In Religión en Libertad
Si al final del siglo XX la Iglesia «no podía callar ante los abusos sociales entonces existentes, menos aún puede callar hoy, cuando a las injusticias sociales del pasado, tristemente no superadas todavía, se añaden en tantas partes del mundo injusticias y opresiones incluso más graves, considerándolas tal vez como elementos de progreso de cara a la organización del nuevo orden mundial» (Juan Pablo II). Sin duda, la injusticia y la opresión más grave que corroe y destruye el momento presente es esa gran multitud de seres humanos débiles, inocentes e indefensos que está siendo aplastada en su derecho humano fundamental e inalienable a la vida.
El desafío que tenemos todos, hombres y mujeres de hoy, es urgente y arduo. Sólo la cooperación concorde de cuantos creen en el valor de la vida, lo protegen y defienden, podrá evitar una derrota del hombre y de nuestra civilización de consecuencias imprevisibles.
Como el Papa Juan Pablo II recordó tantísimas veces a la humanidad entera, una de las causas mas decisivas en la que se va a jugar –ya se está jugando– el futuro de la humanidad y la salvación del hombre, en el siglo XXI y en el Tercer Milenio de nuestra era, va a ser –está siendo– la causa de la vida. El siglo XX fue el siglo de las grandes guerras, de las más terribles guerras de toda la historia humana. Desde la perspectiva de la fe católica, pero también desde la misma razón, habría que añadir, que el siglo XX es el periodo histórico en el que el valor de la vida se ha visto más universalmente amenazado y más abiertamente puesto en cuestión.
Nuevas y gravísimas amenazas se ciernen sobre la vida y la dignidad de las personas. La vida de los no nacidos, de los enfermos terminales, de los ancianos, de los discapacitados, de los disminuidos de todo tipo, se encuentra cada vez más desamparada no sólo por leyes vigentes o en trance de formularse, sino también por las costumbres y estilos de vida en boga en la sociedad actual. Parece que se trata de vidas humanas de inferior valor y menos dignas de protección jurídica y social que las de los sanos, fuetes y autosuficientes en lo físico, lo psíquico y lo económico-social. Es evidente que gana terreno lo que Juan Pablo II calificó como «cultura de la muerte». Los que tenemos la firme convicción de nuestra llamada a la vida, los que queremos al hombre y apostamos por él, su grandeza y dignidad, tenemos ahí un grandísimo desafío ante el que no podemos desalentarnos: no cejaremos jamás en la defensa de este hombre amenazado. Si hoy, con razón, nos avergonzamos de la esclavitud legal de otros tiempos, no tardará en llegar un día –no está lejano– en que nos avergoncemos y arrepintamos de esta cultura y legislaciones permisivas de muerte también legalmente establecidas, y de manera singular nos arrepentiremos y avergonzaremos de los millones de abortos anuales amparados por leyes antihumanas y, por tanto, antisociales, o de otras prácticas antivida amparadas por leyes igualmente antihumanas y antisociales.
Tenemos el gran desafío de crear una conciencia más profunda y arraigada del don maravilloso de la vida y, consecuentemente, de una cultura de la vida. Hay que ayudar a formar la conciencia, amordazada por las presiones, agresiones y las manipulaciones de una cultura de la muerte. En esta lucha se juega buena parte del futuro de la humanidad. Será, a la vez, el test que medirá el grado y espesor de la verdadera calidad humana. Son grandes los retos, cierto; pero son muy grandes, aún mayores, y con horizontes mucho más amplios, las esperanzas. Para nosotros, los cristianos, con el tiempo de Adviento, que comienza el domingo próximo, se abre la gran esperanza, que llega a los hombres con el nacimiento de Quien es la vida y trae vida a los hombres. Con esta esperanza, el sábado próximo por la tarde, se elevará hasta el cielo una plegaria universal por la vida humana naciente. Desde todas las iglesias y parroquias se elevará una plegaria a favor de la vida naciente hasta el Dios de la vida, Dueño único de la vida, que regala la vida y quiere que el hombre viva, y cuya gloria es que el hombre viva. El Papa mismo, en las primeras vísperas del primer domingo de Adviento, en la basílica de San Pedro en Roma, presidirá esta plegaria a favor de la vida humana naciente con todos los que llenemos a su lado este centro de la cristiandad. Con él, en todas las partes, nos uniremos todos en la oración común por la vida humana naciente. La Iglesia no tiene otras armas ni otros poderes que la fuerza de Dios. Por eso, llenos de confianza, pedimos esta ayuda a favor de la vida humana naciente, por eso esta plegaria que se elevará a Dios desde todos los rincones de la tierra, en espera de Quien ha venido a nosotros, en Belén, y se ha hecho niño para que todos tengamos vida. Esta vigilia de oración nos acompañará la Santísima Virgen María, Madre de la vida, cuya intercesión invocaremos a favor de toda vida naciente. ¡No podemos faltar, si amamos la vida! Busquemos el templo que mejor nos acomode para esta oración.
Publicado en La Razón
Si al final del siglo XX la Iglesia «no podía callar ante los abusos sociales entonces existentes, menos aún puede callar hoy, cuando a las injusticias sociales del pasado, tristemente no superadas todavía, se añaden en tantas partes del mundo injusticias y opresiones incluso más graves, considerándolas tal vez como elementos de progreso de cara a la organización del nuevo orden mundial» (Juan Pablo II). Sin duda, la injusticia y la opresión más grave que corroe y destruye el momento presente es esa gran multitud de seres humanos débiles, inocentes e indefensos que está siendo aplastada en su derecho humano fundamental e inalienable a la vida.
El desafío que tenemos todos, hombres y mujeres de hoy, es urgente y arduo. Sólo la cooperación concorde de cuantos creen en el valor de la vida, lo protegen y defienden, podrá evitar una derrota del hombre y de nuestra civilización de consecuencias imprevisibles.
Como el Papa Juan Pablo II recordó tantísimas veces a la humanidad entera, una de las causas mas decisivas en la que se va a jugar –ya se está jugando– el futuro de la humanidad y la salvación del hombre, en el siglo XXI y en el Tercer Milenio de nuestra era, va a ser –está siendo– la causa de la vida. El siglo XX fue el siglo de las grandes guerras, de las más terribles guerras de toda la historia humana. Desde la perspectiva de la fe católica, pero también desde la misma razón, habría que añadir, que el siglo XX es el periodo histórico en el que el valor de la vida se ha visto más universalmente amenazado y más abiertamente puesto en cuestión.
Nuevas y gravísimas amenazas se ciernen sobre la vida y la dignidad de las personas. La vida de los no nacidos, de los enfermos terminales, de los ancianos, de los discapacitados, de los disminuidos de todo tipo, se encuentra cada vez más desamparada no sólo por leyes vigentes o en trance de formularse, sino también por las costumbres y estilos de vida en boga en la sociedad actual. Parece que se trata de vidas humanas de inferior valor y menos dignas de protección jurídica y social que las de los sanos, fuetes y autosuficientes en lo físico, lo psíquico y lo económico-social. Es evidente que gana terreno lo que Juan Pablo II calificó como «cultura de la muerte». Los que tenemos la firme convicción de nuestra llamada a la vida, los que queremos al hombre y apostamos por él, su grandeza y dignidad, tenemos ahí un grandísimo desafío ante el que no podemos desalentarnos: no cejaremos jamás en la defensa de este hombre amenazado. Si hoy, con razón, nos avergonzamos de la esclavitud legal de otros tiempos, no tardará en llegar un día –no está lejano– en que nos avergoncemos y arrepintamos de esta cultura y legislaciones permisivas de muerte también legalmente establecidas, y de manera singular nos arrepentiremos y avergonzaremos de los millones de abortos anuales amparados por leyes antihumanas y, por tanto, antisociales, o de otras prácticas antivida amparadas por leyes igualmente antihumanas y antisociales.
Tenemos el gran desafío de crear una conciencia más profunda y arraigada del don maravilloso de la vida y, consecuentemente, de una cultura de la vida. Hay que ayudar a formar la conciencia, amordazada por las presiones, agresiones y las manipulaciones de una cultura de la muerte. En esta lucha se juega buena parte del futuro de la humanidad. Será, a la vez, el test que medirá el grado y espesor de la verdadera calidad humana. Son grandes los retos, cierto; pero son muy grandes, aún mayores, y con horizontes mucho más amplios, las esperanzas. Para nosotros, los cristianos, con el tiempo de Adviento, que comienza el domingo próximo, se abre la gran esperanza, que llega a los hombres con el nacimiento de Quien es la vida y trae vida a los hombres. Con esta esperanza, el sábado próximo por la tarde, se elevará hasta el cielo una plegaria universal por la vida humana naciente. Desde todas las iglesias y parroquias se elevará una plegaria a favor de la vida naciente hasta el Dios de la vida, Dueño único de la vida, que regala la vida y quiere que el hombre viva, y cuya gloria es que el hombre viva. El Papa mismo, en las primeras vísperas del primer domingo de Adviento, en la basílica de San Pedro en Roma, presidirá esta plegaria a favor de la vida humana naciente con todos los que llenemos a su lado este centro de la cristiandad. Con él, en todas las partes, nos uniremos todos en la oración común por la vida humana naciente. La Iglesia no tiene otras armas ni otros poderes que la fuerza de Dios. Por eso, llenos de confianza, pedimos esta ayuda a favor de la vida humana naciente, por eso esta plegaria que se elevará a Dios desde todos los rincones de la tierra, en espera de Quien ha venido a nosotros, en Belén, y se ha hecho niño para que todos tengamos vida. Esta vigilia de oración nos acompañará la Santísima Virgen María, Madre de la vida, cuya intercesión invocaremos a favor de toda vida naciente. ¡No podemos faltar, si amamos la vida! Busquemos el templo que mejor nos acomode para esta oración.
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