El próximo 2 de febrero se celebra la Jornada Mundial de la Vida Consagrada, que a los católicos debe servirnos para renovar la gratitud a tantas admirables personas que, en su deseo de imitar más perfectamente a Cristo poniendo en práctica los consejos evangélicos de pobreza, castidad y obediencia, santifican sus vidas, a la vez que enriquecen con una pluralidad de carismas —oración, penitencia, servicio a los hermanos, trabajo apostólico— la vida de la Iglesia. Quienes, como yo, hemos tenido la ocasión de conocer de cerca la labor de los consagrados tenemos, desde luego, muchas razones para la gratitud; tantas que necesitaríamos varias vidas para expresarlas. Pero esta gratitud no nos exime de señalar lo que consideramos fallas en la vida consagrada; la principal de las cuales es la secularización o asimilación al mundo, «cuyas posiciones se adoptan porque se desespera de conquistarlo desde posiciones propias».
Un religioso marianista, José María Salaverri, me reprocha, en carta dirigida al director de este periódico, un artículo mío en el que muy someramente me refería a los estragos que esta secularización ha causado en la vida consagrada. Algo, en efecto, ha debido de ocurrir en el seno de la vida consagrada para que, por ejemplo, los padres marianistas que, allá por 1959 alcanzaban la cifra de 3.110, fuesen en 2010 apenas 1.320, con una media de edad mucho más elevada; un descenso del 57,5 por ciento en apenas medio siglo creo que es una expresión innegable de crisis, que por supuesto tiene razones muy diversas y complejas (empezando por las demográficas) que afectan también —aunque no en igual medida— a otras realidades de la Iglesia. Sabemos bien que cantidad no es sinónimo de calidad, pero tampoco podemos olvidar que la experiencia de un ideal —sobre todo de un ideal comunitario— sólo puede adquirir perfección si son muchos los individuos que se comprometen con él.
En su carta amonestadora, el padre Salaverri me recuerda un hermoso pasaje de Santa Teresa de Jesús, a la que ambos sin duda veneramos. Precisamente la Santa de Ávila puede servirnos para identificar el virus que se ha infiltrado en la vida religiosa. A Santa Teresa la movía el deseo de una vida más espiritual, orante y austera (es decir, un deseo ascendente y desmundanizante), que fue el motor que impulsó tradicionalmente todas las reformas de la vida religiosa: de las carmelitas salieron las carmelitas descalzas; de los cluniacenses salieron los cistercienses y más tarde los trapenses; de los hermanos menores franciscanos salieron los observantes y los capuchinos, etcétera. Si analizamos la historia de la vida consagrada, comprobaremos que todas las reformas que durante siglos se produjeron en su seno siguieron una tendencia común de lo menos difícil a lo más difícil. Esta tendencia se quebraría en el último medio siglo, en la que las reformas han tenido una tendencia descendente de dulcificación de la disciplina, relajación en la observancia de los votos y progresiva mundanización, palpable en aspectos aparentemente accidentales, como el abandono del hábito, signo de la libertad de la Iglesia, ajena a modas y costumbres, en medio del mundo; pero los cambios accidentales acaban inevitablemente transformando la esencia, acaban erosionando ese fondo de «verdad permanente e invencible estabilidad» —Pablo VI dixit— sobre el que se asienta la vida consagrada.
Por lo demás, ante alguien que, como el padre Salaverri, lleva más de 65 años siendo testigo de la presencia transfigurante de Dios, no puedo hacer otra cosa sino dar gracias rendidas por su fidelidad; a él y a Quien un día le dijo: «Ven y sígueme».
Un religioso marianista, José María Salaverri, me reprocha, en carta dirigida al director de este periódico, un artículo mío en el que muy someramente me refería a los estragos que esta secularización ha causado en la vida consagrada. Algo, en efecto, ha debido de ocurrir en el seno de la vida consagrada para que, por ejemplo, los padres marianistas que, allá por 1959 alcanzaban la cifra de 3.110, fuesen en 2010 apenas 1.320, con una media de edad mucho más elevada; un descenso del 57,5 por ciento en apenas medio siglo creo que es una expresión innegable de crisis, que por supuesto tiene razones muy diversas y complejas (empezando por las demográficas) que afectan también —aunque no en igual medida— a otras realidades de la Iglesia. Sabemos bien que cantidad no es sinónimo de calidad, pero tampoco podemos olvidar que la experiencia de un ideal —sobre todo de un ideal comunitario— sólo puede adquirir perfección si son muchos los individuos que se comprometen con él.
En su carta amonestadora, el padre Salaverri me recuerda un hermoso pasaje de Santa Teresa de Jesús, a la que ambos sin duda veneramos. Precisamente la Santa de Ávila puede servirnos para identificar el virus que se ha infiltrado en la vida religiosa. A Santa Teresa la movía el deseo de una vida más espiritual, orante y austera (es decir, un deseo ascendente y desmundanizante), que fue el motor que impulsó tradicionalmente todas las reformas de la vida religiosa: de las carmelitas salieron las carmelitas descalzas; de los cluniacenses salieron los cistercienses y más tarde los trapenses; de los hermanos menores franciscanos salieron los observantes y los capuchinos, etcétera. Si analizamos la historia de la vida consagrada, comprobaremos que todas las reformas que durante siglos se produjeron en su seno siguieron una tendencia común de lo menos difícil a lo más difícil. Esta tendencia se quebraría en el último medio siglo, en la que las reformas han tenido una tendencia descendente de dulcificación de la disciplina, relajación en la observancia de los votos y progresiva mundanización, palpable en aspectos aparentemente accidentales, como el abandono del hábito, signo de la libertad de la Iglesia, ajena a modas y costumbres, en medio del mundo; pero los cambios accidentales acaban inevitablemente transformando la esencia, acaban erosionando ese fondo de «verdad permanente e invencible estabilidad» —Pablo VI dixit— sobre el que se asienta la vida consagrada.
Por lo demás, ante alguien que, como el padre Salaverri, lleva más de 65 años siendo testigo de la presencia transfigurante de Dios, no puedo hacer otra cosa sino dar gracias rendidas por su fidelidad; a él y a Quien un día le dijo: «Ven y sígueme».