Amor y sexualidad
    La grandeza de la sexualidad humana
      Desde
 que comencé a ocuparme de estos temas, he sentido una inclinación 
irresistible a unir a la palabra “sexualidad” algún término o expresión 
enérgicamente ponderativos, hablando así del prodigio, de la grandeza, 
del vigor, de la maravilla, de la sublimidad… de la sexualidad humana[1]. 
      Y
 es que, lejos de esas visiones empobrecedoras que pretenden reducirla a
 mera genitalidad o a sentimentalismo o difuso o apasionado, lejos 
también de las aberraciones que tienden a animalizarla mediante 
representaciones gráficas de varones o mujeres con denigrantes y 
provocadoras posturas infrahumanas, la caracterización fundamental de la
 sexualidad, desde el punto de vista que ahora quiero dibujarla, que es 
el de su ejercicio, puede realizarse mediante dos afirmaciones. 
      a) Por un lado, se configura como una participación inefable en el poder creador e infinitamente amoroso de Dios; algo, por tanto, que nos identifica notablemente con Él y nos torna más amables y más amantes. 
      b)
 Por otro, compone un medio privilegiado, tal vez el más específico, 
para despertar, instaurar, incrementar, consolidar, enardecer, madurar y
 hacer fructificar más y más[2] el amor entre un varón y una mujer precisamente en cuanto tales, en cuanto sexuados.
    ¿Cuestión de prioridades?
      Y
 no es que una caracterización preceda sin más a la otra ni, mucho 
menos, que se sitúe al margen de ella o simplemente se le yuxtaponga. Ni
 siquiera que estén coordinadas.
      Muy
 al contrario, existe una íntima conexión entre la sexualidad como 
participación en el infinito amor creador de Dios y su condición de 
medio para instaurar relaciones también amorosas entre varón y mujer. Y 
si hubiera que sugerir alguna prioridad, esta correspondería a lo 
señalado en segundo término.
      Con otras palabras: la sexualidad puede configurarse como trasunto del inefable Amor de Dios,
 que crea a cada hombre para encaminarlo hacia la dicha sin fin en el 
interior de Su propia Vida felicísima, porque es capaz de establecerse 
como acto y expresión portentosos del amor humano, y no a la inversa.
      Según explica Caffarra: «El hecho de que la sexualidad humana esté en condiciones de dar origen a una nueva vida humana se debe, a su vez, al hecho de que la sexualidad está en condiciones de poner en la existencia una comunión de amor»[3]. 
      Me
 interesa subrayar este extremo, porque con relativa frecuencia se ha 
pretendido que la tradición católica reduce la sexualidad a mero 
instrumento de procreación. Y no es así o, al menos, no total ni 
principalmente. 
      Sin
 duda, frente a cierta mentalidad difundida en nuestros días, contribuir
 a la venida al mundo de una nueva persona constituye una de los más 
grandes prodigios que el varón y la mujer pueden llevar a cabo.
      Con
 palabras de Caffarra: «El que una persona comience a existir constituye
 sin duda el mayor acontecimiento del universo creado, después de la 
Encarnación del Verbo»[4]. 
      Pero
 semejante posibilidad se apoya a su vez en la aptitud de la sexualidad 
para instituir entre ambos una sublime relación de amor: es el amor el que hace posible la fecundidad, y no al contrario.
      Se
 entiende, entonces, por qué Soloviev se empeña en poner de manifiesto 
que la sexualidad no guarda una relación unívoca, bilateral y exclusiva 
con la procreación, sino que encierra necesariamente, también, otro 
sentido más hondo[5]. 
      Solo a modo de ilustración:
    Por
 tanto, el significado de la diferencia sexual (y del amor sexual) debe 
buscarse no en relación con la idea de la vida de la especie y su 
reproducción, sino únicamente con la idea del organismo superior […]. 
Por último, parangonado a todo el reino animal, el hombre tiene la 
capacidad reproductiva más limitada, y sin embargo el amor sexual 
alcanza en él su mayor altura y su fuerza más intensa, uniendo en su 
grado máximo la constancia de las relaciones (típica de los pájaros) 
con la intensidad de la pasión (típica de los mamíferos). Y así, resulta
 que el amor sexual y la reproducción de la especie tienen una relación 
inversamente proporcional: cuanto más fuerte es el uno, tanto más débil 
es la otra […]. Al mismo resultado se llega si se considera el amor 
sexual solo en el mundo humano, donde asume más agudamente que en el 
mundo animal este carácter individual gracias al cual una persona 
específica y concretamente determinada del otro sexo viene a asumir para
 el amante un valor absoluto como ser único e insustituible, como fin en
 sí[6]. 
      Consideremos más detenidamente la cuestión.
La sexualidad humana puede dar origen a una nueva vida humanapor estar en condiciones de poner en la existencia una comunión de amor
    Toda persona es un fin, término del amor humano
      Aunque
 tal vez se quedara un poco corto y no lo justificara ontológicamente, 
Kant acertó al sostener que ningún ser humano debe nunca ser tratado 
como simple medio, sino siempre también como fin.
      Y
 Soloviev lo expone ajustadamente, en relación al tema que nos ocupa. 
Tras sostener de forma explícita que «el amor sexual es, tanto para los 
animales como para el hombre, el momento de máximo esplendor de la 
existencia individual»; y tras aclarar que eso «no significa que la 
atracción sexual sea solo un medio para la simple reproducción o 
multiplicación de los organismos, sino más bien que está finalizada a 
través de la rivalidad y la selección sexual a la producción de 
organismos cada vez más perfectos», afirma sin la menor vacilación que tal cosa no puede afirmarse del ser humano. Y da la razón oportuna:
    De
 hecho, en la humanidad, el principio individual [personal] tiene un 
valor autónomo y no puede ser, en su más alta manifestación, un mero 
instrumento para fines como el del proceso histórico, que le son 
extraños. O más bien habría que decir que el auténtico fin del proceso 
histórico no es tal que la persona humana pueda servirle exclusivamente 
como instrumento pasivo o transitorio[7]. 
      Con
 palabras más certeras, quiere esto decir que la única actitud 
definitivamente adecuada respecto a una persona, a cualquiera, es la de 
amarla, procurando su bien, perfectamente compatible con la 
búsqueda simultánea de bienes distintos, pero dotado de cierta y clara 
prioridad de naturaleza respecto a esos otros. 
      A
 ello he apuntado tantas veces al sostener que todo hombre es término de
 amor. En las circunstancias que fueren, si no lo amo, si no persigo su 
bien de manera decidida, estoy atentando contra su dignidad. Siempre.
      Con
 todo, hay momentos en una biografía donde esa exigencia se torna más 
perentoria. Por ejemplo, cuando el cónyuge, un hijo o un amigo vuelven a
 uno, arrepentidos por la injuria más o menos grave que le hayan podido 
infligir… o por cualquier barbaridad llevada a cabo. En esa coyuntura, 
más conforme mayores fueran la afrenta y el arrepentimiento, nuestro 
amor hacia quien viene a nosotros debe alcanzar cotas que rozan con lo 
inefable: ante un alma compungida que se acerca en busca de perdón, 
deberíamos incrementar nuestro cariño hasta el punto de que, con un deje
 de metáfora que no aleja sin embargo de la auténtica disposición 
interior, la única actitud coherente sería la de acogerla de rodillas. 
Algo muy similar ocurre en las cercanías de la muerte o en el momento de
 contraer matrimonio: resultaría vil y canallesco que en tales 
circunstancias nuestra conducta incluyera algún móvil distinto del más 
noble y limpio amor. Y lo mismo podría sostenerse de casos análogos. 
      Pero
 si existe un instante privilegiado en que las disposiciones amorosas 
han de llevarse al extremo, este es precisamente el de la concepción, 
condición de condiciones de todo desarrollo humano, justo por estar 
situada en su mismo inicio. De ahí que cualquier modo de dar entrada al 
mundo a un hombre que no sea el explícito y directísimo acto de amor entre un varón y una mujer constituya una afrenta grave contra la dignidad de la persona a la que se va a otorgar la vida… con independencia absoluta de las intenciones subjetivas y de la imputabilidad de la acción.
Cualquier modo de dar entrada al mundo a un hombre que
no sea el explícito y directísimo acto de amor entre
un varón y una mujer constituye una afrenta gravecontra la dignidad de la persona a la que se va a otorgar la vida
    Y, más todavía, término del Amor de Dios
      A
 la misma conclusión cabe llegar desde un punto de vista complementario.
 Lo definitivamente decisivo en la irrupción al mundo de cualquier 
persona humana es el infinito Acto de Amor con el que Dios le confiere 
el ser, volcándose sin reservas sobre ella.
      Con
 lenguaje figurado, ese Amor insondable es el “Texto” con que se escribe
 la concepción de una nueva vida personal. Y el único “contexto” 
proporcionado a ese Amor sin límites es justo un también exquisito acto 
de amor entre los hombres: a saber, el que dentro del matrimonio llevan a
 término un varón y una mujer cuando se entregan en una unión sin 
reservas, abierta a la fecundidad. 
      Siguiendo
 con el símil utilizado, cualquier otro procedimiento provoca una 
ruptura insalvable y desgarradora entre “Texto” y “contexto” y, por ese 
motivo, atenta contra la nobleza de quien se pretende engendrar.
      De ahí la atrocidad de las tácticas que aspiran a sustituir
 la maravillosa expresión del amor sexual entre varón y mujer por un 
acto de dominio técnico sobre la persona que ha de ser procreada y la 
radical ilicitud de todos estos procedimientos.
      Pero
 de ahí también que, aunque cualquiera de estas prácticas —fecundación 
artificial homóloga o heteróloga, cualquier otra técnica de 
instrumentación genética, eventual clonación…— se opongan materialmente a
 la grandeza de quien va a ser concebido, la dignidad de esa persona 
quede radical y absolutamente salvada, ¡plenamente intacta!, por el 
inconmensurable Amor de Dios en virtud del cual la persona recién 
engendrada entra siempre en el banquete de la existencia. 
      Ese Amor divino —el “Texto” de nuestra metáfora— sana de raíz
 las circunstancias y disposiciones más adversas, de modo que la persona
 surgida por los medios menos convenientes posee una dignidad absoluta, 
como fruto inmediato de la amorosa acción divina creadora. 
      Se entiende entonces que San Agustín, en uno de los más entrañables momentos de sus Confesiones,
 elevando su corazón a Dios, le dé gracias sincerísimas por su hijo 
Adeodato, surgido como se sabe de una relación extramatrimonial, «en la 
que yo —confiesa el santo— no puse sino el pecado».
      El amor es siempre “lo primero” y lo más definidor
      Pero
 hay más. Incluso del propio Dios podría afirmarse que, al crear a cada 
persona humana, el Amor precede en cierto modo a Su poder infinito: que 
es el Amor el que “pone en marcha” tal Poder.
      Dios crea porque ama,
 porque quiere comunicar su bien, en una medida inimaginable, a esas 
realidades a las que pretende conducir hacia una plenitud y una 
felicidad sin límites: a las personas. Por eso, al asociar a los hombres
 al surgimiento de lo que representa el fin de su obra creadora —el 
incremento del número de mujeres y varones destinados a gozar de Él por 
toda la eternidad—, la sexualidad se relaciona más directa e íntimamente
 con el Amor que con el vigor creador… aun cuando la manera de 
expresarnos sea muy imperfecta y necesariamente traicione la simplicidad
 de la Vida y del Obrar divinos. 
      Y
 algo similar hay que afirmar respecto a la actividad humana. En contra 
de una opinión muy extendida en otros tiempos y de la que todavía quedan
 residuos, debe sostenerse sin reparos que la sexualidad entre los 
hombres se liga de manera inmediata, primaria y formalmente, a la 
posibilidad de establecer entre ellos relaciones auténticas de amor.
      Así lo explica Brancatisano:
    En
 el ethos social del pasado (tomado superficialmente en bloque), la 
unión sexual era considerada más en su función social de reproducción 
que como el aspecto peculiar de la relación entre los cónyuges: es 
decir, ese modo especialísimo mediante el que la mujer y el varón se 
comunican una vida nueva, entran en una dimensión de unidad, capaz de 
darles mutuamente una existencia que los conduce —juntos y en 
reciprocidad— a descubrir en plenitud el sentido de la vida.
    La
 relación de amor, factor de crecimiento y realización del ser humano, 
pasaba a un segundo plano, y de esta suerte, también la dimensión de la 
unión mutua, dejando al varón y la mujer a la deriva de un destino 
dividido, que podría sintetizarse, para la mujer, en una maternidad 
vivida en ausencia —o en una presencia muy marginal— del padre y 
compañero, y para el hombre en el trabajo y en el compromiso social[8]. 
      Y
 como todo amor es fecundo, efusivo, creativo…, y como aquel que pone en
 juego las dimensiones genésicas goza de una fecundidad peculiar, capaz 
de introducir en el mundo un nuevo ser humano…, más que un objetivo que 
se busque de forma expresa, aunque de ningún modo pueda lícita y 
positivamente rechazarse, la procreación es la consecuencia natural y al tiempo gratuita del amor inter-sexuado.
      Con
 expresión decididamente poética y femenina, lo afirma también 
Brancatisano: «En este sentido la llegada de un hijo es el hecho más 
natural y sobrenatural que pueda existir. Cuando amamos, rebosamos de 
vida, somos creativos: deseo de hacer, de emprender, que vence las 
dificultades, el dolor y el miedo. Es imparable como el viento, al que 
no puedes detener cerrando las verjas»[9]. 
      Por
 eso, la categoría constitutiva y la calidad existencial de la 
sexualidad y de su ejercicio —su grandeza y su belleza— se encuentran 
determinadas por la relación que, en sí misma y en cada acto concreto, 
instaure con el amor: primero con el amor humano y, a través de él pero como incluido en su misma naturaleza, con el divino.
      Cuanto
 mayor sea el amor del que deriva la unión y el que se establece en 
ella, más fabuloso y bello es el ejercicio de la sexualidad entre los 
esposos. 
      Dentro
 de este contexto, no es difícil advertir que la sexualidad, 
profundamente considerada, “se resuelve” en amor: que toda su valía y su
 maravilla derivan del amor al que sirve de vehículo y al que ayuda a 
crecer.
La procreación es la consecuencia natural y al tiempo
gratuita del amor inter-sexuado
    Relaciones íntimas… por amor
      Que
 el ser humano es amor lo he explicado ya, en muchas ocasiones y desde 
distintas perspectivas. Pero ahora querría hacer una puntualización, que
 muestra un interés especial para la plena comprensión de la vida de 
relación íntima entre varón y mujer.
      Según sostiene Víctor Hugo, «Dios es la plenitud del cielo; el amor es la plenitud del hombre»[10]. 
      A
 primera vista, semejante afirmación no puede sino despertar cierta 
extrañeza. Pues, en sentido estricto, Dios es Todo el cielo, la 
perfección suma e indivisa, a la que nada falta, origen de la más plena 
felicidad. No obstante, en Él se incluyen asimismo —aunque identificadas
 con el Ser divino, sin establecer distinción ni ruptura alguna— la 
integridad del cosmos infrahumano y de las personas, en especial (la 
nuestra propia y) las que más hemos amado y más nos han querido: toda la
 realidad.
      De
 manera similar, también el amor —como operación particular— es solo la 
plenitud del hombre, lo más alto y noble que puede llevar a cabo. Mas 
esto no quita que ese mismo amor constituya en cierto modo “todo” el 
hombre, varón o mujer, por cuanto uno y otra pueden hacerlo todo por amor y, de este modo, humanizar o personalizar todas y cada una de esas actividades o tareas.
      En definitiva, este es el sentido más propio en que el hombre, a pesar de su complejidad, es amor: 
      a) por un lado, el amor es el ápice del ser humano; 
      b) por otro, todo
 lo que realiza un varón o una mujer obtiene validez propiamente humana 
en la medida en que se relaciona con el amor: en cuanto, in-formado por 
él, es o se convierte, en la acepción más propia de estos términos, en 
un acto de amor, como antes veíamos. 
      De
 ahí que, a la hora de establecer relaciones personales estrictas y 
beneficiosas para nuestro interlocutor, la pregunta clave sea siempre: 
lo que le propongo o sugiero, le impido o prohíbo, el modo en que lo 
hago… ¿favorece o impide que esa persona ame, que se olvide de sus 
propias ventajas y beneficios y esté más pendiente del bien real de los 
otros? 
      Pues así hay que enfocar también todo
 lo relativo a la sexualidad, modificando un poco los términos de la 
cuestión, que podría quedar como sigue: ¿con mi actitud o mi modo de 
obrar, consigo un bien real para la persona a quien digo que quiero? 
      Apuntaré
 ahora dos o tres detalles en los que la relación amor-sexualidad se 
pone particularmente de relieve y manifiesta la enorme posibilidad de 
convertir el trato íntimo en un auténtico medio para incrementar el amor
 entre los cónyuges.
La manifestación más específica del amor inter-sexuado
    El amor humano se expresa corporalmente
      El primero de ellos podría resumirse con pocas palabras: siempre y cuando derive de un amor auténtico, la fusión
 conyugal de los cuerpos constituye la más adecuada exteriorización 
visible de la unión y del amor unitivo de esos espíritus encarnados —por
 utilizar sin duda un expresión impropia— que son el varón y la mujer[11]. 
      Con otras palabras: dentro del lenguaje amoroso del cuerpo —del cuerpo como expresión de la persona—, el abrazo conyugal íntimo compone una privilegiada palabra de amor, tal vez la más conforme con la naturaleza espíritu-corpórea y sexuada, de dos sujetos humanos.
      Para
 entender mejor este asunto conviene recordar algo que he explicado 
otras veces. A saber: la unidad intimísima que en el hombre forman el 
alma y el cuerpo, el carácter estrictamente personal del cuerpo humano, y
 la necesidad de que el amor, que en fin de cuentas radica en la 
voluntad y de ella dimana, se manifieste y complete a través de los sentimientos y de los gestos que lo “encarnan” y llevan a cumplimiento. 
      Entre
 los hombres, ningún amor es pleno si no va acompañado de cariño, 
ternura, compasión, consuelo…, así como de miradas afectuosas y 
comprensivas y, cuando sea el caso, de abrazos, caricias, besos, etc. 
      Estas
 y otras manifestaciones similares resultan imprescindibles no solo para
 expresar, sino para despertar, establecer plenamente, completar, 
incrementar y hacer fecundo el amor.
    La más específica expresión de amor entre varón y mujer
      Pero
 no todas gozan de la misma capacidad de llevarlo a cabo. Parece claro 
que, por muy recta y sincera que fuere la intención de agradar de 
quienes las ponen por obra, ni la palabra grosera o la frase irónica ni 
el puntapié o la patada en la espinilla son instrumentos aptos para 
exteriorizar y hacer más total, hondo y jugoso el cariño entre dos 
personas.
      ¿Cuáles
 son, entonces, los gestos más pertinentes?, ¿cómo pueden descubrirse? 
Tengamos en cuenta que la esencia del amor, el objetivo que buscan los 
que se quieren, es el de establecer la más estrecha unidad 
recíproca posible: “fundirse uno en el otro”… sin perder por ello su 
propia consistencia y autonomía, sino, paradójicamente, consiguiendo de 
este modo un ser de mayor densidad y una individualidad más pronunciada.
      También ahora me animo a copiar unas palabras de Alberoni:
    El
 enamoramiento tiende a la fusión de dos personas distintas, que 
conservan la propia libertad y la propia inconfundible especificidad. 
Queremos ser amados en cuanto seres únicos, extraordinarios e 
insustituibles. En el amor no debemos limitarnos, sino expandirnos, no 
debemos renunciar a nuestra esencia, sino realizarla; no debemos mutilar
 nuestras posibilidades, sino llevarlas a término. También la persona 
amada nos interesa porque es absolutamente distinta, incomparable. Y así
 debe permanecer, resplandeciente y soberanamente libre. Nosotros 
estamos fascinados por lo que ella es, por todo lo que ella nos revela 
de sí. Por tanto, estamos dispuestos a adoptar su punto de vista, a 
modificarnos a nosotros mismos [y, de esta manera, enriquecernos] [12]. 
      Y recordemos asimismo, tras las huellas de Bergson, que la unión más honda es la que llevan a término los seres vivos,
 precisamente en cuanto expanden su energía vital y la engarzan e 
inter-penetran con quienes a ellos se unen: para comprobarlo, basta 
atender a la diferencia de intensidad entre la cohesión de las piezas 
inertes de un artefacto, que en el fondo es extrínseca y meramente 
funcional —se limitan a “funcionar” como uno—, y la mucho más íntima y 
real compenetración que resulta en el ámbito de lo vivo: de un injerto 
entre vegetales, pongo por caso, o del trasplante de órganos en un 
animal o en un ser humano… siempre que no sea rechazado; en estos casos,
 los antiguos elementos no solo funcionan como, sino que llegan a constituir una unidad: ¡a ser uno!
      A la vista de ello, cabría formular una especie de ley general: 
Las acciones con las que los hombres intentan sinceramente
manifestar y hacer crecer su cariño resultarán más eficaces en la
medida en que mejor realicen, con sus cuerpos, esa unidad vivaque de verdad anhelan sus respectivos espíritus
    Un buen apretón de manos
      Desde
 esta perspectiva, y por poner un ejemplo, el apretón de manos 
representa en nuestra cultura un medio excelente para acercar a las 
personas[13]. 
      Cada vez que realizo con sinceridad ese gesto: 
      a)
 mi mano —expresión en ese momento de la vitalidad de toda mi persona— 
se adelanta, manifestando mis disposiciones de unirme con mi 
interlocutor; 
      b) además, se muestra disponible para ser envuelta por la mano del amigo; 
      c)
 simultáneamente, rodea y se funde con la de la persona a la que saludo 
de manera más o menos intensa y vigorosa, en dependencia exacta de mi 
modo de ser y, sobre todo y por encima de ello, de lo que en realidad 
procura mi espíritu. 
      Es decir, realiza en el plano corpóreo la fusión que pretende la totalidad de la persona y, en particular, su voluntad. 
      Por
 eso, un buen apretón de manos, efusivo y no rutinario, constituye por 
sí solo una instrumento eficacísimo para iniciar una amistad o para 
consolidar la que ya estaba incoada. Con una condición, ya sugerida: que
 se trate de un gesto sincero, capaz de transmitir, mediante el ardor 
entrañable del contacto efusivo entre las manos, la vida y el amor que 
laten en los corazones de quienes se saludan. En caso contrario, como 
tantas veces hemos experimentado, semejante acción no produce efecto 
alguno e incluso, si advertimos cierto fingimiento o simulación o una 
intención oculta, puede llegar e generar el sentimiento contrario: 
repulsa y repugnancia.
    El abrazo sincero
      Pues bien: la cuestión es todavía más clara en el abrazo. En él, como escribe Barbotin,
    …
 mis brazos se tienden hacia adelante y se abren para prolongar mi lugar
 corporal; ofrezco un espacio vivo que es mío, que soy yo, donde el otro
 está invitado a entrar. El abrazo, cuyo significado culmina en la unión conyugal, expresa la intención esencial del amor: coincidir con el otro, crear entre ambos una nueva unidad” [14]. 
      Y,
 al manifestarla —añado yo—, inevitablemente la “realiza”: la aumenta, 
la consolida, máxime si se tiene en cuenta que se está invitando al otro
 a poner su corazón en contacto con el nuestro.
      La
 pregunta clave es ahora la que sigue: ¿por qué, como se nos acaba de 
decir, “la significación del abrazo culmina en la unión conyugal”? 
      Para contestarla conviene recordar algo ya insinuado. A saber: 
      a) que el amor es una cierta vis unitiva, una fuerza que origina comunión o identificación… entre seres vivos y difusivos; 
      b)
 y que los gestos corporales manifiestan ese afecto en la medida en que 
realicen la compenetración física viva y abierta a la fecundidad, a la 
expansión.
    La unión íntima
      Como
 consecuencia, la cópula es capaz de representar y realizar en 
proporción sublime la personal unión amorosa por tres motivos:
      a) Máxima unión. El primero, porque en ninguna otra manifestación sensible del cariño la penetración recíproca de los cuerpos es más interna,
 alcanzando tan íntima profundidad: te doy lo más mío y personal que 
poseo, aquello que guardo en el fondo de mi ser y que jamás daré a otro u
 otra. 
      b) Unión más viva.
 Después, porque en ninguna otra ocasión el espacio personal compartido 
es tan vivo, se encuentra en tan inmediato contacto con las fuentes de 
la vida. 
      c) Una realidad con vida propia.
 Por fin, y como culminación de los anteriores, porque jamás como en el 
caso que estamos considerando, las “porciones del propio cuerpo” que se 
aproximan, los gérmenes vitales, pueden llegar a compenetrarse tan 
entrañablemente, y a identificarse, hasta el punto de fundirse en una sola realidad dotada de vida propia —el hijo, al que aspira naturalmente la tendencia a la unión de los esposos—, que sintetiza en un único sujeto el espíritu vital de los padres.
      Según explica Leclercq,
    … el niño es el fruto de la unión; es la bendición del matrimonio, el fin de esta búsqueda de unidad que es la esencia misma del amor.
 El amor que busca la unión debe desear el fruto por el que se afirma y 
alcanza su plena realización. Lo hemos observado ya; en el hijo, y solo 
en el hijo, llegan los padres a la fusión completa, al reunir el hijo en
 sí, en su personalidad única, la doble personalidad de su padre y de su
 madre, fundidas en una tal unidad, de una manera tan armoniosa, que no 
solamente son inseparables de él, sino que ni siquiera se puede 
discernir exactamente lo que procede de uno o de otro[15]. 
      También
 están llenos de fuerza estos versos de Miguel Hernández, que además 
proyectan en la totalidad del tiempo humano la unión viva de los 
esposos, a través precisamente del hijo, que de esta manera constituye 
la culminación de la sexualidad de los cónyuges y, al menos hasta cierto
 punto, la “plenitud” de la familia:
    Para
 siempre fundidos en el hijo quedamos: / fundidos como anhelan nuestras 
ansias voraces; / en un ramo de tiempo, de sangre, los dos ramos, / en 
un haz de caricias, de pelos, los dos haces. / […] Él hará que esta vida
 no caiga derribada, / pedazo desprendido de nuestros dos pedazos, / que
 de nuestras dos bocas hará una sola espada / y dos brazos eternos de 
nuestros cuatro brazos. / No te quiero a ti sola: te quiero en tu 
ascendencia / y en cuanto de tu vientre descenderá mañana. / Porque la 
especie humana me han dado por herencia / la familia del hijo será la 
especie humana. / Con el amor a cuestas, dormidos o despiertos, / 
seguiremos besándonos en el hijo profundo. / Besándonos tú y yo se besan
 nuestros muertos, / se besan los primeros pobladores del mundo[16]. 
      Volviendo
 al resultado de la unión fecunda —el hijo—, ¿cabe acaso una mayor 
«coincidencia con el otro»?, ¿es pensable un modo más hondo y sublime de
 «crear una nueva unidad»? ¿Se entiende, entonces, por qué, en cuanto 
máxima expresión de la donación comunicativa, las relaciones conyugales 
no desprovistas artificial y voluntariamente de su significado natural realizan un progresivo incremento del amor entre los esposos?
      ¿Se comprende también por qué me atrevía a afirmar que, siempre que se configure como manifestación auténtica de un amor auténtico, el abrazo conyugal compone el instrumento más específico y adecuado —no necesariamente el mayor— para incrementar el amor entre un varón y una mujer precisamente en cuanto tales? [17] 
El abrazo conyugal compone el instrumento más específico y
adecuado para incrementar el amor entre un varón y una mujerprecisamente en cuanto tales
“Bañarse” en el Amor de todo un Dios
    Mujer y varón, por encima de sí mismos
      Como
 ya he sugerido, otro de los títulos de nobleza de la sexualidad humana 
deriva de su capacidad procreadora. O, mejor, del hecho de constituir 
—dentro del matrimonio, que es donde se establece un amor sexual 
auténtico— el único medio adecuado para dar vida a un ser humano.
      Si
 la persona es lo más grandioso que existe en el universo, lo 
radicalmente insustituible, ¡incluso por el propio Dios!, traer una 
nueva persona al mundo constituye, en el ámbito natural, lo más excelso 
que un varón y una mujer pueden llevar a cabo: en cada acto de unión 
nupcial están abriendo la posibilidad de una dicha infinita, poniendo 
las condiciones para que “alguien” —el futuro hijo— se convierta en un 
felicísimo interlocutor del Amor divino por toda la eternidad. 
      Como
 sostiene Leclercq, «nada hay en el mundo más grande que el ser humano, y
 haber hecho un hombre es fuente de orgullo sin límites. En ninguna obra
 es el hombre más creador que en ésta; ninguna hay que sea más suya. 
Salvo en casos excepcionales y desgraciados, el hijo es el orgullo y la 
alegría de sus padres»[18]. 
      De
 ahí que, aunque los padres no hayan nunca reflexionado de forma expresa
 sobre la sublimidad que va unida a la condición personal del hijo, sí 
que suelen tener conciencia de que han puesto por obra algo grandioso y 
—de forma implícita— de que en todo el proceso ha intervenido 
Algo-Alguien que está muy por encima de ellos. 
      O,
 por expresarlo con la terminología de Pascal, intuyen o al menos 
entrevén que la unión íntima entre los cónyuges representa uno de los 
momentos más claros en los que el hombre (varón y mujer) es mucho más que hombre.
Nada hay en el mundo más grande que el ser humano, y haber 
hecho un hombre es fuente de orgullo sin límites
    Lo testifican los poetas
      Ciertamente,
 no estamos ante algo universal ni ante una especie de ley matemática. 
La percepción de cuanto acabo de esbozar depende en buena manera, y 
entre otras condiciones y circunstancias, de la finura humana de quienes
 conciben al hijo… y no es necesariamente proporcional a la instrucción 
ni, mucho menos, al rango social de los protagonistas.
      Por eso encontramos manifestaciones del hecho en gentes de muy diverso origen y condición.
      Luis
 Chamizo, por ejemplo, pone en boca de un campesino a quien el parto de 
su mujer ha sorprendido en medio del campo, mientras andaban en busca de
 un médico que la atendiera, y cuyo hijo ha nacido, por tanto, sin ayuda
 profesional alguna:
    Toíto
 lleno de tierra / le levanté del suelo; / le miré mu despacio, mu 
despacio, / con una miaja de respecto. / Era un hijo, ¡mi hijo!, / hijo 
de dambos, hijo nuestro… […] Icen que la nacencia es una cosa / que 
miran los señores en el pueblo: / pos pa mí que mi hijo / la tié mejor 
que ellos, / que Dios jizo en presona con mi Juana / de comadre y de 
méico. […] Dos salimos del chozo; / tres golvimos al pueblo. / Jizo Dios un milagro en el camino: / ¡no podía por menos! [19]. 
      De
 manera similar, aunque con un estilo muy distinto, un poeta que no se 
caracteriza precisamente por la viveza de su fe, no puede evitar el 
dejar constancia de que Algo inefable ha estado presente en la 
generación del hijo. Escribe Pablo Neruda:
    Ay,
 hijo, ¿sabes, sabes / de dónde vienes? // […] Como una gran tormenta / 
sacudimos nosotros / el árbol de la vida / hasta las más ocultas / 
fibras de las raíces / y apareces ahora / cantando en el follaje, / en 
la más alta rama / que contigo alcanzamos[20]. 
      Las
 referencias a las más ocultas fibras y a la más alta rama dejan 
suponer, por una parte, un Origen trascendente al ser humano y, por 
otra, un enriquecimiento —la más alta rama— que muy pocas entre las restantes actividades del hombre consiguen proporcionar.
      Las
 alusiones al Origen resultan ya del todo explícitas, y como algo más 
que insinuaciones, en estos versos de Alfonso Albala: «Y sigue siendo 
esposa: / alta mar en su pecho, / baja mar en su vientre / sazonado de 
Dios, / sazonado de madre hacia mis brazos»[21]. 
      Y
 en estos otros, complementarios, de Miguel D’Ors: «Ser madre es lo que 
nunca se termina, / lo que parece Dios de tan tan madre»[22]. 
    No pueden negarlo los intelectuales
      Prescindiendo ahora del lenguaje poético, con términos más bien filosóficos, lo expresa Jean Guitton:
    Lo
 que sin duda llamaría la atención de un observador extraño al hombre, 
si existiera algún Micromegas venido de un planeta sin amor, sería sin 
duda la desproporción entre la relación del hombre y la mujer y los 
efectos de esta relación […]. Platón lo vio claramente, y Proust aún 
más. Pero cuando un fenómeno no guarda proporción con el antecedente que
 lo produce, cuando un polvorín salta a causa de una chispa, o cuando un
 imperio se disloca por el lunar de un rostro, ello prueba que el 
antecedente no tiene dignidad de causa, sino que es el instrumento que 
pone en movimiento una fuerza latente, cuya existencia la razón debe suponer a fin de explicar la magnitud del efecto[23]. 
      Esa
 fuerza latente es la que casi todas las culturas a lo largo de la 
historia han descubierto ligada a la sexualidad. De ahí que en la 
mayoría de ellas la relación varón-mujer, aunque no siempre interpretada
 de la manera más correcta, se encontrara ungida por el nimbo de lo 
sagrado. De ahí que las bodas, además de algo íntimo y personal, se 
hayan vivido a lo largo de los siglos como un fausto acontecimiento 
religioso-social. Y de ahí también el triste y tan profundo significado 
que acompaña al hecho de que en nuestros tiempos las relaciones sexuales
 se hayan visto sometidas a un tan intenso proceso de desacralización, 
hasta transformarlas en algo trivial e intrascendente… que degrada por 
fuerza al mismo ser humano, y limita o elimina el sentido de su dignidad.
      Oigamos
 de nuevo a Brancatisano: «Destituida de cualquier fundamento 
antropológico —en el sentido de que no responde a la esencia y el fin de
 la persona— la unión sexual pierde su valor humano y, eliminada la 
posibilidad de explicar su sentido como elemento constitutivo de la 
humanidad, acaba por empobrecer el valor de la persona humana»[24]. 
      Y explica: 
    Este
 modo de valorar la unión sexual la convierte en “algo” —sin duda, 
indefinible— completamente marginal respecto a la identidad de la 
persona, como si se tratara de una mera capacidad de hacer y no de un obrar
 con el que se perfecciona el propio ser. Resulta innegable que el 
actual clima cultural, al banalizar la unión sexual, ha establecido una 
auténtica despersonalización de los individuos, causada sobre todo por la pérdida de su intimidad.
    La exhibición de la unión sexual que la cultura actual lleva a cabo a través de los media,
 está logrando un efecto despersonalizador del ser humano. Aquello que 
reclama una esfera de respeto y discreción, porque afecta al núcleo 
único e irrepetible de la persona —y, como tal, no puede considerarse 
disponible al margen de una elección personalísima—, se ha transformado 
en el argumento dominante de la comunicación de masas; una comunicación 
pública e impersonal, que vacía la unión sexual de su significado más 
hondo y totalizador, y la convierte nada menos que en una actividad 
exhibida, sin que semejante exhibición aporte progreso alguno al 
conocimiento del ser humano[25]. 
    Razones filosóficas
      Todo
 lo contrario de lo que expresan los testimonios antes aducidos y otros 
muchos que cabría traer a colación y que la fe cristiana y la filosofía 
acorde con ella resumen en una verdad radical: la creación inmediata de 
cada alma humana por el infinito Amor de Dios.
      Cuestión
 que nos acerca de nuevo a la tan estrecha relación que enlaza, entre 
los hombres, amor y sexualidad (o, si se prefiere, con los matices del 
caso, los aspectos unitivo y procreador de las relaciones conyugales). 
      Pues
 el perfeccionamiento del amor que lleva consigo la procreación como 
resultado de la unión sexual se encuentra estrechamente ligado al hecho 
de que el hijo es persona, dotada de un alma inmortal que solo puede “entrar” en este mundo como efecto de un acto creador de Dios. 
      Y, como consecuencia, que en la unión íntima fecunda, los cónyuges se han hecho partícipes del Amor y Poder creadores del Absoluto, de una acción formal y exclusivamente creadora, singularísima, en la que Dios se expresa más propiamente como Dios, en cuanto Amor-creador. 
      ¿Cómo
 no habría de multiplicarse el amor matrimonial cada vez que, como 
resultado de una unión conyugal fecunda, se transforma en una 
prolongación del Amor del Absoluto, se “baña” o se sumerge y queda 
íntimamente impregnado por ese Amor sin fronteras?
      Aunque
 solo pueda apuntarlo, este es uno de los motivos que mejor explican por
 qué, en un matrimonio normal y sano, la venida de cada nuevo hijo 
incrementa el amor y la atracción de todo tipo entre marido y mujer. 
      Más
 que dar muchas explicaciones, quisiera aquí aducir un testimonio 
personal, un soneto —bastante mediocre, pero sincero— que escribí, 
exclusivamente para mi mujer, cuando dio a luz nuestro séptimo hijo, 
pero que luego me decidí a publicar:
    Siete
 veces, mujer, has transcendido, / siete veces con Dios te has tuteado, /
 siete veces mi amor has condensado, / siete veces el mundo has 
resumido. // Siete veces, mujer, he presentido / siete abismos que en 
carne has substanciado, / y en las siete, al nacer, he comprobado / que 
mi pasión por ti había crecido. // No fue solo cariño lo ganado, / ni 
fue hondura de amor comprometido, / materia del espíritu señero; // 
también mi ardor rugió multiplicado, / también vibró mi cuerpo 
enardecido: / fue exaltación total del hombre entero.
En un matrimonio normal y sano, la venida de cada nuevo hijoincrementa el amor y la atracción de todo tipo entre marido y mujer
    El aval de la fe y de la experiencia cotidiana
      Después
 de esta clara manifestación de falta de pudor, me interesa mucho dejar 
claro que no me estoy moviendo en el terreno de la metáfora. Los padres cooperan real e íntimamente con Dios en la venida al mundo de cada nuevo ser humano en su total integridad: como personas completas.
      Son,
 en este sentido, pro-creadores o incluso co-creadores. No se limitan a 
engendrar el cuerpo, mientras que Dios crea el alma. Aunque tales 
afirmaciones no puedan calificarse como falsas, más correcto es sostener
 que tanto los padres como Dios, aunque de manera y con intensidad 
distintas, dan origen a toda la persona del hijo: los padres, a través del cuerpo, y Dios directamente, otorgando el ser con el alma.
      Por
 eso la Virgen Santísima es verdadera Madre de Dios (en su Segunda 
Persona y según la Humanidad) y no simplemente del cuerpo de Jesucristo.
 Y por lo mismo cualquier mujer que tiene la desgracia de abortar 
involuntariamente afirma con toda razón que ha perdido a su hijo y no 
simplemente el cuerpo de este.
    De nuevo la unidad de la persona
      Desde
 el punto de vista filosófico, y referido ya a cualquier sujeto humano, 
el asunto puede entreverse con solo reflexionar en que el cuerpo y el 
alma, si se consideran aislados, constituyen una abstracción, algo que 
no puede existir[26]. 
      Tal
 como Dios ha establecido las cosas, no puede hacerse un cuerpo humano 
sin que allí haya alma espiritual (entonces no sería humano); ni tampoco
 Él puede crear un alma sino en el cuerpo correspondiente[27]. 
      Todo hombre es una persona:
 una conjunción intimísima, y no una mera yuxtaposición, de alma y 
cuerpo. Según he apuntado, a esa misma y única persona, Dios la crea y 
los padres la engendran. El término de la acción de unos y Otro es 
justamente (la totalidad de) la persona concebida. Aunque la 
acción divina es infinitamente más directa y constitutiva, los padres no
 se limitan a generar el cuerpo: a través de él, alcanzan a la persona 
toda. 
      No
 estamos, tampoco ahora, ante actividades independientes ni yuxtapuestas
 ni siquiera coordinadas. Dios siempre está presente en el actuar de las
 criaturas, como el Fundamento que, en estrechísima unidad con ellas, 
penetra y hace posible tal actividad. Pero en este caso el obrar divino 
es formalmente creador.
      Cabe afirmar entonces que, en cierto sentido, la virtud creadora de Dios se introduce
 “en” el mismo proceso biológico-personal origen del nuevo hijo; y en 
otro, todavía más definitivo, que es la fecundidad de los padres la que 
se desarrolla “dentro” del acto creador de Dios. 
      Por
 eso la generación de los hijos no es simplemente tal, ni mucho menos 
re-producción, sino estricta pro-creación, por cuanto actúa a favor de 
ésta y da entrada a Dios en el universo humano de una manera 
peculiarísima: justo como Creador de una realidad —¡cada nueva persona!—
 surgida de la nada. 
      Y
 de ahí que los padres puedan calificarse con todo rigor como 
co-creadores, puesto que lo suyo es, participadamente, una co-operación —una operación conjunta— con el acto inaugural del Absoluto.
      Aunque
 no sean inteligibles para todos, ni haya que preocuparse por ello, 
conviene traer a colación un par de testimonios, que sancionen y 
expliquen cuanto acabo de afirmar.
      A
 los efectos, sostiene Carlo Caffarra: «En su verdad más profunda no se 
debería hablar de acto procreativo o de procreación sino de co-creación,
 de acto co-creativo. Dios, que no quiso cooperadores cuando dio inicio 
al universo, quiere tener cooperadores cuando da origen a lo que es la 
obra maestra de todo el universo, el vértice de la realidad creada, el 
hombre»[28]. 
      Y, previamente, había señalado la razón metafísica primordial de todo ello: la unidad de la persona humana en el ser,
 que tantas veces he expuesto y a la que hace un instante he vuelto a 
aludir. Pues bien, partiendo de esa primordial afirmación metafísica, 
escribe Caffarra: «comprendemos que el acto procreativo de los esposos, 
en su verdad más profunda, es co-creación con la actividad creadora de Dios.
 Es la persona la que se genera mediante la generación del cuerpo; es la
 persona la que es creada mediante la creación del alma»[29]. 
      Lo mismo que, añadiendo algunas puntualizaciones, afirma Antonio Ruiz Retegui:
    No
 es que Dios cree una sustancia espiritual que se una a la sustancia 
material engendrada por los padres. El término propio de la creación es 
la persona, y la misma persona es el término de la generación. Pero Dios
 la crea por su dimensión espiritual, mientras los padres la engendran 
por su dimensión somática: lo creado por Dios y lo engendrado por los 
padres es el mismo ser. Podría decirse que los padres disponen la 
materia cuya forma propia es el alma creada directamente por Dios, de 
modo que verdaderamente causan materialmente el alma. Por esto, la 
generación humana se denomina pro-creación y puede decirse con 
propiedad, no metafóricamente, que los padres participan del poder 
creador de Dios[30]. 
El acto procreativo de los esposos, en su verdad más profunda, esco-creación con la actividad creadora de Dios
    Dos relevantes corolarios
Las consecuencias de todo ello no pueden encarecerse en exceso. Me limito a señalar dos de particular magnitud.
      a)
 Antes que nada, que el fruto de la unión conyugal fecunda no es un 
simple ejemplar de la especie humana, sino una imagen singular e 
irrepetible —y, por tanto, única— del Dios tres veces uno, directamente 
relacionada con Él y a Él referida.
      Lo
 que implica a su vez que la verdad más absoluta del hijo no es ser “de 
los padres”, pertenecerles. Más radical y profundo es su directo e 
inmediato nexo con el Creador: su constituirse como “alguien delante de 
Dios y para siempre”, según la acertada expresión de Cardona, inspirada 
en Kierkegaard… y que tantísimas repercusiones presenta en educación[31]. 
      En resumen, cada persona que viene a este mundo, mucho más y antes que hijo nuestro, es hijo de Dios.
      b) En segundo término, me gustaría insistir en que, gracias al ejercicio de la sexualidad, los padres se introducen dentro de la potencia creativa de Dios,
 con cuanto lleva consigo y que empieza a vislumbrarse al considerar la 
simplicidad divina. Pues, en virtud de ella, el Acto con el que Dios da 
el ser a cada nueva criatura es numéricamente idéntico a aquel con el 
que instituye el universo entero, e idéntico a su vez al mismísimo Ser 
divino… que es su Amor infinito.
      Por
 todo ello, y por mucho más, no puede sorprender la alta estima en que 
los santos han tenido el amor conyugal. Josemaría Escrivá, por referirme
 a una persona que entendió a las mil maravillas el amor humano, no solo
 insistía y se recreaba en la expresión paulina que califica el 
matrimonio como sacramentum magnum (grande: calificativo 
que, entre los siete existentes, solo se aplica a este sacramento); sino
 que repetía una y otra vez que el amor de sus padres, como el de todos 
los esposos que actúan con rectitud, él lo bendecía con las dos manos… 
por la sencilla razón de que no tenía cuatro. Y no dudaba en asimilar el
 lecho matrimonial a un altar.
      ¿Por
 qué esta última y tan audaz comparación? Estimo que en ella late una 
verdad teológica fuertemente arraigada; a saber: que justo en la unión 
íntima entre cristianos ligados en matrimonio se renueva de una manera 
muy particular el sacramento que entrelazó sus vidas para siempre, con 
las gracias que lleva adjuntas[32]. 
      Pero
 como filósofo me gusta pensar —tal vez sin fundamento— que, al comparar
 el lecho conyugal con un altar, San Josemaría apuntaba también a la especial
 presencia de Dios en el mundo que acompaña a las relaciones 
matrimoniales fecundas. Una presencia que, si sería exagerado calificar 
de cuasi sacramental, debe sin embargo preservar su singularidad 
única, “especialmente divina”, distinta a las restantes en el ámbito 
natural: es formalmente, al menos en potencia, creadora de personas… y no simplemente conservadora de otras realidades[33]. 
    Otra vez la literatura y la vida
      También
 ahora son muchos los poetas que han sabido exponer ese vigor universal,
 cósmico, al que se encuentra aparejado el trato conyugal íntimo, 
justamente en virtud de su potencialidad creadora.
      Y, así, Rafael Morales, refiriéndolo al propio hijo, exclama:
    Rama del beso tú, que, leve y pura, / tienes raíz en la pasión amante, / en una humana y sideral locura. // Tibia luna rosada y palpitante, / dulce vuelo parado en la hermosura / que ha surgido del cielo de un instante[34]. 
      De una manera velada, propia del lenguaje poético, estos versos sugieren la introducción
 de la actividad humana en una Acción a la que se encuentra referida, 
como a su Origen, la entera realidad creada: cielos y tierras, según 
apuntaba antes. 
      Algo
 similar expone Víctor Hugo: «Cuando se aproximan dos bocas consagradas 
por el amor es imposible que por encima de ese beso inefable no se 
produzca un estremecimiento en el inmenso misterio de las estrellas»[35]. 
 Y, de nuevo, Miguel Hernández:
    La
 gran hora del parto, la más rotunda hora: / estallan los relojes 
sintiendo tu alarido, / se abren todas las puertas del mundo, de la 
aurora, / y el sol nace en tu vientre donde encontró su nido. / […] Hijo
 del alba eres, hijo del mediodía. / Y ha de quedar de ti luces en todo 
impuestas, / mientras tu madre y yo vamos a la agonía, / dormidos y 
despiertos con el amor a cuestas[36]. 
Pero
 también lo experimentan, de manera más clara cuanto más crece su 
afecto, los esposos que llevan a término cumplida y amorosamente la 
unión conyugal. Se advierten entonces ligados a la Fuente del cosmos, 
con la que en cierto modo se identifican, y, con Ella y por Ella, al 
universo todo y al conjunto de la humanidad. 
 Con un deje profundo de exaltación poética, lo expuso hace ya algunos años Cormac Burke: 
    Una
 falta de auténtica conciencia sexual caracteriza el acto si la 
intensidad del placer no sirve para despertar una comprensión plenamente
 consciente de la grandeza de la experiencia conyugal: me estoy 
entregando —entrego mi capacidad creativa, mi potencia vital— no solo a 
otra persona, sino a la creación entera: a la historia, a la humanidad, a
 los planes de Dios. En cada acto de unión conyugal, enseña Juan Pablo 
II, “se renueva, en cierto modo, el misterio de la creación en toda su 
original profundidad y fuerza vital” [37]. 
      Y añade, y con ello concluyo: 
      La
 vitalidad de sensación en el acto sexual debe corresponder a una 
vitalidad de significación […]. La misma explosión de placer que 
comporta el acto sugiere la grandeza de la creatividad sexual. En cada 
acto conyugal debería haber algo de la magnificencia —de la envergadura y
 del poder— de la Creación de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina de 
Roma…[38]
Tomás Melendo
(Resumen, con leves retoques, del capítulo XI del libro El ser humano: desarrollo y plenitud. Madrid. Ediciones Internacionales Universitarias, 2013).
  Notas
    [1] Un tratamiento más amplio de la sexualidad humana puede encontrarse en MELENDO, Tomás: La belleza de la sexualidad. EIUNSA, Madrid: 2007. Y también en MELENDO, Tomás; MARTÍ, Gabriel: Felicidad y fecundidad en el matrimonio: metafísica del amor conyugal. Madrid: Ediciones internacionales universitarias, 2010.
    [2] Los verbos no están escogidos al azar, sino que apuntan a una progresión, aunque ciertamente no exacta ni lineal.
    [3] CAFFARRA, Carlo: Sexualidad a la luz de la antropología y de la Biblia. Madrid: Rialp, 1990, p. 37.
    [4] CAFFARRA, Carlo: La sexualidad humana. Madrid: Encuentro, 1987, p. 52.
    [5] Cf. SOLOVIEV, Vladimir: Smysl lubvi (1892-1894); tr. cast.: El significado del amor. Monte Carmelo, 2009, particularmente los capítulos I y II de la versión castellana.
    [6] SOLOVIEV, Vladimir: Smysl lubvi, cit., tr. cast., pp. 33-35.
    [7] SOLOVIEV, Vladimir: Smysl lubvi, cit., tr. cast., p. 49.
    [8] BRANCATISANO, Marta: Approccio all’antropologia della differenza. Roma: Edizioni Università della Santa Croce, 2004, p. 26. La traducción es mía.
    [9] BRANCATISANO, Marta: Fino alla mezzanotte di mai: Apologia del matrimonio. Milano: Leonardo International, 2004 [1ª ed., 1997], p. 112; tr. cast.: La gran aventura: Una apología del matrimonio. Barcelona: Grijalbo, 2000, p. 87.
    [10] HUGO, Víctor: Les misérables, IV, 5, 4.
    [11]
 “Más adecuada” no equivale necesariamente a “mayor”: esta sería, como 
en los restantes casos, el “ir dando la vida”, día a día por el propio 
cónyuge.
    [12] ALBERONI, Francesco: Ti amo, cit., pp. 193-194; tr. cast., p. 152.
    [13] Cf. BARBOTIN, Edmon: Humanité de l’homme: Étude de philosophie concrète. Paris : Aubier, 1970, p. 33. Traducción castellana: El lenguaje del cuerpo. Pamplona: EUNSA, 1977, vol. I, p. 51.
    [14] BARBOTIN, Edmon: Humanité de l’homme, cit., p. 33-34 ; tr. cast., vol. I, p. 51.
    [15] LECLERCQ, Jacques : Le mariage chrétien. Paris : Casterman, 1954, p. 127. Traducción castellana: El matrimonio cristiano. 19ª ed. Madrid: Rialp, 1987, p. 150.
    [16] HERNÁNDEZ, Miguel: Hijo de la luz y de la sombra; en Obras completas, vol. I: Poesía. 2ª ed. Madrid: Espasa-Calpe, 1993, pp. 715-716.
    [17] Y,
 por lo mismo, ¿se intuye el enorme poder destructivo de esos actos 
cuando se llevan a término fuera de un exquisito y acendrado contexto de
 amor recíproco?
    [18] LECLERCQ, Jacques : Le mariage chrétien, cit., p. 124-125 ; tr. cast., p. 147.
    [19] CHAMIZO, Luis: El miajón de los castúos: “La nacencia”; en Obras Completas. 2ª ed. Badajoz: Universitas Editorial, 1985, p. 95.
    [20] NERUDA, Pablo: “El hijo”: en URRUTIA, Ángel: Homenaje a la madre. Madrid: Ed. Ángel Urrutia, 1984, pp. 17-18.
    [21] ALBALA, Alfonso: “Madre otra vez”; en URRUTIA, Ángel: Homenaje a la madre, cit., p. 21.
    [22] D’ORS, Miguel: “Canto a las madres”; en URRUTIA, Ángel: Homenaje a la madre, cit., p. 73.
    [23] GUITTON, Jean: L’amour humain, suivi de deux essais sur Las relations de famille et sur Le démon de midi. Paris : Aubier, 1948, p. 46-47. Traducción castellana: Ensayo sobre el amor humano. Buenos Aires: Ed. Sudamericana, 1968, p. 42.
    [24] BRANCATISANO, Marta: Approccio all’antropologia della differenza, cit., pp. 105-106.
    [25] BRANCATISANO, Marta: Approccio all’antropologia della differenza, cit., pp. 105-106.
    [26] Más
 bien habría que decir: que no puede “comenzar a ser o existir”. Ya que,
 una vez creada la persona humana, el alma es capaz de subsistir sin el 
cuerpo. Cf. la nota siguiente.
    [27] Lo
 he expuesto multitud de veces, tras las huellas de Tomás de Aquino: 
para empezar a ser —lo mismo que para desarrollar todas sus operaciones—
 el alma humana necesita del cuerpo. Una explicación relativamente 
detallada puede encontrarse en MELENDO, Tomás: Metafísica de lo concreto: Sobre las relaciones entre filosofía y vida… y una pizca de logoterapia. 2a. ed. Madrid: Ediciones Internacionales Universitarias, 2009.
    [28] CAFFARRA, Carlo: “Definición filosófico-ética y teológica de la procreación responsable”; en La paternidad responsable. Madrid: Palabra, 1988, p. 81.
    [29] CAFFARRA, Carlo: “Definición filosófico-ética y teológica de la procreación responsable”, cit., p. 80.
    [30] RUIZ RETEGUI, Antonio: “La Ciencia y la fundamentación de la Ética. II: la pluralidad humana”; en AA.VV.: Deontología Biológica. Pamplona: Facultad de Ciencias, Universidad de Navarra, 1987, pp. 39-40.
    [31] Cf., entre otros muchos textos: CARDONA, Carlos: Metafísica del bien y del mal. Pamplona: EUNSA, 1987, p. 90.
    [32] No
 estaría de más que los cristianos reflexionáramos de vez en cuando 
sobre este extremo: para los cónyuges, ¿existen modos más gozosos y 
eficaces de obtener un incremento de gracia que unirse íntimamente en 
una relación abierta a la vida?
    [33] Personalmente,
 y tal vez por el cariño que tengo a México y a su Patrona, me gusta 
establecer cierta similitud entre el modo en que Dios está presente en 
el acto de unión fecunda y la manera, sin duda excepcional, en que la 
“imagen” de la Guadalupana se halla plasmada en la tilma de Juan Diego: 
un modo radicalmente distinto a cualquier otro que pueda darse 
naturalmente.
    [34] MORALES, Rafael: El corazón y la tierra (1946); en Obra poética completa (1943-2003), cit., p. 150.
    [35] HUGO, Víctor: Les misérables, V, 6, 2
    [36] HERNÁNDEZ, Miguel: Hijo de la luz, cit., pp. 714-715.
    [37] BURKE, Cormac: Covenanted Happiness: Love and Commitment in Marriage. Princeton (New Jersey): Scepter Publishers, 1999 (1st ed. 1990), p. 99. Traducción castellana: Felicidad y entrega en el matrimonio. Madrid: Rialp, 1990, pp. 54-55.
    [38] BURKE, Cormac: Covenanted Happiness, cit., p. 99; tr. cast., p. 54.
 
