La supresión de las categorías morales
nunca es inocua, aunque nuestra época proclame ufana lo contrario. Decía
Aristóteles que lo que distinguía al hombre de cualquiera de los
animales es la capacidad para discernir el bien y mal; y podríamos
completar la definición aristotélica diciendo que, cuando el hombre
renuncia a esa capacidad que lo distingue, se convierte en el peor de
los animales.
La supresión de las categorías morales comienza cuando ley y moral se convierten en departamentos autónomos. Cuando las cosas que son objetivamente inmorales -esto es, malas en su misma naturaleza- se pueden realizar al amparo de la ley, tarde o temprano la inmoralidad se convierte en ley, primero de forma tácita y condescendiente, luego como uso social admitido, más tarde como conducta que reclama el amparo legal para, por último, reclamar también que la moralidad sea arrinconada, primero de forma tácita o condescendiente, luego como un uso social obsoleto o grotesco, más tarde como conducta indeseable. Es un camino de ida y vuelta inevitable, porque el hombre inmoral, una vez que ha logrado que su conducta sea admitida, anhelará que tal conducta no sea percibida socialmente como algo inmoral; lo que, a la larga, exige proscribir la conducta del hombre moral, que se ha tornado odiosa.
Un ejemplo clamoroso de este proceso degenerativo nos lo ofrece el adulterio. Tradicionalmente, la infidelidad matrimonial fue reconocida como lo que es, un acto moralmente reprobable que la ley condenaba: en las legislaciones más duras, mediante la punición del adúltero; en otras más blandas como conducta que, por infligir un grave daño al cónyuge defraudado, obligaba al adúltero a algún tipo de resarcimiento. En ambos casos, la calificación legal del adulterio era acorde a su naturaleza inmoral; pero llegó un tiempo en que se consideró que un acto moralmente reprobable -esto es, malo en su misma naturaleza- no tenía por qué ser calificado legalmente. Aliviado de la condena legal, el adúltero se aprestó a vivir en un mundo en el que su conducta seguía sin embargo siendo reprobada socialmente... aunque por poco tiempo, pues nada como el silencio legal contribuye tanto a la difuminación de las categorías morales. Esta difuminación propició que cada vez más adúlteros vergonzantes se convirtieran en adúlteros sin complejos, incluso orgullosos de serlo; y que su conducta moralmente reprobable pasase a ser socialmente admitida. Llegados a este punto, el adúltero exigió que su inmoralidad dejase de ser considerada como tal: en esta dinámica degenerativa puede encuadrarse, por ejemplo, la floración en Internet de agencias especializadas en facilitar el contacto entre adúlteros que se publicitan como si tal cosa, con anuncios de tono festivo o risueño, y cosechan pingües beneficios. A fin de cuentas, si hemos renunciado a discernir la naturaleza moral del adulterio, ¿por qué habríamos de reducir a la clandestinidad su práctica?
Pero, como las acciones inmorales, por su misma naturaleza, causan un daño cierto (a quienes las realizan y a quienes las sufren), el hombre inmoral necesita justificaciones. Y siempre hay alguien dispuesto a fabricárselas: el otro día, en un programa televisivo infecto, escuchábamos a una sedicente ´terapeuta familiar´ (otra de las notas distintivas de este proceso de deslizamiento que vengo describiendo es la perversión premeditada y sistemática del lenguaje) decir que el adulterio "puede salvar a una pareja y, además, mejora la autoestima". Aquí ya hemos alcanzado ese punto de abyección en el que las categorías morales se invierten, la torsión definitiva en ese camino de ida y vuelta que antes describíamos: lo malo pasa a llamarse bueno; y lo bueno, automáticamente, pasa a llamarse malo, primero de forma piadosamente desdeñosa (y así, el hombre fiel es visto como un pringado, oprimido por compromisos caducos e ideas retardatarias), luego de forma rampante y satisfecha (el hombre fiel se tropieza con todo tipo de escollos para preservar su fidelidad y tentaciones ubicuas para incurrir en el adulterio, lo que ya está sucediendo en nuestros días), más tarde con todas las bendiciones legales necesarias. Tales bendiciones ya imperan tímidamente en nuestra época, que -siquiera por omisión- premia al adúltero que ha destruido un matrimonio, sin imponerle ningún tipo de castigo; pero llegará pronto el día en que lo beneficie sin ambages, por considerar que ha contribuido a la disolución de instituciones tan perniciosas. Y es que la supresión de las categorías morales siempre es inicua, aunque nuestra época proclame ufana lo contrario.
La supresión de las categorías morales comienza cuando ley y moral se convierten en departamentos autónomos. Cuando las cosas que son objetivamente inmorales -esto es, malas en su misma naturaleza- se pueden realizar al amparo de la ley, tarde o temprano la inmoralidad se convierte en ley, primero de forma tácita y condescendiente, luego como uso social admitido, más tarde como conducta que reclama el amparo legal para, por último, reclamar también que la moralidad sea arrinconada, primero de forma tácita o condescendiente, luego como un uso social obsoleto o grotesco, más tarde como conducta indeseable. Es un camino de ida y vuelta inevitable, porque el hombre inmoral, una vez que ha logrado que su conducta sea admitida, anhelará que tal conducta no sea percibida socialmente como algo inmoral; lo que, a la larga, exige proscribir la conducta del hombre moral, que se ha tornado odiosa.
Un ejemplo clamoroso de este proceso degenerativo nos lo ofrece el adulterio. Tradicionalmente, la infidelidad matrimonial fue reconocida como lo que es, un acto moralmente reprobable que la ley condenaba: en las legislaciones más duras, mediante la punición del adúltero; en otras más blandas como conducta que, por infligir un grave daño al cónyuge defraudado, obligaba al adúltero a algún tipo de resarcimiento. En ambos casos, la calificación legal del adulterio era acorde a su naturaleza inmoral; pero llegó un tiempo en que se consideró que un acto moralmente reprobable -esto es, malo en su misma naturaleza- no tenía por qué ser calificado legalmente. Aliviado de la condena legal, el adúltero se aprestó a vivir en un mundo en el que su conducta seguía sin embargo siendo reprobada socialmente... aunque por poco tiempo, pues nada como el silencio legal contribuye tanto a la difuminación de las categorías morales. Esta difuminación propició que cada vez más adúlteros vergonzantes se convirtieran en adúlteros sin complejos, incluso orgullosos de serlo; y que su conducta moralmente reprobable pasase a ser socialmente admitida. Llegados a este punto, el adúltero exigió que su inmoralidad dejase de ser considerada como tal: en esta dinámica degenerativa puede encuadrarse, por ejemplo, la floración en Internet de agencias especializadas en facilitar el contacto entre adúlteros que se publicitan como si tal cosa, con anuncios de tono festivo o risueño, y cosechan pingües beneficios. A fin de cuentas, si hemos renunciado a discernir la naturaleza moral del adulterio, ¿por qué habríamos de reducir a la clandestinidad su práctica?
Pero, como las acciones inmorales, por su misma naturaleza, causan un daño cierto (a quienes las realizan y a quienes las sufren), el hombre inmoral necesita justificaciones. Y siempre hay alguien dispuesto a fabricárselas: el otro día, en un programa televisivo infecto, escuchábamos a una sedicente ´terapeuta familiar´ (otra de las notas distintivas de este proceso de deslizamiento que vengo describiendo es la perversión premeditada y sistemática del lenguaje) decir que el adulterio "puede salvar a una pareja y, además, mejora la autoestima". Aquí ya hemos alcanzado ese punto de abyección en el que las categorías morales se invierten, la torsión definitiva en ese camino de ida y vuelta que antes describíamos: lo malo pasa a llamarse bueno; y lo bueno, automáticamente, pasa a llamarse malo, primero de forma piadosamente desdeñosa (y así, el hombre fiel es visto como un pringado, oprimido por compromisos caducos e ideas retardatarias), luego de forma rampante y satisfecha (el hombre fiel se tropieza con todo tipo de escollos para preservar su fidelidad y tentaciones ubicuas para incurrir en el adulterio, lo que ya está sucediendo en nuestros días), más tarde con todas las bendiciones legales necesarias. Tales bendiciones ya imperan tímidamente en nuestra época, que -siquiera por omisión- premia al adúltero que ha destruido un matrimonio, sin imponerle ningún tipo de castigo; pero llegará pronto el día en que lo beneficie sin ambages, por considerar que ha contribuido a la disolución de instituciones tan perniciosas. Y es que la supresión de las categorías morales siempre es inicua, aunque nuestra época proclame ufana lo contrario.