En el mundo occidental la exigencia de desapalancar (deleveraging) la deuda producida en treinta años por familias, empresas, instituciones financieras y Estados está provocando ese fenómeno que, para simplificar, se define recesión, esto es, crecimiento negativo del producto interior bruto. El PIB se contrae porque las familias reducen los consumos, las empresas producen menos, las bancas limitan las intermediaciones, los Estados procuran endeudarse menos. Los capitales disponibles son escasos y más costosos, el crédito es inferior y, subjetivamente, más costoso a causa de las diferencias entre “spread”. La superación de la recesión no será fácil ni realizable a corto plazo.
Austeridad es la expresión que mejor caracteriza esta fase económica del mundo occidental. Pero no hay que descuidar la tentación de transferirla a otros países.
Europa y los Estados Unidos, después de décadas de deslocalización productiva, ahora deben reindustrializarse para sostener la ocupación interna y volver a encontrar una nueva competitividad. Pero, sin mucho capital para las inversiones, se intentará la vía de las reformas a fin de crear mayor productividad y obtener menores despilfarros. Se buscará, en lo posible, reducir la importación de productos y reimportar las producciones. Escenarios distintos de estos permiten prever tensiones sociales difícilmente manejables. Tampoco hay que excluir que se llegue a la devaluación de las monedas y a la protección de sectores económicos considerados estratégicos.
El deseo de no sufrir o de limitar el impacto de la recesión se podrá, por lo tanto, concretar en una transferencia de los problemas a los países emergentes, o sea, a esos mismos países adonde se desplazaron las producciones en el pasado reciente. Con fatiga, en cambio, para poner en marcha el verdadero motor de la recuperación económica occidental: promover al formación de las familias.
El impacto de estas estrategias en los países emergentes podría ser grave porque sus economías, aún frágiles, verían bruscamente reducidas las exportaciones, con la consiguiente disminución de los capitales de entrada. Estas naciones también experimentarán la contracción del PIB y tendrán que procurar que crezca la demanda interna. Pero esta elección podrá producir algunos efectos como el uso de capitales para incrementar las inversiones internas y el crecimiento del poder adquisitivo local, que, en definitiva, significa también un mayor coste del trabajo. Se trata de un proceso que, una vez activado, conducirá al aumento de los precios de los productos exportados y, por lo tanto, a una competitividad más escasa.
En occidente, gracias a las tecnologías, las producciones que necesitan una mano de obra menos costosa encontrarán nueva competitividad y esto requerirá a los países emergentes la especialización en producciones más costosas —no compensable por las tecnologías— que, en cambio, serán cada vez más objeto de competición entre esas mismas naciones, con repercusiones negativas sobre las menos dotadas. Los países emergentes más ricos y tecnológicamente avanzados podrán intentar la penetración en occidente, adquiriendo empresas y produciendo localmente. Pero será indispensable que acepen reglas para ellos completamente nuevas.
Se configuran riesgos de impacto que habrá que manejar estratégicamente para no debilitar a las franjas más vulnerables de la población y a los países más pobres, que precisamente estaban entrando en el ciclo del bienestar, aunque con capacidades limitadas de competición.
Así pues, además de las estrategias occidentales de reindustrialización, es el mundo entero el que debe aliarse para salir juntos de la crisis y consentir que el reequilibrio de la distribución de la riqueza —iniciado con la globalización— pueda llevarse a cabo sin egoísmos, con solidaridad y justicia. El mundo global no puede soportar nuevas deslocalizaciones. Sobre todo de la crisis y de la pobreza.