El amor olvidado
«Engañarse
a sí mismo en el amor es lo más espantoso que puede ocurrir, constituye
una pérdida eterna, de la que no se compensa uno ni en el tiempo ni en
la eternidad»[1].
Esta afirmación de Kierkegaard, escrita con rotundidad hace alrededor
de siglo y medio, puede servir todavía hoy para esclarecer una de las
dimensiones más significativas de la persona humana: su inclinación a
amar[2].
En
efecto, basta echar un vistazo al mundo contemporáneo para advertir con
nitidez que no solo aumentan de manera preocupante la infidelidad, los
fracasos conyugales, los matrimonios mantenidos exclusivamente por la
inercia…; sino que incluso, en grandes sectores de la sociedad, parece
haberse perdido el verdadero significado, el auténtico sentido del
término “amor”. En múltiples ocasiones, lo que a nuestro alrededor se
vende como amor es pura fisiología, como en la desgraciada expresión de
“hacer el amor”, o una especie de sentimentalismo más o menos sensual y
sensiblero, pero incapaz siquiera de colmar los nobles deseos de un
adolescente.
Quizás
la pérdida del significado del amor constituya uno de los problemas más
acuciantes de la civilización actual y, en buena medida, la explicación
o causa de lo que antes llamaba deslealtades, errores, etc., y de la desorientación del hombre a la hora de conocerse a sí mismo y de regir la propia existencia.
En semejante sentido, aunque con las ambigüedades que le son propias, se pronuncia Erich Fromm:
Hablar
del amor no es “predicar”, por la sencilla razón de que significa
hablar de la necesidad fundamental y real de todo ser humano. Que esa
necesidad haya sido oscurecida no significa que no exista. Analizar la
naturaleza del amor es descubrir su ausencia general en el presente y
criticar las condiciones sociales [¿metafísicas?] responsables de esa
ausencia. Tener fe en la posibilidad del amor como un fenómeno social y
no solo excepcional e individual, es tener una fe racional basada en la
comprensión de la naturaleza misma del hombre[3].
Por eso, en los momentos actuales debe acentuarse la trascendental necesidad de un buen
amor para la plenitud y la felicidad de la persona, a la par que
conviene aclarar —para uno mismo y para aquellos a quienes pretendemos
ayudar— la auténtica verdad del amor, concibiéndolo de entrada
como algo recio, constante y perenne —sólido: con perfiles definidos—,
que elige y realiza el bien para las personas amadas
La pérdida del sentido del amor constituye uno de los problemasmás graves y acuciantes de la civilización contemporánea
¿En qué consiste amar?
Hace
ya bastantes siglos, la razón natural fue capaz de descubrir, de manera
bastante certera, la naturaleza real del amor al que estoy apelando.
Por ejemplo, con términos nada complicados, Aristóteles nos dice en la Retórica que «amar es querer el bien para otro»[4].
Esta
definición se entiende con más hondura, destacando primero, y
conjugando después, los tres elementos que la integran: 1) querer, 2) el
bien, 3) para el otro.
Querer
Todos
los que alguna vez han amado, saben por experiencia que en el amor
cabal se pone en juego todo el ser. Se ama no solo con los actos más
trascendentales del espíritu, como pudieran ser la oración o la petición
a Dios en favor de quien se quiere, sino también con las nimiedades que
componen la vida diaria: desde el modo en que uno se arregla para otro o
el cuidado en la disposición amable del hogar, al que todos
contribuyen, hasta las mil restantes minucias que dan el tono humano al amor. En definitiva, amar de veras
equivale a volcar todo lo que uno es, puede, sabe, recuerda, posee,
anhela, en lo que se equivoca o falla… en beneficio de la persona
querida.
Pero
siendo esto cierto, todavía importa más caer en la cuenta de que el
entero movimiento, múltiple y variadísimo, que acabo de apuntar, es en
verdad amor cuando se encuentra pilotado o dirigido por el acto
fundamental de la voluntad, al que suele denominarse querer. Como antes insinuaba, el núcleo
de todo amor se encuentra constituido por esa firme decisión de la
voluntad por la que alguien elige y, en su caso, construye el bien de la
persona querida.
Precisamente
porque en su médula se halla un acto de la voluntad que es querer, el
amor poco tiene que ver con los “me apetece”, “me gusta”, “me interesa”,
“me late”… con el que hoy se intentan justificar tantas acciones y
decisiones humanas, que, en realidad, tienden en buena medida a
equiparar al hombre con los animales.
El
animal, en efecto, atiende a sus gustos, a sus apetencias, a sus
“intereses”, movido en todos los casos por las pulsiones ineludibles de
sus instintos.
El
hombre, por el contrario, se alza infinitamente por encima de esos
seres inferiores, en cuanto, con independencia de lo que “le pida el
cuerpo”, sabe conjugar en primera persona, desde lo más íntimo de su
espíritu, el yo quiero (aunque no le guste, ni le apetezca, ni le
interese… o aunque sí, pero elevándose por encima de esa apetencia), si
lo que se trata de conseguir o de propagar es realmente un bien; y responder asimismo con el no quiero, muchas veces más difícil que su versión positiva, si lo que le gusta, le apetece o le interesa… es objetivamente un mal.
Sobre
todo en las actividades de mayor envergadura, moverse por los gustos o
por los intereses no es algo muy propio de la persona: lo hacen también
los animales. Por el contrario, amar —querer el bien para otro—
es uno de los actos más humanos, probablemente el más humano, que
cualquier mujer o varón puede realizar. Es un acto inteligente,
intencional y generoso, muchas veces esforzado, y siempre libre e
integrador, capaz de poner en juego a toda la persona de quien está
amando.
En semejante sentido debe entenderse la categórica afirmación de Marías:
Cuando
niego que el amor sea un sentimiento, lo que me parece un grave error,
quizá el más difundido, no niego la importancia enorme de los
sentimientos, incluso de los amorosos, que acompañan al amor y son algo
así como el séquito de su realidad misma, que acontece en niveles más
hondos[5].
El que ama pone en juego todo su ser
(Querer) el bien
Es
quizás en este punto donde pueden surgir las más claras dificultades.
Porque muchas personas quieren con toda el alma el bien para su esposo o
esposa, para sus hijos o para sus amistades, pero no saben descubrir en
concreto y en las diversas circunstancias cuál es ese bien. Volveré
luego sobre este asunto, sin duda de vital importancia. Por ahora
interesa subrayar que la realidad buscada debe ser en efecto un bien real, objetivo,
algo que eleve la calidad íntima de la persona amada: algo que lo torne
mejor varón o mujer, mejor persona; y, en definitiva, algo que le lleve
a amar más y mejor, que le acerque lo más posible a su plenitud final
de amor en Dios.
De
este modo, y aunque parezca encerrar una contradicción, se establece
realmente un círculo “virtuoso”, de enunciado paradójico: amar equivale, en definitiva, a enseñar a amar.
¿Qué es lo que, por encima de cualquier otra realidad, debe promoverse
en los seres a quienes se quiere? Que ellos, a su vez aprendan a querer,
que estén más pendientes del bien de quienes los rodean que del suyo
propio, pues esta es la manera prioritaria en que se harán más hombres,
personas más cumplidas. Todo lo demás, si no culmina en capacidad de
querer resulta, al término, irrelevante, e incluso nocivo.
En definitiva, amar es enseñar a amar (y facilitar el amor)
Para otro en cuanto otro
La
reduplicación «en cuanto otro», tan frecuente en las disciplinas
filosóficas, encierra la clave del verdadero amor. Todas las personas a
las que uno quiere han de ser amadas por sí mismas, porque guardan en su interior tanta grandeza o dignidad que resultan merecedoras de amor.
No
es verdadero amor el que se vive o se finge por los beneficios que esa
relación pueda reportar. A eso, querer a otro por las ventajas que de él
se puedan obtener —desde un acceso en el escalafón, hasta una prioridad
a la hora de situar en la Escuela o Facultad deseadas al propio hijo—
se denomina más bien «amiguismo» que amor o amistad. El amado ha de
quererse por sí mismo. No, siquiera, por el gozo —uno de los más
sublimes que pueden experimentarse en esta vida— que provoca el trato
hondo y fecundo con él o con ella; y tampoco porque así, amando a
quienes corresponde, nos hacemos nosotros mejores.
Sin duda, a poco que se profundice, resulta casi evidente que el modo más real de que una persona crezca como persona
—y no solo desde un punto de vista sectorial, como profesional o como
miembro de una colectividad cualquiera— es que aprenda a amar más y mejor,
que multiplique los lazos de cariño que lo unen a otras personas, y que
eleve la calidad e intensidad de esas relaciones. Pero ni siquiera el
del propio perfeccionamiento constituye el motivo radical para amar a
los otros. Al contrario, el verdadero objetivo y la auténtica fórmula
habrían de ser exactamente los opuestos: he de luchar por ser mejor, con
todas las fuerzas de mi alma, para así poder querer más y entregar algo
de mayor categoría a las personas a las que quiero o debo querer. Es
decir, sola e intencionalmente, por el bien del otro (sin que
ello implique la renuncia al propio bien… como tampoco su búsqueda: el
propio bien queda fuera de lo expresamente perseguido y/o rechazado).
¿Y por qué existe obligación de querer a ese otro? En fin de cuentas, por una razón definitiva: porque es una persona. Lo que, expuesto de manera más vital, equivale a lo siguiente: porque es un amigo, al menos potencial, de Dios; porque Dios lo ha considerado digno de Su amor infinito. ¿Y quiénes somos nosotros para rectificar semejante juicio?
He de luchar por ser mejor para así poder querer más y entregaralgo de mayor categoría a las personas a las que amo
Elementos definidores del verdadero amor
Sugerí
hace un rato que, en el intento de describir teóricamente y de vivir
minuto a minuto el amor, las principales dificultades surgen ante el
interrogante: ¿cuál es el bien concreto que, en estas circunstancias
también particulares, debe uno procurar a su hijo o a su hija, a su
mujer, etc.?
La respuesta no es fácil. Por un lado, sin incurrir con esto en exageración alguna, la solución sería: todos
los bienes que esté en mi mano procurarles. Aunque con una condición
fundamental, que tal vez no sería necesario hacer explícita: que se
trate de bienes reales, objetivos, y no solo falaces o
aparentes. Pero si esto o aquello perfecciona en verdad a la propia
mujer y a los hijos, si los torna personas más cabales y completas, ¿por
qué motivos no habría uno de poner todos los medios para intentar
ofrecérselos?
Ahora
bien, si enfocamos la cuestión desde este punto de vista, la
enumeración se torna casi infinita: habrían de emplearse horas y horas, y
multitud de esfuerzos, para agotar todos los beneficios (pasados,
presentes y futuros) que uno ha debido o debe otorgar a quien quiere.
Por eso, resulta imprescindible embocar una vía mucho más sintética y
esencial, que resume y compendia todas las ganancias que hay que
procurar para quien se ama en estas dos:
1. Que sea, que exista.
2. Y que sea bueno, que logre su plenitud o perfección.
Si
aprendemos a mirarlo con cierta atención, todo lo bueno que podemos
desear a quienes amamos se resume en fin de cuentas en los dos objetivos
recién propuestos.
Amar a alguien es querer que sea, que exista, y que sea bueno y,por consiguiente, feliz
Corroborar en el ser
Lo radicalmente primero que hay que pretender para quien se ama es, en el fondo, que exista.
El
asunto viene de lejos, al menos desde Aristóteles, y llega hasta muchos
tratadistas contemporáneos, entre los que merece un lugar de excepción
Josef Pieper. De manera bastante similar, todos ellos vienen a decir que
la prueba más expresiva de que uno se ha enamorado es que todo dentro
de él se une para exclamar, en relación con la persona querida: ¡es
maravilloso que existas!, ¡yo quiero, con todas las fuerzas de mi alma,
que tú existas!, ¡qué maravilla, qué evento más grandioso, el que hayas
sido creado o creada!
En este sentido, y desde hace ya algunos años, me gusta resumir el asunto afirmando que amar a una persona es aplaudir a Dios. Decirle: con este, con esta, sí que te has lucido; con él sí que has demostrado todo lo que vales; ¡mi enhorabuena!, ¡chapeaux!
Por
eso amar, en algunos casos concretos, se configura también como
pro-creación; pero es siempre, en todo momento, una re-creación, una
confirmación y refrendo de la acción divina creadora, de ese haber dado
Dios el ser a determinada persona.
Amar es siempre una re-creación, una confirmación de la accióndivina creadora, un ‘sí’ al ‘Sí’ divino que ha infundido y sostiene elser del amado
Para
captar todo el sentido y alcance de esta convicción, conviene dejar muy
claro que la confirmación en el ser, propia del amor, no constituye en
absoluto una veleidad, un deseo piadoso, pero ineficaz e inoperante. Al contrario, el primer efecto que engendra el amor hacia cualquier persona es el de hacerla realmente real…
para quien la ama. ¿Cuántas veces nos cruzamos por la calle, o en un
viaje, con cientos y cientos de sujetos de los que después ni siquiera
recordamos el menor detalle, que no han influido para nada en nuestro
comportamiento, que en lo que a nosotros se refiere es… como si no existieran?
En
cambio, al llegar a casa o al lugar de trabajo, o al reunirnos con
nuestros amigos, la situación cambia por completo. Al entrar en el
propio hogar, por ceñirme al caso más obvio, cada una de las personas
que lo componen nos resultan verdaderamente reales: no solo
suscitan la afirmación rendida de nuestra voluntad, sino que ponen en
marcha nuestro entendimiento para comprender lo que nos comunican o para
ayudarles a resolver sus problemas y, sobre todo, como lo más evidente y
demostrativo, influyen efectivamente en nuestra conducta. Es decir, cada uno de estos seres, en fuerza precisamente del amor, se torna realmente real para nosotros.
Pero
hay más: mientras se ama, no solo el ser querido resulta confirmado en
su propio ser, se ofrece como algo magnífico y maravilloso, sino que se
torna imprescindible para la integridad y la belleza de cuanto existe.
Sin él, nada vale; con él, hasta lo más menudo manifiesta su esplendor.
Y todo lo anterior, como explica Lukas, sin erróneas y nocivas dependencias:
El
amor no es un sentimiento puro. Ni siquiera un sentimiento de
dependencia o de ciega servidumbre procedente de los campos del alma
enferma. El amor verdadero no conoce la supuesta debilidad de la
autoestima ni el correspondiente deseo de apoyarse en alguien firme,
como tampoco le es propio el uso o el abuso de otra persona con fines
egoístas. El amor verdadero no busca al compañero protector o
estimulante, no quiere hijos que exhibir para el provecho propio ni
ansía elogios ni ternura para autosatisfacerse. El amor no requiere
absolutamente nada, es soberano, porque la “materia” de la que está
hecho es el sí modesto y sin condiciones a la persona amada, como una
estrella fugaz que sale despedida de los fuegos artificiales de la
Creación. El amor es, como reza una opereta alemana, un “poder
celestial”.
Por
todo ello es capaz de hacer lo que sea necesario: dejar ser al otro,
dejarlo ir, no retenerlo, con lágrimas en los ojos si es necesario, pero
con afecto sincero. El tiempo pasa y el amor permanece; los
sentimientos se difuminan y el amor permanece; la muerte deshace los
compromisos y el amor permanece. ¿Cómo podría un sí sin condiciones
convertirse en un no cuando las condiciones cambian, cuando el otro toma
un rumbo diferente, enferma o muere? Aquella parte fundamental de la
relación mutua que era amor “sobrevive” incluso al fin de la relación[6].
Ortega,
por su parte, lo exponía con palabras certeras y lapidarias: «Amar a
una persona es estar empeñado en que exista; no admitir, en lo que
depende de uno, la posibilidad de un universo donde aquella persona esté
ausente»[7].
El influjo real en el ser
que ejerce aquel a quien queremos posee, entre otras muchas, una
comprobación gozosa. Y es que, en el momento en que alguien se enamora o
mientras sigue enamorado —que es ese el destino del matrimonio—, no
solo la persona amada resulta deliciosa, sino que también el conjunto de
lo que le rodea resplandece con un fulgor y una significación que no
tenía mientras sus ojos no estaban potenciados, hechos más penetrantes,
por la fuerza del amor. Todo reverbera, todo se transfigura.
Con enorme penetración lo desarrolla Alberoni:
Para
seguir amando es preciso que la persona amada sea siempre, en parte,
transfigurada. Es decir, aparezca “en la luz del ser” en que nosotros
vemos el esplendor de las cosas como son. Es algo que tiene que ver con
la humildad, un sentimiento próximo al religioso. Y tiene algo de
religioso también el respeto y el temor con que nos acercamos a ella.
Porque ella nos es infinitamente cercana pero, al mismo tiempo,
infinitamente lejana e infinitamente deseable. Y sabemos que, si no nos
amase, estaríamos perdidos. Entonces vemos, como en un resplandor, cómo
habría podido ser nuestra vida si no nos hubiésemos encontrado, si no
nos hubiera amado, si no nos amase. Y sentimos un escalofrío de miedo.
Gracia, milagro, estupor, miedo, son todas emociones que aproximan el
amor a la experiencia religiosa[8].
Y
lo mismo, pero en sentido contrario —sería la comprobación negativa—,
sucede por ejemplo con la muerte de una persona a la que verdaderamente
se ama. Cuando fallece el marido o la mujer, el padre o la madre o
—quizás todavía en mayor proporción— un hijo o una hija, no es solo que
sintamos con una hondura difícil de describir la ausencia y el vacío de
esa persona, sino que todo cuanto nos rodea, y al menos por algunos
instantes, se torna también un sinsentido: no sabemos por qué nos
levantamos, por qué o para qué nos arreglamos, desaparece toda atracción
ante el trabajo…
Probablemente
nadie lo ha expresado con más eficacia que San Agustín, en uno de los
testimonios más altos de compasión —sufrir juntamente con la persona que
padece— de toda la historia de la humanidad. El hecho es más
significativo porque Agustín de Hipona no se refiere a su madre, ni a su
hijo, ni a la que por algún tiempo fue su amante, sino que sus
recuerdos se dirigen, más de diez años después de que ocurrieran los
hechos, al fallecimiento de un chico, que allá por la adolescencia, se
convirtió durante apenas seis meses en su amigo más íntimo.
Así lo expone Agustín:
¡Qué
terrible dolor para mi corazón! Cuanto miraba era muerte para mí: la
ciudad se me hacía inaguantable, mi casa insufrible y cuanto había
compartido con él se me volvía sin él cruelísimo suplicio. Lo buscaba
por todas partes y no aparecía; y llegué a odiar todas las cosas, porque
no lo tenían ni podían decirme como antes, cuando venía después de una
ausencia: “he aquí que ya viene” […]. Solo el llanto me era dulce y
ocupaba el lugar de mi amigo en las delicias de mi corazón […]. Me
maravillaba que la gente siguiera viviendo, muerto aquel a quien yo
había amado como si nunca hubiera de morir: y más me maravillaba aún
que, muerto él, siguiera yo viviendo, que era otro él. Bien dijo el
poeta Horacio que su amigo era “la mitad de su alma”, porque yo sentí
también, como Ovidio, que “mi alma y la suya no eran más que una en dos
cuerpos”; y por eso me producía tedio el vivir, porque no quería vivir a
medias, y a la vez temía quizá mi propia muerte para que no muriera del
todo aquel a quien yo tanto amaba[9].
El primer efecto que engendra el amor hacia cualquier persona esel de hacerla realmente real… para quien la ama
Deseos de plenitud
Decía antes que el amor no se limita a querer con todas sus fuerzas que el ser querido sea,
que exista sin condiciones; sino que además anhela, con igual o mayor
vigor, y como complemento de ese impulso inicial, que sea bueno, que alcance su perfección.
Con
bellas palabras lo resume Alberoni: «Para que haya amor, es preciso que
el amante haga germinar posibilidades latentes o contenidas de nuestro
ser»[10].
De manera análoga, Nédoncelle califica el amor como una voluntad de promoción o incluso de creación[11].
Pues
bien, tampoco ahora estamos ante una veleidad. El amor real,
aquilatado, hace indefectiblemente que crezca la persona a quien está
dirigido. Más aún: si llegamos hasta el fondo de la cuestión, habremos
de decir que el único procedimiento adecuado para conseguir que alguien
mejore es, en fin de cuentas, amarlo más y mejor. De esta suerte, el
amor se trasforma en motor insustituible de toda tarea de ayuda a otra
persona y, hablando más en concreto, de la educación.
¿Por qué?
1.
En una primera aproximación, porque el amor hace ver toda la grandeza
que encierra el corazón ontológico de la persona amada. Se repite a
menudo que el amor es ciego, y todos entendemos sin problemas lo que tal
afirmación quiere expresar. Pero no es esa la verdad más honda
que puede proclamarse al respecto. Como afirmaba hace ya tiempo
Chesterton, «el amor no es ciego; de ninguna manera está cegado. El amor
está atado, y cuanto más atado, menos cegado está»[12].
En
definitiva, y al contrario de lo que suele sostenerse, muy lejos de
provocar la ofuscación, el amor resulta clarividente, hace penetrar en
el fondo de las realidades. Más todavía: cuando esas realidades son
personas, solo el amor permite descubrir su interna valía, solo él hace
posible apreciar el mundo de maravillas que el ser querido encierra en
sí: solo cuando se ama con locura a una persona —a la propia mujer, pongo por caso— se está en disposiciones de apreciar el cúmulo de prodigios que guarda en su interior.
De nuevo con palabras de Alberoni:
El
enamoramiento produce una transfiguración del mundo, una experiencia de
lo sublime. Es locura, pero también descubrimiento de la propia verdad y
del propio destino. Es hambre y anhelo pero, al mismo tiempo, impulso,
heroísmo y olvido de sí mismo. “Te amo”, para nosotros, para nuestra
tradición, no quiere decir solo “me gustas”, “te quiero”, "te deseo”,
“te tengo cariño” o “siento afecto”, sino “tú eres para mí el único
rostro entre los infinitos rostros del mundo, el único soñado, el único
deseado, el único al que aspiro por encima de cualquier otra cosa y para
siempre”. Como dice El cantar de los cantares: “Sesenta son las reinas,
ochenta las concubinas y muchísimas las doncellas, pero mi palomita
virginal es una sola”[13].
Frente
a lo que han afirmado en los últimos tiempos tantos literatos y
filósofos, el amor, si es verdadero, no embellece al ser querido
inventado virtudes o talentos que en verdad no posee, sino que descubre las grandezas reales que el sujeto que no ama es incapaz de percibir.
Cuando
una madre, a pesar de los defectos de su hijo —que ella conoce mejor
que nadie—, lo califica como su rey o su cielo, o cuando un enamorado
afirma que su novia es la mejor mujer del mundo, no están inventando lo
que les impulsa a sostener tales afirmaciones. Simplemente, por encima
de las fallas sin duda innegables, el amor les lleva a ver la grandeza
íntima y configuradora que corresponde a toda persona por el
hecho de serlo, pero que solo se revela a unos ojos potenciados por el
amor. Si esto no se admite —con todos los matices que fuera menester—,
la entera teoría de la dignidad personal vendría en última instancia a
caer por tierra.
El amor lleva a ver la grandeza íntima que corresponde a todapersona… pero solo se revela a los ojos iluminados por el amor
2.
Pero en esta línea de la clarividencia, que impulsa a apreciar la valía
del ser querido, el amor hace más. Como sostuvo Max Scheler, no solo
capacita para advertir el prodigio que el ser amado en estos momentos
es, sino que, por decirlo de alguna manera, anticipa su proyecto perfectivo futuro: percibe, con rasgos cada vez más precisos a medida que el cariño aumenta, lo que la persona amada está llamada a ser.
Lo
explica Alice von Hildebrand, dirigiéndose a una recién casada ideal,
síntesis de las muchas a las que aconsejó durante los últimos años de su
vida:
Cuando
te enamoraste de Michael, se te dio un gran don: tu amor se deshizo de
las apariencias pasadas y te proporcionó una percepción de su verdadero
ser, lo que está llamado a ser en el más profundo sentido de la palabra.
Descubriste su “nombre secreto”.
A
los que se aman se les concede el privilegio especial de ver con una
increíble intensidad la belleza del que aman, mientras que otros ven
simplemente sus actos exteriores, y de modo particular sus errores. En
este momento tú ves a Michael con más claridad que cualquier otro ser
humano[14].
Con armónicos bien distintos, pero con identidad de fondo, escribe Alberoni:
El
enamoramiento nos hace amar al otro por lo que es, hace amables incluso
sus defectos, incluso sus carencias, incluso sus enfermedades. Cuando
nos enamoramos es como si abriéramos los ojos. Vemos un mundo
maravilloso y la persona amada nos parece un prodigio del ser. Cada ser
es, en sí mismo, perfecto, distinto de los otros, único e inconfundible.
Así agradecemos a nuestro amado que exista, porque su existencia nos
enriquece no solo a nosotros mismos, sino también al mundo. Escribe
Propercio: “Tu mihi sola domus, tu, Cynthia, sola parentes, omnia tu nostrae tempora laetitiae”.
No dice solo “me gustas, te deseo”, sino “Tú sola eres mi casa, Cintia,
solo tú mis padres; tú, todos los momentos de mi dicha”[15].
Y, por su parte, resume Frankl:
El
amor es el único camino para arribar a lo más profundo de la
personalidad de un hombre. Nadie es conocedor de la esencia de otro ser
humano si no lo ama. Por el acto espiritual del amor se es capaz de
contemplar los rasgos y trazos esenciales de la persona amada; hasta
contemplar también lo que aún es potencialidad, lo que aún está por
desvelarse y por mostrarse. Todavía hay más: mediante el amor, la
persona que ama posibilita al amado la actualización de sus
potencialidades ocultas. El que ama ve más allá y urge al otro a
consumar sus inadvertidas capacidades personales[16].
3. Por tanto, trascendiendo ya el ámbito del mero conocer, ese cariño provoca eficazmente el crecimiento de quien se ama: sin ningún tipo de rigideces ni de tensiones, exige la perfección, obliga amablemente a mejorar.
Tal
vez nadie lo haya plasmado mejor que Philine, la amante de Amiel, en
este portento de intuición femenina con el que contesta a una muy
probable regañina epistolar de Amiel:
Mis
desigualdades desaparecerán en cuanto esté a tu lado para siempre.
Contigo mejoraré, me perfeccionaré, sin límites; porque a tu lado la
saciedad y la desunión serán inconcebibles. No sabrás todo lo que valgo hasta que no pueda ser, junto a ti, todo lo que soy[17].
Existen
muchas maneras de comprobar que, en efecto, el amor anticipa el
proyecto perfectivo futuro de la persona amada y la impulsa a mejorar.
Pero tal vez baste advertirlo de una manera intuitiva, recordando estos
versos del que sigo considerando como el mejor poema castellano de amor
de todo el siglo XX: La voz a ti debida, de Pedro Salinas.
Escribe el amante a su amada:
Perdóname
por ir así buscándote / tan torpemente, dentro / de ti. / Perdóname el
dolor, alguna vez. / Es que quiero sacar / de ti tu mejor tú. / Ese que
no te viste y que yo veo, / nadador por tu fondo, preciosísimo. / Y
cogerlo / y tenerlo yo en alto como tiene / el árbol la luz última / que
le ha encontrado al sol. / Y entonces tú / en su busca vendrías, a lo
alto. / Para llegar a él / subida sobre ti, como te quiero, / tocando ya
tan solo a tu pasado / con las puntas rosadas de tus pies, / en tensión
todo el cuerpo, ya ascendiendo / de ti a ti misma. / Y que a mi amor
entonces le conteste / la nueva criatura que tú eras[18].
Cuestión
que, con mucha menos poesía y con ciertos ribetes de lo que hoy tal vez
se calificaría como «machismo», expone también Gregorio Marañón en la
obra dedicada a Amiel, a la que antes me referí:
Amiel
ignoraba que la mujer ideal no se encuentra, en ese estado de
perfección, casi nunca: porque, por lo común, no es solo obra del azar,
sino, en gran parte, obra de la propia creación […]. El ideal femenino,
como todos los demás ideales, no se nos da nunca hecho; es preciso
construirlo; con barro propicio, claro está, pero lo esencial es construirlo con el amor y el sacrificio de todos los días, exponiendo para ello, en un juego arriesgado, a cara o cruz, el porvenir del propio corazón[19].
El amor reclama y provoca la mejora del amado
La entrega
En
realidad, no parece necesario, e incluso es posible que dañe la
pulcritud de lo que vengo exponiendo, separar la entrega de los que
llamaba elementos definidores del amor. Porque, en verdad, aun cuando
quepa concebir la entrega como consecuencia o efecto del amor, resulta
más correcto interpretarla como la culminación del propio querer,
como un componente intrínseco y constitutivo del amor mismo y, desde
este punto de vista, como su tercer elemento, como la plenitud interna
al amor.
En efecto, la necesidad
de la entrega podría expresarse en términos más o menos parecidos a los
que expondré dentro de unos instantes, que el amante formula
normalmente no con palabras —como decía—, sino con su misma vida y con
todo lo que es. Y, así, una vez que su capacidad de conocer se torna más
penetrante en virtud del amor, quien ama va descubriendo la maravilla
que el ser querido encierra en su interior y aquella otra que está
llamado a alcanzar. Y entonces, se siente inclinado a sostener, más con
la vida que con las palabras: «¡vale la pena que yo me ponga plenamente a
tu servicio para que tú alcances ese portento de perfección a
que te encuentras llamado o llamada y que yo, en fuerza de mi amor, he
descubierto en ti!»
«Que yo
me ponga plenamente a tu servicio». Es cierto: lo que el varón o la
mujer enamorados, el amigo que alcanza la auténtica amistad con otros
amigos, la persona que desea ponerse al servicio de Dios…, pretenden
entregar, se encuentra magistralmente sugerido en estas nuevas palabras
de Salinas:
¿Regalo,
don, entrega? / Símbolo puro, signo / de que me quiero dar. / Qué
dolor, separarme / de aquello que te entrego / y que te pertenece / sin
más destino ya / que ser tuyo, de ti, / mientras que yo me quedo / en la
otra orilla, solo, / todavía tan mío. / Cómo quisiera ser / eso que yo
te doy / y no quien te lo da[20].
Lo
que uno intenta donar, como afirman los versos citados, es todo su ser,
su propio yo. Y la paradoja es que solo obrando de esta forma,
desapareciendo en beneficio del ser querido, olvidándose de sí,
encuentra el ser humano su propia plenitud y felicidad. El hombre solo
es hombre, cabal y completo, cuando persigue el bien del otro en cuanto
otro.
Según explica Lukas, de nuevo tras las huellas de Frankl:
No
es tarea del espíritu observarse a sí mismo ni mirarse al espejo. La
esencia del ser humano consiste en estar ordenado y dirigido, ya hacia
algo, hacia alguien, hacia una obra, o ya sea hacia un individuo, una
idea o una personalidad. Solo en la medida en que somos así
intencionadamente, somos existenciales; la persona “vuelve en sí” solo
en la medida en que está espiritualmente en algo o en alguien, solo en
la medida en que está presente[21].
Solo desapareciendo en beneficio del ser querido, olvidándosede sí, encuentra el ser humano su propia plenitud y felicidad
Tomás Melendo
(Resumen, con leves retoques, del capítulo XI del libro El ser humano: desarrollo y plenitud. Madrid. Ediciones Internacionales Universitarias, 2013).
Notas
[1] KIERKEGAARD, Søren: Las obras del amor: Meditaciones cristianas en forma de discursos. Tradujo Demetrio G. Rivero sobre el original danés Kjerlighedens Gjerninger (1847). Victoria Alonso revisó y actualizó la traducción. 2a. ed. Salamanca, Ediciones Sígueme, 2006, pp. 21-22.
[2] He tratado este tema con más amplitud, en MELENDO, Tomás: Ocho lecciones sobre el amor humano. Madrid: Rialp, 4ª ed., 2002; y en El verdadero rostro del amor. Pamplona: Ediciones internacionales universitarias, 2006.
[3] FROMM, Erich: The art of loving. London: George Allen & Unwin, 1984 [1st ed. 1957], p. 109; tr. cast.: El arte de amar. Barcelona: Paidós Studio, 11ª ed., 1990, p. 128.
[4] ARISTÓTELES: Retórica 2, 4 80 b.
[5] MARÍAS, Julián: La educación sentimental. Madrid: Alianza Editorial, 1992, p. 26.
[6] LUKAS, Elisabeth: In der Trauer lebt die Liebe weiter. 6. Auflage. München: Kösel, 2009 [1. Auflage, 1999], S. 18 und 21; tr. cast.: En la tristeza pervive el amor. Barcelona: Paidós, 2002, pp. 19-20.
[7] ORTEGA y GASSET, José. Estudios sobre el amor. Madrid: Revista de Occidente de Alianza Editorial, 2ª ed., 1981, p. 20. Por razones obvias, me he permitido escribir persona donde Ortega decía cosa.
[8] ALBERONI, Francesco: Ti amo. Milano: R.C.S. Libri & Grandi Opere S.p.A., 1996, p. 307; tr. cast.: Te amo. Barcelona: Gedisa, 1997, p. 242.
[9] AGUSTÍN DE HIPONA: Confesiones, IV, 4-6 (9-11); cit., pp. 166-169.
[10] ALBERONI, Francesco: Ti amo, cit., p. 101; tr. cast., p. 79.
[11] NEDONCELLE, Maurice: Vers une philosophie de l’amour et de la personne. Paris : Aubier Éditions Montaigne, 1957, p. 18.
[12] CHESTERTON, Gilbert Keith: Ortodoxia, 1908; en El amor o la fuerza del sino. Antología elaborada por Álvaro de Silva. Madrid: Rialp, 1993, p. 47.
[13] ALBERONI, Francesco: Ti amo, cit., pp. 17-18; tr. cast., pp. 14-15.
[14] HILDEBRAND, Alice von: By Love Refined: Letters to a Young Bride. Manchester – New Hampshire: Sophia Institute Press, 1989, p. 12; tr. cast.: Cartas a una recién casada. Madrid: Palabra, 1997, pp. 11-12.
[15] ALBERONI, Francesco: Ti amo, cit., p. 20; tr. cast., p. 16.
[16] FRANKL, Viktor: Man’s Search for Meaning. New York: Pocket Books, 1985 [1st ed., 1959], p. 134; tr. cast.: El hombre en busca de sentido, Herder, Barcelona, 2004, p. 134.
[17] MARAÑÓN, Gregorio: Amiel. Madrid: Espasa-Calpe, 11ª ed., 1967, p. 134. Las cursivas son mías.
[18] SALINAS, Pedro: La voz a ti debida. Madrid: Clásicos Castalia, 2ª ed., 1974, pp. 93-94.
[19] MARAÑÓN, Gregorio: Amiel, cit., p 112.
[20] SALINAS, Pedro: La voz a ti debida, cit., p. 77.
[21] FRANKL, Viktor, cit. por LUKAS, Elisabeth: Heilungsgeschichten: Wie Logotherapie Menschen hilft. Freiburg im Breisgau: Herder Verlag, 1998, S. 101; tr. cast.: Equilibrio y curación a través de la logoterapia. Barcelona: Paidós, 2004, p. 111.