domingo, 23 de junho de 2013

Preso en el campo nazi de Dachau, Dios le envió «un ángel» y fue feliz en medio del infierno - por Javier Lozano

In RL  

La historia de Bernard Py es la de una conversión, la de un encuentro con Jesucristo en el lugar más insospechado, en un sitio en el que muchos creían que Dios no había aparecido.

Sin embargo, es en la oscuridad donde se manifiesta con mayor fuerza la luz. Y así lo atestigua el ahora médico jubilado francés de 87 años, cuya vida da para un libro, y de hecho lo ha dado.
 
Durante la II Guerra Mundial fue internado junto con su hermano, su padre y su padrino en el campo de concentración nazi de Dachau. Allí vio la maldad y la muerte en primera persona, tanto que ni su padre ni su padrino salieron vivos de aquel fatídico lugar. Pero en medio de este sufrimiento inmenso y de las condiciones infrahumanas este francés “encontró la felicidad”.
 
Detenido por los nazis junto a su familia
¿Cómo ser feliz en medio de tanta muerte? Allí encontró a Dios y asegura que recibió un segundo bautismo. De la muerte pasó a la vida. De la desesperación, de no sentirse persona, de vivir sin esperanza se transformó para poder vivir el día a día bajo la providencia y como un don de Dios. Y todo ello en uno de los sitios más oscuros creados por el hombre en los últimos tiempos, el campo de Dachau.
 
Esta historia de Bernard Py comienza en verano de 1944. Tenía 19 años y era estudiante de Medicina. En sus vacaciones se trasladó junto con su hermano mayor a la residencia familiar.


Allí colaboraron con la resistencia pero la Gestapo localizó  de dónde provenía la ayuda.  Los nazis arrestaron a cientos de personas del pueblo de Py y de los que estaban alrededor, todos los que tuvieran entre 16 y 60 años.
 
Enviado a un campo de concentración
Junto con sus familiares y vecinos fue interrogado brutalmente para que delatara a los líderes de la resistencia. Fue sometido a la tortura de la bañera durante sus interrogatorios e incluso fue víctima de latigazos. De su Francia natal fue trasladado con parte de su familia al campo de Dachau, del que muchos ya no volvieron.
 
Allí les encomendaron tareas sobrehumanas en condiciones lamentables. La esperanza de vida en el campo era de seis meses. Trabajaba la tierra en un horario que iba de las cinco de la madrugada a las ocho de la tarde.


Apenas iban vestidos pese al frío del invierno alemán. Además, estaba aquejado de desnutrición. El deterioro de Py era permanente: perdía peso de manera alarmante y comenzaba a ver afectado su sistema nervioso y cerebral. Y todo ello sin higiene alguna.


Su deterioro físico y espiritual
Sin embargo, el ámbito físico no era su único problema. Había otro de igual o mayor importancia: el personal y espiritual. Su autoestima estaba por los suelos. Se odiaba y se sentía inferior. Comenzaba también en él una muerte óntica, del interior de su ser. Ya no temía la muerte pues era parte de la rutina del día a día mientras las burlas, el maltrato y las palizas hacían en él más mella psicológica que física.
 
El ángel enviado del cielo
Pero justo en el momento más oscuro de su vida, justo cuando tocaba fondo apareció un ángel, un enviado de Dios que le cambió la vida, incluso interno en un campo de concentración nazi.
 
Este ángel no era otro que un joven y valiente fraile dominico, el padre Álex Morelli. Arriesgando su propia vida hizo de manera clandestina de capellán en el campo de concentración


El había seguido el llamamiento del arzobispo de París, el cardenal Suhard, para ser capellán clandestino de todos los franceses. Este apostolado le llevó a Dachau y allí siguió desarrollándolo a rajatabla.
 
Y así llegó el encuentro entre este fraile y un joven Bernard sin esperanza, sin vida. Durante semanas y en encuentros breves comienza a hablarle de Dios. “Tardé muchas horas días en absorber lo que me decía durante estos encuentros furtivos puesto que mi alma estaba reseca y sedienta”.
 
“Dios es amor”
Su interior, sin embargo, iba experimentando un cambio. Comenzaba en él a fluir la esperanza aunque en el campo todo externamente fuera a peor.  Y empieza a interiorizar el gran cambio en su vida.  “El padre me hacía entender que Dios es amor” y que se preocupaba por él, sufría por él. Llega a la certeza de que no está sólo.
 
“Este dominico me enseña que tengo dos ayudas esenciales, siempre que las quiera y las pida: la Providencia y la Gracia”, recuerda ahora Bernard casi 60 años después. Confirma que la providencia va apareciendo “misteriosamente y en silencio” en pequeños detalles así como la Gracia, pues a pesar de todo siente la “dignidad de ser hijo de Dios”.
 
El joven Bernard va recuperando su persona. Ni las duras horas de trabajo ni el tifus que asolaba el campo, ni la muerte ni la privación de libertad. Había algo en él que superaba todo esto. Lo que le producía la muerte ahora ya no podía con él.
 
El gran encuentro con Cristo
Pero el encuentro más grande con el Señor estaba aún por llegar. El broche a un encuentro profundo. Un tarde helada de invierno, Bernard recibió del padre Morelli la comunión a escondidas. La sagrada forma estaba envuelta en un trozo de papel que dejó en su bolsillo de la camisa.
 
Mientras trabaja, completamente helado, sintió un calentamiento enorme. Era una explosión de auténtica felicidad en todos los planos: “físico, psicológico y espiritual”. La fuente de calor estaba situada en el pecho y era “Jesús en la Eucaristía”. “Fue un signo personal y único, que permanece en mí inolvidable: la felicidad gustada infinitamente. Posteriormente lo relacioné con una consagración al Sagrado Corazón que habíamos hecho al principio de nuestro internamiento”.
 
Ya no temía a nada. Ni a la muerte, pues estaba convencido de que Dios le daría la gracia de morir cristianamente, ni al trabajo. Era feliz. Feliz en medio de la muerte. “Había recibido una perla inigualable en el infierno”.
 
Su lucha contra el holocausto del siglo XXI
Finalmente, él y su hermano fueron liberados mientras su padre y padrino fallecieron en aquel lugar. Bernard siguió con sus estudios de medicina. Ejerció como tal y tuvo una familia numerosa.
 
Al final de sus años dedicó su vida a ayudar a mujeres embarazadas en dificultades A través de un teléfono las escucha, asesora y anima. Pues es consciente y ha vivido en primera persona otro holocausto similar al del aborto. “Toda vida es frágil y sagrada”, reconoce ahora a sus 87 años, edad que no le impide seguir acompañando a estas mujeres.


Además, ha convertido su casa en un hogar para peregrinos que están de paso. La gratuidad de la vida y del amor le ha hecho dar lo mismo que él mismo recibió hace casi 60 años.