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Ratzinger
denunció la “dictadura del relativismo” justo antes de ser elegido
romano pontífice de la Iglesia católica, pero esta defensa de la verdad
la lleva haciendo desde hace años. En este sentido, ha estudiado también
desde hace tiempo la relación entre verdad, libertad y culturas. El
teólogo alemán ha encontrado este vínculo entre verdad y libertad a
través del concepto de conciencia, al mismo tiempo que defiende los
derechos de la verdad en las diferentes culturas, con lo que el papel
tanto de la inteligencia como de la fe cristiana mantiene su total
vigencia en la actualidad. Puede ser una gran oportunidad para que todos
ellos −fe, razón, culturas− encuentren la luz y la libertad en Cristo,
propone Ratzinger.
Tal
vez fueron las últimas palabras publicadas antes de ser elegido papa.
En la famosa homilía pronunciada en la misa anterior a la elección,
celebrada en la basílica de san Pedro, Joseph Ratzinger —como decano del
colegio cardenalicio— pronunció ante los electores unas palabras que
conmocionaron no solo el templo, sino también al menos a una parte del
mundo: “¡Cuántos vientos de doctrina hemos conocido durante estos
últimos decenios!, ¡cuántas corrientes ideológicas!, ¡cuántas modas de
pensamiento!... La pequeña barca del pensamiento de muchos cristianos ha
sido zarandeada a menudo por estas olas, llevada de un extremo al otro:
del marxismo al liberalismo, hasta el libertinaje; del colectivismo al
individualismo radical; del ateísmo a un vago misticismo religioso; del
agnosticismo al sincretismo, etc. […] Mientras que el relativismo, es
decir, dejarse “llevar a la deriva por cualquier viento de doctrina”,
parece ser la única actitud adecuada en los tiempos actuales. Se va
constituyendo una dictadura del relativismo que no reconoce nada como
definitivo y que deja como última medida solo el propio yo y sus
antojos”[1].
I. Recuerdos personales
Esta
lucha contra el relativismo se remonta en el tiempo. Cuando fue
nombrado arzobispo de Munich y Frisinga, Ratzinger escogió como lema
episcopal el de “colaborador de la verdad” (3 Jn. 1,8), pues le
pareció ésta una urgencia del momento. Sin embargo, había mantenido con
anterioridad ciertas vacilaciones al respecto. “He de decir que, a lo
largo de las décadas de mi actividad docente como catedrático, sentí una
crisis muy fuerte en mi interior a la hora de reivindicar la verdad.
Temía que el modo en que manejamos el concepto de verdad en el
cristianismo fuese arrogancia, e incluso falta de respeto hacia otros.
La pregunta era: ¿hasta qué punto necesitábamos de eso ahora? He
analizado con mucho detenimiento esta pregunta, y finalmente comprendí
que renunciar a la verdad supone renunciar a los fundamentos. […] El
cristianismo se presenta con la pretensión de decirnos algo sobre Dios,
sobre el mundo y sobre nosotros mismos; algo que es verdad y que nos
ilumina. Por eso llegué a la conclusión de que, precisamente en nuestra
época, […] necesitamos de nuevo buscar la verdad, así como el valor para
admitirla. En este sentido, la frase que elegí como lema [episcopal]
resume parte de mi misión como sacerdote y teólogo: que debe ser en
concreto —con toda humildad, con la conciencia de poder equivocarse—
colaborador de la verdad”[2].
Sin
embargo, no era éste sin más un arrebato producido de repente al
llegarle una determinada obligación en el gobierno de la Iglesia. Era un
tema que pudo vivir de cerca en su infancia, como consecuencia de las
represiones del régimen instaurado por Hitler en Alemania. Al poner como
ejemplo a un sacerdote bávaro que murió víctima del nazismo, Ratzinger
recuerda esta necesidad de la verdad en la vida humana. “Rupert Mayer
conoció a Hitler en el año 1919 cuando hacía de orador en una reunión
comunista. En ese momento en que nadie conocía al futuro dictador, podía
pensarse -a pesar de algunos detalles poco agradables- que Hitler sería
un buen aliado en la lucha contra los comunistas. Él mismo había jugado
esa baza. En 1923 envió al padre Rupert Mayer un telegrama de
felicitación por sus veinticinco años de sacerdote [...]. El padre
Rupert Mayer —que no era un intelectual, sino un sencillo sacerdote
dedicado a la cura de almas— descubrió inmediatamente la máscara del
anticristo, por un motivo que seguramente nosotros hubiéramos pasado por
alto. Su primera observación fue la siguiente: Hitler fanfarronea
constantemente y no retrocede ni siquiera ante la mentira. Quien no
respeta la verdad no puede hacer el bien. Donde no se respeta la verdad,
no pueden crecer la libertad, la justicia y el amor”[3]. El amor a la verdad y el poder destructor de la mentira fue algo que vivió Ratzinger desde un primer momento.
La
verdad adquirirá, sin embargo, un estatuto teórico en su pensamiento.
En efecto, tras la guerra, vinieron los estudios en el seminario de
Frisinga y en la universidad de Munich. La verdad fue un tema que
Ratzinger ya había admirado en el famoso profesor italo-alemán, que
empezaba a enseñar en la capital bávara cuando el joven Joseph fue allí
para estudiar teología en el Georgianum.
Años después afirmaba: “La importancia de la obra de Romano Guardini me
parece que consiste hoy en la postura que él mantiene —contra todo
historicismo y pragmatismo— sobre la capacidad de verdad del hombre y la
referencia a la verdad de la filosofía y la teología. [...] La última
aparición pública de Guardini —su discurso con motivo de su octogésimo
cumpleaños— fue dedicado una vez más al tema de la verdad, y puede ser
considerado como una especie de testamento espiritual”[4]. Guardini había hablado de la prioridad del logos sobre el ethos,
de la ortodoxia sobre la ortopraxis, de la verdad sobre la acción. A
esto añadirá Ratzinger, al recordar el valor que este autor daba a la
misma belleza y presencia de la verdad: “Hemos de reconocer sin
exclusivismos que el esfuerzo apasionado y sincero de Guardini por hacer
hablar a la verdad en medio de un reino de la mentira tuvo gran
influencia y ha demostrado su enorme utilidad en las decisiones del
Concilio Vaticano II. Nuestra influencia será más duradera si nos
apoyamos primordialmente no en nuestra propia labor, sino en la fuerza
interna de la verdad, que hemos de aprender a ver, para después cederle a
ella la palabra”[5].
De
modo parecido, destaca Ratzinger en 1974 la íntima relación entre
verdad y libertad en el pensamiento de una de sus continuas fuentes de
inspiración, el famoso obispo de Hipona. En él descubre un tema tan
moderno como la relación entre verdad y libertad. “San Agustín presupone
este concepto social de libertad propio de la Antigüedad y lo amplía
ahora de forma decisiva desde la fe cristiana: la libertad se halla en
una relación insuprimible respecto a la verdad, la cual es el origen
específico del hombre. Según esto, y en primer lugar, libre es el hombre
cuando está en casa, es decir, cuando está en la verdad. Un movimiento
que aleja al hombre de la verdad de sí mismo, de la verdad en general,
jamás puede ser libertad, porque destruye al hombre, lo aleja de sí
mismo y toma de esta forma precisamente su espacio vital, el
llegar-a-ser-uno-mismo”[6].
La verdad ofrece a la persona no sólo seguridad, sino también libertad y
capacidad de autorrealización. Como se ve, Ratzinger se expresaba en
términos netamente existencialistas. Sin embargo, quedaba por esclarecer
ese nexo de unión entre ambas instancias. ¿Qué podía unir la verdad con
la libertad?
Pues
bien, esta libertad íntimamente vinculada con la verdad se fundamenta
en la propia conciencia, sigue razonando. La conciencia es el reducto
irreductible donde la propia libertad halla por sí misma esa liberadora
verdad. Así lo manifiesta en un congreso sobre John Henry Newman
celebrado en 1990, donde encontramos una nueva referencia
autobiográfica: recuerda el entonces prefecto cómo —tras haber estado
sometidos a un régimen totalitario nacionalsocialista— la idea de la
conciencia y de sus irrenunciables derechos concedía una clara sensación
de alivio y un fundamento firme a los cristianos en la inmediata
posguerra alemana. “Para nosotros era algo liberador y esencial el saber
que el ‘nosotros’ de la Iglesia no se fundaba sobre la eliminación de
la conciencia, sino que —precisamente al contrario— solo podía
desarrollarse a partir de la conciencia”[7].
De este modo, tras hacer un breve repaso del itinerario vital y
espiritual del converso inglés, concluía: “Resulta para mí algo
fascinante darme cuenta y reflexionar cómo precisamente así y solo así
—por medio de la vinculación a la verdad y a Dios— la conciencia recibe
valor, dignidad y fuerza”[8].
La instancia moral se constituye en el mejor refugio. La conciencia
preconizada por Newman constituía para los cristianos todo un refugio
frente a la tiranía y el totalitarismo del nacionalsocialismo, que
también proponía una “dictadura del relativismo” en el ámbito ético.
Por
eso, la verdad está presente en la conciencia, y esta mutua solidaridad
garantiza que no se corrompa la propia libertad. La verdad da seguridad
y libertad. De igual modo, recordaba Ratzinger allí las conocidas
palabras de Pablo: “Cuando los gentiles, que no tienen ley, actúan de
modo natural según la ley, incluso sin tener ley son ley para sí mismos.
Estos son la prueba de que todo lo que en la ley existe, está escrito
en sus corazones, como demuestra el testimonio de su conciencia” (Rm.
2, 14-15). La ética o la verdad no son cotos cerrados para los
creyentes: cualquiera puede acceder a esa privilegiada visión,
simplemente con sus fuerzas naturales. La razón y la conciencia
individuales son un camino seguro para alcanzar la verdad, a pesar de
sus evidentes peligros y dificultades. Sin embargo, en otro lugar, el
teólogo alemán establecía una aclaración terminológica: “Así como el
concepto de conciencia en la edad moderna supone la canonización del
relativismo, y la imposibilidad de criterios comunes morales y
religiosos; por el contrario —para Pablo y toda la tradición cristiana—
permanece la garantía de la unidad del hombre y de la capacidad de
percibir a Dios, del carácter vinculante del bien único e igual”[9].
La conciencia tiene capacidad de abrirse a una verdad superior a la
propia. Por eso puede ser elevada y liberada. A veces la heteronomía
supera en visión a la misma autonomía, en contra de lo que afirma el
pensamiento moral moderno. La verdad defiende a la persona, y la
conciencia es una instancia necesaria para la persona, si esta quiere
alcanzar de modo seguro y a la vez la verdad y la libertad.
La
conciencia debe superar su innata tendencia a la soledad. También en el
discurso de ingreso en la Academia de Ciencias Morales y Políticas del
Instituto de Francia en 1992, el cardenal Ratzinger recordaba a su
predecesor en el puesto, el físico ruso Andrei Sajarov. Evocaba allí
cómo el hecho de que las autoridades soviéticas le alejaran de las
consecuencias morales de sus investigaciones sobre la energía atómica,
produjo la disidencia del régimen comunista del científico ruso. “Desde
1968 fue apartado de aquellos trabajos que tenían que ver con los
secretos de Estado. Defendió a partir de ese momento con más energía la
reivindicación pública de la propia conciencia. En adelante su
pensamiento girará en torno a los derechos humanos, la renovación moral
del país y de la humanidad, los valores humanos comunes a todos y la voz
de la propia conciencia. Sajarov —que amaba profundamente su país— hubo
de convertirse en acusador de un régimen que hundía a los hombres en la
indolencia, el cansancio y la pasividad, y que los empobrecía interior y
exteriormente. […] Es evidente que la predisposición de Sajarov hacia
la dignidad y los derechos humanos, a obedecer la propia conciencia aún a
precio del sufrimiento, continúa siendo todavía hoy un mensaje que no
ha perdido la más mínima actualidad, aunque haya dejado de existir el
contexto político en que se gestó”[10]. El problema de la conciencia le iba dirigiendo hacia un ámbito más amplio: el de la verdad y la libertad de todos.
A
partir de aquí, Ratzinger extrae sus propias consecuencias: partiendo
de la misma conciencia y de la libertad individuales, se podría llegar
en determinadas condiciones a la misma verdad. He aquí toda una
declaración de optimismo ético y cognoscitivo. Pero todo esto viene por
la misma universalidad de la verdad y de la libertad. La libertad no es
nunca única. “Uno puede querer la libertad sólo para sí mismo. La
libertad es indivisible y puede ser digna de consideración sólo cuando
está en relación y al servicio de la humanidad entera. Esto significa
que no puede haber libertad sin sacrificio ni renuncia. La libertad
requiere que se esté en vela para que la ética sea entendida como un
vínculo común y público, y para que se le otorgue -a ella, que carece de
poder- el poder de poder servir al hombre. La libertad requiere que los
gobiernos y los que detentan alguna responsabilidad se inclinen ante la
realidad, que se yergue indefensa y que no es capaz de ejercer
violencia alguna”[11].
Esa inocente verdad, que ha de ser protegida y preservada a todas luces
por la ética, será el mejor garante de la libertad, repite una y otra
vez. A partir de la libertad y la conciencia individuales, se llega, es
posible alcanzar esa difícil pero posible verdad, plataforma común que
garantiza los derechos y la dignidad de todas las personas. La ausencia
de verdad y de valores universales lleva al nihilismo y al relativismo
propios, por ejemplo, del nacionalsocialismo. No necesita ser descrita
aquí la galería de los horrores provocada por este —en apariencia al
principio— inofensivo relativismo, concluye en su recuerdo[12].
II. Verdad, libertad y conciencia
Será
este un tema que aparecerá y reaparecerá una y otra vez. La mutua
interrelación entre instancias individuales y universales estructuran el
pensamiento cristiano, pero no constituyen una exclusiva de él.
Ratzinger había retomado el tema de la conciencia en una reunión con
otros obispos que tuvo lugar en Dallas, en primavera del 1991, y que
después será publicada con el subtítulo Conciencia y verdad.
Tras aludir a la equivocada idea de la verdad como una opresión que
impide toda liberación, sostenía el entonces prefecto: la conciencia en
tal concepción no se presenta “como la ventana que abre al hombre el
panorama de la verdad común que nos sustenta y nos sostiene a todos,
haciendo así posible que seamos una comunidad de libertad y
responsabilidad que se apoya a su vez en una comunidad del conocimiento.
[...] Aparece más bien como la envoltura de protección de la
subjetividad, bajo la que el hombre se puede cobijar y ocultar así la
realidad. En este sentido, el argumento presuponía la idea de conciencia
del liberalismo. La conciencia no abre el camino a la avenida salvadora
de la verdad, que no existe o que tal vez nos exige demasiado”[13].
Para el liberalismo, la conciencia se constituye en autónoma e
independiente. Según esta doctrina política, la conciencia no es un
camino —o una ventana abierta— a la realidad y a la verdad sobre la
condición humana, sino tan sólo un reducto cerrado en el que se crea sus
propias reglas y sus propios juicios éticos.
Sin
embargo, esta afirmación no se muestra tan clara en todos los casos,
sigue argumentando. ¿Puede haber una conciencia válida sin la verdad?
¿Constituye una instancia segura, una tabla de salvación? La atomización
de la conciencia individual ¿no desemboca en la arbitrariedad y en la
“dictadura del relativismo”?, se pregunta. Ratzinger lo ve claro y para
explicarlo evoca un recuerdo personal, al referirse a una pregunta en un
congreso sobre si todos los “hombres de buena voluntad” se salvarían
independientemente de sus obras. “Alguien objetó contra esa tesis [de la
necesidad de la verdad en la conciencia] que, si fuera universalmente
válida, estarían justificados —y habría que buscarlos en el cielo— los
mismos miembros de las SS que cometieron sus fechorías con fanático
conocimiento y plena seguridad de conciencia. Alguien respondió con
total naturalidad que así era, que en efecto”[14].
Por el contrario, a Ratzinger le resulta evidente que cada uno es
responsable de sus propios actos; de igual modo, sostiene que cada uno
podrá alcanzar libremente la verdad sobre el ser humano por medio de su
conciencia, aunque esto no se dé de modo necesario en todos y cada uno
de los casos. Así, tras un concienzudo análisis de algunos textos
bíblicos, concluía Ratzinger: “en el hombre existe la presencia
inexcusable de la verdad, de la verdad del Creador, que se ofrece por
escrito en la revelación de la Historia Sagrada. El hombre puede ver la verdad de Dios en el fondo de su ser creatural. No verla supone culpabilidad. Sólo se deja de ver cuando no se la quiere ver, es decir, porque no se la quiere ver”[15]. La persona puede y debe alcanzar la verdad no sólo con la razón discursiva, sino también con la propia conciencia moral.
Este
es el optimismo ético recordado por el teólogo alemán. Reitera entonces
Ratzinger la necesaria vinculación de verdad y libertad, de ser y
conciencia, en este caso acudiendo a una argumentación de tipo
existencial. La verdad acaba garantizando la libertad y la felicidad en
el ser humano. “El error, la conciencia errónea, solo son cómodos en un primer momento.
Después el enmudecimiento de la conciencia se convierte en
deshumanización del mundo y en peligro de muerte, si no reaccionamos
contra ellos. En otras palabras: la identificación de la conciencia con
el conocimiento superficial y la reducción del hombre a la mera
subjetividad no liberan, sino que esclavizan. Nos hacen completamente
dependientes de las opiniones dominantes [...]. La reducción de la conciencia a la mera seguridad subjetiva significa la supresión de la verdad”[16].
La conciencia no puede crear la verdad, sino tan sólo buscarla y
descubrirla; nunca será su dueña y señora, sino su fiel y libre
intérprete. Para confirmar esta idea, propone entonces de nuevo el
ejemplo de Newman, quien siguió siempre la voz de su conciencia
informada por la verdad[17].
En el caso del converso inglés, el más seguro refugio para la propia
conciencia y la personal libertad es la verdad. Y este puerto seguro de
la verdad le proporciona al hombre —junto a la verdad— paz y seguridad
interiores. La verdad, a largo plazo, resulta más cómoda que la mentira y
el error. Tal vez pueda parecer algo utilitarista este planteamiento,
pero es indudable que también tiene su peso argumentativo.
No
se puede reducir la conciencia a la subjetividad propia o ajena, ni
decir —como dijeron históricamente algunos— “¡mi conciencia es Hitler!”.
En un acto conmemorativo en honor de san Antonio que tuvo lugar en la
ciudad de Padua en 1992, el teólogo -metido a resolver problemas éticos-
volvía a estudiar el problema de la relación entre verdad y libertad.
Tras hacer un análisis del concepto de libertad en Lutero y Kant, en
Marx y Sartre, planteaba el problema en toda su urgencia, también con
una argumentación de tipo vital. “Pienso en la cuestión del aborto. En
la radicalización de la tendencia individualista de la Ilustración, el
aborto se presenta como un derecho a la libertad: la mujer debe poder
disponer de sí misma. Debe ser libre tanto para traer un niño al mundo
como para deshacerse de él”[18].
La persona se constituiría ante sí misma como un dios que se confiere
su propia libertad y que se crea su propia verdad. Sin embargo, sigue
diciendo, los resultados de este planteamiento libertario radical no
resultan siempre risueños. Ante la ausencia de felicidad y libertad en
la persona, la solución propuesta allí vuelve a ser entonces la misma.
“De este modo se desprende claramente que la libertad está unida a un
criterio, al criterio de la realidad, de la verdad. La libertad para
autodestruirse o para destruir al otro no es libertad, sino su diabólica
parodia. La libertad del hombre es libertad compartida, libertad en
convivencia de libertades, que se limitan y se sostienen recíprocamente.
La libertad ha de adecuarse a lo que yo soy, a lo que nosotros somos;
de otro modo se destruye a sí misma”[19].
La propia libertad no sólo acaba donde empieza la de los demás (sería
este un planteamiento demasiado solitario e individualista), sino que la
libertad propia se realiza de un modo más pleno en contacto con la de
los otros: así se procede al hallazgo de la misma verdad.
Mi
libertad crece con la de los demás y con un estrecho contacto con la
verdad. La misma libertad en su pluralidad -tan cacareada y preconizada
por tantos autores- nos pone sobre la pista de la verdad, a la que
llegamos a su vez por medio de la experiencia. Así, por ejemplo, para no
dejar desamparado el concepto de libertad, recuerda su inseparable
binomio representado por la responsabilidad, que surge de este encuentro
con otras libertades. “Responsabilidad significaría entonces vivir el
ser como respuesta a lo que en realidad somos. Esta única verdad del
hombre (en la que la libertad y el bien de todos están indivisiblemente
ordenados la una al otro) se expresa fundamentalmente en la tradición
bíblica con el decálogo que, por lo demás, coincide en muchos aspectos
con las grandes tradiciones éticas de las demás religiones. […] Vivir el
decálogo significa vivir la propia semejanza con Dios, responder a la
verdad de nuestro ser y hacer así el bien. Dicho de otro modo: vivir el
decálogo significa vivir la dimensión divina del hombre, que es
precisamente la libertad: unión de nuestro ser con el ser divino y
[alcanzar] la consiguiente armonía de todos con todos”[20].
Vivir el código ético presente en nuestra verdad personal nos permite
alcanzar la libertad más alta posible: el entrar en contacto con la
misma libertad de Dios. El argumento ha alcanzado de este modo la altura
propia de la teología.
La
verdad nos hace más semejantes a Dios; nos otorga una libertad que es
más propia de la condición divina. También en 1998 recordó Ratzinger
este insalvable vínculo entre verdad, conciencia y conocimiento, de
nuevo en polémica contra la “dictadura del relativismo”. “Sin la verdad,
en efecto, la sabiduría humana se reduce a opinión y, al
empequeñecerse, se produce a su vez un debilitamiento de la conciencia,
la cual termina por encontrarse débil e inerme frente a los desafíos
planteados por las nuevas posibilidades y situaciones siempre nuevas,
planteadas por una razón puramente tecnológica. La primera víctima de un
pensamiento que niega la verdad es la conciencia misma
del hombre y, en definitiva, es el mismo hombre el que permanece
herido. Excluir al hombre del acceso a la verdad es la raíz de toda
alienación. [...] Sin la posibilidad de la razón de investigar y
descubrir la verdad, se pierde el corazón mismo del hombre y el hombre
vuelve a ser —para el hombre mismo— un enigma sin solución. [...] La
conciencia humana resulta, en primer lugar, interpelada para que se
enfrente al problema del fundamento mismo del existir y del vivir y,
después, es invitada a reconocer la verdad de Dios como presupuesto y
principio de toda verdad: la misma revelación cristiana se muestra y
ofrece como el encuentro idóneo entre verdad y razón”[21].
Si la verdad no existe, no sólo me está permitido todo, sino que
desaparece paradójicamente la misma conciencia y la misma libertad. La
libertad y la conciencia no encuentran más garantías y más refugio que
la propia voluntad de poder, y esta situación resulta peligrosa para una
gran e inmensa mayoría formada por débiles. En esto consiste la
“dictadura del relativismo”.
Es
cierto que esta misma verdad es una conquista difícil reservada a un
número no muy alto de mentes y vidas privilegiadas, aunque —concluía en
1991 de modo teológico— también se encuentra encarnada en la persona de
Jesucristo. Esta afirmación supone un apoyo incondicional y definitivo
para una razón abierta a todos los conocimientos posibles, vengan de
donde vengan. No es ésta, sin embargo, una conquista fácil. Así, “el
elevado camino hacia la verdad y el bien no es cómodo. Es un camino
exigente para el hombre. Pero tampoco es el cómodo encerrarse en uno
mismo lo que salva. Cuando se procede así, el hombre se atrofia y se
pierde. En la andadura por las montañas del bien, descubre poco a poco
la belleza que se oculta en la fatiga por alcanzar la verdad y que halla
el valor redentor que la verdad tiene para él. Pero con esto no está
todo dicho. Disolveríamos
el cristianismo en moralismo si no mostráramos esa noticia suya [=de la
verdad revelada en Jesucristo] que trasciende nuestro obrar. [...] Esta es la verdadera novedad del cristianismo:
el Logos —la verdad en persona— es también la expiación, poder
transformador que supera nuestras capacidades e incapacidades. En esto
reside lo verdaderamente nuevo sobre lo que descansa la gran memoria
cristiana, la cual es la respuesta más profunda a lo que espera la anamnesis del Creador en nosotros. [...] El yugo de la verdad se hace “ligero” (Mt.
11,30) cuando la verdad viva nos ama y consume nuestras culpas en su
amor. Solo cuando sepamos y experimentemos interiormente todo esto,
seremos libres para oír alegremente y sin miedo el mensaje de la
conciencia”[22].
La libertad necesita una referencia segura para poder crecer y
realizarse, y ¿qué referencia más orientadora que la misma Verdad
encarnada? Por eso Jesús afirma que “la verdad os hace libres” (Jn. 8,32).
III. Verdad, fe y culturas
También
Joseph Ratzinger hace trascender el razonamiento del ámbito individual
de la persona y quiere llegar al de la cultura y la sociedad. Ya en un
artículo de 1960 publicado en Wort und Wahrheit,
el joven teólogo —con un estilo muy distinto del actual— se planteaba
la relación entre verdad y culturas, es decir, se preguntaba si la fe
cristiana puede convivir también en otras culturas distintas de la
occidental, considerada tradicionalmente cristiana. “Occidente no es el
mundo, de modo que no puede pasar por alto por más tiempo la
independencia y la singularidad de otras culturas. Cuando se mantiene
que la fe cristiana no es una expresión del espíritu y la religiosidad
occidentales, sino que lo ‘absoluto’ procede aquí del ser absoluto de
Dios (nada de lo que viene de los hombres es absoluto; solamente de Dios
viene lo absoluto), entonces se debería también preguntar uno si otras
culturas y espiritualidades no tendrían los mismos derechos que la
occidental. La teología —y con ella las demás formas del cristianismo—
han sido definidas una y otra vez como occidentales, de modo que estas
se presentan en otras culturas como productos importados de occidente,
como cuerpos extraños procedentes de otro mundo. Si la fe cristiana es
un absoluto, un modo de asentamiento del mismo Dios, la cultura
occidental resulta una obra humana relativa (todas las propuestas tienen
los mismos derechos en cuanto que son obras humanas), entonces se
plantea la pregunta de si no hay aquí un error: ¿no hay otras formas
legítimas al lado de la versión occidental de la fe, las cuales podrían
dar lugar a su vez a otras culturas, que sin embargo intentan ver y
hablar de lo absoluto de Dios desde sus respectivos —humanos y, por
tanto, limitados— puntos de vista?”[23].
La
pregunta es: ¿entra el cristianismo en crisis al enfrentarse con otras
culturas? ¿Está todavía la cultura occidental en deuda con el
cristianismo? ¿Es el cristianismo una religión exclusivamente
occidental? Si fuera así, el relativismo tendría razón y el cristianismo
no podría tener pretensiones de universalidad. Es cierto que es este un
tema recurrente en los escritos de Joseph Ratzinger: los derechos del
cristianismo en la cultura occidental y europea[24].
Sin embargo, el teólogo alemán se planteaba también en 1975 la relación
entre la verdad y las distintas culturas, pues todas ellas detentan
idénticos derechos respecto a la verdad. “La ingenuidad cristiana
consiste en que afronta la cuestión de la verdad y en que refiere la
cultura a esta verdad. Cuando no ocurre así, [la fe cristiana] se
convierte en algo vacío y peligroso: lo sabemos todos y lo vivimos”[25].
La fe y las culturas exigen una continua referencia de la una a las
otras; presentan una íntima circularidad. La apertura de las distintas
culturas consiste en la complementariedad. Por eso la fe y la verdad han
de encontrar cobijo en todo el mundo. Ratzinger se refirió en 1993 a la
necesidad de cumplir el mandato de Jesús de ir a todo el mundo para
predicar el evangelio (Mt. 18, 19s.), con un pleno respeto a las
diferencias culturales. “El punto de partida del universalismo cristiano
no fue el deseo de poder, sino la certeza de haber recibido el
conocimiento salvador y el amor que redime, al que todos los hombres
pueden aspirar y que esperan en lo más profundo de su corazón”[26]. Tomaba entonces allí, como punto de partida para su reflexión, el mea culpa pronunciado
en nombre de la Iglesia, por los eventuales abusos cometidos durante la
evangelización de América. Ratzinger amplía esta cuestión a todo el
mundo y a la situación de la cultura actual y se pregunta: ¿tiene la fe
derecho a ir a todo el mundo?
Está
claro que resulta inevitable que, al encarnarse la fe en otras
culturas, surge un trauma, un conflicto, un choque entre culturas y
civilizaciones. “En efecto, no se logra entender cómo la cultura —que se
ha entrelazado con la religión, y sigue entrelazada y vive en ella—
pueda ser, por así decirlo, trasplantada a otra religión sin que, en
esta operación, desaparezcan ambas”[27].
La fe y las culturas se fagocitarían y se autodestruirían. El problema
estaba por tanto planteado. ¿Supone la verdad un obligado
fundamentalismo que suprime los derechos de cualquier cultura? En primer
lugar, Ratzinger propone que se han de evitar planteamientos
igualitarios en lo que a las culturas se refiere. No todas las culturas
son iguales. “El propósito de inculturación [de la fe] resulta razonable
sólo cuando no se comete el error de abrirla y dirigirla —en virtud de
una nueva energía cultural— fuera de un ordenamiento común hacia una
verdad superior al hombre. [...] La dignidad de una cultura se muestra
en su apertura, en su capacidad de dar y de recibir, de desarrollarse,
de dejarse purificar, de convertirse de este modo más conforme con la
verdad y con el hombre”[28].
La dignidad de cada cultura dependerá de su grado de apertura. De este
modo, se establecerá más adelante una definición y una caracterización
del concepto de cultura. “En la cultura, lo que cuenta es un comprender
como conocimiento que [nos] abre a la praxis; por tanto, un conocimiento
al que corresponde de un modo indispensable la dimensión de los
valores, de la moralidad. [... Además,] no se puede entender el mundo, y
no se puede vivir de un modo justo, si permanece sin respuesta la
pregunta sobre la divinidad. Es más, el núcleo de las grandes culturas
está en la interpretación del mundo en lo que se refiere a la relación
con la divinidad”[29]. En toda cultura hay un mayor o menor acceso a la verdad y a Dios: en esto consiste su grandeza.
De
este modo, así como verdad, razón y conciencia estaban unidas, existirá
de igual manera una permeabilidad y una apertura de cada cultura a
todas las demás culturas abiertas y legítimas. Para avanzar en la
argumentación, realiza entonces un breve análisis fenomenológico del
concepto de cultura, y llega a la conclusión de que esta no constituye
algo estático y cerrado, sino que requiere una cierta evolución con
respecto a las demás culturas y a la misma verdad. Además, como hemos
dicho, no todas las culturas son iguales, así como no todas las
religiones tienen un mismo valor ético y cognoscitivo, tal como podemos
observar casi a diario. También el mal se infiltra en religiones y
culturas, sigue diciendo Ratzinger. “El drama de todo esto que se hace
por el encuentro entre las culturas estriba en un innegable factor de
alienación. Se equivoca quien sólo ve en las religiones de la tierra una
deplorable idolatría, pero también se equivocaría el que quisiera
valorar las religiones exclusivamente en términos positivos, y de
repente se olvidara la crítica a la religión, cuyo fuego ardía no sólo
en el ánimo de Marx y Feuerbach, sino también en teólogos del calibre de
Karl Barth y Dietrich Bonhoeffer”[30].
La religión y las culturas deben estar también sometidas a la crítica
de la razón para no caer en la superstición y el fundamentalismo, tal
como convinieron el entonces prefecto de la Congregación de la Doctrina
de la Fe y el filósofo alemán de la Escuela de Frankfurt Jürgen Habermas
(nacido en 1929), en un debate que tuvo lugar en Munich en enero de
2004[31].
Así,
se requiere que una verdadera cultura no sea un sistema cerrado, sino
que esté abierta a las demás culturas, a la razón y a la misma verdad.
Con este mismo título de presentación, el cristianismo podrá abrirse
paso en todas las culturas, por su directa vinculación con la verdad. De
hecho el cristianismo es la religión de la verdad hecha persona, de la
verdad que se ha hecho hombre. “Esta es la gran pretensión con la que la
fe cristiana ha entrado en el mundo. Esto implica la obligación moral
de enviar a todos los pueblos a acercarse a las enseñanzas de Jesús,
porque Él es la verdad en persona y, por tanto, el camino para ser
hombres” de un modo pleno[32].
La verdad se encarna y nos propone el más alto y sublime modelo de
conducta para todos los seres humanos. Por eso la fe tiene carta de
ciudadanía en todas las culturas, lo cual exige como condición previa la
mencionada permeabilidad entre todas ellas. La fe, que se hace cultura y
se encarna en todas las culturas, tiene vocación universal. “Esta no
será jamás una síntesis acabada del todo; implica un continuo trabajo de
reconciliación y de purificación; deberá existir un continuo paso al
todo, a lo universal (que no constituirá un pueblo empírico, sino
precisamente el pueblo de Dios y, por tanto, un espacio para todos los
hombres). Y viceversa, lo que es común deberá pasar a lo que es
particular, y deberá ser vivido y sufrido en lo concreto de la
historia”[33].
Apertura e intercambio, elevación y purificación: serán estas las
condiciones en las que la verdad tendrá una situación prioritaria, dado
el poder liberador al que antes nos hemos referido.
IV. Logos y verdad
Estos
derechos adquiridos por la verdad del cristianismo exigirán un cierto
proceso de crisis cultural, antes de la posterior elevación de la
cultura misma. Ratzinger comenta aquí las palabras de Juan: “Cuando sea
elevado sobre la tierra, atraeré a todo hacia mí” (12,31). “Estas
palabras que se refieren al Señor elevado aluden a nuestro contexto: la
cruz es, en primer lugar, fractura, rechazo, ser levantado de la tierra;
pero precisamente de este modo se constituye en un nuevo centro de
gravedad —que tira hacia arriba— de la historia del mundo, [y] recoge lo
que estaba disperso”[34].
La fe eleva, y por eso no es sólo una propiedad privada de los
individuos, sino que debe habitar también entre los pueblos para que
estos puedan progresar de verdad. La cruz debería estar clavada en todas
las culturas, para que estas puedan alcanzar una mayor altura y
humanidad. Para esto el mismo Logos -la Verdad- se ha encarnado en la
historia, en medio de toda la humanidad. Es esta la propuesta de
Ratzinger y de todo el cristianismo, que mantiene toda su vigencia en
los momentos actuales. “Esto significa que (al no ser el pueblo de Dios
una estructura cultural particular, sino que está integrado por todos
los pueblos) también la primitiva identidad [de cada cultura], al
rehacerse de la fractura, encuentra su sitio en este [pueblo de Dios];
es más, resulta necesaria esta [su primitiva identidad] para llevar a
cabo que la encarnación de Cristo, del Logos, llegue a su plenitud. La
tensión de muchos sujetos en uno solo pertenece, por su propia
naturaleza, al drama nunca acabado de la encarnación del Hijo”[35]. El Logos entra así en contacto con toda la humanidad y con todas las culturas, provocando una necesaria tensión positiva.
Hemos
visto que la verdad podrá llegar de modo pleno a todas las culturas, y
su universalidad se constituirá en uno de sus presupuestos. La verdad se
dirige a todas las personas y culturas, como consecuencia de la
doctrina cristiana de la encarnación. “Todo esto será verdad si Jesús de
Nazaret es —de verdad— el sentido de la historia hecho hombre, el
Logos, la manifestación de la misma verdad”[36].
Pero esto no resulta una evidencia a todas luces para todos pues, en el
mundo actual, la tendencia dominante es el relativismo y, en este
sentido, “la cultura se contrapone a la verdad”[37].
Por tanto, según este relativismo (que a veces emite formulaciones
dogmáticas), la verdad se convierte en puro totalitarismo, y entiende la
misión de la Iglesia de difundir la fe en una violencia colonial contra
las propias culturas autóctonas. Además, el encuentro y el choque de la
fe con culturas y civilizaciones en el mundo actual, se presenta como
una pretensión ahistórica y retrógada. Sin embargo, siguiendo este mismo
razonamiento, tampoco se podrían mezclar —por ejemplo— la técnica con
las culturas y las religiones. No, aducen, porque la técnica es neutral y
global. Pero este razonamiento tiene una trampa, denunciaba entonces el
prefecto. “En realidad, la civilización técnica no es en absoluto
neutral en materia religiosa y moral, aunque piense que lo es. Esta
cambia los criterios y los modos de comportamiento. Esta cambia
radicalmente la interpretación del mundo. Por medio de esta, el universo
religioso entra en movimiento de un modo inevitable”[38].
En efecto, la llamada “globalización” nunca será éticamente neutra,
sino que presenta unas claras connotaciones: contiene dentro de ella
todo un código ético.
Tal
vez por eso existan distintos modelos de globalización. Por tanto, en
el fondo, el problema de los derechos de la fe en las mismas culturas
será el mismo que el de la técnica. La apertura de las culturas supone
necesariamente un cierto trauma, una herida que puede suponer una
curación o una lesión. A la cultura actual le ocurre exactamente lo
mismo que a todas las demás culturas en las que se ha encarnado el
cristianismo (llámense griega o germánica, china o azteca, india o
africana). “Las religiones, en un mundo históricamente en movimiento, no
pueden permanecer como eran o como son. La fe cristiana (que tiene ante
sí un reto tan grande como las religiones y, al mismo tiempo se abre al
Logos), la verdadera razón, podría conferir a su profunda naturaleza
una nueva consistencia y, a la vez, hacer posible la verdadera síntesis
entre racionalidad técnica y religión, que ha de alcanzarse no mediante
la huida hacia lo irracional, sino mediante la apertura de la razón en
toda su verdadera dimensión”[39].
Por eso, la fe, la razón, la técnica y las culturas resultan plenamente
complementarias. La razón tiene hoy día un puesto importante, vuelve a
recordar una vez más. En esto consiste, según Ratzinger, la recta
globalización. La verdad y la razón pueden liberar a las distintas
culturas de sus supersticiones, incluida la de la técnica. Por eso, no
hay ningún obstáculo para que todas las culturas y religiones puedan
presentarse ante Cristo, el Logos encarnado, también hoy día. No es un
acto irracional, sino todo lo contrario. En este mundo plural y
globalizado al mismo tiempo, “no es el relativismo el que resulta
confirmado [por la razón y la verdad], sino la unidad de la naturaleza
humana y su estar tocada por una verdad que es más grande que nosotros
mismos”[40].
Por
todo esto las culturas necesitan de las garantías universales de la
verdad, para no caer en las arbitrariedades del poder y de la técnica
aislada. También en otra conferencia pronunciada en 1998, en la
Universidad de La Sorbona en París, Ratzinger afrontaba el reto de la
verdad en un mundo multicultural, con todas las prevenciones necesarias.
“A la reivindicación de universalidad de todo lo cristiano, que se basa
en la universalidad de la verdad, viene enseguida contrapuesta la
pluralidad de las culturas”[41],
se volvía a proponer una vez más. Sin embargo, allí recordaba también
de nuevo el dinamismo de las culturas. “Las culturas —como expresión de
la única esencia del hombre— están caracterizadas por la dinámica del
hombre que trasciende todos los límites. Las culturas, por lo tanto, no
están fijadas de una vez para siempre en una estructura, sino que tienen
la capacidad de evolucionar y de transformarse, con el peligro sin
embargo, de sumirse en la decadencia. Están llamadas a encontrarse y a
fecundarse recíprocamente”[42].
Las culturas son dinámicas, nunca estáticas: pueden crecer y
evolucionar o, por el contrario, decaer y morir. Todo depende del
fundamento y el alimento en que se sustenten. Una cultura sin raíces
muere. Sin embargo, por otra parte, este problema del contacto entre las
culturas influye también en la fe, pues existe la amenaza de que esta
sea diluida en medio de un variopinto multiculturalismo. Habrá que ver
si la verdad será capaz de encarnarse en esa cultura abierta y maleable,
al igual que el Logos ha asumido la condición humana.
Ratzinger
se refería en este sentido a la crisis de la verdad en la cultura
actual, así como a sus inevitables consecuencias. “El adiós
aparentemente indiferente a la verdad sobre Dios y sobre la esencia de
nuestro yo, la aparente insatisfacción por no poderse ocupar ya de todo
esto, engañan. El hombre no se puede resignar a ser y permanecer, en lo
que le es esencial, como un ciego de nacimiento. El adiós a la verdad no
puede ser nunca definitivo”[43].
Esa renuncia a la verdad no libera, y además crea una ética de
esclavos, sigue sosteniendo. Continuaba así este mismo razonamiento en
Lugano (Suiza), en el año 2000, tras realizar un excursus bíblico sobre la figura de Moisés y su relación con la cultura egipcia y la concepción de la religión en la filosofía analítica[44].
Según esta, “se puede comparar la fe religiosa al enamoramiento de un
ser humano, más que a la convicción de que una cosa sea verdadera o
falsa”[45].
La fe cristiana no tendría entonces nada que hacer respecto a la
verdad: tan sólo se ocuparía de sentimientos religiosos pasajeros. Las
consecuencias de todo este planteamiento parecen claras. “El adiós a la
pretensión de la verdad (que de por sí sería el adiós a la fe cristiana
en cuanto tal) resulta aquí amortiguado [...]. La fe que está “en juego”
resulta algo totalmente distinto a la fe creída y vivida. No indica un
camino, sino tan sólo un adorno. No nos ayuda ni a vivir ni a morir;
como mucho, ofrece algo de alivio, un poco de placentera apariencia”[46].
Sin
embargo, existe aquí un error en la concepción de la naturaleza de la
fe cristiana, pues esta abarca ideas y afectos, inteligencia y voluntad,
pensamientos y sentimientos[47].
Por otra parte, no hemos de olvidar que la mentira o el error —más o
menos consciente— no liberan ni dan a la persona esa felicidad necesaria
para consumar su existencia. Por el contrario, como decíamos, la verdad
y la fe cristiana, según Ratzinger, ofrecen esa libertad y por eso
tienen derecho de ciudadanía en todas las culturas. “La cuestión de la
verdad es inevitable. Esta resulta indispensable para el hombre y se
refiere precisamente a las decisiones últimas de su existencia: ¿existe
Dios?, ¿existe la verdad?, ¿y el bien? La distinción ‘mosaica’ es
también la distinción socrática, podríamos decir. Aquí manifiestan la
motivación interior y la interior necesidad del encuentro histórico
entre la Biblia y la Hélade. [...] En este sentido, en el mundo del
espíritu griego subsiste una expectativa respecto a la cual el
cristianismo supone una certera respuesta”[48].
Los griegos y los hebreos (y otros tantos pueblos y culturas) coinciden
en un determinado punto de su búsqueda de la verdad y de la necesidad
de la razón. La fe y la razón, en este caso, completan la cultura y la
llevan a su plenitud. “En este aspecto, en el mundo mediterráneo, [y]
más tarde en el mundo árabe y también en partes de Asia, el monoteísmo
se presenta como la reconciliación entre razón y religión: la divinidad a
la que llega la razón es idéntica al Dios que se manifiesta en la
revelación. Revelación y razón se corresponden. Existe la ‘verdadera
religión’; la cuestión sobre la verdad y sobre Dios se han
reconciliado”[49].
Ahora
bien, ¿esta pretensión de verdad es contraria a las culturas, a las
distintas religiones, a la misma tolerancia? Vuelve a surgir la pregunta
ya formulada en numerosas ocasiones. Para argumentar una vez más su
contrario, Ratzinger recurre esta vez a una demostración de tipo
histórico. El cristianismo se ha aliado con su peor enemigo, con
aquellas de quienes había recibido tan duros ataques: la razón y la
filosofía. “La primera fase es la alianza del cristianismo con la razón;
alianza que se presenta en los escritos de los Padres, de Justino a
Agustín y más allá: quienes anuncian el cristianismo se ponen de la
parte de los filósofos, de la razón, en contra de las religiones, en
contra de la doble verdad [...]. Estos ven las semillas del Logos, de la
razón divina, no en las religiones, sino en el movimiento de la razón
que ha disuelto estas religiones. Pero también aparece aquí un segundo
punto de vista, por el que se destacan las relaciones con las religiones
y los límites de la razón”[50].
Por tanto, la razón servirá de crisol para culturas y religiones (este
era el acuerdo entre Ratzinger y Habermas en Munich). Por eso el
cristianismo puede apoyarse en la inteligencia, aunque no de un modo
unilateral ni exclusivo. “Las tres preguntas [de la razón] sobre la
verdad, sobre el bien, sobre Dios, constituyen una única pregunta. [...]
El concepto bíblico reconoce a Dios como el Bien, como el Bueno (Mc. 10,18). Este concepto de Dios alcanza su mayor límite en la afirmación joánica: “Dios es amor” (1 Jn.
4,8). Verdad y amor son idénticos. Esta afirmación —si se toma en su
verdadero sentido— es la más alta garantía de tolerancia; de una
relación con la verdad cuya única arma es ella misma y, por tanto, el
amor”[51].
Y esta identidad entre verdad y amor, según la teología cristiana, se
da de modo pleno en la persona de Jesucristo, el Logos encarnado.
Por
todo esto surge una inevitable y cierta exclusividad por parte del
cristianismo, que puede producir algunos efectos aparentemente
traumáticos en las culturas, pero que constituyen medidas quirúrgicas
dirigidas a la curación y a la mejora de las condiciones actuales. Así,
Ratzinger recordaba en 2002 que es el Logos el que debe purificar las
culturas; traía allí a colación un texto de san Basilio el Grande, un
Padre de la Iglesia oriental del siglo IV: “El sicomoro produce frutos
abundantes, que no tienen sabor alguno si no se les hace una pequeña
incisión, de manera que el jugo salga fuera y puedan saber bien. Por
este motivo consideramos [el sicomoro] como un símbolo de los pueblos
paganos: son muchos, pero al mismo tiempo no tienen sabor. Esto viene
por el modo de vida entre los paganos. Cuando sin embargo se consigue
cortar con el Logos, este se transforma, se convierte en útil y
sabroso”[52].
El Logos y la verdad han de incidir en todas las conciencias, en todas
las libertades, en todas las culturas, para que se pueda desplegar su
gran virtualidad liberadora, se recuerda. A lo que el teólogo alemán
añade más adelante: “La transformación necesaria no puede venir de una
característica propia de un árbol y su fruto, sino que se requiere una
intervención del que lo cultiva. Al aplicar este concepto al paganismo y
a las características de la cultura humana, se debe concluir que sólo
el Logos puede incidir en la cultura y en sus frutos, con el fin de que
lo que antes resultaba inútil pueda ser ahora purificado, y no sólo
resulte lleno de valor, sino también sabroso”[53].
La fe y la verdad deben incidir en todas las culturas, a veces con una
cierta energía. “De este modo —concluye— […], este “corte” por parte del
Logos ha modificado [en los primeros siglos del cristianismo] la
cultura del momento, y ha traído “aquí” lo que esta contenía de esencial
y verdadero. Por medio de la incisión en el sicomoro de la cultura
antigua, los Padres la han puesto a nuestra disposición en su conjunto,
transformando en un magnífico fruto lo que antes era medio de corrupción
(faulem Zeug). […] Esto es lo que significa ‘evangelizar la cultura’”[54].
La
verdad puede y debe incidir en las culturas, así como el Logos se ha
encarnado para poder llegar a todos los hombres y mujeres, y llevarles
hacia una verdad y una libertad más plenas. De hecho, en la conferencia
que pronunció en 2005 en el monasterio de Subiaco (cuna de los
benedictinos y de Europa, cuando recibió el Premio San Benito “por su
labor excepcional a favor de la promoción de la vida y de la familia en
Europa”), dos días antes de fallecer Juan Pablo II, el cardenal decano
recordaba: “Al llegar a este momento quisiera, en mi calidad de
creyente, hacer una propuesta a los laicos. En la época de la
Ilustración se ha intentado entender y definir las normas morales
esenciales diciendo que serían válidas etsi Deus non daretur,
incluso en el caso de que Dios no existiera. En la disparidad de
confesiones y en la crisis remota de la imagen de Dios, se intentaron
mantener los valores esenciales de la moral por encima de las
diferencias, y buscar una evidencia que no dependiera de las múltiples
divisiones e incertezas de las diferentes filosofías y confesiones. Así,
se quisieron asegurar los fundamentos de la convivencia y, más en
general, los fundamentos de la humanidad. En aquel entonces, pareció que
era posible, pues las grandes convicciones de fondo surgidas del
cristianismo en gran parte resistían y parecían innegables. Pero ahora
esto ya no es así”[55].
Este acuerdo moral, esta “ética mundial”, este consenso ético era
posible porque en el fondo estaba el sustrato cristiano, que había
configurado la sociedad a lo largo de los siglos.
Sin
embargo, estas garantías no se han mantenido incólumes a lo largo de
este tiempo. La división histórica resulta clara y evidente; los
acontecimientos violentos de las eras moderna y contemporánea hablan por
sí mismos. Por eso, el futuro papa se atrevía a hacer una propuesta a
un pensamiento laico, que muestra sus reticencias a aceptar la fe
cristiana. Se trata —según le parece a él— de una propuesta razonable,
en su sentido más pleno. “Deberíamos, entonces, dar la vuelta al axioma
de los ilustrados y decir: incluso quien no logra encontrar el camino de
la aceptación de Dios debería de todas formas buscar vivir y dirigir su
vida veluti si Deus daretur,
como si existiera Dios. Este es el consejo que daba Pascal a sus amigos
no creyentes; es el consejo que quisiéramos dar también hoy a nuestros
amigos que no creen. De este modo nadie queda limitado en su libertad, y
nuestra vida encuentra un apoyo y un criterio del que tiene necesidad
urgente. Lo que más necesitamos en este momento de la historia son
hombres que, a través de una fe iluminada y vivida, hagan que Dios sea
creíble en este mundo. El testimonio negativo de cristianos que hablaban
de Dios y vivían contra Él, ha oscurecido la imagen de Dios y ha
abierto la puerta a la incredulidad. Necesitamos hombres que tengan la
mirada fija en Dios, aprendiendo ahí la verdadera humanidad. Necesitamos
hombres cuyo intelecto sea iluminado por la luz de Dios y a quienes
Dios abra el corazón, de manera que su intelecto pueda hablar al
intelecto de los demás y su corazón pueda abrir el corazón de los
demás”[56].
La verdad y la razón pueden liberar al mundo de sus pesadillas,
sostiene Ratzinger. Por eso requerimos también de la referencia a Dios,
como principal garante de la verdad, de la conciencia y de la libertad.
Es esta la lucha contra la “dictadura del relativismo”, que puede ser
también aceptada por los no creyentes que estén deseosos de una mejora
en las personas y en las culturas.
Pablo Blanco Sarto es profesor de Teología Dogmática en la Universidad de Navarra
Notas
[1] Ratzinger, J. (2005b).
Sobre este tema puede verse Blanco Sarto, P. (2005), pp. 121-161. Un
comentarista ha destacado esta misma idea: “Acaso con mayor precisión
que la de ‘Papa del pensamiento y de la palabra’, tendríamos que pensar
en Benedicto XVI como el Papa de la verdad: sobre el mundo, sobre el
hombre y sobre Dios; sobre la centralidad de Cristo, sobre el evangelio
como espejo moral y sobre la Iglesia”, Montero, A. (2005), p. 3.
[2] Ratzinger, J. (2002), pp. 246-247.
[3] Ratzinger, J. (1998), p. 107.
[4] Ratzinger, J. (1993), p. 83, n. 20. Ver también Bellandi, A. (1993), pp. 332-335.
[5] Ratzinger, J. (1999), p. 89.
[6] Ratzinger, J. (2004), pp. 59-60. Sobre
el tema de las relaciones entre verdad y libertad, puede verse Pérez
Asensi, J.E. (2005), pp. 104-106, pp. 110-112, pp. 125-127.
[7] Ratzinger, J. (1990), p. 432.
[8] Ratzinger, J. (1990), p. 433.
[9] Ratzinger, J. (2003a), p. 218.
[10] Ratzinger, J. (1995), pp. 31-32; véase también la recensión de Lluch Baixauli, M. (1996), pp. 282-286.
[11] Ratzinger, J. (1995), pp. 34-35.
[12] Ratzinger, J. (1995), pp. 36-37.
[13] Ratzinger, J. (1995), p. 49. Ver también Pérez Asensi, J.E. (2005), pp. 128-130 y Blanco Sarto, P. (2005), pp. 142-152.
[14] Ratzinger, J. (1995), p. 50.
[15] Ratzinger, J. (1995), p. 53, subrayados en el texto. Ver Bausola, A. (1997), pp. 84-88.
[16] Ratzinger, J. (1995), p. 55.
[17] Ratzinger, J. (1995), pp. 56-62.
[18] Ratzinger, J. (1997), p. 20.
[19] Ratzinger, J. (1997), p. 22.
[20] Ratzinger, J. (1997), p. 25.
[21] Ratzinger, J. (1999b), pp. 80-81.
[22]
Ratzinger, J. (1995), pp. 75-77; hace un paréntesis al relatar la
interpretación del mito de Orestes que figura en Balthasar, H.U. von
(1965). Puede consultarse también el magnífico estudio de Twomey V.
(1997), pp. 111-145.
[23] Ratzinger, J. (1960), p. 179. Ver también sobre este punto Blanco Sarto, P. (2005), pp. 152-161.
[24] Véase por ejemplo Ratzinger, J. (1993), pp. 111 y ss.
[25] Ratzinger, J. (1985), pp. 405-406.
[26] Ratzinger, J. (2003a), p. 57.
[27] Ratzinger, J. (2003a), p. 61.
[28] Ratzinger, J. (2003a), p. 62.
[29] Ratzinger, J. (2003a), p. 63; alude aquí a Pieper, J. (1970).
[30] Ratzinger, J. (2003a), p. 68.
[31]
El texto original se encuentra en:
http://www.sbg.ac.at/sot/texte/kath.ak.-habermas-ratzinger-teil2.doc+habermas-ratzinger&hl=es.
Existe una traducción castellana en La Vanguardia (1.5.2005),
pp. 28-29. Sobre este tema de las relaciones entre fe y racionalidad,
puede verse el segundo capítulo titulado “Razón” de Blanco Sarto, P.
(2005), pp. 107-161.
[32] Ratzinger, J. (2003a), p. 69.
[33] Ratzinger, J. (2003a), p. 71.
[34] Ratzinger, J. (2003a), p. 73.
[35] Ratzinger, J. (2003a), p. 74. Sobre este particular, puede verse Blanco Sarto, P. (2005), pp. 121-132.
[36] Ratzinger, J. (2003a), p. 73.
[37] Ratzinger, J. (2003a), p. 75; remite a Dupuis, J. (1997).
[38] Ratzinger, J. (2003a), p. 79.
[39] Ratzinger, J. (2003a), p. 81.
[40] Ratzinger, J. (2003a), p. 82. Sobre este particular, puede verse además Blanco Sarto, P. (2005), pp. 15-23 y pp. 108-121.
[41] Ratzinger, J. (2003a), p. 204.
[42] Ratzinger, J. (2003a), p. 206; cita a Juan Pablo II: Fides et ratio n. 71.
[43] Ratzinger, J. (2003a), p. 173.
[44] Para esto se basa en el estudio de Assmann J. (1998).
[45] Ratzinger, J. (2003a), p. 228; aquí remite a Wittgenstein, L. (1962).
[46] Ratzinger, J. (2003a), p. 230.
[47] He explicado la naturaleza de la fe en Ratzinger en Blanco Sarto, P. (2005), pp. 57-105.
[48] Ratzinger, J. (2003a), pp. 236-237.
[49] Ratzinger, J. (2003a), p. 238; se remite aquí al De civitate Dei de san Agustín.
[50] Ratzinger, J. (2003a), p. 242.
[51] Ratzinger, J. (2003a), p. 244.
[52] Basilio, In Isaia 9, 228 (comentario a Is 9, 10), PG 30, 516D-517A.
[53] Ratzinger, J. (2003b), p. 46.
[54] Ratzinger, J. (2003b), pp. 50-51.
[55] Ratzinger, J. (2005a), p. 45.
[56] Ratzinger, J. (2005a), p. 48.
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