Profesor emérito de la Universidad de Lovaina
Hay dos formas de concebir los derechos del hombre. La primera de estas concepciones se sitúa en la tradición realista; la segunda en la tradición nominalista. La misma declaración de estos derechos puede dar lugar a lecturas antagónicas.
La concepción realista
Derechos reconocidos
La tradición realista se enriqueció, en la época contemporánea, de investigaciones llevadas a cabo por la fenomenología de la percepción. La fenomenología existencial, la de Merleau-Ponty por ejemplo, debe « formular una experiencia del mundo, un contacto con el mundo que precede todo pensamiento sobre el mundo »[1]. Percibir, es captar el objeto mismo y no un doble del objeto. El realismo contemporáneo se inclina frente al hombre real y es sólo ulteriormente que desarrolla un pensamiento sobre el hombre. Nosotros nos inclinamos frente a una realidad comprensible por nuestra razón, y que expresamos por el lenguaje. Nosotros nos inclinamos ante los hombres concretos, y nosotros que ellos tienen todos los mismos derechos. En este sentido, los derechos del hombre son universales. Ellos excluyen toda discriminación. Estos derechos están enunciados en grandes declaraciones, de las cuales las principales son la Declaración de independencia de los Estados Unidos (1776); la Constitución de los Estados Unidos (1787); la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano de 1789 en Francia, y la Declaración Universal de los Derechos del hombre de 1948.
Estos derechos son inherentes a la naturaleza humana: el hombre nace con. Aún antes de que entre en sociedad civil y política, todo ser humano tiene derechos fundamentales. Los hombres tienen estos derechos antes mismo de que estos derechos sean escritos en leyes. Los derechos del ser humano a la vida, a la libertad de expresión, al matrimonio, a fundar una familia, a elegir su religión, etc. existen antes de haber sido enunciados. Las grandes declaraciones registran una realidad que se reconoce.
Esta tradición realista subraya que el hombre es un ser provisto de razón y de libertad. El hombre tiene en su constitución la capacidad de juzgar y de decidir; puede dar libremente su asentimiento a lo que es. Según la bella expresión de Aimé Forest, el hombre puede « consentir al ser »[2]. Nosotros podemos en particular reconocer la realidad de los otros y consentir a aceptar los límites de nuestra libertad, para que otros puedan también existir y afirmarse en la connaturalidad y la diferencia.
Las leyes positivas
No alcanza sin embargo que los derechos del hombre sean reconocidos. Si ellos fueran simplemente reconocidos y declarados, los derechos del hombre tendrían solo un alcance teórico; ellos serían puramente formales. Ahora bien, por su naturaleza misma estos derechos del hombre requieren, e incluso exigen, ser traducidos en leyes escritas, en normas jurídicas. Es lo que se llama la legislación positiva, el derecho positivo. Por cierto las leyes son el objeto de enunciados jurídicos diferentes según las tradiciones de los diferentes pueblos; estas legislaciones positivas pueden pues ser comparadas. Pero todas convergen hacia el mismo fin: reconocer, promover y proteger los derechos fundamentales inherentes a todos los miembros de la familia humana. Los Estados no crean estos derechos. Lo que da su legitimidad al orden legal, es el respeto de los derechos naturales del hombre. La adhesión de los diferentes Estados a estos derechos del hombre es la mejor garantía de la paz entre las naciones y de la justicia en el seno de las naciones.
En la concepción realista, el Estado de derecho significa que los dirigentes del Estado reconocen la realidad de los derechos del hombre y que ellos se empeñan en hacer respetar estos derechos en la sociedad civil y política, gracias a instrumentos jurídicos. En esta misma tradición realista, se habla a veces de nuevos derechos. Se trata de derechos que el hombre tiene por naturaleza pero que todavía no habían sido explicitados o que lo habían sido insuficientemente.
Una búsqueda incansable
Reconocer la realidad de los derechos del hombre, es comprometerse a proseguir incansablemente la búsqueda de estos derechos; es admitir que esta búsqueda apunta a un horizonte que no es jamás plenamente alcanzado y que, por ese motivo mismo, suscita adelantos en la legislación positiva. Esta profundización constituye un verdadero progreso en la medida en que, desarrollándose en la historia, revela una mejor percepción de los derechos fundamentales del hombre, y de lo que es común a todos los hombres. Pero, así como testimonia de ello también la historia reciente, esos logros son siempre precarios y deben ser protegidos por instrumentos jurídicos adecuados.
Ejemplos conocidos permiten comprender algunas etapas de este progreso. Es en nombre de una mejor percepción de la igualdad de los hombres que la esclavitud fue condenada, que luego fue contestada la condición de los esclavos y de los obreros, que son combatidas hoy en día las discriminaciones de las cuales la mujer es víctima, que fue contestada la explotación del Tercer Mundo, etc. En seguida se concluyó, con razón, que, ya que ellos eran mejor percibidos, estos nuevos derechos debían ser garantizados por legislaciones positivas apropiadas, y que, gracias a ellas, el horizonte se abría hacia otros descubrimientos.
Hay por tanto una historia de la percepción de los derechos naturales del hombre. Hay culturas que honran, mejor que otras, los derechos naturales del hombre. La conciencia humana puede beneficiarse de la experiencia histórica en la medida en que esta revela las negaciones de derechos a las cuales ella se esfuerza en remediar con mejores leyes. Pero estos progresos ellos mismos muestran la necesidad de una vigilancia sin falla, puesto que la regresión es siempre posible. De donde el rol irremplazable del juez.
La concepción positivista
La ciencia de las normas
La concepción de los derechos del hombre que aparece en el positivismo jurídico resulta de la tradición nominalista: más allá de las palabras, no hay ninguna realidad conocible. Esta concepción tiene por característica principal de solo interesarse por la legislación positiva, por el derecho positivo. Ella considera que las grandes declaraciones clásicas son, en el mejor de los casos, declaraciones políticas, que no tienen ni deben tener ningún impacto sobre el derecho positivo.
La referencia a los derechos innatos del hombre es expulsada. Para el positivismo, el derecho es la ciencia de las normas, la ciencia de los enunciados que el legislador consigna en las leyes escritas, codificadas en reglas jurídicas. Todo llamado a un más allá del derecho positivo está desprovisto de pertinencia. Toda referencia a hombres reales y a los derechos que les son innatos es denunciada como proveniente del mundo incognoscible del pensamiento metafísico. De este pensamiento, la ciencia de las normas no quiere ni siquiera tomar conocimiento.
Esta concepción positivista del derecho converge hacia la concepción positivista de la Ciencia, y más particularmente de las ciencias físicas y químicas. Estas solo se interesan por los fenómenos y los enunciados protocolares, esperando que ellos sean coordenados. Estas disciplinas no tienen ningún interés por las cuestiones exploradas por la metafísica. Así como el hombre de ciencia solo se interesa por los fenómenos, el jurista sólo debe interesarse por las normas jurídicas formuladas por el legislador. Entre ellas, estas normas jurídicas deben ser también tan coherentes como sea posible.
El gran teórico del positivismo jurídico, Hans Kelsen (1881-1973), se inscribe en la tradición kantiana[3]. Él postula, él considera como establecida, la norma jurídica suprema: « La norma debe ser respetada porque es la norma »; « La ley debe ser respeta porque es la ley ». Se considera que la norma suprema se impone como un dato inmediato, como un axioma. Ya no hay realidad humana a reconocer, ni derechos que serían inherentes a todo ser humano. Ya no hay que tomar en cuenta un más allá de la ley escrita, ni que referirse a derechos fundamentales que serían anteriores a estas leyes escritas. En la tradición positivista, el derecho de todos a la vida, pívot de la tradición realista, está cada vez más amenazado por leyes positivas. El derecho positivo está cada vez más desconectado del derecho natural ya que éste, si existiese, sería incognoscible y no debería de ningún modo ser tomado en cuenta.
Un caso de agnosticismo
El positivismo jurídico se presenta por tanto como una forma de agnosticismo: no hay más verdad del hombre ni sobre el hombre que se imponga por su sola fuerza a la razón. En un primer tiempo, corresponde a cada individuo decidir lo que le conviene, con toda autonomía. Relativismo e individualismo van a la par. Sin embargo, si cada individuo quiere hacerse justicia y envidia lo que envidia su vecino, un estado de guerra se instalará temprano o tarde en la sociedad[4]. Para prevenir esta situación, los hombres deben someterse a la norma suprema de la cual es garante el que se encuentra en posición de fuerza al punto que su voluntad tiene fuerza de ley. Piénsese aquí en los Príncipes y otros Leviatanes de los tiempos modernos. Esta fuerza puede provenir de dos fuentes: o bien los hombres se alienan voluntariamente de su libertad en beneficio de un jefe al cual se someten; o bien el jefe se impone a ellos – por la violencia o por el ardid. En los dos casos, las normas jurídicas acaban teniendo una sola fuente : la voluntad del príncipe. Los derechos del hombre proceden pues de la mera voluntad del que, siendo el más fuerte, puede dar fuerza de ley a las determinaciones de su voluntad. Según esta concepción, los hombres tienen interés en entrar en sociedad política, pero sólo estarán seguros si consienten en ser esclavos[5].
Hay pues dos tipos de derecho positivo y por lo tanto de leyes: uno, inspirado del realismo; el otro, inspirado del positivismo. Además, poner como principio que el hombre no tiene derechos inherentes a su naturaleza, es dejar al hombre desarmado frente a la violencia que el derecho no tiene razón de contener.
¿Qué lectura de la Declaración de 1948?
La justicia, conformidad con la ley
Actualmente, la concepción positivista de los derechos del hombre tiende cada vez más a suplantar la concepción realista que caracteriza la Declaración Universal de 1948. Vamos a mostrarlo por diferentes ejemplos.
En la concepción realista de los derechos del hombre, las palabras sacan su sentido de la realidad que ellas expresan. Los hombres pueden hablarse, deliberar, entenderse porque el sentido de las palabras no es el fruto de decisiones voluntaristas. Del derecho a la vida, se dice que es inherente a todos los seres humanos porque ellos son seres humanos. Aquí, la norma del derecho es natural. La justicia se determina por el respeto que es debido a cada hombre, y más precisamente a sus derechos: hay que otorgar a cada uno lo que le es debido.
Contrariamente a lo que pasa en la concepción realista, en la concepción positivista, las palabras ya no reenvían a realidades. El sentido de las palabras del derecho depende de la voluntad del legislador. El derecho a la vida es definido y delimitado en normas establecidas por el legislador; no es más universal. No estando más referidas a realidades, a derechos inherentes a la persona, las palabras apenas pueden tener un sentido convencional.
La norma suprema postulada por Kelsen es puramente formal: la ley debe ser respetada porque es la ley. Pero para que este postulado no quede como letra muerta, hay que proveer a normas jurídicas que sacan su validez, a fin de cuentas, de la norma suprema. Las normas jurídicas aparecen aquí como la culminación de un procedimiento consensual al término del cual los hombres convienen en definir las normas jurídicas que deberán ser validadas por el guardián de la norma fundamental. Las normas jurídicas así validadas pueden no obstante ser interpretadas al gusto de las voluntades dominantes. La justicia se define entonces como la conformidad a la ley, cualquiera que sea la ley.
Enseguida – siempre según la concepción positivista - los derechos del hombre tales como son formulados en la Declaración de 1948 dan la impresión de ser universales, y ellos lo son verdaderamente en la perspectiva realista, que es la de los redactores de la Declaración de 1948. Pero esta universalidad de los derechos del hombre está en peligro desde que la misma declaración está sometida a una llave de lectura positivista. Según esta última, cada legislador puede dar a las palabras el sentido que él quiere, lo que corrobora la impresión falsa de universalidad[6]. En efecto, palabras como vida, familia, matrimonio, educación, etc. parecen ser unívocas – como en la lectura realista – pero se tornan polisémicas y equívocas cuando sometidas a una lectura positivista. El rechazo del anclaje de las palabras en la realidad tiene por precio la confusión de un lenguaje babélico. En lugar de unir, este divide.
Reivindicar « nuevos derechos »
Del relativismo característico del positivismo jurídico procede entonces la reivindicación de « nuevos derechos ». Esos « nuevos derechos » proceden de negociaciones entre individuos, que deben desembocar en decisiones consensuales[7]. Ellas son validadas por el garante de la norma suprema.
Entre esos « nuevos derechos » figuran el « derecho al aborto », el « derecho a las uniones entre personas del mismo sexo », el « derecho a la eutanasia », etc. Pero esta reivindicación de « nuevos derechos » sólo puede ser honorada al precio de la instauración de un poder superior que, por un acto de su voluntad, valida los « nuevos derechos » en cuestión. En última instancia, es al garante de la norma suprema que le corresponde decidir la significación a ser dada a las palabras, de determinar lo que es justo o no lo es.
El relativismo permite al positivismo jurídico presentar los derechos del hombre como conquistas de la libertad de los individuos. Estos pueden negociar y hasta reivindicar « derechos », que coinciden con sus deseos. En un primer tiempo, los individuos se enorgullecerán por haber conquistado « nuevos derechos ». Pero ellos percibirán sin tardar que su reivindicación no puede ser honrada sin la instauración de un poder superior del cual dependerá la validación de los « nuevos derechos » en cuestión. Esta concepción positivista del derecho conduce así a los individuos a ser privados de su autonomía, a la cual tanto estaban apegados. Ella expone igualmente a los Estados a ser privados de su soberanía en la medida en que, apartándose del realismo, su derecho particular deberá ser avalado en nombre de la norma suprema.
Una deconstrucción sistemática
Una desviación de sentido
Asistimos actualmente a una tentativa probada de deconstrucción sistemática de la concepción realista de los derechos del hombre. La realidad del ser humano desde su concepción no es reconocida. El legislador se reserva definir a partir de cuándo hay ser humano. Lo mismo ocurre con la familia. Esta ya no es más una institución natural. Esta desviación de sentido de la Declaración Universal de 1948, esta lectura positivista de la Declaración permiten a la ONU, así como a la Unión Europea, posicionarse en garantes de la « norma suprema ». De la una y de la otra depende que sean validados los derechos particulares de los individuos y de los Estados. Para los positivistas, la Declaración de 1948 ya no puede más ser recibida en la medida en que ella se inscribe en la tradición realista, que inspiró el texto. De ahora en adelante, el texto está sometido a una reja de lectura al término de la cual el sentido de las palabras es totalmente volátil. Ese sentido debe ser fijado, o modificado, sólo por aquellos que están en la posición dominante y que por tanto tienen la fuerza de imponer su voluntad.
Resumiendo, el sentido originario de la Declaración Universal de 1948 es víctima de un golpe de fuerza donde la ingeniería verbal hace decir hoy a las palabras lo contrario de lo que ellas decían ayer.
Volvamos a algunos ejemplos.
El derecho a fundar una familia tradicional, heterosexual y monógama, aparece ahora como un ejemplo al lado de un catálogo de « nuevos derechos » donde se encuentran familias recompuestas, reconstituidas, mezcladas, monoparentales, etc. « Nuevos derechos » se extienden a diversos « nuevos modelos » familiares. Así se debilitan las solidaridades naturales.
La palabra matrimonio, reservada al compromiso de dos personas de sexo diferente, es actualmente utilizada para designar el « derecho » a uniones homosexuales o lesbianas, o también a la homoparentalidad. Esas diferentes uniones pueden ser acompañadas del « derecho » a la adopción de niños y del « derecho » al repudio en la pareja.
En la tradición realista, la palabra maternidad significa en primer lugar el proceso biológico por el cual la mujer acoge un nuevo ser humano. Hoy en día, la palabra reenvía à « nuevos derechos » que legalizan técnicas de maternidad asistida, de fecundación in vitro, de embarazo por encargo, de madres portadoras, etc. Los derechos « a la maternidad sin riesgos » o a la « salud reproductiva » comportan en particular el derecho al aborto.
Del mismo modo la palabra paternidad reenvía tradicionalmente al proceso biológico por el cual el hombre, unido a su mujer, engendra un nuevo ser humano. Pero hoy en día, en virtud de « nuevos derechos », la paternidad puede ejercerse furtivamente y hasta en el anonimato. El padre biológico se limita a dar su esperma, y se compromete a apartarse delante del padre criador del niño.
La palabra salud reenvía al estado en que se encuentra el cuerpo humano cuando este funciona bien. Aún más, se observó el surgimiento de « nuevos derechos » adaptados al « nuevo paradigma de salud ». Según éste, de ahora en adelante prioridad debe ser dada a la salud del cuerpo social y ya no más a la de los individuos.
Desde la adolescencia, los niños tienen el « derecho » de recurrir a la contracepción, e incluso al aborto, sin el conocimiento de sus padres. Estos son por lo tanto despojados de una de sus responsabilidades esenciales en el dominio de la educación de sus hijos.
El respeto de la vida, y en particular de la vida que sufre o declina, forma igualmente parte de la tradición realista. Es en nombre de esta tradición que fueron condenados los crímenes contra la humanidad, generalmente declarados imprescriptibles. De ahora en adelante, el respeto de la vida se vuelve modulable y se observa la aparición de « nuevos derechos del hombre » que legalizan hoy la eutanasia, condenada en el proceso de Nuremberg, y el aborto.
Del cuerpo humano, se afirma tradicionalmente que es « indisponible ». Él no puede ser el objeto de una venta, de una convención. Él no puede ser instrumentalizado, utilizado para fines experimentales. En lo sucesivo, « nuevos derechos » se traducen en prácticas tales como la fecundación in vitro, el bebé medicamento, las madres portadoras, y el mismo aborto.
En suma, la cultura de la muerte es el fruto venenoso del positivismo jurídico[8].
En su acepción habitual, la palabra género reenvía a la diferenciación sexual, a las diferencias innatas, anatómicas, fisiológicas, psicológicas entre el hombre y la mujer, entre Marte y Venus. De ahora en adelante, en nombre de « nuevos derechos », cada uno puede elegir su « orientación sexual », su « género », e incluso cambiarlo. Las diferencias de los roles entre el hombre y la mujer son presentados como puramente culturales; ellas no tienen –se asegura-- ningún fundamento natural. Una nueva cultura debe emerger que abolirá los resabios de la edad en que la mujer era oprimida por el hombre y aplastada por las maternidades.
En resumen, la realidad se coloca entre paréntesis y las palabras tienen el sentido que el locutor quiere hacerles decir. Así surge un nuevo idioma donde las palabras como género, familia, matrimonio, maternidad, paternidad, aborto, anticoncepción, etc. tienen la significación que les da el locutor, al margen de toda referencia a lo real. Al cabo, una nueva sociedad podrá ser construida en base de estos « nuevos derechos »[9].
¿Cuál Estado de derecho?
Último ejemplo, que ya hemos tocado: la cuestión del Estado de derecho. Por esta expresión, se significa tradicionalmente que, en tal Estado, gobernantes y gobernados deben reconocer y respetar los derechos que el hombre tiene por naturaleza: derecho a la vida, a casarse, a fundar una familia, a expresarse, a asociarse, etc. Los poderes públicos, en particular, tienen la obligación de establecer reglas jurídicas, leyes positivas, que permiten concretizar estos derechos que el hombre tiene naturalmente.
Sin embargo, la expresión Estado de derecho puede también ser utilizada en sentido positivista. Esta expresión significa entonces que, en un Estado determinado, hay un derecho, hay leyes. En esta perspectiva, la ley debe ser respetada porque ella es la ley, sin ninguna consideración por cualquier referencia a los derechos que el hombre tiene por naturaleza. Las leyes son entonces la expresión de la voluntad del legislador. Es lo que Kelsen afirmaba a propósito del Estado nazi y del Estado estaliniano.
« Del punto de vista de la ciencia jurídica, el derecho establecido por el régimen nazi es derecho. Nosotros podemos lamentarlo, pero no podemos negar que se trata de un derecho. ¡El derecho de la Unión soviética es derecho! Podemos execrarlo como tenemos horror de una serpiente venenosa, pero no podemos negar que existe, lo que quiere decir que vale. »[10]
Esta concepción positivista del derecho se encuentra hasta hoy en todos los sistemas jurídicos elaborados por los totalitarismos de toda clase, declarados o rampantes. Ella se está imponiendo en las relaciones internacionales. Ella pone en peligro la libertad religiosa. Mientras que en la concepción realista el Estado de derecho está al servicio de los derechos del hombre, en la concepción positivista del Estado de derecho, el derecho está expuesto ser el arma absoluta de la dictadura y de la tiranía.
La mano tendida
La tentación neopositivista
La influencia del positivismo jurídico se extiende hoy en día entre los moralistas católicos. Algunos desarrollan incluso una concepción adulterada de la moral cristiana. El error de base de esos moralistas, es abandonar la concepción realista del hombre y de los derechos que están ligados a él naturalmente. Esta tendencia es especialmente perceptible en las discusiones en las cuales lo que está en juego es la vida humana. Muchos bioeticistas no conceden una atención suficiente a la moral fundamental. Por una especie de proceso esquizofrénico muy difundido, ciertos hombres políticos supuestamente católicos afirman, por ejemplo: « Personalmente, yo estoy contra el aborto, pero como diputado, estoy en favor de su legalización ».
Ahora bien, ocurre lo mismo con la bioética como con el derecho. Cuando ella es de inspiración realista, la bioética tiene en cuenta el ser humano concreto y los diversos conocimientos adquiridos a su respecto. Ella considera que el hombre es una persona, abierta a la relación al otro, naturalmente sociable. La moral natural saca así partido de diferentes disciplinas científicas para recordar que ni el hombre ni la mujer pueden hacer cualquier cosa con su cuerpo, y que el cuerpo mismo asigna los límites a la libertad del hombre. Sí, este hombre de carne y hueso es verdaderamente amado por Dios, que revela la plenitud de su dignidad en la Encarnación de su Hijo. Cuando la Escritura condena la sodomía, ella recuerda, indudablemente, el designio de Dios sobre la sexualidad humana, pero ella tiene también en cuenta la observación de los hechos. La moral cristiana incorpora estas conclusiones de la experiencia, como ella incorpora las de la antropología filosófica. Estas conclusiones se benefician de la iluminación propia de la tradición cristiana pero no es raro que ellas sean anteriores al Evangelio. Alborada de la Nueva Alianza, como no pensar al martirio de San Juan Bautista, diciendo a Herodes que no tenía el derecho de quedarse con la mujer de su hermano[11].
Cuando es inspiración positivista, la bioética considera que el hombre es un individuo replegado sobre él mismo y atento primero a sus intereses, sus placeres, lo que le es útil. Esta bioética florece en los comités de ética; ella es un lugar virtual donde se enfrentan las opiniones más diversas, en la búsqueda apasionada de un improbable consenso. El objetivo de la discusión, no es conocer lo real puesto que es reputado incognoscible; es de discutir. Esto es una forma elegante de practicar la épochè, la suspensión de juicio. Se discute por discutir, como los sofistas antiguos y como los escépticos. Esta bioética puede eventualmente presentarse como cristiana, pero en su argumentario, ella subestima o deja entre paréntesis la cuestión filosófica de la realidad y de la dignidad del hombre, y de la relación existencial de éste al creador. Lo que cuenta, es el diálogo, o más bien la negociación. Se trata de decidir lo que es permitido o prohibido, pero se debe dejar abierta la puerta a otras decisiones ulteriores, más aún cuando todo moralista está habilitado a opinar sobre lo que él estima admisible o no. Regreso, pues, al relativismo y a la casuística. La moral es entonces vaciada de ella misma y cesa de ser una disciplina normativa. Ella se pronuncia sobre cálculos: de la utilidad, del placer o del riesgo que presenta tal comportamiento en tal situación.
Una autonomía total
La crisis profunda que atraviesa la moral cristiana se debe pues a un rechazo, a menudo inapelable, de la referencia al derecho natural y a los derechos del hombre que la razón puede descubrir. Ella se debe también al olvido frecuente, por ciertos cristianos, del arraigamiento de esta moral cristiana en una teología de la creación y de la encarnación. El relativismo, el escepticismo y el agnosticismo están gangrenando los fundamentos de la moral cristiana. Resulta que teólogos muy mediatizados se encuentran en una situación similar a la de los partidarios del positivismo jurídico. Para esos teólogos, no hay acto verdaderamente bueno, ni acto verdaderamente malo. No hay moral sino la moral de situación. A cada uno de decidir la intención fundamental que orientará su actuar.
Muchos bioeticistas cristianos ceden a esta mano que les es tendida por el positivismo jurídico en materia de derechos del hombre. Ellos consideran entonces que todo, en moral, puede ser discutido, contestado, deconstruido y reconstruido. De donde el apoyo dado por esos teólogos a los « nuevos derechos del hombre » inscriptos en la esfera de influencia positivista. Esta lectura casuística de la moral cristiana considera que los individuos son totalmente autónomos, que ellos deben « seguir su conciencia » en toda libertad. Ya no hay más norma moral; ya no hay más moral fundamental. El comportamiento moral es confiado al libre examen de la conciencia individual. Cae por su propio peso que ese rechazo, por cristianos, de los derechos naturales del hombre anima a los militantes de la cultura de la muerte.
¿Alimentar la confusión?
El magisterio y los arbitrajes
Pasajeros de la barca de Pedro son algunas veces profundamente influenciados por esta deriva. Una vez más, el caso de la bioética es revelador. Ciertas reuniones en las cuales participan autoridades eclesiásticas conocidas se volvieron parlatorios en donde se intenta llegar a un consenso. Es un poco lo que pasa a veces en reuniones ecuménicas donde conviene hacer concesiones, borrar las diferencias para llegar a cualquier precio a un denominador común. Los portavoces y otros órganos oficiosos pueden a continuación alimentar la confusión.
Un caso típico es provisto por las discusiones interminables sobre el preservativo. Por miedo, quizás, de ver la realidad de frente, datos perturbadores, hechos son sistemáticamente ocultados o denigrados y son reemplazados por enunciados que convienen a los que los proclaman. Se pide entonces socorro al magisterio supremo para proceder a arbitrajes, lo que lo expone a toda clase de presiones.
¿A dónde conduce esta evolución?
A vaciar al magisterio de para lo que fue instituido.
¿Cómo es eso?
Bajo la influencia de la deriva positivista, el magisterio no debería más exponer y profundizar la doctrina de la Iglesia, de la cual tiene el depósito y la guardia. Éste no debería más destacar su referencia a la verdad. Ya que se espera de él que sea de ahora en adelante, en la Iglesia, el garante del consenso, de las negociaciones y de los arbitrajes, el magisterio debería decir la « nueva moral ». ¿No se espera de él que sea el garante, no de una verdad, sino de enunciados éticos a avalar según la norma moral suprema: « Es necesaria una moral »? Esta « nueva moral » será enunciada por bioeticistas y sus reglas serán sometidas a la validación por el magisterio supremo.
Para alcanzar este fin, las declaraciones del magisterio son entonces achatadas, en el sentido que todas las declaraciones son del mismo nivel, banalizadas, y que todas pueden ser contestadas. Que se trate de declaraciones conciliares, de encíclicas, de exhortaciones sinodales, de una entrevista durante un viaje, de una formulación desafortunada en un discurso o en una selección de entrevistas: todos los textos tienen el mismo peso y ellos son todos reformables. Para colmo, las incoherencias entre las diversas traducciones, a veces chapuceadas, de textos pontificios, vienen a agregar una nota de júbilo al lío. ¡Esto es lo que incrementa los ingresos de editores y de sus beneficiarios! Del mismo modo, los que tienen una posición de fuerza suficiente para hacerlo intentan hacerse pasar por los intérpretes auténticos de las declaraciones magisteriales, e incluso divulgar « nuevas reglas » morales.
La autoridad del magisterio supremo corre el riesgo de encontrarse arruinada ya que no discierne más verdad a acoger o a transmitir. Con esta forma de proceder, se coloca al papa en una situación delicada con él mismo y con sus predecesores. Además, se argumenta, el papa mismo no duda en invitar a sus lectores a discutir sus posiciones.
Proteger al papa
Ahora bien, esto es lo que escribe Benedicto XVI en su espléndido Jesús de Nazaret[12] :
« Está claro que no necesito decir expresamente que este libro no es de ninguna manera un acto del magisterio, sino únicamente la expresión de mi búsqueda personal del « rostro del Señor » (cf. Ps 26 [27], 8). Por tanto cada uno es libre de contradecirme. Ruego simplemente a las lectoras y a los lectores que me den el crédito de la benevolencia sin el cual no hay comprensión posible. »
Merece ser subrayada la benevolencia del papa mismo que tiene la delicadeza de escribir que sus obras científicas, incluso firmadas durante su pontificado, no son actos del magisterio. Es precisamente el mensaje inverso que algunos de sus colaboradores querrían hacer pasar insinuando que es suficiente que una declaración proceda de la voluntad del papa para que ella tenga un peso magisterial. Es desde entonces elemental recordar que todo lo que dice o escribe el papa no llama al mismo nivel de adhesión. Ciertos documentos pontificios atribuidos al papa tienen necesidad de ser criticados para proteger al papa mismo, y al magisterio, contra eventuales iniciativas intempestivas de colaboradores que sobrepasan su mandato.
La Iglesia y la reingeniería social
Por este deslizamiento hacia una lectura positivista de la autoridad y de las declaraciones magisteriales, la Iglesia se encuentra objetivamente asociada al proyecto de reingeniería social del cual la ONU y la UE dieron señal. La Iglesia debe ser anexada, es decir incorporada al proyecto de gobernancia mundial cubierto por un derecho internacional positivista, este mismo aplicado por tribunales supranacionales.
A falta de ser así anexada por consentimiento, por intimidación o por traición (piénsese en Enrique VIII), la Iglesia debe ser destruida, no porque ella tiene una moral, sino porque ella tiene una moral que incomoda puesto que ella es profundamente realista. Ella tiene por fundamento la pasión, la muerte y la resurrección del Hijo de Dios, venido a la tierra para invitar a todos los hombres a hacerse hijos de Dios. He ahí el hecho mayor de la historia humana, y de este hecho, los apóstoles fueron los primeros en dar testimonio. Ellos en los cuales la fe había vacilado hasta la traición, ellos que no habían creído que Él había resucitado como testimoniaban las santas mujeres, ahí está que, movidos por el Espíritu Santo, ellos se ponen a proclamar que Él está vivo. Ahí está que ellos afrontan las potencias del mal para anunciar, hasta el martirio, esta buena nueva. Ésta es la roca sobre la cual está basada toda la historia de la Iglesia: los apóstoles vieron; reconocieron; oyeron, tocaron. Ésta es la verdad que el magisterio tiene para acoger y transmitir.
La Iglesia suscribe para ello a todos los esfuerzos realizados por tantas generaciones para proteger al hombre y sus derechos innatos. Ella reconoce y acoge la labor de generaciones de hombres políticos, de legisladores, de juristas de la madera de Cicerón, para proporcionar a las sociedades humanas una legislación que proteja y promueva estos derechos. Más fundamentalmente aún, la Iglesia invita a todos los hombres a volver a la realidad del hombre y levantarse con coraje contra la influencia de la cultura de la muerte.
Positivismo y cultura de la muerte
Para todos los juristas y para todos los moralistas, católicos o no, adherirse a una concepción positivista del derecho y de la moral, es restaurar una forma contemporánea de maniqueísmo. Según esta concepción, correspondería a una categoría de hombres, los iluminados, definir lo que, en el mundo, está bien o mal, y repercutir esta dicotomía en todo el tejido social gracias a las instituciones jurídicas. Ahora bien, a pesar del mal y el pecado, la Iglesia debe reunirse con la mirada de Dios sobre el hombre y sobre el mundo: el creador vio que lo que él había hecho era bueno[13]. La Iglesia debe invitar a todos los hombres a maravillarse delante la belleza del mundo, a elegir la vida, a redescubrir que este mundo fue creado para el hombre, y que el hombre es el gerente responsable de la primera revelación que es el mundo creado.
El drama del positivismo jurídico, es que debido a su agnosticismo, deja abierta grande la puerta por la cual puede meterse la cultura de la muerte. Una cultura de la muerte que comenzó por decretar la muerte de un Dios que se supone que se volvió envidioso de su criatura. Una cultura de la muerte que atribuye al hombre poder de endiosarse a él mismo y de darse derechos. ¡Pero por favor! Una cultura en nombre de la cual hombres decretaron la muerte del Hijo de Dios, del Inocente por excelencia y de los que son la imagen de Él. Una cultura de la muerte que, al decir de ciertos demógrafos, puede conducir a la extinción de la especie humana…
De lo que precede, resulta que la confrontación entre las concepciones realista y positivista de los derechos del hombre se volvió la cuestión crucial en el mundo hoy y en particular en el seno de las grandes organizaciones internacionales. Esta cuestión interpela especialmente a los representantes de la tradición positivista. Ahí se dice en efecto que « hace falta una ley », que « la ley debe ser respetada ». La justicia es pues puramente procedural: ella ratifica una decisión consensual al término de una discusión fair-play. Las leyes así concebidas no tienen ningún cimiento en una realidad reconocida. De donde la implantación de un nuevo derecho internacional positivista al servicio de una gobernancia mundial. ¿Pero cómo ignorar que con el crecimiento del positivismo jurídico, el « derecho » de dar la muerte se volvió el derecho supremo?
Lo que es completamente por igual perturbador, es que ese positivismo fue acogido por numerosos moralistas cristianos, en particular entre los que se presentan como bioeticistas. Como se lo puede observar en muchos comités ad hoc, bioeticistas, deseosos de llegar a una decisión consensual y listos a avalar a ésta, imitan a sus colegas juristas positivistas y decretan que más allá de la decisión consensual, no hay nada a tomar en cuenta. Todo lo que está más allá de la norma moral suprema – « Hace falta una norma moral » – pertenecería al mundo tenebroso de la metafísica. Muy lógicamente, ese rechazo de la metafísica y de la antropología, parte de la metafísica, se acompaña de un rechazo de toda moral fundamental que se interesaría, por ejemplo, a las relaciones entre la conciencia, la verdad, la libertad.
Finalmente, ni el positivismo jurídico, ni una cierta « moral cristiana » que algunas veces es un clon del mismo, pueden eludir la cuestión de saber quién habla, quién enuncia los enunciados jurídicos y morales, que, en última instancia, valida las normas particulares. Detrás de esos diversos enunciados, se esconden siempre hombres reales, partidos, grupos más o menos organizados, sociedades ocultas dispuestas a deconstruir el mundo y apresurados por reconstruirlo según las decisiones que emanen de su voluntad.
Sacudido del exterior por las fuerzas del mal y del interior por convulsiones de las cuales se finge negar la amplitud, la Iglesia, hoy como ayer, debe soplar sobre las brasas y reavivar la Palabra de amor y de fuego que el Señor le confió para abrazar al mundo. Si Pedro y Pablo viviesen hoy en día, ellos serían probablemente tachados de fundamentalismo. Sin embargo es de ellos, y de sus sucesores, que depende lo que será la Nueva Evangelización.
Monseñor Michel Schooyans es profesor emérito de la Universidad Católica de Lovaina, donde enseñó la filosofía política, las ideologías contemporáneas y la ética de las políticas demográficas. Enseñó también durante diez años en la Universidad Católica de San Pablo. Filósofo y teólogo, Michel Schooyans es miembro de la Academia Pontificia de las Ciencias Sociales, de la Academia Pontificia para la Vida y de la Academia Mexicana de Bioética. Es Consultor del Consejo Pontificio para la Familia.
Louvain-la-Neuve, julio 2011.
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[1] Cf. Maurice Merleau-Ponty, Sens et non-sens, Paris, Gallimard, 1948 ; reedición 2001. Ver pp. 54 s.
[2] Cf. Aimé Forest, Du consentement à l’être, Paris, Aubier, 1936.
[3] La obra más célebre de Hans Kelsen es su Théorie pure du droit [1962], Paris, LGDJ, 1999. Sobre Kelsen, ver nuestro estudio, La face cachée de l’ONU, Paris, Le Sarment, 2000 ; ver pp. 133-172.
[4] Ver la obra de René Girard, en particular Des choses cachées depuis la fondation du monde, Paris, Bernard Grasset, 1978.
[5] Étienne de la Boétie, Le discours de la servitude volontaire, Paris, Payot, 1976.
[6] La ética de la responsabilidad tal como la expone Max Weber refuerza más aún esta lectura positivista de los derechos del hombre. Ver Max Weber, Le Savant et le Politique, Paris, Le Monde en 10/18, 1959 ; cf. pp. 172-175.
[7] Ver a este respecto John Rawls, A Theory of Justice, Oxford University Press, 1972 ; diversas reediciones.
[8] Ver Rémi Brague, Les ancres dans le ciel. L’infrastructure métaphysique, Paris, Éd. du Seuil, 2011.
[9] Para una discusión sobre el « constructivismo », ver en particular la obra de Ian Hacking, Entre science et réalité : La construction sociale de quoi ?, Paris, Éd. de la Découverte, 2001.
[10] Hans Kelsen, Das Naturrecht in der politischen Theorie, Vienne, 1963, p. 148 ; se trata de una exposición en el Congreso del Centre international des recherches concernant les problèmes fondamentaux de la science. Tomamos este texto tal como es citado por Julien Freund, L’essence du politique, Paris, Éd. Sirey, 1965, pp. 723 s. Ciertos pasajes de la Théorie pure preparan, por decirlo así, esta afirmación. Ver también supra, en la nota 3.
[11] Mt 14, 4.
[12] Ver Joseph Ratzinger - Benoît XVI, Jésus de Nazareth, Paris, Éd. Flammarion, 2007; p. 19.
[13] Gn 1, 10. 12. 18. 21. 25 ; cf. 2, 18.