WILLIAM Frederick Rolfe (1860-1913), más
conocido por los amantes de la literatura como Barón Corvo, fue un
escritor inglés, principesco y lunático, quijotesco y truhán, que pasó
las de Caín en vida. Aunque criado en una familia anglicana, el Barón
Corvo se convirtió siendo muy joven al catolicismo e ingresó en un
seminario. Su gusto por los efebos y su temperamento desquiciado
acabarían, sin embargo, impidiendo que se ordenara sacerdote; y toda su
vida, que fue más bien corta y regada de miserias y escándalos, se la
pasó rumiando su rencor. Para ajustar cuentas con las jerarquías
eclesiásticas que lo habían condenado al ostracismo, y para desaguar su
bilis, el Barón Corvo escribió en 1904 una novela –auténtico ejercicio
de terapia psiquiátrica– rezumante de altanería y sarcasmos, titulada
AdrianoVII, en la que se imagina entronizado como Papa. La novela,
admirable desde el punto de vista literario, es también una lectura
recomendabilísima en estos días, pues incluye unos cuantos capítulos
regocijantes sobre el desenvolvimiento del cónclave que acaba con la
elección del protagonista, antes de centrarse en el papado de ese
imaginario Adriano VII, en el que la prosa del Barón Corvo, superdotada
para la invectiva, arremete contra todo bicho viviente. Antológico
resulta, por ejemplo, su juicio del socialismo, que «no es el grito
de la pobreza oprimida, sino una suma de denuestos y refunfuños de la
mediocridad llena de envidia y descontento, ansiosa de afectar unas
apariencias prestadas y no propias, y de sumergirse en un lujo que no se
había ganado con su esfuerzo personal».
En estos días de sede vacante son muchos los ejercicios de teología-ficción que leemos y escuchamos aquí y allá. En casi todos descubrimos una afección que podríamos denominar «síndrome del Barón Corvo», un fondo patológico que viene a confirmar aquella reflexión irónica de Foxá: «Los españoles están condenados a ir siempre detrás de los curas, o con el cirio o con el garrote».
Aunque quizá Foxá se quedase corto, y lo que le sucede más bien a los españoles es que en el fondo de sus entretelas hubiesen deseado ser curas, como le sucedía al Barón Corvo; y, ya de puestos a ser curas (¡que no hay que conformarse con cualquier cosa!), fantasean con la posibilidad de alcanzar el papado. Resulta, en verdad, enternecedor y digno de estudio psiquiátrico, escuchar y leer a «opinadores» que viven alejados de la Iglesia echar su cuarto a espadas, promoviendo candidatos al papado, enumerando las prendas que deben asistir al nuevo Pontífice, arbitrando métodos para combatir los males que, según su delirante y bilioso juicio, afligen hoy a la Iglesia. A simple vista, tan rocambolesca actitud podría confundirse con la impostación de conocimientos propia del «opinador»; pero estoy seguro de que ninguno de estos «opinadores» que tan resueltamente pontifican sobre el futuro Papa haría lo mismo si se le inquiriese sobre el futuro Dalai Lama o el futuro imán de La Meca. Hay en ellos, en la pasión discutidora con la que reclaman reformas o execran presuntos vicios de la Iglesia, un fervor con trasfondo traumático que no encontramos ni siquiera entre los aficionados del Barcelona, cuando se ponen a especular sobre el futuro del Real Madrid.
En esta apabullante exhibición del «síndrome del Barón Corvo» uno descubre que España es un país arrebatadamente clerical. De un clericalismo, ciertamente, un poco estrafalario, en el que nadie se conforma con ser cura de aldea y todo quisque anhela la tiara papal. Un clericalismo en el que cada uno sería papa en su casa, volviendo majara al Espíritu Santo.
© Abc
En estos días de sede vacante son muchos los ejercicios de teología-ficción que leemos y escuchamos aquí y allá. En casi todos descubrimos una afección que podríamos denominar «síndrome del Barón Corvo», un fondo patológico que viene a confirmar aquella reflexión irónica de Foxá: «Los españoles están condenados a ir siempre detrás de los curas, o con el cirio o con el garrote».
Aunque quizá Foxá se quedase corto, y lo que le sucede más bien a los españoles es que en el fondo de sus entretelas hubiesen deseado ser curas, como le sucedía al Barón Corvo; y, ya de puestos a ser curas (¡que no hay que conformarse con cualquier cosa!), fantasean con la posibilidad de alcanzar el papado. Resulta, en verdad, enternecedor y digno de estudio psiquiátrico, escuchar y leer a «opinadores» que viven alejados de la Iglesia echar su cuarto a espadas, promoviendo candidatos al papado, enumerando las prendas que deben asistir al nuevo Pontífice, arbitrando métodos para combatir los males que, según su delirante y bilioso juicio, afligen hoy a la Iglesia. A simple vista, tan rocambolesca actitud podría confundirse con la impostación de conocimientos propia del «opinador»; pero estoy seguro de que ninguno de estos «opinadores» que tan resueltamente pontifican sobre el futuro Papa haría lo mismo si se le inquiriese sobre el futuro Dalai Lama o el futuro imán de La Meca. Hay en ellos, en la pasión discutidora con la que reclaman reformas o execran presuntos vicios de la Iglesia, un fervor con trasfondo traumático que no encontramos ni siquiera entre los aficionados del Barcelona, cuando se ponen a especular sobre el futuro del Real Madrid.
En esta apabullante exhibición del «síndrome del Barón Corvo» uno descubre que España es un país arrebatadamente clerical. De un clericalismo, ciertamente, un poco estrafalario, en el que nadie se conforma con ser cura de aldea y todo quisque anhela la tiara papal. Un clericalismo en el que cada uno sería papa en su casa, volviendo majara al Espíritu Santo.
© Abc