Me estremecieron las declaraciones de uno de los convocantes de esa «procesión atea» que pretendía desfilar la tarde de Jueves Santo: «Representamos un frente ideológico. Un frente dedicado, única y exclusivamente, a castigar las conciencias católicas. Nuestro propósito es hacer daño. Y no nos andamos con contemplaciones».
No se me escapa que el odium fidei es un sentimiento inextinguible, cuyas ascuas no se apagarán nunca, mientras el mundo sea mundo; pero me había habituado a considerar que, en este fase democrática de la Historia, el odium fideise manifestaba bajo expresiones menos furibundas, más sibilinas o asépticas, englobadas bajo lo que hemos dado en denominar «laicismo».
Las declaraciones de ese convocante de la «procesión atea» me han permitido comprender que ambas expresiones del odium fidei pueden ser simultáneas y concurrentes, que puede haber un Estado que muy democráticamente imponga una idolatría política de obligado cumplimiento, a la vez que sus más furibundos paladines se ocupan de «castigar» y «hacer daño» a los recalcitrantes que se resistan a obedecerla. De hecho, los odiadores más sañudos de la religión sólo afloran allá donde previamente se ha impuesto una idolatría política que sibilinamente la combate. De todos es sabido que unos sacuden el árbol y otros recogen las nueces. Y declaraciones tan sañudas como las de ese convocante de la «procesión atea» sólo adquieren un sentido pleno si las interpretamos a la luz de otras de apariencia más sibilina, como las que esgrimía Peces-Barba en un artículo reciente: «Cuanto más se les consiente y se les soporta, peor responden. Solo entienden del palo y de la separación de los campos». Para que nadie interprete malévolamente que Peces-Barba está promoviendo la organización de guetos judíos, diremos que se refiere a los católicos.
La «procesión atea» ha sido, en fin, prohibida, por razones más bien colaterales y hasta peregrinas, tal vez porque los odiadores sibilinos de la religión, muy en su papel de polis buenos, consideraban que en esta ocasión los odiadores más sañudos —los polis malos— se habían excedido en su ímpetu. Pero esta «procesión atea» no era sino un aspaviento histriónico; y la verdadera procesión del odium fidei va por dentro. No emplea —de momento— el palo, sino el veneno sutil de la propaganda; y así, envenenando las conciencias, se logra crear el caldo de cultivo que a la larga permitirá sacar el palo del armario sin escándalo. En una célebre obra de C. S. Lewis, Cartas del diablo a su sobrino, Screwtape, un diablo veterano y de alcurnia, dedica a un diablo segundón y bisoño una serie de consejos que faciliten su misión en la tierra; entre los cuales se halla éste: «Queremos que la Iglesia siga siendo pequeña, no sólo para que los menos hombres posibles aprendan a conocer al Enemigo, sino sobre todo para que quienes se vuelvan contra él se coloquen en ese estado de exaltación enfermiza y de fariseísmo agresivo característicos de una sociedad secreta».
Esta es la verdadera procesión del odium fidei que juzgo preocupante: la que, a la vez que propaga el ateísmo, pretende caracterizar a los católicos como una secta de fanáticos encerrada en una ciudadela. Y contra esa secta de peligrosos fanáticos sólo vale el «palo», como propugnaba Peces-Barba: la mofa y el escarnio elevados a la categoría de rutina, el confinamiento en un gueto de ostracismo, la muerte civil dosificada en pequeñas dosis. Quien lo probó lo sabe.
No se me escapa que el odium fidei es un sentimiento inextinguible, cuyas ascuas no se apagarán nunca, mientras el mundo sea mundo; pero me había habituado a considerar que, en este fase democrática de la Historia, el odium fideise manifestaba bajo expresiones menos furibundas, más sibilinas o asépticas, englobadas bajo lo que hemos dado en denominar «laicismo».
Las declaraciones de ese convocante de la «procesión atea» me han permitido comprender que ambas expresiones del odium fidei pueden ser simultáneas y concurrentes, que puede haber un Estado que muy democráticamente imponga una idolatría política de obligado cumplimiento, a la vez que sus más furibundos paladines se ocupan de «castigar» y «hacer daño» a los recalcitrantes que se resistan a obedecerla. De hecho, los odiadores más sañudos de la religión sólo afloran allá donde previamente se ha impuesto una idolatría política que sibilinamente la combate. De todos es sabido que unos sacuden el árbol y otros recogen las nueces. Y declaraciones tan sañudas como las de ese convocante de la «procesión atea» sólo adquieren un sentido pleno si las interpretamos a la luz de otras de apariencia más sibilina, como las que esgrimía Peces-Barba en un artículo reciente: «Cuanto más se les consiente y se les soporta, peor responden. Solo entienden del palo y de la separación de los campos». Para que nadie interprete malévolamente que Peces-Barba está promoviendo la organización de guetos judíos, diremos que se refiere a los católicos.
La «procesión atea» ha sido, en fin, prohibida, por razones más bien colaterales y hasta peregrinas, tal vez porque los odiadores sibilinos de la religión, muy en su papel de polis buenos, consideraban que en esta ocasión los odiadores más sañudos —los polis malos— se habían excedido en su ímpetu. Pero esta «procesión atea» no era sino un aspaviento histriónico; y la verdadera procesión del odium fidei va por dentro. No emplea —de momento— el palo, sino el veneno sutil de la propaganda; y así, envenenando las conciencias, se logra crear el caldo de cultivo que a la larga permitirá sacar el palo del armario sin escándalo. En una célebre obra de C. S. Lewis, Cartas del diablo a su sobrino, Screwtape, un diablo veterano y de alcurnia, dedica a un diablo segundón y bisoño una serie de consejos que faciliten su misión en la tierra; entre los cuales se halla éste: «Queremos que la Iglesia siga siendo pequeña, no sólo para que los menos hombres posibles aprendan a conocer al Enemigo, sino sobre todo para que quienes se vuelvan contra él se coloquen en ese estado de exaltación enfermiza y de fariseísmo agresivo característicos de una sociedad secreta».
Esta es la verdadera procesión del odium fidei que juzgo preocupante: la que, a la vez que propaga el ateísmo, pretende caracterizar a los católicos como una secta de fanáticos encerrada en una ciudadela. Y contra esa secta de peligrosos fanáticos sólo vale el «palo», como propugnaba Peces-Barba: la mofa y el escarnio elevados a la categoría de rutina, el confinamiento en un gueto de ostracismo, la muerte civil dosificada en pequeñas dosis. Quien lo probó lo sabe.
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