Índice
1.
Breve referencia histórica. 1.1. Evolución histórica del sentido del
término. 1.2. Historia de la práctica eutanásica. 2. Delimitación del
concepto de eutanasia. 3. Eutanasia activa y pasiva: el debate bioético
sobre la distinción matar/dejar morir. 4. La valoración moral de la
eutanasia. 5. La eutanasia y la medicina. 5.1. ¿Qué significado médico
tiene la petición eutanásica y cómo afrontarla? 5.2. ¿Qué supone para la
relación médico-paciente la posibilidad de la eutanasia? 6. Argumentos
ético-políticos a favor y en contra de la eutanasia. 7. Bibliografía
1. Breve referencia histórica
1.1. Evolución histórica del sentido del término
La palabra eutanasia procede del griego (eu-thanatos) y
significa literalmente “buena muerte”. Este término, u otros derivados,
fue muy poco utilizado por autores clásicos griegos; y algo más, pero
siempre de modo muy limitado, entre los latinos (ejemplos de este uso
pueden encontrarse en Crisipo, De Sapiente et insipiente, 601, 28; G. Flavio, Antiquitates Judaicae,
libro VI, 3.3; libro IX, 75.5). Su sentido era generalmente el de
muerte como coronamiento de una vida lograda, o como un final de la vida
lleno de honores. En los siglos sucesivos no se encuentran referencias
escritas de la palabra, que reaparece —al decir de muchos—, con un
significado análogo, en la obra de Francis Bacon De dignitate et augmentis scientiarum
(1605), donde se refiere a la “euthanasia exterior” para indicar
aquellas intervenciones médicas que hacen más llevadera la muerte. Hay
que esperar hasta la segunda mitad del siglo XIX para llegar a lo que
podríamos denominar el cambio semántico radical. Éste se produce con
algunos autores que comienzan a utilizar este término con un sentido muy
parecido al que es frecuente hoy en día. Entre ellos destaca Samuel D.
Williams, un profesor de escuela, que publicó un artículo en la revista
del Birmingham Speculative Club. En su escrito, titulado Euthanasia,
proponía abiertamente el uso de la morfina no sólo para mitigar los
dolores de los moribundos, sino para anticiparles intencionalmente la
muerte. El artículo de Williams tuvo una cierta difusión y fue publicado
posteriormente en varias revistas. Tanto sus ideas como la asociación
entre la palabra eutanasia y su significado de anticipación voluntaria
de la muerte se fue difundiendo en las décadas sucesivas. A principios
del siglo XX, en el ámbito de movimientos eugenésicos, el término
eutanasia adquiere un nuevo significado: la eliminación de personas con
taras físicas o psíquicas; y pierde la connotación de voluntariedad (por
parte del sujeto pasivo) que tenía en la propuesta de Williams. En
estos años, y sobre todo con los horrores de la época nazi, se vulgariza
el uso de la palabra eutanasia. Tras el escándalo producido durante los
juicios de Nuremberg por la publicación del uso que se había hecho de
la eutanasia en los años anteriores, se tendió a evitar el término, que
quedará marcado con una connotación muy negativa. En todo caso, pocas
décadas después se reproponen las ideas de Williams, procurando
purificar el término de toda referencia al carácter involuntario de la
eliminación de enfermos o discapacitados sin su consentimiento. De este
brevísimo recorrido podemos identificar cuatro filones semánticos del
término:
a) acepción muy general que se
refiere a aquellas condiciones que rodean el momento de la muerte, que
permiten de calificarla como una “buena muerte”. Es el sentido original o
clásico;
b) actuación (médica) dirigida a
eliminar aquellas condiciones que pudieran impedir una muerte serena. Se
trata del sentido en el que lo utiliza Bacon, pero que no ha tenido un
gran seguimiento;
c) acción que provoca
intencionalmente la muerte de un paciente (que autónomamente la pide),
como medio de evitar el dolor y otras molestias al final de la vida. Se
podría denominar como sentido moderno;
d) eliminación de enfermos
terminales o discapacitados como medio (sociopolítico) para conseguir
una sociedad más sana y/o ahorrar en gastos sanitarios. Se trata del
sentido utilizado en la historia reciente (época nazi), y se podría
describir como eutanasia eugenésica.
1.2. Historia de la práctica eutanásica
Es importante no confundir el uso
del término eutanasia y su diverso significado a lo largo de los siglos,
con lo que se podría llamar la “historia de la eutanasia”, o más
propiamente la historia de la anticipación de la muerte para evitar el
sufrimiento, a la que dedicamos a continuación algunas líneas. Esta
historia está todavía por escribir a nivel académico. Aunque tenemos ya
algunos trabajos que nos dan ciertas pistas sobre el modo en el que este
fenómeno se ha dado a lo largo de los siglos, tienen el defecto de
centrarse en los extremos de la historia, dejando sin explorar apenas un
espacio de muchas centurias, entre la antigüedad greco-romana y los
movimientos pro-eutanasia del siglo XIX. Todas estas narraciones
comienzan con la época clásica griega, y con frecuencia hacen
generalizaciones poco acordes con la complejidad histórica del problema.
Se puede afirmar que en esa época no existe eutanasia como tal (en el
sentido moderno del término), sino suicidio que, en ocasiones, podía
contar con la colaboración de otras personas (entre las que cabría
enumerar al médico), que proporcionaban el veneno para acabar con la
vida. Es preciso tener en cuenta el contexto médico-sanitario en el que
nos encontramos para no hacer extrapolaciones demasiado arriesgadas: la
mayoría de las situaciones en las que actualmente puede verificarse el
fenómeno de la petición de eutanasia simplemente no se daban. Entre los
filósofos griegos y latinos no existe uniformidad de pensamiento en
materia de suicidio. Los epicúreos tenían una consideración bastante
positiva cuando los placeres de la vida parecían haber acabado, mientras
que el estoicismo le mostraba una notable tolerancia, justificándolo en
algunos casos: como exigencia ética para defensa de la patria o de los
amigos, para escapar del tirano o evitar acciones injustas, en caso de
grandes sufrimientos o enfermedades incurables, en situaciones de
demencia, o para evitar la extrema pobreza. Sin embargo, los mismos
estoicos consideraban el suicidio como un acto ilícito en los casos en
que se actuara por debilidad, por razones meramente humorales o por
cansancio de la vida. En Platón encontramos una posición matizada, que
se entiende mejor en su contexto de la organización de la polis, donde
sería inútil desperdiciar recursos a favor de los débiles y enfermos. De
todos modos, en el Fedón hace una condena bastante neta del suicidio, que posteriormente en el libro de las Leyes
suaviza, admitiendo algunas excepciones. Más nítida es la condena que
Aristóteles hace de cualquier forma de suicidio, en cuanto se trata de
un acto contra la razón, y por tanto, contra el propio individuo y la
sociedad. Además, supone generalmente un acto de cobardía y falta de
coraje.
En este contexto es importante
recordar la condena de asistencia al suicidio que hace el Juramento de
Hipócrates (alrededor del siglo IV aC). Dejando de lado la debatida
cuestión de su autoría, que tiene sólo relativa importancia en relación
con su autoridad moral, es interesante reseñar cómo en una época en la
que no pocos filósofos justificaban el suicido, al menos en algunas
circunstancias, el texto médico señala taxativamente a los galenos: “a
nadie, aunque me lo pidiera, daré un veneno ni a nadie le sugeriré que
lo tome”. Se trata de una indicación que, sin entrar en el mérito de la
posible justificación o condena del suicidio, impone a los médicos el no
mezclarse en ese tipo de prácticas, por ser opuestas a lo que es la
naturaleza de su profesión. No está de más recordar que es con la
escuela hipocrática con la que comienza realmente la medicina
científica, que logra separar el médico del hechicero, el que salva la
vida del que acaba con ella. El Juramento Hipocrático en general, y
concretamente esta indicación, ha tenido una gran influencia en el ethos
médico posterior, y ha configurado por muchos siglos la práctica médica
occidental. Solo a partir del siglo XX, se ha comenzado a criticar y
matizar sus netas indicaciones.
Sin duda alguna en la
consideración del suicidio y de su valoración moral ha tenido gran
influencia el papel de las religiones, y en modo particular las tres
grandes religiones monoteístas, que lo consideran un acto gravemente
inmoral. Sin embargo esto no disminuye el papel que la propia ética
médica ha jugado en la consideración de la ayuda al suicidio por parte
de los médicos. Durante muchos siglos los facultativos han contado con
pocas posibilidades terapéuticas para contrarrestar el dolor de sus
pacientes (que era la causa mayor de sufrimiento de los enfermos), y que
podía llevarles en casos extremos a pedir la muerte. En la mayoría de
las situaciones se trataba de patologías agudas, pues las enfermedades
crónicas severas no eran tan significativas como lo son hoy en día.
Puede pensarse, por ejemplo, en el doctor de los campos de batalla, que
tenía muy poco que ofrecer a los moribundos que encontraba con heridas
de todo tipo, primero de arma blanca y posteriormente de arma de fuego.
Aunque seguramente habrá habido casos en los que el médico haya ayudado a
morir a algunos de estos pacientes, en muchos otros casos la máxima
hipocrática ha llevado a los doctores a acompañar del mejor modo posible
a esos pacientes hasta el último momento. Y en todo caso, esas
situaciones dramáticas no condujeron a cuestionar teóricamente la
deontología profesional. Solamente a finales del siglo XIX y comienzos
del XX, por influencia de algunas ideas cuyas raíces proceden del ámbito
filosófico, se comienza a plantear la posibilidad de que el médico no
sólo ayude al paciente a morir, sino que incluso acabe con su vida.
2. Delimitación del concepto de eutanasia
Sin perder de vista la gran
diversidad conceptual que históricamente ha tenido el término eutanasia,
se hace necesaria una especificación de su contenido que permita
entablar discusiones con sentido, tanto desde un punto de vista moral,
como desde la perspectiva jurídica. Para la construcción de la
definición es necesario hacer algunas elecciones sobre cuáles son los
elementos principales, aquellos que se consideran imprescindibles; y
cuáles son secundarios, cuya presencia no sería determinante para
calificar una acción como eutanasia, aunque habitualmente vayan
asociados. Los elementos imprescindibles son: a) se trata siempre de una
actuación que se propone provocar la muerte; b) se realiza con el fin
de eliminar algún tipo de sufrimiento en la persona que muere. Entre los
elementos secundarios se pueden enumerar: el consentimiento del
paciente, su situación patológica grave (con mayor o menor grado de
sufrimiento, de tipo físico o psicológico), el carácter indoloro de la
muerte que se provoca (elemento que queda implícito en la mayoría de las
definiciones de eutanasia), el contexto sanitario en el que se realiza
la acción, al menos en relación a los medios empleados...
Teniendo en cuenta la distinción
anterior, podemos afirmar que no constituyen eutanasia todas aquellas
acciones que pueden provocar la muerte sin buscarlo (directamente):
como, por ejemplo, una intervención quirúrgica que tiene un éxito
negativo, o el uso de un fármaco con finalidad analgésica que causa la
muerte del paciente. Tampoco habrá que considerar eutanasia todas
aquellas acciones que aun buscando la muerte de un paciente, no tienen
como finalidad la eliminación de su sufrimiento; o sea, aquellas
acciones que se realizan con otras intenciones, como pueden ser el
mejoramiento de la raza, la resolución de problemas de distribución de
recursos sanitarios (desde el ahorro del gasto público hasta la
liberación de una cama de hospital), intereses de los familiares o de
otras personas, etc. Es claro que con esta definición restringida de
eutanasia quedan fuera, por ejemplo, muchos de los crímenes cometidos
por el sistema sanitario nazi. En cambio, se incluyen aquellas acciones
que provocan la muerte de un paciente sin su consentimiento para
evitarle sufrimientos, o de esas otras que la causan sin que exista
alguna patología particularmente grave.
En el ámbito bioético se suele
distinguir entre eutanasia y suicidio asistido, indicando con la primera
que la acción letal la realiza una persona distinta del enfermo,
mientras que en el segundo caso es el mismo paciente el que la pone por
obra (bebiendo algún tipo de sustancia, o accionando algún sistema que
permite el acceso a su cuerpo de dicho producto), con la ayuda y
asistencia de otras personas.
3. Eutanasia activa y pasiva: el debate bioético sobre la distinción matar / dejar morir
Una de las mayores confusiones que
se encuentra en las presentaciones sobre la eutanasia hace referencia a
los adjetivos “activa” y “pasiva”. En el periodo del nacimiento de la
bioética, sobre todo alrededor de los años 60 y 70 del siglo XX, se
consideraba eutanasia pasiva a cualquier abstención o retirada de un
medio terapéutico de la que se siguiera la muerte del paciente. En estos
casos, al preguntarse por la moralidad de la acción, la respuesta era
diferenciada —como no podía ser de otro modo— según las circunstancias
concretas: algunas retiradas se consideraban lícitas, mientras que otras
tenían una valoración negativa. Este modo de razonar, condicionado por
una deficiente consideración de la teoría de la acción moral (propia
sobre todo de la ética utilitarista), llevaba a la conclusión de que
existían casos de “eutanasia pasiva” (y por tanto de eutanasia) que
habían de considerarse lícitos, lo que no ayudaba, y no ayuda —pues la
confusión sigue presente— a la búsqueda de las mejores soluciones a
nivel moral y jurídico.
Esta dificultad podría desaparecer si se tienen en cuenta los siguientes axiomas morales:
a) el orden moral va más allá del
orden físico, y por tanto no se pueden identificar causalidad física con
responsabilidad moral;
b) es posible matar a una persona a través de una acción y también a través de una omisión;
c) la responsabilidad moral de la
muerte que se sigue a una cierta omisión dependerá tanto del grado de
causalidad que une la omisión con el efecto letal (en este sentido es
importante la distinción entre causa y condición), como de la obligación
que tenía el sujeto de realizar aquella acción de cuya omisión se
siguió la muerte.
Algunos ejemplos pueden ayudar a comprender mejor estos puntos:
a) dos cirujanos pueden realizar
los mismos movimientos de la mano durante una intervención quirúrgica, y
provocar el corte de una arteria importante que condiciona una
hemorragia masiva y la muerte del paciente. Sin embargo son dos acciones
moralmente distintas si uno la realiza involuntariamente mientras
intentaba curar al enfermo, y el segundo lo hace de intento, para
provocar su muerte;
b) la negación de las maniobras de
reanimación ante un paro cardíaco puede responder a acciones muy
diversas. En el caso de un paciente joven que llega a las puertas de
urgencias de un hospital después de un accidente de tráfico se
considerará, en principio, como una negligencia grave, pues ese masaje
podía salvarle la vida, y además el personal allí presente tenía
obligación de realizarlo. En el caso de un paciente terminal, que ha
sufrido otros ataques precedentes, la omisión de las maniobras será en
muchos casos el modo más prudente de actuar, para evitar al paciente
moribundo ulteriores sufrimientos. Pero también en este segundo caso, se
podrían configurar distintos modos de actuar, aun siendo igual el
comportamiento externo (en este caso la omisión de las maniobras de
resucitación): en un caso el médico puede decidir no reanimar porque ya
está harto de ese paciente, que le ha dado mucho trabajo; o puede omitir
esa maniobra por el mejor interés del enfermo.
Estos ejemplos ayudan a entender
que se puede hablar de eutanasia pasiva, o eutanasia por omisión, pero
que es necesario hacerlo de modo más preciso. Se debe tratar siempre de
la omisión de un acto que se considera obligatorio, y que provoca la
muerte del paciente. Otros casos similares de los que se sigue la muerte
del paciente, pero donde ésta no procede de la omisión voluntaria de un
medio que se considera obligatorio, podrán suponer una negligencia más o
menos grande, pero no llegarán a configurarse como verdadera eutanasia.
El caso del joven que no es reanimado en urgencias podría considerarse
como un ejemplo de eutanasia por omisión. El segundo caso (anciano
terminal) no lo sería, en ninguna de sus dos modalidades, pues la acción
omitida no era debida; aunque ciertamente, la valoración final del
comportamiento de cada médico será muy distinta. Esta clarificación
resuelve la dificultad inicial sólo a nivel formal. Por lo que se
refiere a los contenidos, o sea, a la determinación de las actuaciones
debidas, el problema pasa al ámbito biomédico: son los profesionales
quienes deberán establecer, caso por caso, lo que es debido para el
mejor interés del paciente. Esto no significa que sean ellos los que
hayan de tomar las decisiones, que dependen en primer lugar del
paciente, sino que es función del médico realizar una primera valoración
sobre la proporcionalidad de los posibles tratamientos. La teología
moral y la ética médica se han servido durante mucho tiempo de la
distinción entre medios ordinarios y extraordinarios, señalando que los
primeros deberían considerarse obligatorios y opcionales los segundos.
El carácter ordinario de los medios terapéuticos depende de muchos
factores, algunos objetivos y otros subjetivos (en relación al
paciente), que hacen referencia a su facilidad de uso, a la esperanza de
su eficacia, a los inconvenientes que supone tanto a nivel de molestias
para el paciente como de coste económico, etc. Como es fácil adivinar
la calificación de un medio como ordinario o extraordinario está muy
condicionada por las circunstancias de lugar y tiempo. Actualmente se
tiende a utilizar más el concepto de proporcionalidad para la
identificación de la obligatoriedad de los medios terapéuticos,
considerando los mismos factores apenas mencionados.
Ejemplos de eutanasia pasiva que
se pueden encontrar en la práctica clínica actual son la negación de una
sencilla intervención para resolver problemas de supervivencia en
recién nacidos con deficiencia mental, o la suspensión de la nutrición e
hidratación a pacientes en estado vegetativo, o con enfermedad de
Alzheimer en fase avanzada.
Muy en relación con la cuestión de
la eutanasia pasiva se encuentra en el ámbito de la bioética el llamado
debate sobre la equivalencia moral entre “matar” y “dejar morir”. Éste
se inició en los años Sesenta cuando filósofos de matriz utilitarista
comenzaron a analizar algunas actuaciones que se daban en el ámbito
médico (como primeros protagonistas de este debate puede citarse a
Johathan Bennett, Michael Tooley, James Rachels). Se estudiaba el caso
de los niños nacidos con síndrome de Down a los que se negaba una
cirugía sencilla que podía salvarles la vida. Este modo de actuar se
justificaba en el entorno clínico señalando que se trataba de “dejar
morir” al paciente, que a diferencia de “matar” podía justificarse en
algunos casos. Los filósofos denunciaron con acierto la falta de
coherencia presente en este planteamiento, pero no se quedaron ahí, sino
que dieron un paso más y afirmaron que, en realidad, no existe
diferencia moral entre “matar” y “dejar morir” cuando la motivación y
las consecuencias son las mismas. Esta tesis comenzó a conocerse como
“equivalencia moral entre matar y dejar morir”. En un principio estos
autores presentaban la cuestión desde una perspectiva lógica, sin
pretender entrar al análisis de los contenidos: no cuestionaban el
problema moral de la justificación de matar o de dejar morir, sino
simplemente sostenían que si se aprobaba moralmente uno debía aprobarse
también el otro, y si se condenaba uno también habría que condenar el
otro. En todo caso, no hizo falta dejar pasar mucho tiempo para que se
cruzara la línea que separaba el plano lógico del moral, y se llegaran a
justificar algunos casos de eutanasia. Como era evidente a todos que
había situaciones clínicas en las que la mejor actuación médica
consistía en “dejar morir” al paciente, teniendo en cuenta la tesis de
la equivalencia moral, se concluía que en esos mismos casos debería
considerarse igualmente lícito “matarlo”.
Este debate, que hoy sigue todavía
abierto, es largo y complicado. En todo caso, haciendo referencia a los
elementos de la teoría de la acción señalados anteriormente, no es
difícil descubrir algunas de sus falacias. El punto central del problema
se encuentra nuevamente en la identificación de las acciones morales.
Cuando se habla de “matar” es fácil entender el tipo de acción al que se
refiere. Sin embargo cuando se habla de “dejar morir” no resulta tan
claro, porque en el fondo esa dicción no corresponde a un único tipo de
acción, sino a varios. Detrás de “dejar morir” se pueden identificar,
simplificando, dos tipos de acciones: el acompañamiento al paciente en
su proceso de muerte como mejor actuación médica en ese caso, teniendo
en cuenta todas las circunstancias; y una omisión (de algo debido) que
busca prioritariamente la anticipación de la muerte del paciente.
Téngase presente que la finalidad en ambos casos puede ser la misma, e
identificarse con el mejor interés del paciente, pero la acción que se
elige es distinta (el objeto moral de la acción es distinto). Los
autores utilitaristas que defienden la tesis de equivalencia tienen
razón al señalar que “matar” y “dejar morir” tienen la misma valoración
moral cuando dejar morir corresponde al segundo significado, y por tanto
supone un ejemplo de eutanasia por omisión. Se equivocan cuando
identifican “matar” con “dejar morir” en el primero de sus significados.
Estas distinciones difícilmente
podrán captarse desde una perspectiva de la tercera persona, la del
observador externo, de la que es paradigmática la ética utilitarista. Se
requiere la ética de la primera persona, que es la única capaz de
determinar lo que ocurre en el interior de la persona que actúa, cómo se
configura su actuación, no solo en lo que se refiere a la finalidad,
sino también a los medios que se eligen para llegar a ese fin.
4. La valoración moral de la eutanasia
Una vez realizada la delimitación
conceptual de la eutanasia es posible preguntarse por su valoración
moral. Hemos visto que sus elementos esenciales son dos: a) eliminación
intencional de una vida humana (inocente): cosa que es siempre
gravemente inmoral; b) para evitar todo tipo de sufrimiento: finalidad
buena. En no pocos casos se presenta la acción eutanásica de modo
positivo justamente haciendo referencia a este segundo elemento, y se
habla de “homicidio por piedad” o “por compasión”. Sin perder de vista
esta dimensión, que posee ciertamente su peso en la valoración global
del acto, no se debe diluir la caracterización del tipo de acción que se
elige en este caso para conseguir ese fin bueno: matar a una persona.
Como ha enseñado la ética desde siempre “el fin no justifica los
medios”, y como la acción “matar a un inocente” es uno de esos tipos de
acciones que nunca se debe realizar, el sujeto que se encuentra ante esa
posibilidad tendrá que buscar alternativas para conseguir el fin bueno
que se propone. En este caso, la admisión de la incompatibilidad de un
tipo de acción con la honestidad y la vida buena de la persona no pone
un punto final en la cuestión, sino que es un punto de partida para una
nueva búsqueda (moral) de aquellos modos de actuar que son adecuados y
virtuosos, teniendo en cuenta todas las circunstancias del caso.
La respuesta a la pregunta sobre
la valoración moral de la eutanasia está ciertamente condicionada por el
tipo de ética en el que cada autor se apoye. Mientras que un
planteamiento deontológico, por ejemplo de tipo kantiano, llegará
fácilmente a una resolución como la que se ha presentado en el párrafo
anterior, para una perspectiva utilitarista no será difícil encontrar
una respuesta más matizada que sea capaz de justificar la licitud de
algunas excepciones al principio moral que prohíbe matar a personas
inocentes.
¿Dónde se apoya la neta valoración
negativa de la eutanasia? Desde un punto de vista filosófico las
respuestas pueden ser diversas. Aquí se presentan dos filones
principales:
a) la sacralidad de la vida:
se trata del concepto que históricamente ha tenido más importancia como
fundamento de la prohibición de la eliminación de la vida humana. A
veces se confunde la referencia a la sacralidad de la vida con la
comprensión que de la misma posee una determinada tradición religiosa.
Sin embargo, el concepto es mucho más amplio y comprensivo cuando se
estudia la historia de la fenomenología del sacro y su relación con la
aparición del homo sapiens. Por eso, la vida humana tiene una
importancia muy particular y su disposición está fuera del alcance del
domino del hombre, incluso para muchas personas que no se reconocen en
una determinada religión.
b) la dignidad humana:
aunque es un concepto antiguo, ha ido ganando importancia en los últimos
siglos, llegando a ser un punto cardinal para la fundamentación de los
ordenamientos jurídicos modernos, que encuentran en esta especial
caracterización de la persona humana una válida razón para condenar
cualquier tipo de homicidio (también el “homicidio por compasión”). Este
concepto, como el anterior, puede tener una base religiosa (la dignidad
de la vida humana se apoya para los cristianos en que el hombre es
imagen y semejanza de Dios, y está llamado a participar de la vida
divina por toda la eternidad), o filosófica (para Kant la persona posee
no un precio, sino una dignidad).
La valoración que el Catecismo de la Iglesia Católica
hace de la eutanasia es también negativa. En este documento puede
leerse que «cualesquiera que sean los motivos y los medios, la eutanasia
directa consiste en poner fin a la vida de personas disminuidas,
enfermas o moribundas. Es moralmente inaceptable» (n. 2277). Al mismo
tiempo hace una distinción importante: «la interrupción de tratamientos
médicos onerosos, peligrosos, extraordinarios o desproporcionados a los
resultados puede ser legítima. Interrumpir estos tratamientos es
rechazar el ‘encarnizamiento terapéutico’. Con esto no se pretende
provocar la muerte; se acepta no poder impedirla» (n. 2278).
5. La eutanasia y la medicina
La consideración negativa que la
ética médica ha tenido de la eutanasia a lo largo de los siglos, a
partir sobre todo de las indicaciones del Juramento Hipocrático, sigue
estando presente en las resoluciones que sobre este tema ha emanado la Asociación Médica Mundial
en los últimos años. Para la medicina se trata de un tipo de
comportamiento que contrasta fuertemente con las bases teóricas que
sostienen la actuación médica. Entre los diversos campos que se podrían
señalar aquí se presentan sólo dos:
5.1. ¿Qué significado médico tiene la petición eutanásica y cómo afrontarla?
El deseo de morir, la petición de
anticipar la muerte y el intento de suicidio, son fenómenos con los que
la medicina se ha encontrado desde sus orígenes. Generalmente se han
considerado como síntomas de alguna patología, en la mayor parte de los
casos de tipo depresivo. Ante estas señales, el médico se pregunta por
la causa que lleva al paciente a la petición o intento de un gesto tan
extremo, con la convicción de que se trata de una petición de ayuda, y
no de un “verdadero” deseo de morir. Una vez identificados los problemas
de base se aborda globalmente la situación del paciente obteniendo, en
la mayoría de los casos, una mejora de los síntomas descritos. Los
metanálisis más recientes muestran cómo el deseo de anticipar la muerte
responde a una compleja constelación de factores que producen un estado
emocional negativo, entre los que destacan el sufrimiento
físico-psíquico-espiritual, la sensación de pérdida de sí y el miedo a
la muerte.
Además de lo anterior, en no pocos
pacientes que se aproximan al momento de su muerte se encuentra una
fase depresiva, según la clásica sucesión de estados psicológicos
descritos por la doctora suiza Kübler-Ross. En esos momentos se percibe
una falta de deseo de vivir y de seguir luchando, que el personal
sanitario conoce y sabe afrontar para ayudar al enfermo y su familia en
esa difícil situación.
Ciertamente las propuestas
actuales de despenalizar la eutanasia tienen más o menos en cuenta estos
fenómenos, y ponen como condición para poder aceptar una petición
eutanásica la certificación de ausencia de depresión en el paciente.
Dejando ahora el problema que la experiencia ofrece sobre la falta de
rigor en estos controles, queda siempre la cuestión de cómo puede llegar
a considerarse “fisiológica” (no patológica) una petición de muerte,
aun no dándose los criterios clínicos de la depresión.
5.2. ¿Qué supone para la relación médico-paciente la posibilidad de la eutanasia?
Si la cuestión anterior es
importante, y no fácil de resolver para la epistemología médica, quizá
más problemática aún sea la posibilidad de conceder al médico, entre sus
opciones terapéuticas, la de acabar intencionalmente con la vida de
algunos pacientes. Esta posibilidad, se quiera o no, cambia al médico y
cambia la relación médico-paciente. El médico es un ser humano, sometido
como el resto a las presiones psicológicas que suponen los éxitos y
fracasos. En la medicina actual, a diferencia de épocas pasadas, la
situación de no tener nada más que ofrecer a un paciente para curarlo se
percibe en no pocos casos como un fracaso. Teniendo esto en cuenta no
es difícil concluir que es grande la tentación de anticipar la muerte de
pacientes con los que no se puede obtener un buen resultado.
Ciertamente los que proponen la eutanasia piensan siempre en una
eutanasia voluntaria, donde este último problema no debería darse, pero
la experiencia holandesa ha puesto de manifiesto que no es posible
escindir la apertura a la eutanasia en ámbito sanitario con el cambio de
mentalidad del médico. El modo en el que se manifiesta este cambio es
muy variado, y va desde la abierta propuesta eutanásica al paciente, a
un descuido más o menos consciente de su atención, pasando por un modo
de asistencia que subraya el peso económico y social que ciertos
pacientes suponen para la familia y la colectividad.
Para el enfermo, saber que el
médico estará siempre de su parte da una gran seguridad psicológica. Las
situaciones clínicas pueden ser muy variadas e imposibles de prever en
un documento de directivas anticipadas. Para el paciente el hecho de que
su médico pudiera anticipar su muerte, aunque en principio sea con su
consentimiento, hace que su percepción del personal sanitario sea
diverso, pues en los lugares en los que la eutanasia no se permite, se
podrá tratar mejor o peor a los enfermos terminales, pero el paciente
sabe que su médico y las enfermeras estarán siempre de su parte por muy
mal que se pongan las cosas.
A todo lo anterior hay que sumar
el desarrollo extraordinario de la medicina en los últimos decenios, que
ha proporcionado al médico posibilidades paliativas de las que carecía
hace sólo pocos años y que le permiten, para la mayoría de los casos, un
control adecuado de los síntomas, comenzando por el dolor. No cabe duda
que en la fase final de la vida siempre encontraremos enfermos con más o
menos molestias, y que la medicina paliativa no es una panacea capaz de
resolver todos los problemas y dificultades que aparecen en esos
momentos, pero es también claro que la actuación profesional de los
cuidados paliativos consigue crear las condiciones adecuadas para
afrontar este penoso tránsito de un modo razonablemente sereno. Además,
junto a todo el arsenal terapéutico para el tratamiento de los
diferentes síntomas que puedan aparecer, el médico cuenta siempre con el
recurso de la sedación paliativa. Ésta nada tiene que ver con la
eutanasia, pues su finalidad no es anticipar la muerte, sino poner al
paciente en un estado de inconsciencia que le evite el sufrimiento
causado por algunos síntomas refractarios, que no es posible superar de
otro modo. Aunque en ocasiones se pretenda presentar la sedación como un
tipo de eutanasia camuflada, la literatura médica en los últimos años
ha hecho un esfuerzo notable para aclarar esta confusión: la sedación es
un medio terapéutico para el control de los síntomas, y no un modo de
provocar la muerte del paciente.
6. Argumentos ético-políticos a favor y en contra de la eutanasia
Tras considerar brevemente la
valoración moral de la eutanasia, y su consideración dentro del ámbito
sanitario, es preciso plantear la pregunta sobre la posibilidad de
permitir o no el ejercicio de la eutanasia en una sociedad pluralista.
Aun habiendo dado un juicio moral negativo a la acción eutanasia no es
superflua la cuestión, pues puede haber comportamientos que se
consideran negativos, pero que no convenga perseguir y penalizar por
parte del ordenamiento jurídico.
El abanico de posibilidades a
nivel legislativo en relación a la eutanasia es amplísimo, y se mueve
entre la condena de todo tipo de eutanasia, considerándola simplemente
como cualquier otro homicidio, y la legalización, o incluso el
reconocimiento de un derecho a la muerte.
El principal argumento a favor de
la despenalización y de la legalización de la eutanasia se basa en la
autodeterminación de los ciudadanos libres. En una sociedad moderna en
la que existe diversidad de pareceres sobre cuestiones morales, las
leyes no deberían impedir a los habitantes de un determinado país el
decidir cuándo consideran que su vida carece ya de sentido y, por tanto,
la posibilidad de elegir el momento de ponerle fin. No se trata de
imponer nada a nadie, sino de permitir que cada uno pueda escoger según
su conciencia; y por tanto, que aquellos que llegados a un estado
precario de salud (o incluso por otras razones) quieran acabar con sus
vidas, tengan el derecho de hacerlo.
Puesto así el argumento parece
bastante razonable. Sin embargo, el admitir un “derecho a morir” en un
determinado momento, y de un cierto modo, significa exigir al Estado, y a
otros miembros de la comunidad, el “deber” de secundar esos deseos,
pues cuando se habla de eutanasia o suicidio asistido, se está
implicando junto al interesado a otras personas; en este caso,
generalmente, del ámbito médico. Se da por tanto un salto lógico y
jurídico de notable importancia. Si bien es cierto que —en el ámbito de
la ética pública— el individuo tiene libertad para hacer lo que quiera
con su vida, siempre que no vaya contra el bien común de la sociedad (lo
que abre la cuestión de cómo valorar el suicidio con respecto a ese
bien común), no tiene derecho a que otro ciudadano acabe con su propia
vida, a que otro ciudadano cometa un homicidio, aunque sea a petición
del interesado. Además, el hecho jurídico de admitir algunos casos de
homicidio abriría una brecha en el principio de inviolabilidad del
sujeto inocente, que tan fatigosamente se ha conseguido en las
sociedades modernas.
Junto a la autodeterminación se
suele mencionar la piedad como argumento a favor de la eutanasia. Pero
también en este caso se trata de un razonamiento problemático. La piedad
y la compasión llevan a cuidar, a consolar, alentar al que sufre (“cum-passio”
padecer con el otro, según la etimología del término compasión), pero
no puede justificar el acabar con la vida del que sufre. En no pocos
escritos de bioética, se presentan situaciones en las que se explica que
para el paciente sería mejor estar muerto (“better off death”
es la expresión que se ha consolidado en la literatura inglesa). Sin
embargo, desde un punto de vista filosófico, que es el que deberían
adoptar los escritos de bioética, se trata de un argumento falaz, pues
no es posible justificar tal afirmación: ¿quién puede asegurar a través
de un razonamiento filosófico que la muerte es preferible a un cierto
tipo de vida? Por otro lado, la “muerte dulce” no existe: toda muerte es
traumática. Se puede adelantar, se puede intentar camuflar, pero no se
puede eliminar su fuerte connotación antropológica.
El principal argumento en contra
de la despenalización (o legalización) de la eutanasia es el criterio ya
mencionado de la inviolabilidad de la vida humana. Una sociedad no
debería permitir que sea posible que una categoría de personas pueda
decidir sobre la vida o la muerte de otras, por muchas condiciones que
se prevean para evitar abusos. Se podría decir que los médicos (y los
pacientes) realizan todos los días decisiones de vida y de muerte, pero
es muy distinto decidir cuándo dejar de luchar contra la enfermedad, a
elegir una acción para acabar con la vida de otra persona, por muy
enferma que esté.
Son también muchos los autores que
utilizan el argumento de la “pendiente resbaladiza”, que sostiene que
si se aprueba legalmente la eutanasia para algunos casos extremos, no se
podrán evitar, en más o menos tiempo, otros casos que están fuera de
los previstos por la ley. La experiencia de la ley holandesa, que vio
una primera reglamentación en 1993, y fue finalmente aprobada en 2002 (Ley de verificación de la terminación de la vida a petición y suicidio asistido)
es un buen ejemplo del argumento. La primera reglamentación preveía la
aplicación de la eutanasia solamente a aquellos pacientes que la
pidieran voluntariamente (de forma consistente y repetida), se
encontraran en una situación terminal y sufrieran dolores que se
considerasen insufribles. En pocos años se ha podido observar cómo las
tres condiciones se han sobreseído: se pasó de petición repetida de
pacientes competentes no deprimidos, a la aceptación de pacientes
psíquicos, de otros que no podían manifestar su voluntad, o incluso de
aquellos que la habían rechazado; y lo mismo sucedió con la condición
terminal de la enfermedad y con los dolores insufribles. No se trata de
dibujar panoramas apocalípticos, como se presentan en ocasiones, sobre
todo para banalizar el argumento y quitarle fuerza. Se trata simplemente
de asumir lo que ha supuesto abrir la puerta a la eutanasia en un
ordenamiento jurídico concreto.
Otra razón en contra de la
despenalización de la eutanasia es lo que podríamos denominar “argumento
antisolidario”. Junto al enrarecimiento de la relación médico-paciente,
la posibilidad social de la eutanasia carga al paciente crónico, no
sólo terminal, con un peso que en ocasiones es demasiado grande. La
posibilidad de pedir la eutanasia, y de dejar de ser una carga para la
familia y para la comunidad en general, es origen de un sufrimiento para
el paciente que la sociedad debería evitarle. Quizá se encuentren
algunos pocos casos de personas que, aun recibiendo unos cuidados
paliativos adecuados, sigan queriendo acabar con sus vidas. Pero si se
permite la eutanasia a esas pocas personas, serán muchas otras las que
quedarán desprotegidas, y las que tendrán que justificar por qué quieren
seguir siendo un peso para los demás. El enfermo grave lo último que
necesita es una carga de este tipo.
El momento de la muerte es un
momento único y definitivo. La familia, el ámbito sanitario, la sociedad
en general, debería facilitar que ese momento tenga lugar del modo más
sereno posible, pero sin olvidar que se trata siempre de algo que escapa
a su dominio, algo misterioso y fascinante.
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Pablo Requena Meana