Introducción
En
las modernas sociedades democráticas es posible y deseable una creciente
participación de los ciudadanos en la acción política, a través del ejercicio
del derecho al voto y de otras muchas formas de influir en la vida pública. Los
católicos, al mismo tiempo ciudadanos de la sociedad política y fieles de la
Iglesia, tienen el mismo derecho que los demás a participar en las decisiones
colectivas, pero además, por ser fieles, están obligados doblemente, en cuanto
ciudadanos y como cristianos, en conciencia, a aportar cuanto está a su alcance
en orden a edificar la ciudad temporal. San Pablo lo afirma explícitamente: “es
necesario estar sujeto (a la autoridad) no sólo por temor al castigo, sino
también por motivos de conciencia” (Rom 13, 5). Al invocar a la
conciencia, San Pablo enseña que no se es un buen cristiano, no se da a Dios lo
que es de Dios, si no se da al mismo tiempo al César lo que es del César[1]. Es el objeto de la virtud
de la solidaridad.
Hay
un hecho positivo que emerge con claridad en los últimos tiempos y es la
interdependencia entre los diversos países y culturas, que va más allá de los
meros intercambios comerciales y financieros, y que define la globalización de
los problemas y acontecimientos. Este hecho, sin más, nos convierte en
espectadores de los sucesos a escala mundial. Cuando se convierte en una
apelación a la propia conciencia, entonces el hecho adquiere relevancia moral.
Primero nos invita a ver el problema desde fuera y a juzgarlo con criterios
morales: guerras, hambres, migraciones en condiciones dramáticas, relaciones
Norte-Sur, etc., despiertan juicios éticos, pero en un primer momento, desde
una posición de tercera persona, vistos desde el exterior. Cuando se
produce el paso siguiente ─del ‘aquí hay un problema’ al ‘aquí tengo un
problema’─ el hecho se convierte en un dato moral personal, cuya respuesta
exige una conversión personal. En el caso de respuestas generosas y habituales
nos encontramos ante una virtud: es la virtud de la solidaridad. Y a la
virtud se oponen los pecados que, en este caso, proceden de dos vicios,
concretamente el afán de ganancia exclusiva y la sed de poder.
Esta es la “naturaleza real del problema al que nos enfrentamos en la
cuestión del desarrollo de los pueblos; es un mal moral, fruto de muchos
pecados que llevan a ‘estructuras de pecado’”[2]. El documento en el
que Juan Pablo II trata con más detenimiento de la solidaridad es, como
su título anuncia, la encíclica Sollicitudo rei socialis.
La
solidaridad no es un mero sentimiento de compasión o de indignación ante las
injusticias o desgracias que otros sufren. Así la define Juan Pablo II:
“Es
la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común;
es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente
responsables de todos. Esta determinación se funda en la firme convicción
de que lo que frena el pleno desarrollo es aquel afán de ganancia y aquella sed
de poder de que ya se ha hablado. Tales "actitudes y estructuras de
pecado" solamente se vencen ─con la ayuda de la gracia divina─ mediante
una actitud diametralmente opuesta: la entrega por el bien del prójimo
que está dispuesto a "perderse", en sentido evangélico, por el otro
en lugar de explotarlo, y a "servirlo" en lugar de oprimirlo para el
propio provecho (cf. Mt 10, 40-42; 20, 25; Mc 10, 42-45; Lc
22, 25-27)”[3].
En
concreto, “es sin duda una virtud cristiana”, precisamente por sus “numerosos
puntos de contacto entre ella y la caridad, que es signo distintivo de los
discípulos de Cristo”[4]. Tan importante que
sobre ella se funda la paz social y entre las naciones.
“El
ejercicio de la solidaridad dentro de cada sociedad es válido sólo
cuando sus miembros se reconocen unos a otros como personas. (...) De
aquí la importancia de despertar la conciencia religiosa de los hombres
y de los pueblos”[5].
“El
lema del pontificado de mi venerado predecesor Pío XII era Opus iustitiae
pax, la paz como fruto de la justicia. Hoy se podría decir, con la misma
exactitud y análoga fuerza de inspiración bíblica (cf. Is 32, 17; Sant
32, 17), Opus solidaritatis pax, la paz como fruto de la solidaridad.
“El
objetivo de la paz, tan deseada por todos, sólo se alcanzará con la realización
de la justicia social e internacional, y además con la práctica de las virtudes
que favorecen la convivencia y nos enseñan a vivir unidos, para construir
juntos, dando y recibiendo, una sociedad y un mundo mejor”[6].
El
bien común es competencia de todos los ciudadanos, si bien de distintas maneras
y con responsabilidades diversas. Así lo afirma el Catecismo de la Iglesia
Católica:
“Es
necesario que todos participen, cada uno según el lugar que ocupa y el papel
que desempeña, en promover el bien común. Este deber es inherente a la dignidad
de la persona humana”[7].
Porque
toda persona es corresponsable del bien común, debe vivir la virtud de la
solidaridad. Nadie puede ser marginado en la cooperación al bien común en la
medida de sus posibilidades: es algo que reclama la dignidad de la persona, y
que fundamenta el derecho al trabajo, con más profundidad que el mero tener
acceso a los medios económicos para la subsistencia. De la solidaridad se
podría afirmar que es “la clave de bóveda de todo un sistema de valores
alternativo a ese otro presidido por la competitividad (tan activo en nuestro
tiempo). La competitividad hace del otro un enemigo, al menos en potencia; la
solidaridad lo convierte en algo propio y objeto de mi propia responsabilidad.
Un mundo solidario sería, sin duda, un mundo diferente”[8]. Es un sueño propio de
quien tiene la fe cristiana, contemplar a los hombres como hijos de Dios,
hermanos de Jesucristo, templos del Espíritu Santo, de tal modo que
“conferirá a nuestra mirada sobre el mundo un
nuevo criterio para interpretarlo. (...) Se percibe a la luz de la fe un nuevo
modelo de unidad del género humano, en el cual debe inspirarse en última
instancia la solidaridad”[9].
Esta
virtud debe vivirse siempre, pero asume contenidos muy diversos. La mayoría de
los ciudadanos la ejercitarán “por la atención prestada a la educación de su
familia, por la responsabilidad en su trabajo”[10]; también, en la medida
de lo posible, tomando “parte activa en la vida pública”[11]. En cualquier caso, es
un deber moral que deriva de la misma dignidad del hombre. Especialmente es
tarea de los fieles laicos, consecuencia de su peculiar vocación dentro de la
Iglesia[12], contribuir a
construir según el querer de Dios las estructuras temporales. En el caso de que
estas estructuras claramente se opusieran al Reino de Dios[13], los laicos deben
esforzarse por “sanear las estructuras y los ambientes del mundo, si en algunos
casos algunas de sus costumbres incitan al pecado, de modo que sean conformes
con las normas de la justicia y favorezcan en vez de impedir la práctica de las
virtudes. Obrando así impregnarán de valores morales toda la cultura y las
realizaciones humanas”[14].Con gran realismo, la
Iglesia aconseja que esta tarea traten de llevarla a efecto los laicos de modo
colectivo. Poco podría lograr una persona aislada en esta labor, que es
cultural y debe llegar a toda la sociedad[15].
Orientaciones doctrinales
El
24 de noviembre de 2002, la Congregación para la Doctrina de la Fe presentó una
“Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la
conducta de los católicos en la vida política”, que fue aprobada por Juan
Pablo II en dicha fecha y publicada el 16 de enero de 2003. Al comienzo del
documento, se resumen en pocas frases lo esencial de la doctrina recibida
acerca de la actuación de los católicos en la vida pública: “Mediante el
cumplimiento de los deberes civiles comunes, «de acuerdo con su conciencia
cristiana» (Gaudium et spes, n. 76), en conformidad con los valores que
son congruentes con ella, los fieles laicos desarrollan también sus tareas
propias de animar cristianamente el orden temporal, respetando su naturaleza y
legítima autonomía (Gaudium et spes, n. 36), y cooperando con los demás
ciudadanos según la competencia específica y bajo la propia responsabilidad (Apostolicam
actuositatem, n. 7; Lumen gentium, n. 36; Gaudium et spes,
nn. 31 y 43). Consecuencia de esta fundamental enseñanza del Concilio Vaticano
II es que «los fieles laicos de ningún modo pueden abdicar de la
participación en la “política”; es decir, en la multiforme y variada acción
económica, social, legislativa, administrativa y cultural, destinada a promover
orgánica e institucionalmente el bien común» (Christifideles laici,
n. 42), que comprende la promoción y defensa de bienes tales como el orden
público y la paz, la libertad y la igualdad, el respeto de la vida humana y el
ambiente, la justicia, la solidaridad, etc.”[16].
En
este párrafo, se señalan criterios importantes que deben informar la actuación
política de los católicos:
a)
obrar de acuerdo con su conciencia cristiana; es decir, existe un deber de coherencia
entre la fe que se profesa y la actuación pública;
b)
respetar la naturaleza y legítima autonomía de las cosas temporales; o lo que
es lo mismo, se afirma sin reticencias la legítima laicidad del estado
que aparece como un valor positivo, exigencia de la misma naturaleza de la vida
política y que ha de ser admitida sin desconfianza o sospecha, criterio éste
clave para entender debidamente la cuestión que se trata de aclarar;
c)
actuar cooperando con los demás ciudadanos y bajo su propia responsabilidad, en
uso de su libertad personal.
Establecidos
estos tres principios, poco habría que añadir. Pero la realidad nos muestra que
de hecho existen dos posturas extremas que no alcanzan a comprenderlos y
asimilarlos: quienes militan bajo lo que propiamente puede calificarse de laicismo
intolerante[17]; y aquellos que se resisten a admitir la
laicidad del Estado, es decir, la autonomía legítima de los asuntos temporales.
Ambos extremos coinciden en negar la libertad auténtica de los católicos en la
vida pública y se apoyan ideológicamente en una radical desconfianza en la
razón humana para alcanzar la verdad del bien, verdad conectada con la del
hombre, es decir, con la antropología.
El laicismo y el clericalismo, enemigos de la libertad de
los cristianos
El
laicismo pretende en muchos casos como condición de la democracia un
cierto relativismo moral, que se hace evidente en la teorización y defensa del
pluralismo ético.
En
continuidad con el pensamiento de Rousseau, el neocontractualismo defiende la
identidad entre orden político justo y orden producto de la libertad de los
ciudadanos. El problema de las leyes justas se traslada desde el juicio acerca
de su contenido (valioso o perjudicial para el bien común) al procedimiento de
su elaboración: las leyes son justas, cualquiera que sea su resultado, cuando
se ha seguido en su confección una procedimiento justo. Y esto será así cuando
todos los ciudadanos han podido intervenir en su elaboración. De aquí que a
estas teorías se las suela llamar ética procedimental o procesal, ética
dialógica, etc.
El
primer momento del diálogo político ha de ocuparse de la igualdad de derechos
entre todos los ciudadanos. Sería el ámbito constitucional. Como afirma J.
Rawls, “cada persona posee una inviolabilidad fundada en la justicia que
incluso el bienestar de la sociedad como un todo no puede atropellar (...). Los
derechos asegurados por la justicia no están sujetos a regateos políticos ni al
cálculo de intereses sociales”[18]. Como puede verse,
afirmaciones todas anti-utilitaristas. A diferencia de los utilitaristas, el
procedimiento, la democracia, tiene prioridad sobre el bien. En orden a definir
el contenido concreto de los derechos de todo y de cada ciudadano, cada sujeto
interviniente ha de procurar despojarse de cualquier convicción previa, como
convicciones éticas o religiosas particulares, o determinados intereses a
defender: para ello, Rawls utiliza la expresión velo de ignorancia,
mediante el cual los ciudadanos se sitúan en una posición de imparcialidad o neutralidad
en relación con los temas que se traten. Esta disposición empática recuerda
mucho la figura del legislador de Rousseau.
En
un segundo momento, es justo aceptar la posibilidad de que la vida social
conduzca a desigualdades en el disfrute del poder o la riqueza entre los
diversos ciudadanos. Estas desigualdades son justas si: a) redundan en
beneficio de los menos favorecidos en la ‘lotería natural’; y b) si los cargos
o puestos vinculados a posiciones privilegiadas están abiertos a todos y no se
deben a situaciones de partida desiguales: es decir, si hay igualdad de
oportunidades entre todos.
En
este sentido, el agnosticismo y el relativismo respecto a la verdad (ética o
moral) se consideran como condición exigida por la justicia política, de tal
modo que su ausencia sería incompatible con la tolerancia exigida por una
sociedad democrática[19]. Como afirma Adela
Cortina, una democracia "no puede contar con una noción compartida de
bien común, sino con una sociedad pluralista, con distintas
concepciones de la vida buena; sociedad que, por tanto, no puede estar unida
sino por unos mínimos axiológicos o normativos, que posibilitan la convivencia
tolerante de las distintas formas de vida"[20]. Esta forma de pensar contradice frontalmente
la exigencia de buscar la justicia en la actividad política: “Servir al derecho
y combatir el dominio de la injusticia es y sigue siendo el deber fundamental
del político”[21]. Como pone de manifiesto Juan Pablo II en su
Encíclica Centesimus annus, n. 46:
“Hoy
se tiende a afirmar que el agnosticismo y el relativismo escéptico son la
filosofía y la actitud fundamental correspondientes a las formas políticas
democráticas, y que cuantos están convencidos de conocer la verdad, y se
adhieren a ella con firmeza no son fiables desde el punto de vista democrático,
al no aceptar que la verdad sea determinada por la mayoría o que sea variable
según los diversos equilibrios políticos”.
Hasta
aquí podríamos decir que el Papa hace una descripción precisa del pensamiento
de Rawls. Y a continuación añade la crítica:
“A
este propósito, hay que observar que, si no existe una verdad última, la cual
guía y orienta la acción política, entonces las ideas y las convicciones
humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder. Una
democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o
encubierto, como demuestra la historia.”
En
el fondo, se trata de una aplicación del problema general denunciado en Fides
et ratio, de la falta de confianza en la razón para conocer la verdad,
sobre todo en aquellos campos que sobrepasan la posibilidad de comprobación
empírica. Se trata no tanto de problemas particulares como de una mentalidad
difusa de “desconfianza radical en la razón”[22]. Esta misma
desconfianza aflora en “rebrotes peligrosos de fideísmo”[23], que en el campo de la
ética política derivaría en fundamentalismo o clericalismo. Como
explicaba recientemente Benedicto XVI, al referirse al reduccionismo que supone
un concepto de razón limitada al conocimiento experimentable, “aquello que no
es verificable o falsable no entra en el ámbito de la razón en sentido
estricto. Por eso, el ethos y la religión han de ser relegadas al ámbito
de lo subjetivo y caen fuera del ámbito de la razón en el sentido estricto de
la palabra. Donde rige el dominio exclusivo de la razón positivista ─y este es
en gran parte el caso de nuestra conciencia pública─ las fuentes clásicas de
conocimiento del ethos y del derecho quedan fuera de juego”[24].
El
cristiano —que está obligado en conciencia a admitir la legítima pluralidad de
opiniones temporales, precisamente por su concepción de la persona—, por la
misma razón no puede transigir en principios que afectan a la misma naturaleza
y papel fundacional de la vida social, que no son “negociables”[25]. De hecho, la misma
democracia, como afirma la Nota citada, “sólo se hace posible en la
medida en que se funda sobre una recta concepción de la persona”[26]. El documento de la
Congregación para la Doctrina de la Fe apela a la historia del siglo XX como
prueba de que la tesis relativista es falsa, y de que la vida social exige unas
certezas éticas derivadas de la misma naturaleza del ser humano, que deben
imperar la política y la vida social[27].
El
clericalismo, a su vez, entiende que la misión del cristiano en el mundo
consiste en trasladar las exigencias morales religiosas a las estructuras
legislativas de los estados. Dicho de otro modo, las prohibiciones morales
absolutas de origen religioso deberían automáticamente convertirse en prohibiciones
legales. La moral cristiana debería traducirse, en lo que afecta a la vida
social, en ley civil. Esta visión clerical contradice el pensamiento cristiano:
“Contrariamente a otras grandes religiones, el cristianismo nunca ha impuesto
al Estado y a la sociedad un derecho revelado, un ordenamiento jurídico
derivado de una revelación. En cambio, se ha remitido a la naturaleza y a la
razón como verdaderas fuentes del derecho, se ha referido a la armonía entre
razón objetiva y subjetiva, una armonía que, sin embargo, presupone que ambas
esferas estén fundadas en la Razón creadora de Dios. Así, los teólogos
cristianos se sumaron a un movimiento filosófico y jurídico que se había
formado desde el siglo II a. C. En la primera mitad del siglo segundo precristiano,
se produjo un encuentro entre el derecho natural social, desarrollado por los
filósofos estoicos y notorios maestros del derecho romano (Orígenes, Contra
Celso, 428). De este contacto, nació la cultura jurídica occidental, que ha
sido y sigue siendo de una importancia determinante para la cultura jurídica de
la humanidad. A partir de esta vinculación precristiana entre derecho y
filosofía se inicia el camino que lleva, a través de la Edad Media cristiana,
al desarrollo jurídico de la Ilustración, hasta la Declaración de los derechos
humanos”[28].
Desde
la filosofía, Robert Spaemann sostiene el mismo principio, aplicado en
particular al problema de las leyes abortistas: "Al deber incondicionado
de abstenerse en todo caso de matar directa e intencionalmente a un hombre
inocente ─es decir, a la prohibición moral absoluta, sin excepciones, del
aborto─ no corresponde un idéntico deber incondicionado del Estado de impedir
cualquier acción de matar"[29]. Entre la moral y el
derecho debe mediar una filosofía política. Incluso cuando las cuestiones
políticas tocan sus creencias religiosas, eso no exime a los creyentes de tener
que pensar, sino todo lo contrario, acerca de cómo argumentar sobre un problema
social concreto en términos de razón natural, buscando la solución más acorde
con la justicia.
Los
clericales teologizan la política cuando convierten los problemas políticos y
sociales en cuestiones teológicas y, de rechazo, rebajan la teología al nivel
de una ideología. Muchos cristianos no saben argumentar en problemas sociales
y, o los convierten en problemas confesionales y ante ellos nada hay ya que
pensar, o los ignoran, como si no tuviesen nada que ver con ellos. Estas dos
posturas, bastante extendidas, carecen de un correcto concepto tanto de la
autonomía y capacidad de la razón como de la laicidad del Estado.
La laicidad del Estado
La
laicidad debe ser considerada como un logro de la civilización, estrechamente
conectado con el derecho a la libertad religiosa, entendido como un derecho
humano originario y, como tal, defendido por la Iglesia. En este sentido, la
citada Nota de la Congregación para la Doctrina de la Fe es terminante: “la
laicidad entendida como autonomía de la esfera civil y política de la esfera
religiosa y eclesiástica ─nunca de la esfera moral─ es un valor
adquirido y reconocido por la Iglesia, y pertenece al patrimonio de
civilización alcanzado”(n. 6).
Ángel
Rodríguez Luño resume en tres puntos lo que se entiende por laicidad, en el
artículo ya mencionado:
1. La política no es separable de la moral, pues
mira esencialmente al bien común, que comprende la promoción y la tutela de los
bienes que conciernen a la vida en sociedad de los seres humanos, como la paz,
la libertad, la justicia, el respeto a la vida humana y al ambiente natural, la
solidaridad, etc.
2. La sociedad política y la comunidad religiosa
son entidades de distinta naturaleza, pues tienen fines diversos, y también lo
son sus medios y los ámbitos de competencia de sus respectivas autoridades. El
punto de encuentro se da en la intimidad de la persona, en el reducto más
profundo de su libertad, que es la conciencia. Pero esto no afecta al hecho de
su respectiva autonomía. Como afirmó el entonces Cardenal Ratzinger, “la
política pertenece a la esfera de la razón, razón común a todos, la razón
natural”[30].
3. Por último, laicidad del Estado no significa
irreligiosidad, agnosticismo o ateísmo del Estado. El Estado laico reconoce la
importancia y el papel tanto del fenómeno religioso como de las convicciones
religiosas de los ciudadanos y de las tradiciones religiosas de los pueblos, de
las que no puede convertirse en promotor ni juez, siempre que se respeten las
justas exigencias del orden público (cfr Dignitatis humanae, n. 6).
En
consecuencia, nos encontramos con un doble orden de valores, que deben ser
apreciados y defendidos por los católicos, aunque de distinta manera: los
estrictamente confesionales, que pertenecen al ámbito de la conciencia de cada
uno y en los que el poder público carece de toda competencia; y el de aquellos
que no son confesionales porque pertenecen al orden de la ley natural, aunque
sean promovidos y defendidos por la Iglesia en cumplimiento de su misión de
servir al hombre y a la sociedad humana.
Respecto
a los valores confesionales, no se presentan graves problemas en las sociedades
occidentales: el derecho a la libertad religiosa está recogido en la
generalidad de los ordenamientos constitucionales de los estados democráticos.
En
los que entran dentro del ámbito de la ley natural, la Iglesia siempre ha
defendido la autonomía respecto a la Revelación de las cuestiones temporales,
que entran, por tanto, dentro del campo de la razón natural. “Para el
desarrollo del derecho, y para el desarrollo de la humanidad, ha sido decisivo
que los teólogos cristianos hayan tomado posición contra el derecho religioso,
requerido por la fe en la divinidad, y se hayan puesto de parte de la
filosofía, reconociendo a la razón y la naturaleza, en su mutua relación, como
fuente jurídica válida para todos. Esta opción la había tomado ya san Pablo
cuando, en su Carta a los Romanos, afirma: “Cuando los paganos, que no
tienen ley [la Torá de Israel], cumplen naturalmente las exigencias de la ley,
ellos... son ley para sí mismos. Esos tales muestran que tienen escrita en su
corazón las exigencias de la ley; contando con el testimonio de su conciencia…”
(Rm 2,14s.)”[31].
Esto
no significa que el cristiano, al juzgar de las cuestiones sociales y
políticas, deba prescindir de su fe. “La fe ayuda a una razón enferma, pero no
la suplanta sino que la asiste para que sea ella misma”[32] . La fe corrige los
excesos y los errores de la razón y la orienta en las cuestiones más difíciles
y oscuras, pero no la elimina. Habermas pone un ejemplo de enriquecimiento de
la cultura moderna que tiene su origen en una verdad revelada: “La traducción
de que el hombre es imagen de Dios a la idea de una igual dignidad de todos los
hombres que hay que respetar incondicionalmente es una de esas traducciones
salvadoras (que salvan el contenido religioso traduciéndolo a filosofía). Es
una de esas traducciones que, allende los límites de una determinada comunidad
religiosa, abre el contenido de los conceptos bíblicos al público universal de
quienes profesan otras creencias o de quienes simplemente no son creyentes”[33].
Más
completo, pero dentro del mismo razonamiento, es lo que enseñaba Benedicto XVI
en Berlín: “Sobre la base de la convicción de la existencia de un Dios creador,
se ha desarrollado el concepto de los derechos humanos, la idea de la igualdad
de todos los hombres ante la ley, la conciencia de la inviolabilidad de la
dignidad humana de cada persona y el reconocimiento de la responsabilidad de
los hombres por su conducta. Estos conocimientos de la razón constituyen
nuestra memoria cultural. Ignorarla o considerarla como mero pasado sería una
amputación de nuestra cultura en su conjunto y la privaría de su integridad. La
cultura de Europa nació del encuentro entre Jerusalén, Atenas y Roma; del
encuentro entre la fe en el Dios de Israel, la razón filosófica de los griegos
y el pensamiento jurídico de Roma. Este triple encuentro configura la íntima identidad
de Europa. Con la certeza de la responsabilidad del hombre ante Dios y
reconociendo la dignidad inviolable del hombre, de cada hombre, este encuentro
ha fijado los criterios del derecho; defenderlos es nuestro deber en este
momento histórico”[34].
Pero
simultáneamente, también la razón debe ejercer el papel de filtro respecto a la
religión, para corregir sus posibles excesos. “Habíamos visto que hay
patologías en la religión que son altamente peligrosas y que hacen necesario
considerar la luz divina que representa la razón, por así decir, como un órgano
de control, desde el que y por el que la religión ha de dejarse purificar y
ordenar una y otra vez, cosa que era por lo demás la idea de los Padres de la
Iglesia. Pero en nuestras consideraciones hemos obtenido también que (aunque la
humanidad no sea por lo general hoy consciente de ello) hay también patologías
de la razón, hay una hybris de la razón que no es menos peligrosa, sino
que representa una amenaza aún mayor a causa de su potencial eficiencia: la
bomba atómica, el hombre como producto. Por tanto, y a la inversa, hay también
que amonestar a la razón a reducirse a sus límites y a aprender y a disponerse
a prestar oídos a las grandes tradiciones religiosas de la humanidad. Si la
razón se emancipa por completo y se desprende de tal disponibilidad a aprender
y se sacude tal correlacionalidad o se desdice de tal correlacionalidad, la
razón se vuelve destructiva”[35].
Con
el fin de orientar a los católicos en los principios morales que no pueden ser
transgredidos por afectar gravemente a los derechos de la persona, la Nota
de la Congregación para la Doctrina de la Fe los enumera. Cuando la acción
política, como en el caso del aborto, “tiene que ver con principios morales que
no admiten derogaciones, excepciones o compromiso alguno, es cuando el empeño
de los católicos se hace más evidente y cargado de responsabilidad” (n. 4). La Nota
hace un elenco de estos principios morales irrenunciables: las leyes que
entienden del aborto y la eutanasia, y las que afectan al embrión humano; las
relativas al matrimonio y la familia; las relativas al derecho de los padres a
educar a sus hijos; a la tutela social de los menores y a la liberación de las
víctimas de las modernas formas de esclavitud, como son las drogas y la
explotación de la prostitución; el derecho a la libertad religiosa y al
desarrollo de una economía al servicio de la persona; y, finalmente, la
búsqueda constante de la paz, como “obra de la justicia y efecto de la caridad”
(CCE, 2304). En este sentido, los católicos “tienen la ‘precisa obligación de
oponerse’ a toda ley que atente contra la vida humana” (n. 4). No es una
excepción a este principio la situación contemplada en Evangelium vitae,
n. 73, en el que un católico puede apoyar una ley, aun injusta, que limite los
efectos nocivos de una ley abortista anterior: no se trata de apoyar “un mal
menor”, sino de limitar un mal, lo que es un bien, siempre que quede clara su
oposición personal al aborto[36].
No
es suficiente una modificación de las estructuras de convivencia si no se
apoyan en una cultura capaz de acoger, justificar y proyectar los principios
éticos fundamentales en un lenguaje cultural común a todos los ciudadanos. Por
ejemplo, de poco serviría lograr una modificación de la ley de reproducción
asistida si no se justificase sólidamente sobre un claro convencimiento de que
representa un avance en el respeto a la dignidad del ser humano, y no un
triunfo de la resistencia de los católicos a aceptar las consecuencias del
progreso científico de la humanidad, como piensan erróneamente a menudo incluso
muchos católicos. Y lo mismo podría decirse de la defensa de la estabilidad del
matrimonio, del derecho de los padres a la educación de sus hijos, de la
verdadera naturaleza del matrimonio monógamo entre un hombre y una mujer, del
respeto a la vida humana desde la concepción a la muerte natural, de la defensa
de la naturaleza, etc. Es toda una tarea pendiente la formación de los
católicos para que, ciudadanos de las dos ciudades, sepan desenvolverse con
naturalidad y sin complejos, en un mundo que les es propio y al mismo tiempo
común con todos los demás hombres, sus iguales.
Notas
[1] Cfr Ángel Rodríguez Luño, Laicità e pluralismo, en "L’Osservatore Romano" 24-I-2003.
[2] Juan Pablo II, Enc. Sollicitudo rei socialis, n. 37.
[3] Ibidem, n. 38.
[4] Ibidem, n. 40.
[5] Ibidem, n. 39.
[6] Ibidem, n. 39.
[7] CCE, n. 1913.
[8] I. Camacho, Creyentes en la vida pública, Madrid 1995, p.134.
[9] Juan Pablo II, Enc. Sollicitudo rei socialis, n. 40.
[10] CCE, n. 1914
[11] CCE, n. 1915
[12] Cfr Lumen gentium, n. 31.
[13] “Como la levadura en la masa, la novedad del Reino debe fermentar la tierra con el Espíritu de Cristo (cfr. Apostolicam actuositatem, 5). Debe manifestarse por la instauración de la justicia en las relaciones personales y sociales, económicas e internacionales, sin olvidar jamás que no hay estructura justa sin seres humanos que quieran ser justos” (CCE, n. 2832).
[14] Lumen gentium, n. 36.
[15] Cfr CCE, n. 909
[16] Congregación para la Doctrina de la Fe, Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política, 24.XI.2002, n. 1.
[17] Cfr Nota, cit., n. 6.
[18] John Rawls, A Theory of justice, 1971; traducción del FCE, Madrid 1979, n. 1.
[19] “El objetivo de la justicia como equidad es, pues, práctico: ella se presenta a sí misma como una concepción de la justicia que puede ser compartida por los ciudadanos como una base de acuerdo político razonado, informado y voluntario. Esta concepción expresa la razón política pública que comparten. Mas para alcanzar esa razón compartida, la concepción de la justicia debería ser tan independiente como fuera posible de las doctrinas filosóficas y religiosas, encontradas y conflictivas, que los ciudadanos abrazan”: J. Rawls, El liberalismo político, Crítica, Barcelona 1996, pp. 39-40 (la cursiva es mía).
[20] A. Cortina, Ética aplicada y democracia radical, cit. en A. J. Ruiz de Samaniego y M. A. Ramos (eds.), La generación de la democracia. Nuevo pensamiento filosófico en España, Tecnos/Alianza, Madrid 2002, p. 75.
[21] Benedicto XVI, Discurso ante el Parlamento de la R. F de Alemania, 22-IX-2011.
[22] Juan Pablo II, Enc. Fides et ratio, n. 55.
[23] Ibidem.
[24] Benedicto XVI, Discurso ante el Parlamento de la R. F. de Alemania, cit.
[25] Cfr. Nota de la S.C.D.F., cit., n. 3.
[26] Ibidem.
[27] Cfr. Nota, cit. n. 2.
[28] Benedicto XVI, Discurso ante el Parlamento de la R. F de Alemania, cit.
[29] Robert SPAEMANN, tomado de M. Rhonheimer, Diritti fondamentali, legge morale e difesa legale della vita nello stato constituzionale democratico. L’approccio costituzionalistico all’enciclica Evangelium vitae, en “Annales theologici” IX, 2 (1995) p. 275.
[30] J. Ratzinger, “La teologizzazione della politica diventerebbe ideologizzazione della fede” Intervención en el encuentro sobre “L’impegno e il comportamento dei cattolici nella vita politica”, promovido por la Pontificia Università della Santa Croce, en Roma, el 9 abril 2003, y publicado en la revista “30Giorni”.
[31] Benedicto XVI, Discurso ante el Parlamento de la R. F de Alemania, cit.
[32] Card. J. Ratzinger, “La teologizzazione della politica diventerebbe ideologizzazione della fede”, 9 de abril de 2003, en “30 Giorni”, cit.
[33] J. Habermas: Posicionamiento en la discusión sobre las bases morales del Estado liberal. Ponencia leída el 19 de Enero de 2004 en la “Tarde de discusión” con Jürgen Habermas y Joseph Ratzinger, organizada por la Academia Católica de Baviera en Munich. Disponible en varios lugares de internet, como p. ej. www.avizora.com; contenido en el dossier del Prof. Manuel Jiménez Redondo, para el curso de doctorado “El discurso filosófico de la Modernidad” - Universidad de Valencia, Marzo de 2004.
[34] Benedicto XVI, Discurso ante el Parlamento de la R. F de Alemania, cit.
[35] Card. J. Ratzinger, Posicionamiento cit. (Munich, 19 de Enero de 2004).
[36] Cfr A. Rodríguez Luño, El parlamentario católico frente a una ley gravemente injusta, en "L'Osservatore romano", 20 septiembre 2002, p. 10 (474).