quarta-feira, 8 de junho de 2011

Crisis de conciencia - por Juan Manuel de Prada


Desde Zagreb, Benedicto XVI pone el dedo en la llaga del mal que corroe Occidente, que en sus expresiones más aparatosas se reviste de crisis económica, política o social, pero que en su origen es crisis de conciencia. Para el pensamiento moderno, «conciencia» es sinónimo de autonomía absoluta de la voluntad individual; recluida en la dimensión subjetiva del individuo (donde el pensamiento moderno relega la religión y la moral), la conciencia queda aislada de la realidad objetiva y se convierte en un elemento extraño a la vida pública. Por el contrario, para Benedicto XVI, como para el Beato Newman, la conciencia es la voz divina que habla en nosotros, la capacidad humana para reconocer la verdad en ámbitos decisivos de la existencia; y esta capacidad impone al hombre el deber de encaminarse hacia la verdad, de buscarla y someterse a ella allí donde la encuentre. De este modo, la conciencia deja de ser un elemento extraño a la vida pública, para erigirse en una realidad objetiva que explica nuestro ser y nuestros actos, convirtiéndose en «lugar de escucha de la verdad y el bien, de la responsabilidad ante Dios y ante nuestros hermanos los hombres».

Suele afirmarse (con fatigosa propensión al lugar común) que detrás de la crisis económica, política y social que corroe Occidente subyace una «crisis de valores». Pero si la conciencia —como pretende el pensamiento moderno— es tan sólo un reenvío a mí mismo, a mi autonomía individual, es inevitable que haya tantos «valores» como individuos; por lo que más correcto sería afirmar que detrás de la crisis subyace una plétora de valores, producto de una conciencia degradada que ha renunciado a escuchar la verdad y el bien, para adherirse a aquello que subjetivamente le conviene o beneficia (a esto el pensamiento moderno, muy cínicamente, lo llama «libertad de conciencia»). Esta plétora de valores es, en realidad, lo que hace impotentes al esfuerzo vital a las sociedades occidentales, que tras renunciar a su capacidad para encaminarse hacia la verdad y someterse a ella, acaban abrazándose al error.

Esta crisis de la conciencia discurre paralela a un fenómeno descrito, hace ya más de siglo y medio, por Donoso Cortés, quien observara que «al principio de descenso en el termómetro religioso corresponde un principio de subida en el termómetro político». Toda la crisis de Occidente se resume en este paralelismo, que alcanza su expresión terminal cuando el termómetro religioso se sitúa por debajo de cero; es decir, cuando la conciencia queda aislada de la realidad objetiva, hostigada por el despotismo político, y se resigna a un ámbito de «autonomía subjetiva». Así, con la conciencia enclaustrada, los pueblos languidecen y se paralizan; y todos sus esfuerzos por salir del marasmo mediante soluciones «políticas» son tan estériles como arar en el mar. «Una sola cosa puede evitar la catástrofe —anunciaba el profético Donoso Cortés—; una y nada más: eso no se evita con dar más libertad, más garantías, nuevas constituciones; eso se evita procurando todos, hasta donde nuestras fuerzas alcancen, provocar una solución saludable, religiosa. Ahora bien, señores: ¿es posible esta reacción? Posible lo es; pero, ¿es probable? Señores, aquí hablo con la más profunda tristeza; no la creo probable. Y he visto, señores, y conocido a muchos individuos que salieron de la fe y han vuelto a ella; por desgracia, señores, no he visto jamás a ningún pueblo que haya vuelto a la fe después de haberla perdido». Yo tampoco, Donoso, yo tampoco.