Inquirido por Tatiana G. Rivas por sus
«referentes morales», el alcalde Gordillo mete en el ajo a Cristo, en
tan grata compañía como la del Che Guevara, Hugo Chávez y Fidel Castro
(más Gandhi, que es el perejil buenista de todas las salsas), en un
batiburrillo característico del hombre con empanada mental.
Esta manía de meter a Cristo en el guiso revolucionario es abuso muy arraigado entre todos los que quieren alcanzar el Paraíso en la Tierra, que es exactamente lo que Cristo jamás prometió. Castellani sitúa el origen de este abuso cuando un socialista pelmazo le dijo a Donoso Cortés: «Jesucristo fue el primer revolucionario del mundo». A lo que respondió el gran pensador español: «Pero Jesucristo no derramó más sangre que la suya».
A juicio de Castellani, Donoso le tendría que haber escrachado al socialista la cara de un sopapo, «librándolo a él de un error y librando a la humanidad para siempre de esa necedad de empastelar los conceptos». Ahora, con la primavera de la democracia que nos ha traído internet, esta necedad te la suelta cualquier andoba: pones en el Google la frase de aquel socialista pelmazo y en un santiamén el algoritmo te detecta a más de dos millones de tíos con las meninges empasteladas por los planes de la LOGSE o las misas guitarreras repitiendo como papagayos la misma necedad. Pero lo cierto es que Cristo vino a reconciliar consigo todo lo que existe en la tierra y en cielo, por la sangre de su cruz; lo que, mirado con las anteojeras de la política, más bien parece oficio de restaurador que de revolucionario. Y quizá aquí se halle la principal diferencia entre restauradores y revolucionarios: pues las restauraciones se hacen con sangre propia; y las revoluciones con sangre ajena, que sale mucho más barata.
Pero el alcalde Gordillo tampoco quiere que llegue la sangre al río. De momento, ya que no está de su mano multiplicar los panes y los peces, se conforma con asaltar supermercados, porque -según dice- «hemos tocado la tecla que molesta»; y afirma que seguirá haciéndolo «si no hacen nada para remediarlo». Esta indeterminación semántica es también muy propia del revolucionario: toca la tecla que molesta (¿a quiénes?), amenaza con seguir tocándola si no hacen nada por remediarlo (¿quiénes?), etcétera. Y esto es lo que más nos acojona de los revolucionarios, porque de inmediato intuimos que en esa instancia indeterminada se incluye todo quisque, desde la cajera del Mercadona al banquero. Fuera de esa instancia genérica de réprobos antirrevolucionarios, se encuentra... «la gente»:
-Yo vivo con la gente. Estoy con ellos en todo momento- afirma Gordillo.
Que es una casi paráfrasis paródica de aquella frase evangélica: «Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo». Al final del mundo, Cristo anunció que volvería en gloria y majestad, pero con Sánchez Gordillo asaltando supermercados ya no hace falta que venga, porque el Paraíso en la Tierra habrá quedado instaurado para siempre. El paraíso revolucionario es un supermercado donde puedes arramblar con todo lo que pilles sin pasar por caja (y sin que piten los detectores).
-Soy una persona cercana. Soy un referente moral para la gente -dice Sánchez Gordillo con proverbial modestia, aprovechando que su abuela no pasaba por allí cerca.
Como Castro, como el Che, como Cristo... Sánchez Gordillo no tiene edad para haber sufrido los planes de la LOGSE; pero apostaría el pescuezo a que de adolescente se chupó unas cuantas misas guitarreras, con el falso credo de Mejía Godoy sonando a todo trapo: «El romano imperialista, / puñetero y desalmado...».
Esta manía de meter a Cristo en el guiso revolucionario es abuso muy arraigado entre todos los que quieren alcanzar el Paraíso en la Tierra, que es exactamente lo que Cristo jamás prometió. Castellani sitúa el origen de este abuso cuando un socialista pelmazo le dijo a Donoso Cortés: «Jesucristo fue el primer revolucionario del mundo». A lo que respondió el gran pensador español: «Pero Jesucristo no derramó más sangre que la suya».
A juicio de Castellani, Donoso le tendría que haber escrachado al socialista la cara de un sopapo, «librándolo a él de un error y librando a la humanidad para siempre de esa necedad de empastelar los conceptos». Ahora, con la primavera de la democracia que nos ha traído internet, esta necedad te la suelta cualquier andoba: pones en el Google la frase de aquel socialista pelmazo y en un santiamén el algoritmo te detecta a más de dos millones de tíos con las meninges empasteladas por los planes de la LOGSE o las misas guitarreras repitiendo como papagayos la misma necedad. Pero lo cierto es que Cristo vino a reconciliar consigo todo lo que existe en la tierra y en cielo, por la sangre de su cruz; lo que, mirado con las anteojeras de la política, más bien parece oficio de restaurador que de revolucionario. Y quizá aquí se halle la principal diferencia entre restauradores y revolucionarios: pues las restauraciones se hacen con sangre propia; y las revoluciones con sangre ajena, que sale mucho más barata.
Pero el alcalde Gordillo tampoco quiere que llegue la sangre al río. De momento, ya que no está de su mano multiplicar los panes y los peces, se conforma con asaltar supermercados, porque -según dice- «hemos tocado la tecla que molesta»; y afirma que seguirá haciéndolo «si no hacen nada para remediarlo». Esta indeterminación semántica es también muy propia del revolucionario: toca la tecla que molesta (¿a quiénes?), amenaza con seguir tocándola si no hacen nada por remediarlo (¿quiénes?), etcétera. Y esto es lo que más nos acojona de los revolucionarios, porque de inmediato intuimos que en esa instancia indeterminada se incluye todo quisque, desde la cajera del Mercadona al banquero. Fuera de esa instancia genérica de réprobos antirrevolucionarios, se encuentra... «la gente»:
-Yo vivo con la gente. Estoy con ellos en todo momento- afirma Gordillo.
Que es una casi paráfrasis paródica de aquella frase evangélica: «Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo». Al final del mundo, Cristo anunció que volvería en gloria y majestad, pero con Sánchez Gordillo asaltando supermercados ya no hace falta que venga, porque el Paraíso en la Tierra habrá quedado instaurado para siempre. El paraíso revolucionario es un supermercado donde puedes arramblar con todo lo que pilles sin pasar por caja (y sin que piten los detectores).
-Soy una persona cercana. Soy un referente moral para la gente -dice Sánchez Gordillo con proverbial modestia, aprovechando que su abuela no pasaba por allí cerca.
Como Castro, como el Che, como Cristo... Sánchez Gordillo no tiene edad para haber sufrido los planes de la LOGSE; pero apostaría el pescuezo a que de adolescente se chupó unas cuantas misas guitarreras, con el falso credo de Mejía Godoy sonando a todo trapo: «El romano imperialista, / puñetero y desalmado...».