VATICANO, 28 Nov. 12 / 10:50 am (ACI).- Queridos hermanos y hermanas:
La
pregunta principal que nos planteamos hoy es ¿cómo hablar de Dios en
nuestro tiempo? ¿Cómo comunicar el Evangelio, para abrir caminos a su
verdad salvífica en los corazones de nuestros contemporáneos, a menudo
cerrados, y en sus mentes, a veces distraídas por tantos destellos de la
sociedad?
El mismo Jesús, nos dicen los evangelistas, al
anunciar el Reino de Dios se preguntó acerca de esto: "¿Con qué
podríamos comparar el Reino de Dios? ¿Qué parábola nos servirá para
representarlo?" (Mc 4, 30). Cómo hablar de Dios hoy. La primera
respuesta es que nosotros podemos hablar de Dios porque Dios ha hablado
con nosotros. La primera condición del hablar de Dios es, por lo tanto,
la escucha de lo que ha dicho el mismo Dios. Ha hablado con nosotros.
Dios no es una hipótesis lejana del mundo por su origen, Dios se
preocupa por nosotros, Dios nos ama, Dios ha entrado personalmente en la
realidad de nuestra historia, se ha ‘auto-comunicado’ hasta encarnarse.
Por lo tanto, Dios es una realidad de nuestra vida,
Dios es tan grande que tiene tiempo también para nosotros, que puede
ocuparse de nosotros y se ocupa de nosotros. En Jesús de Nazaret,
encontramos el rostro de Dios, que ha bajado de su Cielo,
para sumergirse en el mundo de los hombres y en nuestro mundo y enseñar
el "arte de vivir", el camino hacia la felicidad; para liberarnos del
pecado y hacernos plenamente hijos de Dios (cfr. Ef 1, 5, Rom 8, 14).
Jesús vino para salvarnos y mostrarnos la vida buena del Evangelio.
Hablar
de Dios significa, ante todo tener claro lo que debemos brindar a los
hombres y mujeres de nuestro tiempo. No un Dios abstracto, no una
hipótesis, sino un Dios concreto, un Dios que existe, que ha entrado en
la historia y está presente en la historia, el Dios de Jesucristo como
respuesta a la pregunta fundamental del por qué y cómo vivir.
Por
lo tanto, hablar de Dios requiere una familiaridad con Jesús y su
Evangelio, presupone un conocimiento nuestro personal y real de Dios y
una gran pasión por su proyecto de salvación, sin ceder a la tentación
del éxito, sino siguiendo el método de Dios mismo. El método de Dios es
el de la humildad, Dios se hace uno de nosotros, es el método cumplido
en la Encarnación, en la humilde casa de Nazaret y en la gruta de Belén,
la parábola del grano de mostaza. Se requiere no temer la humildad de
los pequeños pasos y confiar en la levadura, que penetra en la masa y la
hace crecer lentamente (cfr. Mt 13, 33).
Al hablar de Dios, en
la obra de la evangelización, bajo la guía del Espíritu Santo, es
necesario recuperar la simplicidad, un retorno a lo esencial del
anuncio: la Buena Nueva de un Dios que es real, concreto, de un Dios que
se preocupa por nosotros, de un Dios-Amor que se acerca a nosotros en
Jesucristo hasta la Cruz y que, en la Resurrección
nos dona la esperanza y nos abre a una vida que no tiene fin, la vida
eterna. Ese comunicador excepcional que fue el apóstol Pablo nos ofrece
una lección que va directo al corazón de la fe, sobre cómo hablar de
Dios con gran sencillez. Hemos escuchado hace poco que en la primera
carta a los Corintios escribe: "Por mi parte, hermanos, cuando los
visité para anunciarles el misterio de Dios, no llegué con el prestigio
de la elocuencia o de la sabiduría. Al contrario, no quise saber nada,
fuera de Jesucristo, y Jesucristo crucificado" (2, 1-2).
Por lo
tanto, la primera realidad es que no habla de una filosofía que él ha
desarrollado, no habla de ideas que ha encontrado o que ha inventado,
habla de una realidad de su vida, habla del Dios que ha entrado en su
vida, habla de un Dios real, que vive, que ha hablado con él, que
hablará con él del Cristo resucitado, crucificado y resucitado.
La
segunda realidad es que habla, no se busca a sí mismo, no quiere
crearse un grupo de admiradores, no quiere entrar en la historia como
líder de una escuela de grandes conocimientos, no se busca a sí mismo,
no quiere tener un grupo de admiradores suyos, Pablo anuncia a Cristo y
quiere ganar personas para el Dios verdadero y real. Pablo habla con el
único anhelo de predicar lo que ha entrado en su vida y que es la
verdadera vida, que lo ha conquistado en el camino a Damasco.
Hablar
de Dios quiere decir dar espacio a Aquél que nos lo hace conocer, que
nos revela su rostro de amor; significa expropiar nuestro propio yo,
ofreciéndolo a Cristo, conscientes de que no somos nosotros los que
podemos ganar a los otros para Dios, sino que debemos esperarlos de
parte del mismo Dios, invocárselos a Él. El hablar de Dios nace por lo
tanto de la escucha, de nuestro conocimiento de Dios que se realiza en
la familiaridad con Dios, en la vida de oración y según los mandamientos.
Comunicar
la fe, para San Pablo no quiere decir traer a sí mismo, sino decir
abiertamente y públicamente lo que ha visto y oído en el encuentro con
Cristo, lo que él ha experimentado en su vida ya transformada por aquel
encuentro: es llevar a Jesús, que siente en sí mismo y se ha convertido
en el verdadero sentido de su vida, para que quede claro a todos que Él
es necesario para el mundo y decisivo para la libertad de cada hombre.
El
Apóstol no se contenta con proclamar las palabras, sino que implica la
totalidad de su vida en la gran obra de la fe. Para hablar de Dios,
tenemos que dejarle espacio en la esperanza de que es Él quien actúa en
nuestra debilidad: dejar espacio sin miedo, con sencillez y alegría, en
la profunda convicción de que cuanto más lo pongamos en medio, y no a
nosotros, más nuestra comunicación será fructífera. Y esto también vale
para las comunidades cristianas: ellas están llamados a mostrar la
acción transformadora de la gracia de Dios, superando individualismos,
cerrazones, egoísmos, indiferencia y viviendo en sus relaciones
cotidianas el amor de Dios. ¿Son realmente así nuestras comunidades?
Tenemos que ponernos en acción para ser cada vez más anunciadores de
Cristo y no de nosotros mismos.
En este punto debemos preguntarnos
cómo comunicaba Jesús. Jesús en su unicidad habla de su padre –Abba– y
del Reino de Dios, con los ojos llenos de compasión por los sufrimientos
y las dificultades de la existencia humana. Habla con gran realismo y,
yo diría de manera esencial. El anuncio de Jesús nos muestra que en el
mundo y en la creación aparece el rostro de Dios y nos muestra cómo en
las historias cotidianas de nuestra vida Dios está presente, como en las
parábolas de la naturaleza, del grano de mostaza, en la parábola del
hijo pródigo, Lázaro y en todas las parábolas de Jesús.
En los
Evangelios vemos como Jesús está interesado por todas las situaciones
humanas que encuentra, se sumerge en la realidad de los hombres y
mujeres de su tiempo, con una plena confianza en la ayuda del Padre. Y
en verdad, en estas historias, de manera oculta, Dios está presente y si
estamos atentos lo podemos descubrir. Los discípulos, que viven con
Jesús, las multitudes que se reúnen, ven sus reacciones a los problemas
más disparatados, ven cómo habla, cómo se comporta; ven en Él la acción
del Espíritu Santo, la acción de Dios.
En Él anuncio y vida están
entrelazados: Jesús actúa y enseña, siempre a partir de una relación
íntima con Dios Padre. Este estilo se convierte en una indicación
fundamental para nosotros los cristianos: nuestra forma de vivir en la
fe y en la caridad se convierte en un hablar de Dios en el hoy, ya que
muestra, con una existencia vivida en Cristo, la credibilidad y el
realismo de lo que decimos con las palabras, porque no son solo
palabras, sino que muestran la realidad, la verdadera realidad.
Y
en esto hay que tener cuidado para saber leer los signos de los tiempos
de nuestra época, es decir, identificar el potencial, los deseos, los
obstáculos que se encuentran en la cultura contemporánea, en particular
el deseo de autenticidad, el anhelo de trascendencia, la sensibilidad
para salvaguardar la creación, y comunicar sin miedo la respuesta que
ofrece la fe en Dios. El Año de la Fe es una oportunidad para descubrir,
con la imaginación animada por el Espíritu Santo, nuevos caminos a
nivel personal y comunitario, a fin de que en todas partes la fuerza el
Evangelio sea la sabiduría de la vida y la orientación existencial.
También en nuestro tiempo, un lugar especial para hablar de Dios es la familia, la primera escuela para comunicar la fe a las nuevas generaciones. El Concilio Vaticano II
habla de los padres como los primeros mensajeros de Dios (cf.
Constitución dogmática Lumen gentium, 11;.. Decr Apostolicam
actuositatem, 11), llamados a redescubrir su misión, asumiéndose la
responsabilidad en la educación, en abrir la conciencia de los pequeños
al amor de Dios como un servicio esencial para sus vidas, siendo los
primeros catequistas y maestros de la fe para sus hijos.
Y en
esta tarea es importante ante todo la vigilancia, que significa saber
aprovechar las oportunidades favorables para introducir en la familia el
discurso de la fe y para hacer madurar una reflexión crítica respecto a
las muchas influencias a las que están sometidos los hijos. Esta
atención de los padres es también sensibilidad en el reconocimiento de
las posibles preguntas religiosas que se hacen mentalmente los niños,
a veces, evidentes a veces ocultas. Después está la alegría: la
comunicación de la fe siempre debe tener un tono de alegría. Es la
alegría de la Pascua,
que no calla u oculta la realidad del dolor, del sufrimiento, la
fatiga, las dificultades, la incomprensión y la muerte misma, sino que
puede ofrecer criterios para la interpretación de todo, desde la
perspectiva de la esperanza cristiana.
La vida buena del Evangelio
es esta nueva mirada, esta capacidad de ver con los mismos ojos de Dios
cada situación. Es importante ayudar a todos los miembros de la familia
a comprender que la fe no es una carga, sino una fuente de alegría
profunda, es percibir la acción de Dios, reconocer la presencia del
bien, que no hace ruido, y proporciona valiosas orientaciones para vivir
bien la propia existencia.
Por último, la capacidad de escucha y
de dialogo: la familia debe ser un ámbito donde se aprende a estar
juntos, para conciliar los conflictos en el diálogo mutuo, que está
hecho de escucha y de palabra, de entenderse y amarse, para ser signo,
el uno para el otro, del amor misericordioso de Dios.
Hablar de
Dios, por lo tanto, significa comprender con la palabra y con la vida
que Dios no es un competidor de nuestra existencia, sino que es el
verdadero garante, el garante de la grandeza de la persona humana.
Así
volvemos al principio: hablar de Dios es comunicar, con fuerza y sencillez, con la palabra y la vida, lo que es esencial: el Dios de
Jesucristo, el Dios que nos ha mostrado un amor tan grande, de
encarnarse, morir y resucitar por nosotros; ese Dios que nos invita a
seguirlo y dejarnos transformar por su amor inmenso para renovar nuestra
vida y nuestras relaciones; el Dios que nos ha dado a la Iglesia, para caminar juntos y, a través de la Palabra y los Sacramentos, renovar la entera Ciudad de los hombres, para que pueda llegar a ser la Ciudad de Dios.