terça-feira, 28 de agosto de 2012

El jesuita que construyó 145 leproserías, colegios para pobres y casas para seropositivos en China


El 27 de julio de 2011, era llamado a la Casa del Padre el jesuita gijonés Luis Ruiz, el Ángel de Macao y de todos los leprosos de China. Allí pasó más de 70 años, y, a su muerte, dejó un legado de más de 60 leproserías, casas de acogida para seropositivos, y educación para miles de jóvenes sin recursos. Sus amigos más cercanos le recuerdan como «un hombre cuya sonrisa tranformaba los corazones».

El padre Luis con un anciano (a ellos atendía especialmente) «Sonreír, amar, servir y esperar en el Señor», así define al padre Luis su sucesor al frente de la misión en Macao, el padre jesuita argentino Fernando Azpiroz.

Asturiano, nacido en Gijón en 1913, el padre Luis Ruiz supo desde el principio de su vida que su misión no iba a ser sencilla: expulsado de España en 1931 por pertenecer a la Compañía de Jesús, llegó a China en 1940. Su primera labor fue visitar los centros de misión en la diócesis de Anking, cuando la ocupación japonesa. Como no había transporte, caminaba 70 kilómetros al día, algo que continuó haciendo toda su vida: «Siempre peregrinaba por los caminos más remotos, donde vivía gente a la que nadie llegaba nunca», cuenta su amigo y compañero Alejandro Cuervo-Arango.

«Él siempre volvía a ver a las personas aisladas, porque sabía que allí le esperaba el Señor». Cuando él ya no pudo llegar hasta ellos, ellos iban a él.

Su estancia en China cambió radicalmente cuando las tropas comunistas llegaron, en 1949, a Anking, cerraron el centro de misión y encarcelaron al padre y a otros jesuitas. En la cárcel enfermó de fiebres tifoideas y fue expulsado del país.

Enfermo y pobre, en Macao
El padre Luis se refugió en Macao en 1951, lo que por entonces era una ciudad excesivamente pobre, donde iban llegando los chinos del norte que huían de las tropas comunistas. Allí comenzó una etapa dura para el jesuita, que recordaba -al contar su misión en periplos por Europa- cómo los refugiados «llegaban con lo puesto. En medio de ellos, me encontré yo, sin dinero para ayudarles».

Una actitud que, señala el padre Fernando Azpiroz, «es lo que más recalcaría de él: era muy consciente de sus límites. Su mandarín era muy pobre, por lo que muy pocas personas entendían lo que quería decir. Además, al comienzo de la misión en China era una persona muy limitada físicamente. Necesitaba que lo llevaran de un lado al otro, como a un niño. Pero nunca se rebeló; al contrario, los vivía como su fuerza, casi como una bendición».

Ese abandono en las manos de Dios también la recuerda su sobrino, don Jesús Carrascosa, iniciador del movimiento Comunión y Liberación en España, que le conoció cuando tenía 35 años: «Siempre me decía: Todavía tienes poca fe, porque te preocupan muchas cosas».

Alimentar sus corazones
Recordaba el padre Azpiroz en la homilía del multitudinario funeral, que tuvo lugar el 3 de agosto de 2011, que cuando el padre Ruiz llegó a Macao, «muchos estaban enfermos, solos, hambrientos...; él también estaba enfermo, y era pobre».

Pero no cejó en su empeño por ayudar y movió a todos sus contactos para obtener alimentos. «Empezó por dar algo de arroz a las personas que se acercaban a su casa, pero sabiendo que no era suficiente alimentar sólo sus estómagos. Había que alimentar también sus corazones. Para ello, decidió reabrir la antigua iglesia de San Agustín, para rezar y cantar juntos», continuó el padre Azpiroz.

«Dar el Catecismo por la noche era mi trabajo más importante», decía el mismo padre Ruiz. Fue así como descubrió «que no importaba cuántas personas se acercaran a recibir arroz; siempre alcanzaba», explicó también el padre Azpiroz en el funeral.

«Aprendió que confiar en Dios significaba también confiar en los hombres. Se dio cuenta de que las personas, no importa cuán ricas o pobres sean, tienen el deseo de ayudar a los demás. Sólo necesitan una oportunidad para hacerlo».

El padre Luis, especialista en buscar y encontrar amigos y colaboradores, logró fundar la Casa Ricci, el inicio de Cáritas Macao, donde llegó a atender a más de 30.000 refugiados, sin preguntar de dónde venían o cuál era su identificación política, lo que le costó pagar un alto precio. Una vez ayudó a un estudiante que participó en el movimiento de la plaza Tiananmen. En represalia, el Gobierno chino le negó durante dos años el visado para entrar en el país.

«Esto es lo que más me atrajo del padre Ruiz cuando llegué a Macao, en 2005», cuenta hoy el padre Azpiroz: «La fuerza de esa sencillez que sabe que el Señor construye grandes cosas a través de los pequeños pasos que damos siguiendo sus inspiraciones».

Lo corrobora su sobrino, Carrascosa: «Mi tío sabía que, a través de la ayuda inmediata, podía dar a la gente lo que verdaderamente necesitaba: conocer a Cristo. Él servía a los pobres por amor a Dios, no por ideología; por eso, perseveró».

El tiempo de la lepra
Tenía más de 70 años cuando supo de la existencia de la isla de Dajin, donde había una colonia de leprosos. Él mismo describe en una carta su primer encuentro: «Quería darles un apretón de manos, pero muchos no tenían manos. Me quedé sorprendido con tan inmensa miseria como se palpaba, y sentí el tremendo abandono en que vivían».

Y empezó su ingente labor con los leprosos de China. Llevó comida, alojamiento, agua y cuidados médicos a la gente de Dajin. Pero descubrió que no bastaba, y que los pacientes necesitaban cariño. Llamó a las Hermanas de la Caridad de Santa Ana, que ya trabajaban con él en Macao, a vivir en la isla. 5 años después, aquel centro triste y abandonado cambió a sus enfermos en personas dignas y rebosantes de alegría.

La voz de que existía un Ángel que cuidaba a los leprosos se extendió rápido por toda China. Así comenzó su itinerario de fundación y ayuda a leproserías -llegarían a 145- por áreas remotas de las montañas. En menos de 10 años, más de 90 Hermanas decidieron dejar sus lugares y comunidades para ir a servir y vivir con las personas afectadas por la lepra. Diez años más tarde, el padre Ruiz, con más de 90 años, haría a las Hermanas otra nueva invitación: ir a servir a los nuevos leprosos, las personas con sida, en un centro de acogida.

La sonrisa de su rostro
A sus casi 98 años, el 26 de julio de 2011, en su habitación de la Casa Ricci, «Dios nuestro padre le encontró algo cansado y le llamó», cuenta el padre Alejandro, quien recuerda que, «en su persona, los hombres encontraban a Dios». Y alude a una razón sobre todas las demás: «La sonrisa de su rostro, que transformaba las penas de quienes llegaban hasta él y convertía en ternura y fortaleza los corazones más endurecidos».

Hoy, Casa Ricci está en manos del padre Azpiroz, quien, un año después del fallecimiento del Ángel de Macao, siente «una mayor responsabilidad, la tensión de querer ser fiel a su carisma. Pero todo ha sido más sencillo de lo que imaginaba, y, sin duda, el trabajo que el padre Ruiz hace desde el Cielo tiene mucho que ver».

El padre Luis dejó en China el legado de 64 leproserías, 5 hogares para seropositivos y la educación de unos 1.500 estudiantes de familias pobres. «Él comenzó un movimiento que hoy permite que muchos, incluidas personas del Gobierno, puedan acercarse a los afectados por la lepra y el VIH».