In Almudi 
La
 fe y la teología son una fuerza purificadora para la razón misma, que 
la ayuda a ser más ella misma. El hombre es sanado y confortado por la 
fe, pero además el contenido de la Revelación amplía sus horizontes 
      En
 el décimo aniversario de un documento del queridísimo Juan Pablo II 
especialmente importante para todas las universidades: la Encíclica 
“Fides et ratio”, fechada el 14 de septiembre de 1998.
      No
 se trata de repetir ahora las enseñanzas de la Encíclica. Quisiera más 
bien desarrollar brevemente tres puntos que, como fruto de ese 
documento, me han acompañado en los últimos años.
      El
 primero se refiere a la prosecución por parte de Benedicto XVI de los 
temas de la Encíclica. El segundo versa sobre el posible modo de obtener
 una mayor colaboración entre la Fe y la racionalidad en los saberes y 
en las profesiones. El tercero abordará el papel de la filosofía y de la
 teología.
1. Benedicto XVI, continuador de “Fides et ratio”
      El
 pasado 17 de enero de 2008, un profesor de la Universidad “La 
Sapienza”, la más antigua de Roma, fundada por Bonifacio VIII como 
Studium Urbis, dirigía un seminario para los docentes de la Facultad de 
Filosofía de la Pontificia Universidad de la Santa Cruz.
      Con
 un comprensible sentimiento agridulce, el prof. Daniele Guastini 
comenzó relatando que por la mañana había explicado a sus alumnos que 
con muchos meses de anticipación había sido invitado para esa tarde a 
dirigir una sesión de seminario para los profesores de filosofía en una 
universidad pontificia, precisamente el mismo día en que Benedicto XVI 
debía haber visitado la Universidad La Sapienza, si no lo hubiese 
impedido la oposición de un grupo de docentes.
      El
 discurso preparado por el actual Romano Pontífice, que es un profesor 
universitario emérito, fue leído por un miembro de la comunidad 
académica. En ese texto Benedicto XVI reflexiona sobre la misión de las 
cuatro facultades de la universidad medieval: medicina, derecho, 
filosofía y teología. Sus consideraciones acerca de la relación entre 
teoría y praxis, y entre fe y racionalidad, se mueven entre el pasado y 
la actualidad y revelan una característica muy acusada ya en el profesor
 Joseph Ratzinger: su pensar siempre al hilo de la historia. La armonía 
entre la reflexión racional y la fe no es algo alcanzable de una vez por
 todas. Es más bien una tarea a realizar en cada generación para 
responder a las nuevas circunstancias y a las posibles rupturas que van 
surgiendo.
      Recuerdo
 sólo algunos de los momentos de una historia tan dilatada en los 
siglos, que menciona en sus escritos Benedicto XVI. En el Antiguo 
Testamento, varios escritos proféticos razonan sobre la verdad de que el
 Dios del pueblo elegido es el único Dios y, por tanto, el Dios de todos
 los hombres, el Creador del mundo entero. El Espíritu Santo inspira a 
los profetas y al pueblo para ahondar en la universalidad de su Dios y 
surge así una reflexión racional y religiosa que se dirige a toda la 
humanidad. También los libros sapienciales y la traducción de la Biblia 
hebrea a la lengua griega a cargo de los Setenta sabios en Alejandría 
contienen una fecunda colaboración de la fe judía con la racionalidad 
helénica.
      En
 el Nuevo Testamento, escrito todo él en la forma común (koiné) de la 
lengua griega, esa armonía prosigue su camino. Es sabido que la Galilea 
del tiempo de Jesús estaba fuertemente helenizada, sobre todo en sus 
núcleos urbanos, e incluso es posible que Cristo hablase en griego en 
algunas ocasiones, por ejemplo con Pilatos en el proceso civil de su 
condena[1].
 Sin embargo le correspondió especialmente a San Pablo, hombre de tres 
culturas —judía, helénica y romana—, la tarea de realizar en concreto, 
en el ambiente de los gentiles y especialmente en Europa, la 
universalidad ínsita en la misma persona de Jesucristo.
      Luego
 ante las filosofías neoplatónicas, en las que religión y filosofía 
estaban unidas de modo inseparable, los Padres presentan “la fe 
cristiana como la verdadera filosofía, subrayando también que esta fe 
corresponde a las exigencias de la razón que busca la verdad; que la fe 
es el "sí" a la verdad, con respecto a las religiones míticas, que se 
habían convertido en mera costumbre”[2].
      Siglos
 después llegan los escritos filosóficos de Aristóteles en su integridad
 a las nacientes universidades medievales. Estaban presentes también las
 especulaciones judías y árabes continuadoras de la filosofía griega. El
 cristianismo establece entonces un nuevo diálogo con la razón de los 
demás, y lucha una vez más por su propia racionalidad.
      “Históricamente,
 es mérito de santo Tomás de Aquino —ante la diferente respuesta de los 
Padres a causa de su contexto histórico— el haber puesto de manifiesto 
la autonomía de la filosofía y, con ello, el derecho y la 
responsabilidad propios de la razón que se interroga basándose en sus 
propias fuerzas”[3].
      En
 su lúcido y valiente discurso académico en la Universidad de Ratisbona,
 del 12 de septiembre de 2006, Benedicto XVI analiza otra fase del 
diálogo entre razón y fe: el programa de deshelenización del 
cristianismo en la Reforma del siglo XVI, en la teología liberal de los 
siglos XIX y XX (Adolf von Harnack) y en su fase actual.
      En
 su razonada conclusión reafirma la importancia decisiva del encuentro 
entre la fe cristiana y el helenismo. Algunos sostienen hoy que “la 
síntesis con el helenismo en la Iglesia antigua fue una primera 
inculturación, que no debería ser vinculante para las demás culturas. 
Éstas deberían tener derecho a volver atrás, hasta el momento previo a 
dicha inculturación, para descubrir el mensaje puro del Nuevo Testamento
 e inculturarlo de nuevo en sus ambientes respectivos. Esta tesis no es 
del todo falsa, pero sí rudimentaria e imprecisa (...) Ciertamente, en 
el proceso de formación de la Iglesia antigua hay elementos que no deben
 integrarse en todas las culturas. Sin embargo, las opciones 
fundamentales que atañen precisamente a la relación entre la fe y la 
búsqueda de la razón humana forman parte de la fe misma, y son un 
desarrollo acorde con su propia naturaleza”[4].
      El
 debate sobre la helenización del cristianismo es sólo uno de los puntos
 de contraste entre la fe cristiana y la razón moderna. Pero existen 
otros aspectos, entre los que destacan el proceso a Galileo, el 
encerramiento de la religión dentro de los límites de la razón pura a 
cargo de Kant, el enfrentamiento de la fe de la Iglesia con el 
liberalismo radical. Así lo expone el Santo Padre en otro importante 
discurso dedicado en gran parte a las relaciones entre razón y Fe, que 
tuvo lugar en el tradicional encuentro con la Curia Romana con ocasión 
de las fiestas de Navidad, el 22 de diciembre de 2005.
      También
 en esta reflexión de Benedicto XVI las oposiciones entre razón y Fe 
aparecen en la fluidez del dinamismo histórico. En concreto, después de 
un periodo de conflicto más fuerte, acontece un acercamiento mutuo, ya 
avanzada la edad moderna. Por parte de la racionalidad moderna, los 
cambios son: en el plano político surge otro modelo de Estado moderno 
fruto de la revolución de Estados Unidos, y en el campo científico, las 
ciencias naturales reflexionan sobre sus propios límites. Por parte de 
los creyentes, se desarrolla una doctrina social católica y algunos 
políticos católicos muestran con los hechos la posibilidad de un Estado 
moderno laico, pero no laicista.
      El
 Concilio Vaticano II opera una reconciliación de la Fe con las ciencias
 naturales y con el método histórico-crítico, y define de modo nuevo la 
relación entre Iglesia y Estado moderno, entre la libertad y la 
tolerancia en relación con otras religiones y sobre todo con la fe de 
Israel. De este modo los documentos conciliares determinan la dirección 
esencial para una nueva relación positiva entre razón y fe. “El paso 
dado por el Concilio hacia la edad moderna, que de un modo muy impreciso
 se ha presentado como "apertura al mundo", pertenece en último término 
al problema perenne de la relación entre la fe y la razón, que se vuelve
 a presentar de formas siempre nuevas”[5].
      Desde
 esta perspectiva se alcanza a ver cómo la Encíclica “Fides et ratio” se
 enfrenta a una grave amenaza para el Occidente: la aversión hacia los 
interrogantes fundamentales de la existencia humana y de la realidad 
entera, la renuncia a alcanzar la verdad, el cansancio ante el 
razonamiento. “En el diálogo de las culturas —dice Benedicto XVI en la 
universidad de Ratisbona— invitamos a nuestros interlocutores a este 
gran logos, a esta amplitud de la razón. Redescubrirla constantemente 
por nosotros mismos es la gran tarea de la universidad”[6].
      Concluyendo
 este primer punto, se puede afirmar que Benedicto XVI ha proseguido la 
reflexión de “Fides et ratio” tanto en sus aspectos históricos como en 
algunos puntos de gran actualidad, poniendo de relieve los elementos 
racionales contenidos en la fe e invitando a todos a examinarlos. A la 
vez en muchas ocasiones anima a las universidades a afrontar 
valientemente estas cuestiones fundamentales[7].
2. La colaboración entre la Fe y la racionalidad en los saberes y en las profesiones.
      Poco
 después de la publicación de “Fides et ratio”, en el ejercicio de mi 
labor universitaria, informada por la luz fundacional del Opus Dei de 
difundir la llamada universal a la santidad mediante la santificación 
del trabajo profesional ordinario, un grupo de profesionales —médicos, 
abogados, ingenieros, profesores, entrenadores deportivos, etc.— me 
pidió unas sesiones de comentario sobre la encíclica. Esa invitación me 
llevó a preguntarme de modo expreso: ¿Qué dice “Fides et ratio” a los 
profesionales y a los que cultivan las diversas ciencias?
      Esta
 pregunta me ha acompañado en mi trabajo a lo largo de estos diez años. 
Se trataba de releer el texto de Juan Pablo II para encontrar las claves
 fundamentales referentes a las ciencias particulares. Como es lógico, 
la encíclica trata con más extensión y detalle las relaciones entre fe y
 racionalidad en el plano de los saberes más universales: la filosofía y
 la teología. Sin embargo contiene además algunas indicaciones profundas
 sobre otros saberes, porque la fe no está en contacto sólo con la 
racionalidad filosófica, sino también con las ciencias particulares 
teóricas y prácticas.
      Juan
 Pablo II, con su rico bagaje intelectual universitario, mira a la 
sabiduría filosófica en su conexión con las ciencias y expone la 
necesidad de que “la filosofía encuentre de nuevo su dimensión sapiencial
 de búsqueda del sentido último y global de la vida” (FR 81). De este 
modo ejercitará la función crítica de ayudar a las diversas ramas del 
saber científico a conocer su fundamento y su límite. Además podrá ser 
la “última instancia de unificación del saber y del obrar humano, 
impulsándolos a avanzar hacia un objetivo y un sentido definitivos” (FR 
81).
      Esta
 dimensión sapiencial es hoy indispensable, “en la medida en que el 
crecimiento inmenso del poder técnico de la humanidad requiere una 
conciencia renovada y aguda de los valores últimos” (FR 81). Estas 
tareas requieren “una filosofía de alcance auténticamente metafísico,
 capaz de trascender los datos empíricos para llegar, en su búsqueda de 
la verdad, a algo absoluto, último y fundamental” (FR 83).
      A
 Juan Pablo II le preocupa la fragmentación del saber y de modo especial
 sus consecuencias de ruptura de la unidad interior del hombre[8].
 Está convencido de que “el hombre es capaz de llegar a una visión 
unitaria y orgánica del saber” (FR 85) y de que éste es uno de los 
cometidos que el pensamiento cristiano deberá afrontar a lo largo del 
tercer milenio (Cfr FR 85). La mención del milenio actual indica una 
conciencia de que se trata de un proceso intelectual y cultural largo y 
difícil.
      Hacia
 el final de la encíclica Juan Pablo II anima a los científicos y a los 
filósofos. A los investigadores científicos, a los que tanto debe la 
humanidad por el desarrollo actual, les exhorta a “continuar en sus 
esfuerzos permaneciendo siempre en el horizonte sapiencial en el 
cual los logros científicos y tecnológicos están acompañados por los 
valores filosóficos y éticos, que son una manifestación característica e
 imprescindible de la persona humana” (FR 106).
      También
 alienta a los creyentes dedicados a la filosofía: en este caso, para 
que “iluminen los diversos ámbitos de la actividad humana con el 
ejercicio de una razón que es más segura y perspicaz por la ayuda que 
recibe de la fe” (FR 106).
      Estos
 son algunos de los estímulos de la importante encíclica, que plantean 
cuestiones de peso para una mejor cooperación entre Fe y razón. Uno de 
ellos se refiere a la dispersión de los conocimientos Pero ¿qué 
significa fragmentación y unidad del saber? Ciertamente, la 
especialización es necesaria para el progreso humano. Eso lleva consigo 
la multiplicación de las ciencias, con sus propios métodos y lenguajes. 
Cuando hablamos de fragmentación añadimos algo más. Indicamos un modo de
 vivir la especialización y la sectorialidad, en el que faltan 
instrumentos para no alejarse de la unidad variada de la realidad entera
 y no perder de vista un punto tan central como es la persona humana. Si
 se cae en el aislamiento y no se cultiva la colaboración con los 
saberes vecinos y con aquellos que son más universales —la filosofía y 
la teología—, ¿no se corre el riesgo de considerar la propia parte como 
si fuese el todo y de absolutizar el propio método, imaginándolo como el
 único o el mejor?
      Un
 modo importante de superar la fragmentación es tener siempre como 
referencia fundamental a la persona —el “derecho humano subsistente”, en
 la célebre fórmula de Antonio Rosmini—, a cada ser humano, mujer u 
hombre, niño o anciano, de cualquier raza, cultura, condición económica,
 sano, enfermo, discapacitado.
      Eso
 explica la atención concedida a la dimensión ética de las profesiones y
 del obrar científico y técnico. En algunos casos asistimos al 
nacimiento de nuevas disciplinas: además de la bioética, surgen la 
tecnoética, la roboética, la neuroética, etc. En muchos países se 
reflexiona sobre los códigos deontológicos de los diversos colegios 
profesionales. Junto a ellos nacen nuevas disciplinas, como el 
bioderecho y luego la biopolítica, que a veces quiere suplantar la ética
 y el derecho.
      Junto
 a los efectos positivos de esta reflexión ética, se plantean algunas 
preguntas: ¿es suficiente el planteamiento ético, jurídico y político? 
¿no convendría reflexionar más sobre la naturaleza misma de cada uno de 
los saberes y de las profesiones, en su estatuto antropológico y 
epistemológico? ¿la ética de una profesión o de un saber no se deriva de
 lo que esa profesión es en sí misma?
      En
 algunos países muchos profesionales manifiestan una inquietud por la 
debilitación de su conciencia personal de la dignidad de su trabajo. 
Como ustedes, he advertido esa desazón en conversaciones con médicos, 
juristas, políticos, ingenieros, farmacéuticos, militares, etc. No se 
trata sólo de una cuestión ética en algunos casos límite, sino también 
de la conciencia y del reconocimiento social de la identidad de la 
profesión.
      A
 mi modo de ver, la ética presupone e incluye una reflexión sobre la 
naturaleza misma del propio saber y profesión. Teniendo la mirada fija 
en la persona, la carrera universitaria de derecho comprende en muchas 
facultades desde hace siglos una filosofía del derecho. En bastantes 
lugares también los estudios universitarios de medicina incluyen una 
filosofía de la medicina, hoy día a veces como parte de las llamadas 
“humanidades biomédicas”. En estas materias se tratan aspectos 
epistemológicos: ¿qué tipo de saber es el derecho? ¿es teórico y 
práctico a la vez? ¿qué significa “lo justo”? Pero también dimensiones 
antropológicas: la función de la justicia en la sociedad humana, las 
repercusiones educativas de la ley humana, etc. O en el caso de la 
medicina: ¿qué es la salud y qué es la enfermedad en el conjunto de la 
persona humana entera? ¿cuál es la función del médico?
      Estas
 preguntas llevan a delimitar bien los niveles de conocimiento. Elaborar
 una filosofía de la medicina, de la técnica o de la ingeniería, de la 
comunicación, de la formación, etc. como saber y como profesión permite 
encarar explícitamente cuestiones de algún modo presupuestas por la 
ética y puede facilitar el debate público para que no se centre 
exclusivamente en las posiciones éticas, cuando estas son consideradas 
erróneamente como elecciones subjetivas.
      En
 este sentido, es muy necesario defender el derecho a la objeción de 
conciencia, pero es también muy importante la elaboración de 
argumentaciones rigurosas y concretas sobre los problemas, sin limitarse
 a una genérica apelación a una visión humanista cristiana. 
Recientemente la profesora Natalia López Moratalla ha dicho con acierto 
que en muchos casos en realidad no es una objeción de conciencia, en 
nombre de una convicción individual, sino una “objeción de ciencia”, 
porque se basa en conocimientos científicos. Por ejemplo, la presencia 
de un nuevo ser humano se basa en la aparición de un nuevo DNA[9].
      Una
 filosofía del propio saber puede ser un modo de concretar las 
indicaciones de Juan Pablo II sobre la función crítica de la filosofía 
para ayudar a las diversas ramas del saber científico a conocer su 
fundamento y su límite —aspecto epistemológico— y la función de 
unificación del saber y del obrar humano, impulsándolos a avanzar hacia 
un objetivo y un sentido definitivos —aspecto antropológico más amplio.
      Conocer
 bien la especificidad del propio método científico de investigación 
lleva a ver sus ventajas, su campo de aplicación y sus límites, es decir
 aquello para lo que no está pensado ni capacitado[10].
 Reflexionar explícitamente sobre la peculiar conjunción de ciencia y de
 arte práctica en las diversas profesiones es también una contribución 
al progreso humano.
3. El papel de la filosofía y de la teología
      Entramos
 en el tercero y último punto, más breve. En realidad en el punto 
anterior he hablado casi sólo de filosofía y lo he hecho con un estilo 
más bien aristotélico, por cierto apreciado por pensadores como R. 
Carnap, J.-F. Lyotard o J. Habermas[11]. Es decir, partiendo de las ciencias particulares ir hacia un examen responsable de los presupuestos.
      Es
 bien sabido que una respuesta a la fragmentación han sido los programas
 de investigación interdisciplinares. La rígida separación plurisecular 
entre las facultades universitarias ha  sido bien criticada hace pocos 
años por A. MacIntyre[12].
 Desde hace algunos años tiende lentamente a ser superada, pero en 
algunas ocasiones con escasa participación de la filosofía 
—especialmente en su dimensión metafísica— y muchas veces con la 
ausencia de la teología.
      En
 el ya citado discurso a la Universidad La Sapienza, Benedicto XVI 
recuerda que en las universidades medievales a las Facultades de 
filosofía y de teología “se encomendaba la búsqueda sobre el ser hombre 
en su totalidad y, con ello, la tarea de mantener despierta la 
sensibilidad por la verdad. Se podría decir incluso que este es el 
sentido permanente y verdadero de ambas Facultades: ser guardianes de la
 sensibilidad por la verdad, no permitir que el hombre se aparte de la 
búsqueda de la verdad”[13].
      No
 es fácil expresar esa misión de la sabiduría de manera más bella. Sin 
embargo, a renglón seguido el Santo Padre se pregunta: “¿cómo pueden 
dichas Facultades cumplir esa tarea? Esta pregunta exige un esfuerzo 
permanente y nunca se plantea ni se resuelve de manera definitiva. En 
este punto, pues, tampoco yo puedo dar propiamente una respuesta. Sólo 
puedo hacer una invitación a mantenerse en camino con esta pregunta, en 
camino con los grandes que a lo largo de toda la historia han luchado y 
buscado, con sus respuestas y con su inquietud por la verdad, que remite
 continuamente más allá de cualquier respuesta particular”[14].
      Sobre
 la filosofía he intentado decir algo de lo que puede significar ese 
“mantenerse en camino con esta pregunta, en camino con los grandes”. 
Pero ¿y la teología? ¿cómo puede hacerlo?
      Porque
 el filosofar sigue un camino ascendente, o si se quiere hacia abajo 
examinando los fundamentos, pero siempre partiendo de la experiencia 
ordinaria y de las ciencias particulares. Por eso he propuesto “pensar 
junto a los científicos”, como deseaba Karl Jaspers[15].
 Luego se puede volver al punto de partida con una nueva luz. En 
Sant’Ivo alla Sapienza, la Iglesia de la primera universidad de Roma, 
hay una bellísima y singular cúpula de Borromini, que asciende en 
movimiento espiral hasta el punto más alto, en el que está la Cruz que 
corona toda iglesia. Una representación magnífica de la sabiduría: volar
 como las águilas en un camino circular siempre hacia arriba y luego 
descender. Ese recorrido se puede subir y bajar. Lo específico de la 
filosofía es la ascensión ardua.
      En
 cambio la teología cristiana, como participación de la misma ciencia 
divina, considera la realidad creada desde Dios. Sigue por tanto de suyo
 un orden descendente e ilumina desde lo alto. Sin embargo esa 
participación de la Sabiduría, a causa de la limitación de la 
inteligencia humana, necesita del ejercicio de la racionalidad, 
especialmente de los argumentos de razón a nivel filosófico[16].
      La
 gran novedad de la teología se concentra en Cristo, Hijo Unigénito del 
Padre que ha asumido la naturaleza humana para salvarnos sobre todo con 
el máximo “exceso” del amor divino, que es la Cruz, seguida de la 
Resurrección a la Vida gloriosa. Especialmente con la Cruz y la 
Eucaristía se nos hace manifiesta la realidad sublime de la Filiación 
divina. Cristo crucificado y glorificado y presente en la historia 
revela plenamente qué es la persona humana y la verdad profunda de todo 
lo creado. Con palabras de la liturgia: lux in Cruce, requies in Cruce, gaudium in Cruce! «¡claridad en la Cruz, descanso en la Cruz, alegría en la Cruz!»[17]. La Cruz ilumina toda la realidad. Todos los saberes en su conjunto necesitan esta luz.
      Pero
 Dios no destruye el orden natural de la realidad que Él ha creado con 
amorosa sabiduría. La teología proyecta su luz en todo con la mediación 
de la filosofía. Como decía antes, no se trata de un defecto de la 
Revelación, sino de que la gracia no destruye la naturaleza sino que la 
sana y eleva a un estado más alto[18].
      Pero
 la sabiduría natural debe tener conciencia de los propios límites. 
Sabiduría es también apertura al misterio. “La filosofía, que por sí 
misma es capaz de reconocer el incesante trascenderse del hombre hacia 
la verdad, ayudada por la fe puede abrirse a acoger en la “locura” de la
 Cruz la auténtica crítica de los que creen poseer la verdad, 
aprisionándola entre los recovecos de su sistema. La relación entre fe y
 filosofía encuentra en la predicación de Cristo crucificado y 
resucitado el escollo contra el cual puede naufragar, pero por encima 
del cual puede desembocar en el océano sin límites de la verdad. Aquí se
 evidencia la frontera entre la razón y la fe, pero se aclara también el
 espacio en el cual ambas pueden encontrarse” (FR 23).
      Benedicto
 XVI lo ha expresado con una fórmula feliz y profunda: “Yo diría que la 
idea de santo Tomás sobre la relación entre la filosofía y la teología 
podría expresarse en la fórmula que encontró el concilio de Calcedonia 
para la cristología: la filosofía y la teología deben relacionarse entre
 sí "sin confusión y sin separación"”[19] .
      "Sin
 confusión" significa que ambas deben conservar su identidad propia. 
"Sin separación" implica que la filosofía no es fruto del sujeto 
pensante aislado, sino que se desarrolla en el gran diálogo de la 
sabiduría histórica, sin “cerrarse ante lo que las religiones, y en 
particular la fe cristiana, han recibido y dado a la humanidad como 
indicación del camino”[20]. 
      La
 fe y la teología son una fuerza purificadora para la razón misma, que 
la ayuda a ser más ella misma. El hombre es sanado y confortado por la 
fe, en cuanto sujeto que nace con la vocación a la verdad. Pero además 
el contenido de la Revelación amplía sus horizontes con la filiación 
divina y la identificación con Cristo, y le aclara también un panorama 
no inaccesible para la razón humana, pero difícil: el que se refiere a 
las realidades espirituales y personales, como quiso formularlo Romano 
Guardini[21].
      He
 mencionado la necesidad de la mediación filosófica para una eficaz 
iluminación de la teología en todos los campos científicos. Termino con 
el auspicio de que crezca en los nos dedicamos a la teología y a la 
filosofía la modestia y la apertura para escuchar a los que cultivan las
 ciencias particulares. También así se puede facilitar a los científicos
 que no se cierren a los niveles no empíricos de la realidad sino que 
vivan esa ampliación de la racionalidad que Benedicto XVI propone a 
todos, pero especialmente a las universidades como una gran aventura.
Lluís Clavell
(Inauguración del curso 2008-2009 en la Universidad Monteávila, Venezuela)
  Notas
    [1] Cfr. F. Varo, Rabí Jesús de Nazaret, 2005
    [2] Benedicto XVI, Discurso a la Universidad “La Sapienza” de Roma, 17 de enero de 2008.
    [3] Ib.
    [4] Benedicto XVI, Discurso en la Universidad de Ratisbona, 12 de septiembre de 2006.
    [5] Benedicto XVI, Discurso a la Curia Romana, 22 de diciembre de 2005.
    [6] Benedicto XVI, Discurso en la Universidad de Ratisbona, 12 de septiembre de 2006. 
    [7] Benedicto XVI, Discursos a la Universidad Católica del Sacro Cuore, 25 noviembre 2005, Universidad de Parma, 1 diciembre 2008. 
    [8]
 “El aspecto sectorial del saber, en la medida en que comporta un 
acercamiento parcial a la verdad con la consiguiente fragmentación del 
sentido, impide la unidad interior del hombre contemporáneo. ¿Cómo 
podría no preocuparse la Iglesia? Este cometido sapiencial llega a sus 
Pastores directamente desde el Evangelio y ellos no pueden eludir el 
deber de llevarlo a cabo” (FR 85)
    [9] Cfr. N. López Moratalla, Objeción de conciencia en la práctica médica, Aceprensa, 23 julio 2008
    [10] Cfr. J. Maritain, Distinguer pour unir: ou Les degrés du savoir, Paris, Desclée de Brouwer, 1932; M.A. Vitoria, El alcance cognoscitivo de la físico-matemática según Maritain, «Acta Philosophica» 15 (2006/II) 287-316
    [11] “El filósofo al que me siento más cercano es en definitiva Aristóteles”: J.-F. Lyotard, J.-L. Thébaud, Au juste. Conversations,
 Christian Bourgois, Paris 1979, p. 52, 58; “On the bases of later, more
 cautious analyses, the judgement was not applied to the main theses of 
those philosophers whose thinking had been in close contact with the 
science of their times, as in the cases of Aristotle and of Kant” (R. 
Carnap, in P.A.Schlipp (ed.), The Philosophy of Rudolf Carnap, La
 Salle, Open Court 1963, p. 875); “trascurando la linea aristotelica, 
con una rozza approssimazione, chiamo ‘metafisica’ quel pensiero, 
risalente a Platone, che è una forma d’idealismo filosofico e che, 
attraverso Plotino e il neoplatonismo, Agostino e Tommaso d’Aquino, 
Nicolò Cusano e Pico della Mirandola, Cartesio, Spinoza e Leibniz, 
giunge fino a Kant, Fichte, Schelling e Hegel” (J. Habermas, Il pensiero post-metafisico,
 Laterza 1991; originale del 1988), donde las primeras palabras muestran
 que Habermas deja fuera de su crítica a la filosofía aristotélica. 
    [12] Cfr. A. MacIntyre, Three rival versions of moral enquiry : encyclopaedia, genealogy, and tradition
 (Gifford lectures in the University of Edinburgh in 1988), University 
of Notre Dame Press, 1990. Existe una traducción castellana: Tres versiones rivales de la ética : enciclopedia, genealogía y tradición; presentación de Alejandro Llano, Rialp, Madrid 1992.
    [13] Benedicto XVI, Discurso a la Universidad “La Sapienza” de Roma, 17 de enero de 2008.
    [14] Ib.
    [15] Cfr. K. Jaspers, Perché la filosofia serve alla scienza e la scienza alla filosofia, in La filosofia dell'esistenza , tr. it. a cura di G. Penzo e U. Penzo Kirsch, Laterza, Roma-Bari 2002, pp. 5-14.
    [16] J. RASSAM, Thomas d'Aquin, PUF,
 París 1969, pp. 27s.: «Cependant le recours du théologien à la 
philosophie n'est facultatif ni superfétatoire. Car si ce n'est pas en 
raison de sa propre insuffisance que la théologie a besoin des autres 
sciences, elle est tout de meme tenue de les utiliser, en raison de la 
déficience de l'intellect humain, propter debilitatem intellectus nostri. (S. Th. I q. 1, a. 5, ad 1)”.
    [17] Palabras que san Josemaría Escrivá de Balaguer gustaba de repetir: cfr. J. Echevarría, Memoria del beato Josemaría Escrivá; entrevista con Salvador Bernal, Rialp, 2ª. ed.Madrid 2000.
    [18]
 Una simile associazione fra filosofia e teologia si fonda sull'adagio 
di san Tommaso: "Gratia non tollit, sed perfecit naturam", che si può 
interpretare:  la teologia non distrugge, bensì perfeziona la filosofia.
 A nostro avviso, non bisogna dunque intendere questo principio nel 
senso che occorre innanzitutto costruire la filosofia, opera della 
ragione, dicendo a se stessi che essa sarà in ogni modo confermata dalla
 grazia, ma in senso contrario: occorre avere l'audacia di credere alla 
Parola di Dio e affidarsi alla grazia, con la certezza che, lungi dal 
distruggere ciò che vi è di vero, di buono e di ragionevole nella 
filosofia, la grazia ci insegnerà a farlo nostro, a valorizzarlo, a 
perfezionarlo, pur rivelandoci una sapienza più profonda e vasta di 
qualsiasi pensiero umano, quella che dona lo Spirito Santo, che ci 
unisce alla persona di Cristo e alla sua Croce, insegnandoci a "vivere 
in Cristo". S. Pinckaers, Il posto della filosofia nella teologia morale. Riflessioni sull'enciclica di Giovanni Paolo II "Fides et ratio"/13 
    [19] Benedicto XVI, Discurso a la Universidad “La Sapienza” de Roma, 17 de enero de 2008 
    [20] Ib.
    [21] Cfr. R. Guardini, Spirito vivente (saggio del 1927), contenuto in Natura, Cultura, Cristianesimo, Morcelliana, Brescia 1983.
 
