SEGÚN un estudio pergeñado por una asociación de abortorios, de las 36.718 mujeres que acudieron en solicitud de sus servicios desde julio de 2010 a octubre de 2011, sólo 151 eran menores de edad que lo hacían sin conocimiento paterno. Puesto que tal asociación de abortorios emplea estos datos para denunciar que «ese colectivo muy pequeño» (¡tan pequeño que sólo alcanza el 0,41%!) se hallará «indefenso» tras una hipotética reforma de la ley que obligue a las menores que deseen abortar a hacerlo con el consentimiento de sus padres, hemos de concluir que los datos no están falseados; o siquiera que no han sido rebajados. La realidad es que el número de menores que abortan sin el consentimiento de sus padres es diminuto, comparado con las cifras apabullantes de abortos registradas en los últimos años. Y presentar una reforma de la actual legislación en la que se exija a las menores el consentimiento paterno como un «refuerzo de la protección del derecho a la vida» se nos antoja, en el mejor de los casos, una hipérbole; aunque más exacto sería calificarla de chiste cínico.
Se trataría de una reforma que afectaría al 0,41% de las mujeres que abortan; y que ni siquiera aseguraría que ese porcentaje ínfimo renunciase a abortar: algunas de esas menores se resignarían a contárselo a sus padres (y no es inverosímil que, para su sorpresa, les otorgasen el beneplácito); otras abortarían clandestinamente, o en el extranjero. Una reforma de estas características, en fin, no serviría para nada, salvo para tranquilizar las conciencias farisaicas. En cambio, contribuirá paradójicamente a reforzar la consideración del aborto como un acto de mera disposición de la voluntad. Pues, ¿cuál es el mensaje que se desliza a la sociedad cuando se exige que una mujer menor de edad, para abortar, deba contar con el consentimiento paterno? Tan sólo que, para abortar, es preciso tener capacidad legal, lo mismo que para contraer obligaciones o ejercitar ciertos derechos civiles; y que, cumplido el requisito de la edad (o subsanado por el consentimiento paterno), abortar es un puro acto de la voluntad, fruto de la autonomía personal, como casarse o comprar un piso. Es decir, que la madre tiene un derecho de disposición absoluta —«derecho a decidir»— sobre la vida que se gesta en su vientre, de la que se erige en propietaria.
Siempre nos pareció que la introducción en la vigente ley de aquella chocante especificación que permitía abortar a las menores sin consentimiento paterno era una trampa que sólo beneficiaba a los fariseos que se niegan a enjuiciar objetivamente la naturaleza del aborto. Que una menor de edad pueda o no abortar sin el consentimiento de sus padres es un hecho irrelevante ante lo que en realidad se sustancia cada vez que se perpetra un aborto, que no es sino la eliminación de una vida gestante: y el estatuto de esa vida gestante es el mismo, con independencia de la edad de su madre, y desde luego del consentimiento de sus abuelos. A la postre, se demuestra que quienes introdujeron aquella chocante especificación —lo mismo que quienes ahora pretenden expulsarla— lo hicieron sabiendo que de este modo contribuían a eclipsar nuestro juicio ético, que renuncia a enjuiciar la naturaleza del acto en sí a cambio de establecer requisitos de capacidad legal en la mujer que lo perpetra. En el fondo, esta solución farisaica es la consecuencia inevitable del error primordial (en el que cual ha incurrido, incluso, cierta retórica antiabortista) de considerar el aborto una «tragedia para la mujer que aborta», en lugar de presentarlo, sin aderezos sentimentaloides, como lo que sustantivamente es: un crimen contra la vida más inerme.
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