuestro modo
de conocer al que se vincula la forma que Dios mismo ha tenido de
revelarse[46]. Pero, según esta exposición, la misma esponsalidad de Cristo tiene como último referente mostrar la paternidad de Dios, esto es, la revelación plena de su filiación que cumple por medio de su específica vocación al amor humano.
En
el fondo, este marco hermenéutico al que nos conduce el misterio de la
Redención, nos muestra la necesidad que tiene todo hombre de revivir la
historia del hijo pródigo[47].
La importancia radical de la filiación que es el origen y el fin de la
vida cristiana, deja de ser percibida de forma espontánea por un hombre
solitario y alienado, lejos del hogar divino. Esta es la dramática
situación del hombre llamado a vivir la “redención del corazón”[48].
4. Don –vida –reciprocidad
Si hemos dado un giro al sistema narrativo de las Catequesis, ha sido para que emergiera el misterio que sostiene la dramaticidad de la escena del Génesis.
Nos hallamos ante un Adán que se sabe esposo pero que no se reconoce
suficientemente como hijo, y tal fractura se convierte en el principio
de su debilidad[49]. Tal como lo describe San Ireneo, su estado es como el de un niño que debe madurar para comprender la verdad del plan de Dios[50],
por eso le vence la tentación de “querer ser como Dios”, esto es,
divinizarse de modo inmediato. Hemos de comprender el relato de este
modo: la divinización en sí no es un mal, pues Dios mismo es el que
quiere hacer divino al hombre por su vida en comunión con Él, pero se
trasforma en el principio de todos los males cuando Adán quiere
conseguirla inmediatamente y por sí mismo, fuera de la “vocación al
amor” que Dios ha dispuesto sabiamente[51].
El olvido del amor como vocación, ocultado por la fascinación de una
aparente manifestación “apetecible a la vista y excelente para lograr
sabiduría” (Gn 3,6), nos revela, por tanto, la vulnerabilidad radical del amor humano que a veces puede parecer incapaz de construir una vida.
Para
comprender la temporalidad en el amor es preciso entrar en su dinámica
íntima que, en la experiencia humana, no se puede reducir a un instante[52].
En este punto, la corporeidad es una dimensión ineludible para captar
bien la distensión temporal que exige a modo de una vocación[53].
Es precisa la maduración interior del amor: “se constata que el camino
para lograr esta meta no consiste simplemente en dejarse dominar por el
instinto. Hace falta una purificación y maduración, que incluyen también
la renuncia”[54].
La
dinámica del don, unida a la del amor, no se agota en el instante, en
cuanto pide el crecimiento progresivo de su recepción, se convierte así
en fuente de una finalidad para la acción. De aquí nace su relación
intrínseca con el sentido de la vida humana que el mismo hombre reconoce
que le es dada, a modo de un don originario. La temporalidad del don
para el hombre manifiesta entonces que el significado real de su vida
solo puede descubrirse en la racionalidad interna de una historia. El
aspecto de dramaticidad, de ejercicio de libertad, que esto comporta, se
ha de comprender, entonces, desde una intelección profunda de la que
denominaba Juan Pablo II “hermenéutica del don”[55]
que nos abre a la consideración de la centralidad de la intención del
donante, ya que es esta la que sostiene la intencionalidad interna de
cualquier don. También incluye su peculiar valor personal, que conduce a
descubrir que el sentido de la vida está unido al don de sí. Esta
lógica del don es, por tanto, la luz interna de la vocación al amor en
su radicación en la existencia humana. Por eso mismo, Juan Pablo II pudo
decir: “se puede comprender y llevar a cabo el sentido más verdadero y
profundo de la vida: ser un don que se realiza al darse”[56]
Esta
explicación, que es decisiva para la vocación al amor, nos confirma el
aspecto paradigmático que tiene en ella el amor esponsal en cuanto exige
el don de sí corporal[57].
Además, el valor del don queda refrendado por la exigencia interna de
reciprocidad que se incluye en la dinámica de cualquier amor.
Precisamente, es esta una característica que excluía de forma total la
discusión sobre el “amor puro”. Este aspecto, que no aparecía expreso en
la “teología del cuerpo” y que quedaba solo implícito en la “vocación
al amor”, pasó a ser, desde la perspectiva del don de la vida, un
elemento imprescindible hasta el punto de calificarlo Juan Pablo II como
“ley de la reciprocidad” en la encíclica Evangelium vitae.
Allí se refirió a ella de un modo solemne al destacar que procede de la
lógica de la Alianza que Dios quiere realizar con el hombre. Estas son
sus palabras: “El Dios de la Alianza ha confiado la vida de cada hombre a
otro hombre hermano suyo, según la ley de la reciprocidad del dar y
recibir, del don de sí mismo y de la acogida del otro”[58].
La
importancia de este hecho es máxima, porque le permitía delinear un
modo específico de conexión con el plan divino, de modo que esta “ley”
se ha de considerar, como un auténtico complemento a lo que nos había
ofrecido en los ciclos de las Catequesis.
En este sentido no podemos por menos que maravillarnos del horizonte
teológico y, al mismo tiempo, existencial al que nos introduce la
siguiente afirmación: “En la plenitud de los tiempos, el Hijo de Dios,
encarnándose y dando su vida por el hombre, ha demostrado a qué altura y
profundidad puede llegar esta ley de la reciprocidad. Cristo, con el
don de su Espíritu, da contenidos y significados nuevos a la ley de la
reciprocidad, a la entrega del hombre al hombre”[59].
5. Afectividad y dimensión social
Entrar
en la dinámica del amor nos conduce irremisiblemente a afrontar una
adecuada consideración de su dinamismo afectivo. Sin duda, es aquí donde
se realiza la radical unión dinámica entre el cuerpo y el espíritu[60],
pues ha sido el racionalismo el que, al reducir el estudio de los
afectos a aquellos simplemente sensitivos, excluía incluso la
posibilidad de la existencia de un afecto espiritual que contuviera una
verdad sobre el hombre.
Hay
que recordar que esta interpretación niega de forma radical la
existencia del conocimiento espiritual tal como lo han entendido los
místicos de todos los tiempos. Contamos así con el ejemplo excelso de
San Bernardo que, a partir de una identificación profunda de la dinámica
del amor con el afecto, da una explicación iluminadora de la gracia y
la redención en su hermoso libro De diligendo Deo[61].
En
definitiva, desde un punto de vista antropológico, una teología del
cuerpo que no cuente con un estudio profundo de la dinámica afectiva
corre el riesgo de perder la dimensión de integración personal
que incorporan los afectos y volcarse unilateralmente en la de
trascendencia, si tomamos como marco la terminología personalista de Persona y acción[62].
Por
desgracia, la proliferación de estudios filosóficos sobre la
corporeidad no ha ido pareja con la profundidad en el conocimiento de
los afectos y sus dinamismos propios. Es más, se observa una carencia
notable de la comprensión de la dinámica afectiva en muchas de las
propuestas teológicas más actuales, a pesar de la gran categoría de su
contenido. Desde luego, dentro de los estudios del Instituto Juan Pablo
II se ha tenido muy presente esta dimensión y se ha procurado ofrecer un
camino de investigación al respecto[63].
A
mi parecer, aunque hay que reconocer la importancia que el Papa Juan
Pablo II ha concedido en sus escritos a la vida afectiva, la dinámica
específica de los afectos ha sido uno de los aspectos que todavía están
por desarrollar, ya que requiere ser aclarada en muchos puntos. Tal vez
una de las causas de esta carencia sea el método que hizo suyo Karol
Wojtyla y que aplicó de forma sistemática en Persona y acción, que
estaba directamente centrado en la introspección dinámica y, por eso
mismo, no es el mejor modo para acceder a toda la riqueza de la
afectividad.
Un
estudio adecuado de los afectos permite percibir en los mismos una
polaridad interpersonal que es un fundamento esencial para toda la
dinámica amorosa de la acción humana. La unión afectiva de la que nace el motus en el que consiste, según Santo Tomás, el acto humano, se ha de comprender por tanto a modo de la presencia del amado en el amante (presencia intencional, íntima y dinámica) y el movimiento del amante hacia el amado (intención
extática propia del amor en cuanto movimiento apetitivo). Así se
articula una rica dinámica en la que se puede descubrir una verdad
específica con un valor personal relevante.
La
vocación al amor de la que hemos hablado, queda ahora enmarcada en los
niveles que proceden de esta dinámica afectiva básica y que se pueden
describir así desde la centralidad del encuentro personal[64]: “Esta verdad revela entonces el fin propio de la acción, que se ha de comprender desde la unión del amante y del amado, la cual solo incoada en el afecto, desea realizarse en la acción[65].
El encuentro no es un fin, sino que marca una dirección que se debe
realizar, el fin del encuentro es el establecimiento de una comunión en la que la presencia se hace recíproca en la mutua aceptación. Es, por ello, la unión más perfecta entre personas”[66].
Esta
secuencia afectiva permite enmarcar el sentido propio del “don de sí”
que habíamos visto, como nacido de un encuentro y en la dirección de
constituir la comunión de personas. Por eso, la verdad personal del don
de sí, remite a la presencia afectiva anterior y nos impide una
incorrecta identificación de la esencia del amor a ser exclusivamente un
don de sí.
Además,
la distensión temporal pertenece de modo intrínseco a la dinámica
afectiva y nos hace entender mejor la interrelación entre los distintos
momentos amorosos que hemos apuntado. La centralidad del encuentro da
unidad a la diversidad de las presencias afectivas anteriores y confirma
el valor personal que estaba incoado en las mismas. El reconocimiento,
en cuanto acto característico del encuentro personal[67],
se funda por consiguiente en una presencia anterior en el afecto que
reclama una confirmación consciente para poder ser llevada a término en
la configuración de una auténtica comunión de personas. La nueva
secuencia que nos aparece: presencia, encuentro, comunión, permite
ahora, en la asunción real de la dimensión corpórea de la persona
humana, una redefinición de la vocación al amor desde el punto de vista
de la identidad personal en este sentido: “Este itinerario, ser hijo,
para ser esposo y llegar a ser padre expresa el conjunto de las
relaciones humanas básicas que establecen esos vínculos personales —no
sólo de naturaleza— que enmarcan las acciones de los hombres”[68].
Esta
visión es una aclaración de suma importancia por su vinculación directa
con la familia y su extensión al resto de las relaciones humanas y
comuniones personales[69].
En especial, con ella se evitan los reduccionismos fisicistas o
sociológicos que se han volcado contra la familia, y permite inscribir
esta, la relación entre generaciones y el don de sí del propio cuerpo,
como el ámbito de desarrollo de las dimensiones claves de la identidad
personal de cada hombre.
En
esta perspectiva, la insistencia de la Sagrada Escritura en
determinados términos de contenido afectivo como son: misericordia,
amor, esperanza, ofensa, etc., cobra un relieve nuevo y se puede
articular una interrelación entre ellos que nos abre un camino de
profundización en el misterio de la Redención,
precisamente hacia donde apuntan todos los esfuerzos teológicos de Juan
Pablo II y traza, en definitiva, un camino fecundo de investigación
teológica. En primer lugar, algún autor ha reclamado la necesidad de
comprensión de la gracia desde la perspectiva afectiva[70],
con ello se responde a la indicación de Santo Tomás que habla
explícitamente del fundamento afectivo del acto de caridad, por el
siguiente argumento: “el amor que está en el apetito intelectivo también
se diferencia de la benevolencia. Pues incluye una cierta unión
afectiva del amante al amado”[71].
Descubrimos
en esta expresión tomista una terminología depurada sobre el afecto en
la que se destaca que es una unión peculiar. Esta se sostiene por la
polaridad que crea entre el amante y el amado que se ha de calificar
como de “coactualidad” y que se caracteriza respecto a la caridad por
medio de la expresión “mutua amatio”.
Además, el Doctor Angélico deja muy claro que se trata aquí del
“apetito intelectivo”, es decir, de un afecto realmente espiritual y no
meramente sensitivo. Se indica de esta forma la realidad de la conocida “communicatio beatitudinis” que, en el Aquinate, es la esencia misma del acto de caridad[72] y que, por consiguiente, cuenta en tal “amor mutuo” un carácter afectivo en su mismo fundamento de gracia que lo sostiene.
Es
más, la categoría de la presencia afectiva del amante y del amado es la
clave misma que nuestro Doctor utiliza para hablar del Amor trinitario.
Le sirve para explicar la procesión del Espíritu Santo, cuando dice:
“que alguien ame algo procede de una cierta impresión, si podemos hablar
así, de la cosa amada en el afecto del amante, según la cual el amado
se dice que está en el amante, como lo entendido en el inteligente”[73].
Podemos,
entonces, retomar la referencia a la Comunión trinitaria desde una
nueva perspectiva. En este sentido, la expresión paulina que Juan Pablo
II usa como referencia fundamental para sus encíclicas trinitarias: “La
gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del
Espíritu Santo estén con todos vosotros”[74],
ilumina la vocación humana al amor al atribuir a Cristo el encuentro
por gracia, al Padre el misterio del amor inicial que habita en el
hombre como presencia y al Espíritu Santo, la Persona Don, que es en sí
mismo un misterio de comunión y crea comunión en aquel en que es
derramado.
El “estupor” nacido del encuentro con Cristo y al cual Juan Pablo II le da el nombre de “cristianismo”[75],
se enmarca entonces en una presencia primera del Padre que lo alienta
internamente y manifiesta su contenido y la realidad de una comunión
dada por el Espíritu y todavía por construir plenamente. Es el camino de
maduración, la temporalidad interna del amor, que queda así vivificada
por las misiones divinas.
6. Repensar la Iglesia: el amor del Pastor. La respuesta filial al amor del Padre
Comenzamos
señalando el valor eclesiológico de la vocación al amor como una
llamada a comprender la misión de la Iglesia en nuestro mundo como un
“enseñar a amar”. Por consiguiente, la Iglesia, animada por el amor
divino, vive en un estado de misión permanente[76].En
el fondo, tal misión no es sino la recepción real del amor del buen
Pastor, que lo ofrece como Esposo a la Iglesia y, por él, se entrega
como Hijo al Padre.
Es más, la razón profunda por la que el Hijo es Pastor se asienta en el amor del Padre: a Él le pertenecen las ovejas y a Él se las devuelve[77].
En este intercambio de amor paterno-filial se configura, entonces, la
misión de Cristo: “Mis ovejas escuchan mi voz; yo las conozco y ellas me
siguen. Yo les doy vida eterna y no perecerán jamás, y nadie las
arrebatará de mi mano. El Padre, que me las ha dado, es más grande que
todos, y nadie puede arrebatar nada de la mano del Padre” (Jn 10,27-29).
La
clave de comprensión de toda pastoral, de la misma misión de la
Iglesia, es entonces la “vocación al amor” del mismo Cristo. Sus pasos
están claros: nacido del Espíritu Santo por la misión de amor del Padre,
es el auténtico Hermano Mayor que sabe que lo ha “recibido todo del
Padre”, y puede exclamar “todo lo del Padre es mío”. Por eso mismo, ha
de responder en su madurez con el don de sí. El contenido de su don es
su misma vida humana que se convierte en el vínculo especial de amor
expresada por la entrega de su propio cuerpo. En él habita un misterio
de amor: “Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida, para recobrarla
de nuevo. Nadie me la quita; yo la doy voluntariamente. Tengo poder para
darla y poder para recobrarla de nuevo; esa es la orden que he recibido
de mi Padre” (Jn 10,17-18).
Ese
cuerpo que entrega Cristo y que le había sido dado por el Padre es, al
mismo tiempo, el que le une a sus ovejas, las que escuchan su voz. Son
ellas las que, al recibirle como alimento, se hacen “un cuerpo con Él”,
por lo que son concorpóreas con Cristo. Él, cumple como Hermano Mayor
obediente la misión que le encarga el Padre: trae las ovejas a hombros
(cfr. Lc 15,5), como hermanos perdidos, a la casa del Padre.
Al
hablar de la herencia paterna en el marco de la parábola evangélica,
podría parecer que no está presente una madre en la parábola, aunque el
Padre muestra a la vez un amor paterno y materno[78].
No es un olvido, la unicidad del Padre es esencial en el relato para
mostrar la realidad de un amor originario único y exclusivo, el de Dios,
y una única fons y origo en
la Trinidad, el Padre. No da lugar el texto de ningún modo a la
existencia de una dualidad de principios ni respecto al mundo, ni a la
filiación. Pero, en verdad, tal como ya insinúa la encíclica Dives in misericordia, es la misericordia el atributo femenino que se descubre en la narración, sin necesidad de nombrarlo[79].Es
un modo de expresar dentro de la experiencia humana una excelencia que
solo en Dios alcanza su plenitud. Así en la parábola, es la presencia
misericordiosa que hace volver al hijo, primero “dentro de sí” y, luego,
en camino hacia el Padre. Esta capacidad de “engendrar en la belleza”[80]
es lo que nos hace reconocer la presencia callada de María “Madre de
misericordia” y, en ella, un modo especial de unir el don de sí
esponsal, con el paternal en una fecundidad nueva en su carne, la del
Espíritu Santo. Por ello, descubrimos la vocación al amor en su
dimensión eclesiológica: “también en esto la Iglesia reconoce la vía de
su vida cotidiana, que es todo hombre”[81].
Hemos
llegado aquí al núcleo más profundo que une la vocación al amor y el
cuerpo humano, pues nos introduce en unas misteriosas “entrañas de
misericordia de Dios”[82].
Si el Padre estaba presente en el hijo perdido por medio de la
misericordia que tuvo con él, Cristo es el camino hacia el Padre, pues
por Él el hombre recupera su filiación. Para ello es necesario un don de
sí muy particular, el de la misericordia, que el hijo perdido recibirá
plenamente en el abrazo del Padre. Cristo al devolverlo podrá decir
orgulloso al Padre: “tu hijo que estaba muerto, ha vuelto a la vida,
estaba perdido y ha sido encontrado” (cfr. Lc 15,32).
Juan José Pérez-Soba Diez del Corral
Congreso RH. Roma, noviembre 2009
Notas
[1] Cfr. JUAN PABLO II, C. Enc. Dives in misericordia,
n. 5 d: “El patrimonio que aquel tal había recibido de su padre era un
recurso de bienes materiales, pero más importante que estos bienes
materiales era su dignidad de hijo en la casa paterna.”
[2] Cuyas actas se han publicado como: L. MELINA –S. GRYGIEL (a cura di), Amare l’amore umano. L’eredità di Giovanni Paolo II sul Matrimonio e la Famiglia, Cantagalli, Siena 2007.
[3] Ibidem,
10: “Così egli aveva indicato il valore esistenziale dell’amore per
l’essere umano, anzi la centralità dell’esperienza dell’amore per il
destino della persona”.
[4] Recogidos en: K. WOJTYLA, Amor y responsabilidad, Palabra, Madrid 2008 y también ID., El don del amor. Escritos sobre la familia, Palabra, Madrid 2000.
[5] Un estudio centrado precisamente sobre este tema es: M.T. CID VÁZQUEZ, Persona, amor y vocación. Dar un nombre al amor o la luz del sí, Edicep, Valencia 2009, en el que se sistematiza con gran precisión el contenido de esta vocación peculiar.
[6] Cfr. el provocador artículo de: A. AUER, “Es la Iglesia, hoy en día, todavía ‘éticamente habitable’”, D. MIETH (ed.), La teología moral ¿en fuera de juego? Una respuesta a la encíclica “Veritatis splendor”, Herder, Barcelona 1995, 335-357.
[7] JUAN PABLO II, Homilía de inauguración del Pontificado (22.10.1978).
[8] JUAN PABLO II, C. Enc. Redemptor hominis, n. 10. Interpreta esta cita como teológicamente central en la encíclica: G. MARENGO, “Amo perché amo, amo per amare”. L’evidenza e il compito, Cantagalli, Siena 2007, 22-23.
[9] Para la comprensión del Concilio que tiene Karol Wojtyla: cfr. ID., La renovación en sus fuentes. Sobre la aplicación del Concilio Vaticano II, BAC, Madrid 1982. Explica la frase en p. 27.
[10] Cfr. JUAN PABLO II, Ex. Ap. Familiaris consortio, n. 11; ID., Discurso en la X Jornada Mundial de la Juventud en Manila (14.I.1995); o también ID., Cruzando el umbral de la esperanza, Plaza y Janés, Barcelona 1994, 132.
[11] Cfr. L. MELINA –P. ZANOR (a cura di), Quale dimora per l’agire? Dimensione ecclesiologiche della morale, PUL/Mursia, Roma 2000.
[12] Cfr. JUAN PABLO II, C. Enc. Redemptor hominis, n. 14: “este hombre es
el primer camino que la Iglesia debe recorrer en el cumplimiento de su
misión, él es el camino primero y fundamental de la Iglesia, camino
trazado por Cristo mismo, vía que inmutablemente conduce a través del
misterio de la Encarnación y de la Redención.”
[13] Cfr. JUAN PABLO II, C. Enc. Fides et ratio, n. 1.
[14] Citada inmediatamente antes: JUAN PABLO II, C. Enc. Redemptor hominis, n. 8, de donde tomo la cursiva. También aparece en: ibidem, nn. 13 y 18, es decir, en los puntos clave de cambio de argumentación de la Encíclica.
[15] Es el título del n. 7 que abre todo el capítulo segundo titulado “El misterio de la Redención” (nn. 7-12).
[16] Las palabras con las que comienza la encíclica se repiten insistentemente en el texto: cfr. especialmente ibidem, nn. 7-10.
[17] Lo dice explícitamente en: ID., C. Enc. Dives in misericordia, n. 1: “El hombre y su vocación suprema se desvelan en Cristo mediante la revelación del misterio de su Padre y de su amor.”
[18] ID., C. Enc. Redemptor hominis, n. 9. Recordemos de qué forma se aplica esto en: ID., C. Enc. Dives in misericordia,
n. 7 § 6: “Creer en el Hijo crucificado significa «ver al Padre»,
significa creer que el amor está presente en el mundo y que este amor es
más fuerte que toda clase de mal, en que el hombre, la humanidad, el
mundo están metidos. Creer en ese amor significa creer en la misericordia.”
[19] Cfr. ID., C. Enc. Dives in misericordia,
n. 8: “Amor más fuerte que la muerte, más fuerte que el pecado”. Es una
referencia constante en su Magisterio: cfr. p.ej. ID., C. Enc. Redemptor hominis, n 9; ID., C. Enc. Dominum et vivificantem, n. 39.
[20] Para su comprensión de forma sintética, pero completa y profunda, es necesario referirse a: C.A. ANDERSON –J. GRANADOS, Called to Love: Approaching John Paul II’s Theology of the Body, Doubleday, New York 2009.
[21] Cfr. para el contenido de esta expresión: JUAN PABLO II, Hombre y mujer lo creó. El amor humano en el plano divino, Cat. 23,3 (2.IV.1980), Ediciones Cristiandad, Madrid 2000, 163-164.
[22] Cfr. H.U. VON BALTHASAR, “Latencia y acompañamiento de Dios”, en ID., Teodramática II: Las personas del drama: el hombre en Dios, Ediciones Encuentro, Madrid 1992, 249-261.
[23] Es la perspectiva que toman: C.A. ANDERSON –J. GRANADOS, Called to Love, cit., 1: “Man, the way of the Curch –Love, the way of man.”
[24]
Aunque sea por un criterio meramente terminológico así lo asegura la
repetición insistente en la caridad en sus documentos: C. Enc. Deus caritas est; Ex. Ap. Sacramentum caritatis; C. Enc. Caritas in veritate.
[25] Según la afirmación de: JUAN PABLO II, Hombre y mujer lo creó, Cat. 4 (26.IX.1979), l.c.,
77, nota: “tenemos, por tanto, derecho a hablar de la relación entre la
experiencia y la revelación, Más aún, tenemos el derecho de plantear el
problema de su recíproca relación, aunque para muchos entre una y otra
pase una línea de demarcación que es una línea de total antítesis y de
radical antinomia. Esta línea debe ser sin duda trazada, a su parecer,
entre la fe y la ciencia, entre la teología y la filosofía. Al formular
ese punto de vista se toman en consideración más bien conceptos
abstractos que no al hombre como sujeto vivo”; A. RODRÍGUEZ LUÑO, “«In
mysterio Verbi incarnati mysterium hominis vere clarescit» (Gaudium et spes, n. 22). Riflessioni metodologiche sulla grande Catechesi del mercoledì di Giovanni Paolo II”, en Anthropotes 8 (1992) 11-25.
[26] Para su estructura hay que referirse al concienzudo estudio introductorio de: M. WALDSTEIN, a la edición: JOHN PAUL II, Man and Woman He created Them. A Theology of Body, Pauline Books and Media, Boston 2006.
[27] Es la que destaca en su valor: C. CAFFARRA, “Introduzione generale”, en GIOVANNI PAOLO II, Uomo e donna lo creò. Catechesi sull’amore umano,
Città Nuova Editrice, Roma 31992, 19: “Si ha cosí come un «trittico»:
il principio, la redenzione nel tempo, l’evento escatologico finale. La
teologia del corpo è raffigurata da tutte e tre le
tavole, considerate e viste sempre nel loro insieme, nel loro reciproco
richiamarsi. A questo trittico corrispondono, precisamente, tre cicli
di catechesi”. Estructura que ha sido confirmada en: JUAN PABLO II, Tríptico Romano, Fundación Universitaria San Antonio, Murcia 2003.
[28] Como lo explica: JUAN PABLO II, Hombre y mujer lo creó, Cat. 3 (19.IX.1979), l.c., 68-72.
[29] JUAN PABLO II, Ex. Ap. Familiaris Consortio, n. 11, §§1 y 2.
[30] Cfr. M.T. CID VÁZQUEZ, Persona, amor y vocación,
cit., 168: “La verdad inicial de la libertad del hombre es el
descubrimiento de un «esse» peculiar: el de ser hijo. (…) Por la
recepción de ese amor originario tenemos la memoria de un gozo primero,
de un hogar. Precisamente por su carácter originario, es un amor
incondicional e irrevocable.”
[31] Cfr. JUAN PABLO II, Hombre y mujer lo creó, Cat. 5 (10.X.1979), l.c., 78-82.
[32] Cfr. Ibidem, Cat. 9 (14.XI.1979), l.c., 97-101. Para el concepto de imagen de Dios: cfr. A. SCOLA –G. MARENGO –J. PRADES LÓPEZ, La persona umana. Antropologia Teologica, “AMATECA” vol. 15, Jaca Book, Milano 2000, 157-165.
[33] Cfr. G. RICHI, “Por amor del Padre. Sobre la gracia sacramental del matrimonio”, en G. MARENGO –B. OGNIBENI (a cura di), Dialoghi sul mistero nuziale. Studi offerti al Cardinale Angelo Scola, Lateran University Press, Roma 2003, 315-333. Así lo reconoce: A. SCOLA, “Il mistero nuziale. Originarietà e fecondità”, en Anthropotes 23/2
(2007) 70: “È importante, infine, notare che un certo primato va
accordato alla fecundità. Ogni singolo, infatti, proprio in quanto
figlio, dal concepimento e, in qualche modo, ancor prima, riceve dai
genitori l’inafferrabile eppure misteriosamente noto mistero nuziale.”
[34] JUAN PABLO II, C. Enc. Redemptor hominis, n. 14; citado en JUAN PABLO II, Carta a las familias, n. 1. Con el sentido obvio de que: ibidem, n. 2 § 1: “Entre los numerosos caminos, la familia es el primero y el más importante.”
[35] JUAN PABLO II, Carta a las familias, n. 6 § 1.
[36] Citado en ibidem, nn. 5 § 7; 6 § 1; 7 §§ 3. 7. 9; 15 § 15; 16 § 7; 23 §§ 1. 3. 6.
[37] Respecto al concepto de communio en este documento: cfr. J. GIL LLORCA, La communio personarum en la “Gratissimam sane” de Juan Pablo II. Elementos para una antropología de la familia, Siquem, Valencia 2000.
[38] Así lo ha destacado: L. MELINA, “Amore, desiderio e azione”, en L. MELINA –J. NORIEGA (a cura di), Domanda sul bene e domanda su Dio, PUL-Mursia, Roma 1999, 96-100.
[39] Cfr. BENEDICTO XVI, C. Enc. Deus caritas est, n. 3: “Los antiguos griegos dieron el nombre de eros al amor entre hombre y mujer, que no nace del pensamiento o la voluntad, sino que en cierto sentido se impone al ser humano.”
[40]
Sigo para este argumento la hermosa exposición de: A. PRIETO, “Eros e
agape: l’unico dinamismo dell’amore”, en L. MELINA –C. ANDERSON (eds.), La via dell’amore. Riflessioni sull’enciclica Deus caritas est di Benedetto XVI, Rai-Pontificio Istituto GP2, Roma 2006, 171-182.
[41] M. NEDONCELLE, Personne humaine et nature. Étude logique et métaphysique, Aubier Montaigne, Paris 21963, 29.
[42] Cfr. F.D. WILHELMSEN, La Metafísica del amor, Rialp, Madrid 1964.
[43] Cfr. A. RUIZ RETEGUI, “Un Dios de elección”, en AA.VV., Cristo
y el Dios de los cristianos. Hacia una comprensión actual de la
teología. XVIII Simposio Internacional de Teología de la Universidad de
Navarra (Pamplona 9-11 de Abril de 1997), EUNSA, Pamplona 1998, 579-597.
[44] Así lo califica: JUAN PABLO II, C. Enc. Redemptor hominis, n. 22.
[45]
En esta dimensión insiste posteriormente el Papa con motivo de la
preparación inmediata del gran jubileo del año 2000 con: JUAN PABLO II,
C. Ap. Tertio millenio adveniente (10.XI.1994), e ID., C. Ap. Novo millenio ineunte (6.I.2001).
Para su comprensión: cfr. R. FISICHELLA, “Impronta trinitaria delle
encicliche di Giovanni Paolo II”, en G. BORGONOVO –A. CATTANEO (a cura
di), Giovanni Paolo Teologo. Nel segno delle Encicliche, Mondadori, Milano 2003, 34-43; A. ARANDA (ed.), Trinidad y Salvación. Estudios sobre la trilogía trinitaria de Juan Pablo II, EUNSA, Pamplona 1990.
[46]
Cfr. J. PRADES, “«De la Trinidad económica a la Trinidad inmanente». A
propósito de un principio de renovación de la teología trinitaria”, en
ID., Communicatio Christi. Reflexiones de Teología sistemática, Publicaciones de la Facultad de Teología “San Dámaso”, Madrid 2004, 15-73.
[47] Se refiere a ella como marco general de comprensión de la vida humana: JUAN PABLO II, C. Enc. Dives in misericordia, nn. 5-6; ID., Ex. Ap. Reconciliatio et poenitentia, nn. 5-6.
[48] A la que hace referencia el segundo ciclo de las Catequesis sobre el amor humano.
[49] Ya meditaba sobre este punto: K. WOJTYLA, “Meditaciones sobre la paternidad”, en ID., Poesías,
BAC, Madrid 1982, 95: “¿Cómo podía yo llegar a Hijo? Yo no quería el
ser. Ni quería aceptar el sufrimiento que nace del riesgo del amor. Ni
pensaba estar a la altura exigida. Tenía yo la mirada muy fija sobre mí,
sobre mi solo yo y mis posibilidades solas.”
[50] Cfr. SAN IRENEO, La demostración de la predicación evangélica,
n. 12 (SC 406,106), en “Fuentes Patrísticas, 2”, Ciudad Nueva, Madrid
1992, 82: “el hombre era todavía niño y no tenía aún pleno uso de razón,
de ahí que fuera fácil al seductor engañarle.”
[51] Cfr. ID., Adversus haereses,
IV, 38,4 (SC 100,956): “Irrationabiles igitur omni modo qui non
expectant tempus augmenti et suae naturae infirmitatem adscribunt Deo”.
[52] Así sucede con: J.-L. MARION, Le phénomène érotique, Grasset, Paris 2003; y J.D. CAUSSE, L’instant d’un geste. Le sujet, l’éthique et le don, Labor et fides, Genève 2004.
[53]
Insiste en este punto como el fundamental de la relación mutua
“vocación al amor” – “teología del cuerpo”: L. MELINA, “Il corpo nuziale
e la sua vocazione all’amore nelle Catechesi di Giovanni Paolo II”, en ID., Imparare ad amare. Alla scuola di Giovanni Paolo II e di Benedetto XVI, Cantagalli, Siena 2009, 49-87, en especial 69-77.
[54] BENEDICTO XVI, C. Enc. Deus caritas est, n. 5. Cfr. J. NORIEGA, “La scintilla del sentimento e la totalità dell’amore”, en L. MELINA – C. ANDERSON (a cura di), La via dell’amore. Riflessioni sull’enciclica Deus caritas est di Benedetto XVI, RAI-Eri – Istituto Giovanni Paolo II, Roma 2006, 239-249.
[55] Según la expresión de: cfr. JUAN PABLO II, Hombre y Mujer lo creó, Cat. 13, 2, l.c., 117.
[56] JUAN PABLO II, C. Enc. Evangelium vitae, n. 49.
[57] Tal como lo afirma: BENEDICTO XVI, C. Enc. Deus caritas est,
n. 2: “Sin embargo, en toda esta multiplicidad de significados destaca,
como arquetipo por excelencia, el amor entre el hombre y la mujer, en
el cual intervienen inseparablemente el cuerpo y el alma, y en el que se
le abre al ser humano una promesa de felicidad que parece irresistible,
en comparación del cual palidecen, a primera vista, todos los demás
tipos de amor.” Estudia este sentido paradigmático en su valor
antropológico: A. SCOLA, Il mistero nuziale. 1. Uomo-Donna, PUL-Mursia, Roma 1998.
[58] JUAN PABLO II, C. Enc. Evangelium vitae, n. 76 §2.
[60]
Cfr. J.J. PÉREZ-SOBA DIEZ DEL CORRAL, “La verdad del amor: una luz para
caminar. Experiencia, metafísica y fundamentación de la moral (parte
II)”, en Revista Española de Teología 69 (2009) 85-86.
[61] Así lo expone: J. LECLERCQ, “Amore e conoscenza secondo san Bernardo di Chiaravalle”, en La Scuola Cattolica 120 (1992) 6-14.
[62] Cfr. K. WOJTYLA, Persona e atto, en ID., Metafisica della persona. Tutte le opere filosofiche e saggi integrativi,
Bompiani – Libreria Editrice Vaticana, Milano –Città del Vaticano 2003.
Donde la parte tercera (pp. 963-1067) se denomina “Trascendeza della
persona nell’atto” y la parte cuarta (pp. 1069-1163): “L’integrazione
della persona nell’atto”.
[63] Así se observa en la preocupación de Mons. Angelo Scola en este tema concreto: cfr. A. SCOLA, Identidad y diferencia. La relación hombre y mujer, Ed. Encuentro, Madrid 1989; ID., “L’affezione alla luce di alcuni articuli del De passionibus di San Tommaso. Una lettura di Summa Theologiae I-II, q. 22, aa. 1-3 e q. 26, aa. 1-2”, en ID., Il mistero nuziale. 1. Uomo-Donna, cit., 155-170.
[64] Cfr. L. MELINA, “L’amore: incontro con un avvenimento”, en L. MELINA – C. ANDERSON (a cura di), La via dell’amore, cit., 1-11.
[65] Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa contra gentiles,
l. 1, c. 91 (n. 760): “affectus amantis sit quodammodo unitus amato,
tendit appetitus in perfectionem unionis, ut scilicet unio quae inchoata
est in affectu, compleatur in actu”.
[66] J.J. PÉREZ-SOBA DIEZ DEL CORRAL, “Presencia, encuentro y comunión”, en L. MELINA –J. NORIEGA –J.J. PÉREZ-SOBA, La plenitud del obrar cristiano, Palabra, Madrid 2001, 359.
[67]
Para un estudio: cfr. F. BOTTURI, “Il bene della relazione e i beni
della persona”, en L. MELINA –J.J. PÉREZ-SOBA (a cura di), Il bene e la persona nell’agire, Lateran University Press, Roma 2002, 161-184.
[68] L. MELINA –J. NORIEGA –J.J. PÉREZ-SOBA, Caminar a la luz del amor. Fundamentos de la moral cristiana,
Ediciones Palabra, Madrid 2007, 165. Esta perspectiva sirve para
comprender toda la pastoral familiar como lo demuestra: R. ACOSTA PESO, La luz que guía toda la vida. La vocación al amor, hilo conductor de la pastoral familiar, Edice, Madrid 2007.
[69] Cfr. P. DONATI, Perché “la” famiglia? Le risposte della sociologia relazionale, Cantagalli, Siena 2008.
[70] Cfr. A. CAÑIZARES LLOVERA, “L’orizzonte teologico della morale cristiana”, en L. MELINA –J. NORIEGA (a cura di), “Camminare nella luce”. Prospettive della teologia morale a partire da Veritatis splendor, Lateran University Press, Roma 2004, 54-61.
[71] SANTO TOMÁS DE AQUINO, STh., II-II, q. 27, a. 2. Otros textos que destacan la unión afectiva: STh.,
II-II, q. 17, a. 6: “Caritas igitur facit hominem Deo inhaerere propter
seipsum, mentem hominis uniens Deo per affectum amoris”; ibid., ad 3: “caritas proprie facit tendere in Deum uniendo affectum hominis Deo, ut scilicet homo non sibi vivat sed Deo”.
[72] Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, STh., II-II, q. 23, a. 1: “Amor autem super hac communicatione fundatus est caritas.”
[73] SANTO TOMÁS DE AQUINO, STh.,
I, q. 37, a. 1. Lo estudia: A. COMBES, “«Sicut cognitum in cognoscente
et amatum in amante». Essai d’exégèse thomiste”, en AA.VV., Miscellanea Antonio Piolanti, I, Pontificia Universitas Lateranensis, Romae 1963, 111-137; J. PRADES, “Deus specialiter est in sanctis per gratiam”: el misterio de la inhabitación de la trinidad en los escritos de santo Tomás, Analecta Gregoriana, Roma 1993.
[74] Misal Romano, tomado de 2Co 13,13 y que interpreta así: JUAN PABLO II, C.Enc. Dominum et vivificantem, n. 2: “De esta exhortación han partido, en cierto modo, y en ella se han inspirado las precedentes Encíclicas Redemptor hominis y Dives in misericordia (…) De esta misma exhortación arranca ahora la presente Encíclica sobre el Espíritu Santo.”
[75] JUAN PABLO II, C. Enc. Redemptor hominis,
n. 10: “En realidad, ese profundo estupor respecto al valor y dignidad
del hombre se llama Evangelio, es decir, Buena Nueva. Se llama también
cristianismo.”
[76] JUAN PABLO II, C. Enc. Redemptor hominis, n. 20: “La Iglesia in statu missionis, tal como nos ha revelado el Concilio Vaticano II.”
[77] Cfr. G. MOURUJÃO, “A Unidade de Jesus com Pai em Jo 10,30”, en Estudios Bíblicos 47 (1989) 47-64.
[78]
Cfr. la reflexión de: S. GRYGIEL, “La dimensione pasquale della
paternità e della figliolanza (Riflessione sull’opere poetica di Karol
Wojtyla)”, en Anthropotes 12 (1996) 261-288.
[79] Cfr. JUAN PABLO II, C. Enc. Dives in misericordia,
n. 5 § 2: “la esencia de la misericordia divina, aunque la palabra
«misericordia» no se encuentre allí, es expresada de manera
particularmente límpida.” Habla del aspecto “femenino” de la
misericordia en: ibidem, n. 4, nota 52.
[80] Según las palabras de: PLATÓN, El banquete, 206 E: “Τής γέⱱⱱήοέως καί τοϋ τόκοⱱ έν τω καλώ.”
[81] JUAN PABLO II, C. Enc. Redemptor hominis, n. 22.
[82] Lc 1,78. Cfr. JUAN PABLO II, C. Enc. Dominum et vivificantem, n. 39.