En los últimos meses llegan del Vaticano
noticias que parecen novelerías urdidas por un discípulo aventajado de
Dan Brown: la filtración de documentos confidenciales que desvelan
tramas non sanctas, la destitución del presidente de la banca vaticana,
la detención del mayordomo del Papa, sospechoso de remejer en los
propios aposentos papales... Inevitablemente, uno recuerda aquella
célebre y terrible frase de Pablo VI, pronunciada el 30 de junio de
1972: «Por alguna rendija se ha introducido el humo de Satanás en el
templo de Dios». Que ese humo se haya colado hasta en los Palacios
Apostólicos resulta, en verdad, estremecedor, un motivo de escándalo que
regocija a los enemigos de la Iglesia y que a los católicos conscientes
nos acongoja; pues no en vano somos miembros de un mismo cuerpo cuya
cabeza visible está sufriendo continuas asechanzas. Aquí vendría al pelo
aquella invocación a San Miguel Arcángel que León XIII introdujo hace
más de un siglo al final de la misa, después de padecer una visión
horrible en la que las huestes infernales se concentraban sobre la
ciudad de Roma; oración que, misteriosamente, fue suprimida de la
liturgia, para hacer sitio a los buenrrollismos y delicuescencias
postconciliares.
En las visiones del Apocalipsis se nos habla de dos mujeres: la mujer parturienta, vestida con el sol de la fe; y la gran ramera con la que han fornicado los reyes de la tierra. Ambas representan la religión en sus dos extremos: la religión fiel, que sirve a la Iglesia, y la religión corrompida, que se sirve de ella, entremezcladas como el trigo y la cizaña. «Fornicar con los reyes de la tierra», en el lenguaje bíblico, significa codiciar los bienes transitorios, camandulear, entablar alianzas con el poder terreno, amalgamar el Reino de Dios y el mundo. Cuando San Juan contempla a la gran ramera, que lleva grabada en la frente la palabra Misterio, confiesa su asombro; y es que, en efecto, hasta al hombre que le habían sido revelados los arcanos más ocultos le espantaba este enigma de la religión adulterada. También nos asombra y espanta a nosotros; pero sabemos que este misterio forma parte de la Iglesia, santa y meretriz a un tiempo: y ambas, la santa y la meretriz, conviven en lazo inextricable hasta el momento de la siega, en el que por fin serán separadas. Cuándo se produzca esa separación o juicio definitivo no lo sabemos; sí sabemos, en cambio, que ese juicio vendrá precedido por una gran tribulación, «la mayor desde el diluvio», producida por la peor de las corrupciones, que es la corrupción de lo óptimo. Pero aun en los momentos más duros de la gran tribulación, hasta cuando el misterio de iniquidad se haya introducido en el templo, perseverarán unos pocos fieles, con su cabeza visible al frente, sobre los que caerá la más furiosa de las persecuciones. Y, aun en medio de esta persecución feroz, «Dios mantendrá sus promesas acerca de la infalibilidad de la doctrina en el Magisterio Supremo; aun cuando todo parezca anochecido, brillará esa luz», escribe Leonardo Castellani.
Nadie padece tanto por causa de esta religión adulterada como el Papa, a quien vemos rodeado de camanduleros y corruptos. Lo estamos viendo en estos días, bulliciosos de intrigas vaticanas; lo estamos viendo, en realidad, desde que comenzara este pontificado, hostigado por escándalos que tienen su fuente en el interior de la propia Iglesia. En esta hora difícil, en la que el humo del que hablara Pablo VI parece anochecerlo todo, la naturaleza martirial de la Iglesia fiel, con Benedicto XVI al frente, brilla más que nunca. Que San Miguel Arcángel lo defienda en la lucha.
www.juanmanueldeprada.com
En las visiones del Apocalipsis se nos habla de dos mujeres: la mujer parturienta, vestida con el sol de la fe; y la gran ramera con la que han fornicado los reyes de la tierra. Ambas representan la religión en sus dos extremos: la religión fiel, que sirve a la Iglesia, y la religión corrompida, que se sirve de ella, entremezcladas como el trigo y la cizaña. «Fornicar con los reyes de la tierra», en el lenguaje bíblico, significa codiciar los bienes transitorios, camandulear, entablar alianzas con el poder terreno, amalgamar el Reino de Dios y el mundo. Cuando San Juan contempla a la gran ramera, que lleva grabada en la frente la palabra Misterio, confiesa su asombro; y es que, en efecto, hasta al hombre que le habían sido revelados los arcanos más ocultos le espantaba este enigma de la religión adulterada. También nos asombra y espanta a nosotros; pero sabemos que este misterio forma parte de la Iglesia, santa y meretriz a un tiempo: y ambas, la santa y la meretriz, conviven en lazo inextricable hasta el momento de la siega, en el que por fin serán separadas. Cuándo se produzca esa separación o juicio definitivo no lo sabemos; sí sabemos, en cambio, que ese juicio vendrá precedido por una gran tribulación, «la mayor desde el diluvio», producida por la peor de las corrupciones, que es la corrupción de lo óptimo. Pero aun en los momentos más duros de la gran tribulación, hasta cuando el misterio de iniquidad se haya introducido en el templo, perseverarán unos pocos fieles, con su cabeza visible al frente, sobre los que caerá la más furiosa de las persecuciones. Y, aun en medio de esta persecución feroz, «Dios mantendrá sus promesas acerca de la infalibilidad de la doctrina en el Magisterio Supremo; aun cuando todo parezca anochecido, brillará esa luz», escribe Leonardo Castellani.
Nadie padece tanto por causa de esta religión adulterada como el Papa, a quien vemos rodeado de camanduleros y corruptos. Lo estamos viendo en estos días, bulliciosos de intrigas vaticanas; lo estamos viendo, en realidad, desde que comenzara este pontificado, hostigado por escándalos que tienen su fuente en el interior de la propia Iglesia. En esta hora difícil, en la que el humo del que hablara Pablo VI parece anochecerlo todo, la naturaleza martirial de la Iglesia fiel, con Benedicto XVI al frente, brilla más que nunca. Que San Miguel Arcángel lo defienda en la lucha.
www.juanmanueldeprada.com